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martes, 31 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XIX) - Nikita y el tigre de papel


Por Tania Quintero

Otro testimonio de mi vida dejé plasmado en Hurgando en la memoria, escrito el 14 de octubre de 2002. A continuación lo reprodouzco.

Lo que más recuerdo de aquellos días ahora conocidos como Crisis de Octubre o de los Misiles, es que el cubano común y corriente, apenas informado, cogió pa'l trajín a los soviéticos, a quienes despectivamente llamaban “rusos”. Creo que fue entonces cuando empezaron a apodarlos 'bolos', por lo toscos que eran.

El sentir de los dirigentes cubanos en todo aquel asunto de los cohetes se trasladó a la población. La gente quería que los camaradas de la URSS, que se decían tan amigos de nosotros, no se dejaran meter el pie por los yanquis y tuvieran suficientes cojones para dejar instaladas esas armas en la isla. Y uno escuchaba decir: "¿Pa'qué entonces las trajeron? Buenos pendejos (cobardes) son si después se las llevan". Daba la impresión de que hablaban de aviones convencionales y no de misiles. O de papalotes y chiringas.

Kruschov quedó bautizado como 'Nikita Nipone' (ni quita los cohetes ni los pone). Así de simples eran las cosas. El escalofrío vino después, cuando tuvimos tamaño de bola de lo que estaba en juego. Pero nadie entonces sintió miedo. Y aunque el pretexto del conflictivo armamento era protegernos contra amenazas futuras de los americanos, los cubanos de aquélla época no manifestaban temor ante una confrontación directa con Estados Unidos.

En 1962, en Cuba el ambiente político interno estaba polarizado por las influencias de Mao Tse Tung (así se escribía entonces, ahora se escribe Mao Zedong) y Nikita Kruschov. La discusiones entre prochinos y prosoviéticos eran habituales. Luego de la derrota de la invasión a Playa Girón, en la Bahía de Cochinos, en 72 horas, se pensaba que, efectivamente, el imperialismo era un “tigre de papel”. Unos monigotes que nosotros podíamos poner de rodillas y, de paso, darles unas cuantas patadas en el culo, por malos y traviesos.

Las huellas de la movilización militar durante la anormal situación se veían por La Habana, especialmente a lo largo del Malecón, con los milicianos parapetados tras sacos de arena y las cuatrobocas, baterías antiaéreas, listas para disparar si algún “avioncito enemigo” intentaba aproximarse. Una mentalidad que se mantuvo mucho tiempo después y tuvo su colofón en el derribo de las avionetas de Hermanos al Rescate, el 24 de febrero de 1996.

No viví el clima bélico de Girón. En abril de 1961 me encontraba en la Sierra Maestra, pasando el tercer y último curso de maestros voluntarios, iniciativa de Fidel Castro para tratar de paliar la escasez de profesores en las escuelas rurales. Y allí, en las montañas más altas de Cuba, estuvimos ajenos a lo que pasó en la Bahía de Cochinos.

Cuando en junio de 1961 me gradué de maestra voluntaria, fui seleccionada para pasar un curso de instrucción revolucionaria, idea también del comandante. La Escuela de Instructoras Revolucionarias Conrado Benítez fue el primer experimento donde se puso en práctica la combinación de estudio y trabajo. Por el día estudiábamos y por las noches impartíamos clases. El curso finalizó en octubre del 62. Durante más de un año vivimos como becadas, por la zona conocida por La Estrella, en el antiguo reparto Biltmore, hoy Siboney.

De hecho, una de las cosas que no olvido de la Crisis de Octubre es que a donde íbamos a dar clases de natación y educación física, colindante con nuestras residencias estudiantiles en la calle 194, el otrora Havana Biltmore Yatch and Country Club, fue cerrado por encontrarse en el litoral de la costa noroccidental de la capital. Posteriormente, el HBYCC fue convertido en círculo social obrero y en la actualidad es sede del exclusivo Havana Club, visitado por diplomáticos y turistas adinerados.

Ver milicianos por doquier y a toda hora no sobrecogía ni llamaba la atención. Desde el mismo 1º de enero de 1959 nos habíamos acostumbrado a las legiones de uniformados. El atuendo nuestro en la Conrado Benítez también era militar: saya verde olivo de corte recto, blusa gris con dos bolsillos, boina verde olivo y zapatos negros acordonados con tacón cuadrado.

En las clases de instrucción revolucionaria que por aquellos días de 1962 impartí, por suerte, no tuve inspecciones metodológicas. A mis alumnas, antiguas criadas, les trasladaba lo “políticamente correcto”. O sea la información oficial tomada de la prensa y los discursos de Fidel Castro. Pero le añadía mis puntos de vista.

Agradezco a mi padre, viejo comunista, que a pesar de su limitada instrucción y de ser yo hija única, me educó para que siempre me sintiera una mujer libre e independiente, sin temor a decir mis opiniones.

De modo que, acerca de aquella atmósfera bélica, que aunque no trascendía al diario vivir de las personas era real, saqué mis propias conclusiones. En más de una ocasión discutí y expresé abiertamente mis criterios, que en ese mes de octubre de 1962 iban contra la corriente: era partidaria de que los soviéticos sacaran de Cuba su parafernalia nuclear, porque no tenía sentido poner al país al borde de la guerra por algo que se podía evitar. Hiroshima y Nagasaki no se podían repetir.

Muchos años después, supe cuán al borde de la tercera guerra mundial estuvimos. Cuando en 2001 vi el filme Trece Días, de Kevin Costner, a duras penas podía creer que todo lo narrado en la cinta hubiera pasado, porque aunque parezca increíble los cubanos todos vivimos aquella etapa sin saber exactamente que pasó en esos cruciales trece días.

Y eso que entonces, cuando salía del reparto Siboney no me iba a la montaña rusa -instalada por los gringos y no por los 'bolos' en el Coney Island- sino a las oficinas de los que entre 1959 y 1961 habían sido mis jefes: la plana mayor del comunismo nacional.

En 1962, los del Partido Socialista Popular se habían unido a los del Movimiento 26 de julio y el Directorio Revolucionario 13 de Marzo y fundaron el Partido Unido de la Revolucion Socialista de Cuba, PURSC, preludio del futuro Partido Comunista de Cuba, presentado el 3 de octubre de 1965. Antes del PURSC las tres principales agrupaciones que habían luchado contra la dictadura de Batista se habían cohesionado en las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas).

Me encontraba en la Sierra Maestra, pasando el curso de maestros voluntarios (febrero a junio de 1961), cuando mis antiguos jefes en el PSP dejaron su local de Carlos III y Marqués González, mudándose para Teniente Rey entre Prado y Zulueta, en el mismo edificio donde hasta mayo de 1960 estuvo el Diario de la Marina, un periódico que de no haber sido clausurado por la revolución, hubiera alertado a la ciudadanía del peligro que corríamos si Nikita Nipone no se hubiera llevado sus cohetes a otra parte.

Mañana: Al son de los sesenta.

Foto: Kruschov saluda a Mao durante una visita que en los 60 el líder soviético hiciera a China.

lunes, 30 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XVIII) - De mi padre a mi madre


Por Tania Quintero

El 23 de abril de 2001, una semana después de haber enterrado a mi madre, escribí un testimonio titulado De mi padre a mi madre. A continuación lo reproduzco.

José Manuel Quintero Suárez, mi padre, nació en Palmira, Cienfuegos, el 21 de diciembre de 1908. No llegó a cuarto grado. Tenía dos oficios: panadero y barbero. Pero el 'Gordo' Quintero -medía 6 pies y pesaba más de 200 libras- fue más conocido por una labor incomún: guardaespaldas.

Desde la década de los 30 y hasta el 26 de julio de 1953 su misión principal fue cuidar de la vida de Blas Roca Calderío, secretario general del Partido Socialista Popular, de tendencia marxista-leninista.

Era mulato. Su físico escondía un hombre extremadamente flemático, disciplinado y bonachón. Si la cosa se ponía fea, no vacilaba en sacar la pistola. Una Colt 45, que yo siempre le quitaba al llegar a la casa y guardaba en el escaparate de caoba comprado en los años 40. Tampoco le temblaba la mano para propinar un derechazo a cualquier impertinente.

La anécdota me la hizo Francisco Martínez Morell, intelectual que dedicó muchos años de su vida a trabajar con Juan Marinello. Martínez Morell me contó que mi padre se encontraba sentado en los jardines del Capitolio Nacional, esperando a Blas (en ese momento uno de los redactores de la Constitución de 1940) cuando se le acercó Caramés, a la sazón jefe de la policía en La Habana, un tipo temible. Caramés trató de provocar verbalmente a mi padre. Y éste, sin decir una palabra, le propinó un piñazo histórico.

Después de 1959, el 'Gordo' Quintero pasó a las filas del Ministerio del Interior, no por haber sido guardaespaldas, sino para dedicarse a la reeducación de menores. Pese a su bajo nivel escolar, se puso a estudiar la obra del pedagogo soviético Anton Makarenko. En 1962-63 comenzó a sentirse mal. Él nunca se enfermaba. Solía decir: “Estoy hecho de una madera especial”. Y el hecho de no fumar, ni tomar café ni ingerir bebidas alcohólicas (sólo vino tinto el 24 de diciembre y sidra el 31) hacía pensar que viviría mucho más de lo que vivió, 57 años.

Fue al médico de su clínica, el Centro Benéfico Jurídico de Trabajadores. El doctor se lo dijo sin tapujos: estás embarrado de salsa de tomate con mermelada de mango. El corazón y el hígado. En 1964 su organismo padecía una combinación mortal: diabetes, hipertensión, cirrosis hepática. Después de tres años de gravedad, el 7 de octubre de 1966 falleció en el Jurídico. Fue enterrado al día siguiente, en la bóveda de la familia de Blas Roca. Llovía torrencialmente.

Lo velamos en la funeraria Rivero. Él hubiera preferido la funeraria Caballero, en La Rampa, pero ya había dejado de ser sitio mortuorio. El ataúd era de caoba con agarraderas de bronce. Mi padre había ido guardando dinero para que sus funerales fueran de primera. Y para que ni mi madre, su viuda, ni yo, su única hija, tuviéramos que depender en ese momento de poninas (colectas) de familiares y amigos.

Tenía una filosofía muy particular sobre la vida y la muerte. No creía en el luto ni en la veneración a los muertos. Acostumbraba a decir: “No voy a los velorios de quienes no me invitaron a sus fiestas”.

Durante su enfermedad tuvo una excelente atención médica. No le faltaron los medicamentos y semanalmente tocaba a la puerta de nuestra casa en Romay 67, en el Cerro, un militar con una caja de viandas, frutas, carne de res, pollo y pescado, enviada por Ramiro Valdés, entonces ministro del Interior.

En Granma salió una nota sobre el deceso del “viejo luchador revolucionario”. La redactó Blas Roca y él mismo la llevó al linotipo, a la hora del cierre. A su manera, mi padre fue comunista. Aunque nunca militó en el Partido Comunista de Cuba ni fue propuesto para ninguna condecoración. Ni siquiera fue reconocido post mortem como Combatiente de la Clandestinidad.

Treinta y cinco años después, el 15 de abril, el último día de la Semana Santa de 2001 y Domingo de Resurrección, dejó de existir mi madre, Alejandrina del Carmen Antúnez Aragón, nacida el 24 de marzo de 1915 en Tuinucú, Sancti Spiritus.

Hija de pichón de canario y cubana con raíces valencianas, en el registro oficial aparecía como de la raza blanca, pero ella ni ninguno de sus siete hermanos eran realmente blancos, sino mestizos. Del tipo que en Cuba llaman jabaos, rusos o capirros. Mi madre era hermana de Dulce María Antúnez, esposa durante más de cincuenta años de Blas Roca. Fue en la casa de ellos donde conoció a mi padre.

A diferencia de mi padre, mi madre era delgada y baja de estatura. Autoritaria y voluntariosa, de pequeña fue a menudo castigada por su mal genio. Vino joven a La Habana, pero según allegados “nunca se bajó del caballo”. La capital no ejerció demasiada influencia sobre ella, a no ser el hechizo del béisbol.

Con frecuencia asistía al Estadio del Cerro (hoy Latinoamericano), cercano a la casa. Sobre todo cuando jugaba Habana y Almendares y también después, cuando se enfrentaban Industriales y Villa Clara, su equipo (de vivir más tiempo, sería fan de los 'gallos' de Sancti Spiritus).

Ella fue quien aficionó a la pelota a Iván, su único nieto varón. Recuerdo a mi madre con un cigarrillo en la boca casi a toda hora: fumaba desde los 12 años. Tenía otro vicio: apuntar a la bolita o charada y comprar billetes de lotería. Antes de 1959, casi todos los cubanos apuntaban a la charada, representada por un chino en cuyo cuerpo, de pies a cabeza, estaban colocados íconos con los números del 1 al 100 (después de la revolución el juego fue declarado ilegal, pero la bolita o charada se sigue jugando y se ha incorporado al habla popular: desde 1959 a Fidel le llaman “el caballo” porque en la charada el número uno corresponde a ese animal, también le dicen “el one”).

Hasta el final de sus 86 años afirmaba: “La gente que lee mucho se embrutece”. Con malos ojos veía mi afición por la lectura y, peor aún, habérsela trasladado a mis dos hijos. Para colmo, mi hija Tamila, su nieta, se hizo bibliotecaria. Tenía animadversión por los libros. Unos días antes de morir, el 4 de abril, Yania, la única bisnieta que pudo conocer, recibió el diploma Ya sé leer, otorgado a los alumnos de primer grado (casi dos años después de su fallecimiento, el 3 de febrero de 2003, nació Melany, su segunda bisnieta).

Mi madre también fue comunista. A su manera. Dos días antes de caer en coma vio el NTV y leyó el “Grama”, como lo llamaba, sin pronunciar la ene. Creía todo lo que en el televisor y el periódico se decía. No soportaba a “la gente de los derechos humanos” y nunca aceptó que yo hubiera dejado el periodismo oficial y me hubiera convertido en periodista independiente. En más de una ocasión me auguró varios años de cárcel.

Sin embargo, la revolución en la cual creyó le dio la espalda. Los 80 pesos de la pensión que cobraba (por mi padre) no le alcanzaban para las cajetillas de cigarros Populares que mensualmente se fumaba. Murió sin que el médico de la familia, una de las tantas quimeras emprendidas por la revolución, ni el doctor de guardia en el policlínico Luis de la Puente Uceda, pasaran a verla el día en que perdió el conocimiento, el 14 de abril.

Ese día, Sábado de Gloria, hasta las 3 de la tarde se esperó por una ambulancia que el director del policlínico prometió a mi tío Luis que mandarían a la casa, para trasladarla a un hospital. No fue hasta las 5 de la tarde, gracias a las insistentes llamadas de una vecina, cuando en una ambulancia del SIUM (servicio de urgencia) llegamos al cuerpo de guardia del hospital La Dependientes, en el Cerro.

A las 9 de la noche fue llevada a la sala de terapia intermedia. Alrededor de las 3 de la mañana pudo entenderse claramente uno de sus quejidos. Nunca fue creyente, pero gritó: “Ay, Jesucristo”. A las 6.30 de la mañana del día en que Jesús resucitó, mi madre murió.

La primera corona que llegó a la funeraria de Santa Catalina, en la Víbora, fue la encargada por René Gómez Manzano, a nombre de Los Cuatro, como era conocido el Grupo de Trabajo de la Disidencia Interna, sobre todo después de que sus integrantes (Martha Beatriz Roque Cabello, Vladimiro Roca Antúnez, Félix Bonne Carcassés y el propio René) redactaran y divulgaran en junio de 1997 La patria es de todos, uno de los documentos más coherentes emitidos por un grupo opositor cubano.

Mi madre tuvo diez coronas en total, la décima parte de las que tuvo mi padre en 1966. Hasta el último momento pude comprarle lo que apetecía: gelatinas, helados, jugos y “botellitas de Coca Cola”, en realidad un refresco de producción nacional conocido por Cola Fiesta, pero para ella ese tipo de gaseosas eran “Coca Cola”.

Si algo no ha podido borrar la revolución de la cabeza de los más viejos han sido las marcas capitalistas: a los refrigeradores les dicen “frigidaire”, al detergente en polvo “fab”, al jabón de lavar oscuro “candado” y al blanco “oso”. Para ellos, los mejores radios siguen siendo los RCA Victor, los mejores jabones de tocador los Palmolive y Camay y la mejor pasta dental la Colgate.

Mi madre fue enterrada el 16 de abril, Lunes de Pascua ese año. Le hicieron un responso en la capilla del Cementerio de Colón. Con los cinco ramos de flores a nombre de las cinco personas que vivíamos con ella, bajaron la caja de madera gris, fea, miserable, igual a la que le “toca” a todos los cubanos de a pie. Y allí quedó, en una bóveda estatal, colectiva, socialista, similar al acto que unas horas después tendría lugar a pocos metros de su sepultura, en 12 y 23.

Si en 1966 en el periódico Granma se informó de la muerte de mi padre, en el 2001 la noticia del fallecimiento de mi madre estuvo a cargo de Radio Martí, emisora que ella odiaba. Otra paradoja: a pesar de que vivió ajena al progreso, alguien colocó una nota necrológica en internet.

Confío que allá, en el cielo, los dos se hayan reencontrado. Y permanezcan en paz, esperándome.

Mañana: Nikita y el tigre de papel.

domingo, 29 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XVII) - La capital de todos los cubanos



Por Tania Quintero

La Habana ha estado presente en los cerca de dos mil textos redactados por mí en ocho años de periodismo independiente. De esa cifra, la cuarta parte estaba dedicada a la capital de todos los cubanos.

A mí, como a Dulce María Loynaz, me duele ver a mi ciudad moribunda e irreconocible.

Sobre la ciudad donde nací el 10 de noviembre de 1942 y en la que viví hasta el 25 de noviembre de 2003, siempre escribí.

"Tres ciclones en menos de un año han afectado a Cuba. Y ninguno ha pasado por la ciudad de La Habana. Ni por su vecina, la provincia Habana, la que alimenta y en muchos renglones sostiene a la capital”, escribí en San Cristóbal sigue protegiendo a La Habana (2.10.02).

En ese mismo artículo digo:

“San Cristóbal es el patrono de la ciudad. En la religión yoruba se denomina Agayú Solá. Según la leyenda cristiana, San Cristóbal era un gigante que ayudaba a los hombres a cruzar los ríos anchos y turbulentos y en una ocasión ayudó a cruzar al propio niño Jesús. En la santería, Agayú Solá es Orisha mayor, padre de Shangó y deidad de la tierra seca. No solamente los habaneros creyentes dan gracias a sus santos por la protección que le ha venido dando. También deben estar agradecidos los gobernantes. Sobre todo Fidel Castro: el paso de un huracán fuerza cinco lo pondría en un dilema, pues más de la mitad de las edificaciones de la ruinosa ciudad se vendrían abajo”.

En Monte desmontado (16.7.01) insisto: “Recorrer la calle Monte, en La Habana, es caminar entre ruinas. Los tramos aparentemente mejores son los comprendidos desde los Cuatro Caminos al Parque de la Fraternidad. Pero ni eso. Porque ni las shoppings pueden ocultar el abandono y la suciedad”.

En Ciudad marina, limpia y hermosa, del 2000, contrapongo a Cienfuegos con La Habana: “En la era de los bolsos de nailon, los cienfuegueros no se van a dormir sin antes dejar en la acera, delante de la puerta de su casa, una jabita bien cerrada con los desperdicios del día. Cuando se levantan, ya no está ahí. Ese servicio comunal eficiente brilla por su ausencia en la ciudad de La Habana, donde es normal que transcurran días y a veces semanas hasta que los basureros pasen. La capital actualmente es una de las urbes más sucias, con más moscas, mosquitos y ratones de toda la isla”.

No siempre critico. A veces informo, como en La Habana se viste de celuloide, a propósito del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano (26.11.01). O escribo algo colorido: “La Habana tiene varios corazones. Pero ninguno late como el de 23 y L. Por allí pasa lo bueno y lo malo. A pie o sobre ruedas” (Ciudad travestida, 7.10.02)

En Café sin leche (3.3.03) recuerdo: “La bebida en la ciudad de La Habana siempre fue el café con leche. Poco después del triunfo de la revolución la leche desapareció de las mesas habaneras -y de la isla entera. Pero quedó el café. Racionado o por dólares. Legal o ilegalmente conseguido. Lo último para un cubano que se respete es no tener polvo de café para hacer y brindar a las visitas”.

No han faltado reportajes ni recorridos por la ciudad (De Carlos III a San Agustín, pasando por Alamar, 5.3.01): “Un periplo extenso. Eminentemente barato: gasté más o menos 60 pesos (tres dólares). Y tuve el privilegio de contemplar a miles de habitantes de una ciudad semidestruida, donde la tristeza y la alegría se mezclan con la misma naturalidad que la música y el llanto en el sepelio de un abakuá”.

La casa de los muertos(13.5.01) recoge una visita al Cementerio de Colón: “Según rumores callejeros, los huesos de los muertos se han convertido en piezas codiciadas, especialmente para preparar trabajos de santeria fuertes de verdad. El vandalismo también ha hecho de las suyas en este museo funerario, hogar definitivo de los habaneros y un orgullo nacional. Sitio donde sobran las historias. De vivos y de muertos. De fantasmas y espíritus. De milagros y dolores”.

Mañana: De mi padre a mi madre.

Video: Primero de una serie titulada Cuba before Castro que en You Tube se puede localizar.

sábado, 28 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XVI) - Ya no existe El Vedado


Por Tania Quintero

Lo que en agosto de 1974 escribiera Lezama Lima lo podría haber escrito Raúl Rivero en el 2002, cuando recibió una invitación de la Universidad de Puebla, México, para presentar su libro de poemas Puente de Guitarra.

A Rivero, como en su momento a Lezama, el régimen de Fidel Castro no lo dejaba salir del perímetro de los 110 mil 992 kilómetros cuadrados de costas que configuran este archipiélago-gulag (en un mismo juicio, celebrado el 4 de abril de 2003, Raúl Rivero, uno de los poetas imprescindibles de su generación, y el periodista independiente Ricardo González Alfonso serían “juzgados” y condenados a 20 años de prisión. En noviembre de 2004 Raúl sería excarcelado y cuatro meses más tarde salió hacia el exilio en Madrid. En julio de 2010, Ricardo y un grupo de presos políticos de la primavera negra de 2003 serían liberados y desterrados con sus familias a España).

Puente de Guitarra, Firmado en La Habana y Herejías Elegidas, tres de los libros escritos por Raúl Rivero entre 1996 y 2002, ya disidente, un día serán publicados en Cuba. Y leídos y releídos. Raúl lo sabe.

Y sabe también que un día él lo vacilará. Tomándose una taza de café y fumándose un cigarrillo. Detrás, una gran cuadro de Dulce María Loynaz, con un batón de hilo blanco y un abanico español.

Ahora que la Loynaz no está, sus textos circulan dentro de Cuba. Ha sido perdonada. Postmortem. En Fe de Vida, libro dedicado a su amigo Aldo Rodríguez Malo (y a quien pidió no lo publicara hasta después de haber cumplido los 90 años o tras su muerte) con meticulosidad de orfebre y pasión femenina, Dulce María plasma una bellísima estampa de la ciudad donde nació y murió:

El que no la vio, no podrá nunca imaginar lo que era La Habana en aquel momento: una pequeña Viena, una París en miniatura, un extracto de Buenos Aires, sin la sosera ni tanta calle ancha y descolorida.

Porque La Habana era todo eso: color, esplendor, refinamiento.

Cuando me expreso en esta forma que muchos tendrían por exagerada, no me estoy refiriendo al cuerpo de la ciudad, sino al espíritu, a la vida que la colmaba y sobre todo al estilo de vida.

El cuerpo no difería mucho del que nos muestra en nuestros días, sólo que relucía de puro limpio.

Tampoco tenía los feos rascacielos, de lo que abominaba Rabindranath Tagore cuando los viera en Nueva York. Aún no habían venido estos a desnaturalizar su aspecto ni su carácter, y, en cambio, contaba con El Vedado, no el que vemos ahora, sino el otro, el que pereció aplastado por catapultas de pedruscos, sobre él arrojados a voleo.

El Vedado que yo viví y que él también vivió era otra cosa (se refiere a Pablo Álvarez de Caña, su hombre amado). Digo vivir sin intercalar la preposición “en” entre el verbo y el nombre, porque en realidad formaba parte de la vida que vivíamos, no se reducía a un mero espacio para aposentar el curso de los aconteceres cotidianos.

El Vedado era una esencia, un espíritu, un ser fundido a nuestro ser, que cuando lo perdimos, no fue sin sentir que ya dejábamos de ser un poco nosotros mismos, y aun prescindiendo de esas finuras de la sensibilidad… ¡Cómo olvidar aquel trasunto calado en filigranas! Y luego aquel olor a albahaca y a romero que era su olor y que jamás he vuelto a percibir.

Mientras escribo me doy cuenta de que estoy escribiendo en el vacío. ¡Cómo hacer creer a los que vendrían luego que aquel Vedado era un lujo que podía permitirse la ciudad y con la ciudad un pequeño país donde no existían éxodos en masa, ni asaltos a embajadas, ni gente perseguida ni perseguidores!

De aquel Vedado que pasó, contamos todavía con ese mar porque no pudieron también despojarlo de él; pero es un mar en gran parte expoliado, batido en retirada como si se avergonzara de la derrota infligida por el hormiguero.

Porque, ¿qué otra cosa que hormigas deben ser los hombres para el mar? Y, sin embargo, ellos lo vencieron, echaron de sus dominios y rompieron su contorno instalándose como intrusos dentro de los confines que le fueron asignados desde el principio de las edades.

Hoy, si nos apartamos de sus falsas orillas de hormigón, apenas alcanzaremos a vislumbrar pedazos suyos entre mole y mole.

Ya no existe El Vedado, como no existen Pompeya ni Palmira. Como no existe Macchu Picchu.

Pero éstas al menos, debieron su destrucción al rodar de los siglos o a las tremendas fuerzas de la Naturaleza, aún imponentes y grandiosas en su potencia de aniquilamiento. La misma Cartago fue arrasada por los hombres que peleaban su guerra, extranjeros en ella.

En cambio, nuestro Vedado fue enterrado vivo por la estulticia y avaricia de los hombres nacidos bajo su mismo cielo.

Mañana: La capital de todos los cubanos.

Foto: Así se encuentran hoy muchas casas de El Vedado, uno de los más hermosos barrios habaneros antes de 1959.

Leer también: La Habana de mi infancia.

viernes, 27 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XV) - Ananke


Por Tania Quintero

Personalmente no conocí a Haydée Santamaría. En más de una ocasión la vi y pude saludarla mientras cubría alguna actividad en la Casa de las Américas. Pero una vez, sólo una vez, pude tener idea de la clase de mujer que era. Y del carácter que tenía.

Con exactitud no recuerdo la fecha, sí el año: 1977. Armando Hart acababa de ser nombrado ministro de Cultura -otro craso error- y el jefe del departamento de cultura de la Unión de Jóvenes Comunistas, Juan M. Pantaleón, un guajirote que alternaba esa responsabilidad con un cargo en el Comité Organizador del XI Festival Internacional de la Juventud y los Estudiantes, me pidió que asistiera a la reunión que se celebraría con Hart e integrantes de la Nueva Trova.

Yo era entonces secretaria de Pantaleón y, además, colaboradora permanente de la revista Bohemia. El encuentro tuvo lugar en la casa de protocolo de la UJC, en Primera y 36, Miramar. Entre otros trovadores asistieron Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Sara González, Augusto Blanca, Lázaro García y Jorge Gómez, director del grupo Moncada.

Cuando se produjo un receso y mientras esperábamos por la merienda, sentimos un carro llegar y parquear abruptamente. Como diablo que lleva el cuerpo se bajó Yeyé.Estaba enfurecida. En un salón, Sara González y otros trovadores, se disponían a una breve descarga musical. Y cuando la vieron salieron solícitos.

Hart también salió. Estaba conversando con Pantaleón y con Luis Orlando Domínguez, a la sazón primer secretario de la UJC (Landy, como le decían, sería defenestrado y condenado a 20 años de cárcel en 1986, acusado de supuestos delitos de corrupción, hoy tiene un boyante negocio de catering para bodas, fiestas de quince y cumpleaños en su casa del Reparto Naútico, en Playa, La Habana).

A Yeyé no había quien la calmara. Su alteración era doble: por Hart, a quien ella despreciaba como ex marido, y por “los muchachos de la Nueva Trova”, a quienes ella tanto había protegido desde la Casa de las Américas, donde nació el Movimiento de la Nueva Trova. Y ahora la “traicionaban” con ese hombre a quien tampoco respetaba como ministro de Cultura. La mezcla de esos sentimientos más todo lo que llevaba por dentro -el incidente ocurrió tres años antes de su muerte- tuvo el efecto de un coctel molotov.

No aceptaba que Hart le hablara ni intentara calmarla. Fue especialmente agresiva con Silvio Rodríguez y Jorge Gómez.

-Haces canciones como si fueran chorizos, le dijo molesta a Silvio.

Y a Gómez le espetó las veces que había acudido a ella llorando miseria, sin instrumentos para sus músicos del grupo Moncada.

La surrealista escena duró varios minutos. Hasta que Silvio, tirándole el brazo por encima, logró llevársela. Se montó en el carro de Yeyé y se fue con ella.

Cuentan que en los meses anteriores a su decisión de quitarse la vida, su controvertida personalidad se exacerbó. Porque como suele ocurrir, al final se sintió sola y abandonada. Los que una vez la mimaron y halagaron ahora no sólo la rehuían y no contestaban sus insistentes y desesperadas llamadas, sino que a sus espaldas decían: “Pobrecita, está más loca aún”.

Ojalá que en el seno de los machos que hicieron la revolución hubiéramos tenido unas cuantas locas como Haydée Santamaría Cuadrado, mujer sin pelos en la lengua. De Fidel Castro para abajo, decía en la cara lo que sentía. Como aquella tarde de 1977.

Acerca del descongelamiento de muertos en algún momento clasificados como “atravesados” o inoportunos, vale la pena reproducir fragmentos de una de las cartas de José Lezama Lima a su hermana Eloísa, recogidas en un libro publicado en Madrid, en 1978. Dice así:

La Habana, Agosto 1974

La Universidad de La Aurora, en Cali, Colombia, me invitó al IV Congreso de la Narrativa Hispanoamericana, con tal de que diera una charla o una conferencia con otros dos escritores. Llegaron los pasajes aquí a La Habana, pero el resultado fue el de siempre: no se me concedió la salida. Ahora recibo otra invitación del Ateneo de Madrid, para dar unas conferencias. Siempre acepto, pero el resultado es previsible.

Yo estoy en un momento de mi vida en que me hace falta viajar, ver un poco de otro paisaje. La resonancia que ha tenido mi obra en el extranjero, me permitiría hacerlo. Pero la Ananke, la fatalidad, está ahí, con su ojo fijo de cíclope.

Mañana: Ya no existe El Vedado.

Dibujo: Versión libre de la diosa griega Ananke.

jueves, 26 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XIV) - Oswaldo vivió poco y escribió mucho


Por Tania Quintero

Ni Aparicio da Silva ni Sergio Grandi vivieron hasta ver el gran desarrollo global de la informática y en el cual Brasil, pese a sus enormes contradicciones sociales, figura con destaque debido al avance de sus telecomunicaciones desde la época de las dictaduras militares en la década 1970-80.

Mis amigos se fueron un poco antes. Los restos de Aparicio descansan en Sao Paulo, su ciudad natal, y las cenizas de Sergio fueron esparcidas en la Italia de sus orígenes. ¡Que Dios los tenga en la gloria!

También a Dios le pido -no soy creyente, ni siquiera estoy bautizada- tener en un buen sitio a Oswaldo Franca Jr., exmilitar y escritor de Belo Horizonte, Minas Gerais. Oswaldo fue igualmente un gran amigo, falleció a los 53 años, el 10 de junio de 1989 en un accidente de tránsito en Brasil.

A Oswaldo lo conocí cuando vino como jurado del Premio Casa de las Américas, en 1984. Ese año hubo concurso en lengua portuguesa. Vinieron también Thiago de Mello y Frei Beto, entre otros conocidos. Se hospedaron en el Riviera, emblemático hotel habanero construido a finales de la década de los 50.

Un sábado por la tarde salimos a caminar por el Vedado. Iban Oswaldo y tres o cuatro brasileños más. En eso me acordé de los encuentros sabatinos en la residencia de Kuhn, el embajador de Holanda, tipo chévere y hospitalario. Andábamos cerca y nos dirigimos a su mansión, en la calle 2 entre 17 y 19.

La casa de Kuhn era sitio obligado de artistas e intelectuales. Los sábados abría el portón y entraba todo el que quería. Esplendidez así no se ha vuelto a ver en La Habana. Ese sábado la pasamos estupendo.

A los brasileños les presenté al padre del Che y a su joven esposa, Ana María. No recuerdo si esa tarde, de las tres veces que fui a casa de Kuhn, coincidí con el escritor Miguel Barnet, el actor Mario Balmaseda, la teatrista Miriam Lezcano, el poeta Pablo Armando Fernández y el ensayista José Prats Sariol y su esposa Maruchi, algunos de los intelectuales cubanos amigos del campechano diplomático holandés.

Del centenar de discos brasileños que llegué a tener -y que en 1993, con la despenalización del dólar y la dureza del "período especial" por 39 dólares vendí la colección completa- el único que una vez se perdió fue en casa de Kuhn. Era de María Bethania. Según supe después, la ex-esposa del embajador se enamoró del disco y se lo llevó, así, descaradamente.

No me gustan las bebidas alcohólicas. Tampoco la cerveza, por su sabor amargo y las ganas de orinar que da. La cerveza de los alemanes y de los checos goza de fama, también la Miller de los americanos, pero creo que la Heineken se lleva el palmarés. Y si algo había los sábados en casa del embajador de Holanda, eran cajas con latas de Heineken. Gratis, todas las que pudieras tomar, para acompañar la comida, típica cubana. Si alguien se jalaba nunca lo supe, porque no esperaba que me cogiera la noche, dependía de las guaguas. En este caso de la ruta 37, cuya parada quedaba cuatro cuadras más abajo, en Línea y 2.

De su estancia en Cuba, Oswaldo França Jr. escribió Recordações de Amar en Cuba, y en un capítulo me menciona. Pero su novela más conocida es Jorge, un brasileño, convertida después en un serial televisivo al que denominaron Carga pesada. Después de su muerte se afianzó mi amistad con su novia, Cristina Agostinho, también escritora de Minas Gerais.

En 1995, Cristina decidió hacer un libro sobre Haydée Santamaría Cuadrado, de cuya vida había quedado prendada en su primer viaje a Cuba. Ya ella había incursionado en la literatura infantil y había publicado Luz de Fuego, una famosa vedette brasileña.

Cristina me pidió colaboración para su libro cubano. Por primera vez me pagaron un buen salario: 150 dólares. En total transcribí veintiún casetes con una docena de entrevistas realizadas en La Habana y Encrucijada, Las Villas, lugar de nacimiento de Haydée.

De todas las entrevistas (Melba Hernández, Silvio Rodríguez, Marta Rojas y Lesbia Vent Dumois, entre otras) las más sobrecogedoras fueron las de Livia, señora que laboró al servicio de Haydée hasta su suicidio; la de Mayeya, empleada de la Casa de las Américas, y la de Celia María, su hija. Es una lástima que Cristina no haya publicado el libro todavía.

Yeyé, como le decían a Haydée, fue sacada de circulación cuando en 1980 se pegó un tiro. Ni siquiera permitieron que la velaran en la Casa de las Américas. Su cadáver fue expuesto en la funeraria Rivero, en Calzada y K, como si se tratase de una vecina más del Vedado, aunque ella vivía en Playa, municipio donde no había ninguna funeraria de similar caché (presencia).

Caché que ya no es tal: como el resto de las funerarias cubanas, la Rivero no es la sombra de lo que fue. En todo caso lo que tiene -o tenía- un piso mejor conservado para determinadas personalidades, las cuales, por cierto, también pueden disponer de un féretro de buena madera y no las endebles y horribles cajas de pino, mal forradas con tela gris y adornos baratos de aluminio, fabricadas por montones para la inmensa mayoría de los cubanos mortales.

A Haydée la rehabilitaron a fines de 2002. El pretexto fueron los 80 años que hubiera cumplido si no se hubiera suicidado veintidós años atrás. Me tomé el trabajo de recortar las loas a la “inolvidable combatiente” aparecidas en Granma, Juventud Rebelde y Trabajadores. Por correo le envié los recortes a Cristina, entre ellos uno de la revista Mujeres, donde se puede ver a una Yeyé cuarentona.

La foto de la revista Mujeres es en blanco y negro sobre fondo rojo. Aparece con un sencillo vestido estampado. Lleva pelo corto y en su rostro la expresión dulce y apacible que no tuvo en vida depués del martirio del Moncada, donde perdió a dos de sus seres más queridos: su hermano Abel Santamaría y su novio Boris Luís Santa Coloma. A la altura de su hombro izquierdo, estas palabras: “El nombre deYeyé está indisolublemente unido al prestigio de la Revolución. Fidel Castro”.

Si eso es cierto, ¿por qué la engavetaron y se olvidaron de ella tantos años? Cuando en unión de Cristina visité su tumba en el Cementerio de Colón, una mañana de 1995, me indignó tener que colocarle unas flores ante un número en el Panteón de las Fuerzas Armadas. En dicho Panteón, no sé por qué, las lápidas no están identificadas: aparecen numeradas, como si de reses se tratara. Dentro de los nichos se encuentran los huesos de la flor y nata de la revolución. Los “traidores” son enterrados en tumbas anónimas, reconocibles sólo por familiares y sepultureros.

El 27 de diciembre de 2002, en la primera página de Granma salió una foto de cuando los restos de Haydée fueron depositados en el Panteón de los Mártires del Cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba. Quedaron junto a 38 combatientes de la aventura del 26 de julio de 1953. “A la historia de la ciudad héroe le han nacido nuevas raíces”, rezaba el titular.

A propósito, sigue siendo un misterio el día exacto en que Yeyé se mató. El régimen no ha reconocido que fue el 26 de julio de 1980. En lo archivos del Cementerio de Colón consta la fecha de su entierro: 28.7.80. No quiero extenderme más en una tema cuya exclusividad pertenece a mi amiga Cristina Agostinho.

Solamente añadir que el gobierno cubano se ha “especializado” en desenterrar y hacer suyos muertos que una vez le resultaron molestos, como Haydée Santamaría. O Virgilio Piñeira, José Lezama Lima, Dulce María Loynaz y Severo Sarduy, entre otros conflictivos hoy “recordados y homenajeados”. Puede que pronto añadan a dos de los más rebeldes, Reynaldo Arenas y Guillermo Cabrera Infante.

Mañana: Ananke

Foto: Libros publicados por Oswaldo França Jr.

Leer también: Crónica de vida y muerte.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XIII) - Los cubanos le tienen terror a Villa Marista


Por Tania Quintero

El furor desatado en Cuba por las telenovelas de Brasil se convirtió en una especie de remake de los años 40, cuando la isla toda lloriqueó con El derecho de nacer, radionovela de Félix B. Caignet, oriundo de Santiago de Cuba, y que había mantenido en vilo a toda la isla en aquella década.

Mi interés por escribir sobre los folletines en la pequeña pantalla tenía una motivación monetaria: tanto en Bohemia como en Opina me pagaban las colaboraciones, 30 pesos por cada una. Una basura de dinero ahora, pero en los años 80 con esa cantidad se resolvía. Pero también debo decir que el bichito investigativo que llevo dentro, me permitió sacarle lasca al boom novelero cubano y profundizar en el tema.

De Brasil me enviaron libros y por mi cuenta hice averiguaciones. Supe así que la pasión por las telenovelas surgió en el gigante sudamericano a partir precisamente de El derecho a nacer.

Otro momento 'cumbre' para los telespectadores criollos fue el estreno de Doña Beija,con la bonitilla de Maité Proença en el rol central. Basada en una mujer que existió en Araxá, Minas Gerais, muy pronto conseguí un ejemplar del libro que inspiró la adaptación. Doña Beija era una producción de TV-Manchete, principal competidora de la Rede Globo. Pero eso lo sabía yo, a esas alturas casi convertida en una 'especialista' por causa de los melodramas televisivos.

A los cubanos no les importaba la casa realizadora, sino desenchuchar (desconectar) con todas aquellas historias del pasado o presente de Brasil. Doña Beija tuvo tanta audiencia como La esclava, protagonizada por Lucélia Santos, actriz sin los encantos físicos de Maité Proença (la conocí cuando estuvo en La Habana, en persona era tan bonita como por televisión), pero que igualmente arrebató a los cubanos: cuando visitó Cuba, Lucélia fue recibida por Fidel Castro, al parecer “enganchado” con los culebrones. También recibió en su despacho a Rubens de Falco, el Leoncio de La esclava, a Regina Duarte y Daniel Filho.

Con Beija hice la zafra. Opina empezó a publicar versiones resumidas del libro, que yo misma traducía del portugués. Tuvo tanta acogida que decidieron publicar un suplemento. Es una lástima que no tuve la precaución de guardar un ejemplar.

Lo insólito era que a mí no me gustaban -ni me gustan- las telenovelas. Si veía las brasileñas era para poder escribir. De la última que publiqué en Bohemia fue de Vale todo, con Regina Duarte, Antonio Fagundes y Gloria Pires en los papeles centrales. Gustó mucho. Más que Derecho de amar, La tienda de los milagros y Felicidad, pero en preferencia, Vale todo, está empatada con Roque Santeiro (de nuevo con Regina Duarte, sensacional como la Viuda Porcina y con Lima Duarte, dando vida al insuperable Señorito Malta).

Aunque en Cuba no circula prensa de Brasil y muy escasamente revistas del corazón, los cubanos, particularmente las mujeres, se las arreglan para estar al tanto de la última novela de impacto, sea de Brasil, México, Venezuela o Colombia.

Se enteran por los “bancos de videos” (centros de alquiler tan comunes en el mundo, en Cuba los hay estatales, pero la gente prefiere los privados, ilegales, que suelen usar parabólicas de fabricación casera, por lo regular con piezas entradas de contrabando del exterior o con cualquier objeto reciclable), cuyos dueños con sus antenas,también clandestinas, graban novelones de la televisión de Miami. Es de esta ciudad de donde procede la información de lo que está arrebatando al público hispano en Estados Unidos y lógicamente, en el resto del continente.

Rara es la cubana que va de visita a Miami y no aprovecha para seguir, capítulo a capítulo, el decursar de algún culebrón. Después de varios meses, si tienen que regresar a la isla y el argumento no ha concluido, por teléfono o por carta se mantienen al tanto.

Algunas, inclusive, utilizan el correo electrónico para seguir al tanto del folletín que dejaron a medias en Miami. Es lo que le pasó a Gertrudis con El Clon. Supo del desenlace por email. Un buen día, recibió en su casa a una 'mula' (así llaman a los cubanoamericanos que viajan a Cuba con paquetes enviados por familiares en Estados Unidos), que le trajo en video dos capítulos dejados de ver. Increíble.

Y ya que mencioné el email, diré que se ha ido convirtiendo en un medio importante de comunicación entre los cubanos de adentro y afuera. Subrepticiamente, en la isla han ido aumentando los navegantes por internet. La mayoría trata de no violar dos reglas: cero política y cero pornografía.

Lo de la pornografía, oká, de acuerdo. Lo de la política tiene que ver con la censura totalitaria nacional. Pero cibernautas hábiles se las arreglan para entrar a páginas digitales vetadas. Y enterarse de algunas cosas que ocurren en su propio país.

Prácticamente nada de lo reportado por el periodismo independiente y los grupos opositores llega a la población. Porque Radio Martí, emisora que transmite las 24 horas hacia Cuba, tiene interferencias que la hace inaudible en buena parte de la isla.

No obstante, la gente se entera. A veces de la manera más inaudita, como le ocurrió a una amiga mía. Sabiendo que “nada de política”, a través de una computadora prestada por un socio, se dedicó a monitorear los más intrascendentes sitios.

Entre otros, descubrió webs dedicadas a noticias del corazón, recetas de cocinas e historia de los apellidos. Puso su apellido, hizo click y en Buenos Aires encontró un “alma gemela”, como denominó a aquella señora argentina que no solamente se llamaba igual, sino que tenía su misma edad y hasta era gorda como ella.

Se hicieron amigas. Con un apoliticismo encantador, como le gusta al régimen y sus gendarmes. Chateaban acerca de cuestiones apolíticas. Hasta que un día, la argentina, desconocedora de la realidad cubana, se enteró de que un periodista argentino de visita en Cuba había sido arrestado por la Seguridad del Estado y expulsado del país. Se trataba del profesor Fernando J. Ruiz, de la Universidad Austral de Buenos Aires (en junio de 2003, Ruiz publicó en Argentina el libro Otra grieta en la pared, sobre el periodismo independiente cubano, donde me dedica un capítulo).

El “alma gemela” en La Habana supo así del incidente. Porque en Cuba ese tipo de noticias no se dan. Y mi amiga, que todo el tiempo estuvo evadiendo la “política”, de golpe y porrazo se encontró con un hecho, no sólo político, sino represivo.

Y si hay algo que le meta el miedo en el cuerpo a un cubano es todo lo relacionado con el Departamento de Seguridad del Estado. Los cubanos le tienen pavor a las siglas DSE y a la palabra Villa Marista. Parodiando el filme, ese terror explica 'el silencio de los corderos'.

Hasta que un familiar o amigo no cae preso, por motivos políticos o comunes, muy pocos en Cuba conocen y se sensibilizan con las infernales condiciones de las cárceles cubanas. Mientras, se la pasan luchando y resolviendo para tratar de sobrevivir. Y, en el mejor de los casos, navegando por internet en busca de “almas gemelas”. Apolíticas, claro.

Mañana: Oswaldo vivió poco y escribió mucho

Foto: Antes de 1959, Villa Marista fue un lugar de descanso para los Hermanos Maristas, comunidad católica con varias escuelas privadas en la isla. Se encuentra enclavada en San Miguel y Anita, Reparto Sevillano, municipio 10 de Octubre. En junio del 61, el naciente Departamento de Seguridad del Estado -la KGB cubana- no encontró mejor sitio para establecerse que en la ex mansión religiosa, que entre otras comodidades, contaba con un campo para jugar béisbol. En medio siglo ha sufrido múltiples remodelaciones y adaptaciones, como los calabozos construidos bajo tierra. Exteriormente está más o menos igual, a no ser los guardias de verde olivo con armas largas que permanentemente custodian. El cartel identificativo se encuentra en la entrada, por la calle San Miguel. El acceso de los autos es por la calle Anita, a un costado.

martes, 24 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XII) - Y en eso llegó Malú


Por Tania Quintero

A partir de 1983, con la transmisión del serial Malú Mulher, protagonizado por Regina Duarte, el vicio de las telenovelas hacía su entrada en la isla del doctor Castro. Todavía no se avizoraba la caída del Muro de Berlín y la URSS parecía ser la gran superpotencia rival de Estados Unidos.

Veinte años llevábamos los cubanos al son de la balalaika, tomando té con azúcar prieta en samovares traídos de Moscú, poniendo a Lenin entre Fidel y el Che (mientras la imagen del Sagrado Corazón permanecía oculta en una puerta del escaparate), sin poner arbolitos en Navidad y adornando las casas con matrioshkas y pomos vacíos de fragancias rusas.

Los niños cubanos veían dibujos animados socialistas: el soviético Espera que ya verás y el húngaro Gustavo, entre otros. Filmes de Polonia, Checoslovaquia y la RDA formaban parte de las programaciones de nuestros cines, de oriente a occidente. Nos encantaban los jugos búlgaros, las sardinas albanesas, la blusas rumanas y el sistema yugoslavo de construcción de edificios (a pesar de que Yugoslavia como nación dejó de existir ese sistema seguía vigente en la isla).

Por supuesto, también todo lo procedente del socialismo asiático: Mongolia, China, Vietnam, Laos y Cambodia. Hacia estos países era donde menos le gustaba ir a los cubanos, porque como eran tan férreos y cerrados en materia sexual, no podían “echarse” a las 'chinitas', algo mucho más fácil con las 'bolas' (rusas), alemanas, checas, búlgaras, polacas y húngaras. Siempre, decían, después que se dieran un buen baño y se untaran desodorante debajo del brazo.

Y en eso estábamos cuando en 1983 a Cuba llegó Malú, serie a la que siguieron verdaderos culebrones como La Esclava, que idiotizó a las tres cuartas partes de los cubanos. A mí no. Pero le saqué partido a la adicción. Decenas de cuartillas escribí y publiqué en Bohemia y Opina, magazine órgano del Instituto de la Demanda Interna, y como tal abordaba asuntos relacionados con los consumidores, pero le dedicaba bastante espacio a la farándula. Fernando Miguel y Armando López, de la jefatura de redacción, siempre tenían espacio para mis primicias brasileñas.

Una de esas primicias nunca la publiqué, pero sí se la hice saber a Enrique Román, en ese momento presidente del ICRT, organismo que había invitado a Cuba a Daniel Filho, director del serial Malú.

Filho sabía ya quién yo era: de mí le habían hablado la actriz Regina Duarte y el guionista Doc Comparato, a quien había entrevistado para la revista Bohemia cuando asistió a uno de esos talleres de guiones que en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, en las afueras de La Habana, a cada rato impartía Gabriel García Márquez.

Con esas referencias, no me fue difícil concertar una entrevista con Daniel Filho. Me citó un sábado a las 7 de la noche, en su habitación del Hotel Riviera, en Paseo y Malecón. Comenzamos a hablar y unos minutos antes de las 8, me pidió permiso para encender el televisor. Y durante la media hora que duró el NTV, Filho fue haciendo toda clase de comentarios críticos. Y yo anotándolos en una libreta.

Pasadas las 9, cuando abandoné el hotel en un taxi que Filho pagó para que me dejara en mi casa, en mi libreta llevaba una clase magistral de periodismo televisivo, impartida por uno de los realizadores de cine, teatro y televisión más creativos de Brasil.

Otra lección, pero de humildad, recibiría del cineasta Nelson Pereira dos Santos, uno de los fundadores del Novo Cinema Brasileiro, en 1984 invitado por el ICAIC a la edición de ese año del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.

La noche de la premiere de su filme Memorias de la cárcel, en el cine Charles Chaplin, Pereira dos Santos se demoró cenando y cuando salió en busca de los ómnibus que trasladaban hacia el cine a los participantes, ya éstos se habían marchado.

Me disponía a coger un taxi -autos soviéticos de la marca Volga- cuando divisé al afamado director y a Helena, su acompañante, sin saber qué hacer. Los llamé, les abrí la puerta trasera y los invité a entrar y sentarse. Ocupé el asiento delantero, al lado del chofer.

El trayecto del Hotel Nacional al cine Chaplin no costaba más de tres pesos cubanos. Pagué al taxista con un billete de cinco pesos y le dije que se quedara con el vuelto, propina bastante generosa para la época. Los brasileños querían darme el dinero en dólares, pero no lo acepté.

Como ya estaban a punto de apagarse las luces, rápidamente les ayudé a localizar las hileras de butacas reservadas a las celebridades. Unos minutos más tarde, Pereira dos Santos fue invitado a subir al escenario, a presentar Memorias de la cárcel, con Carlos Vereza y Gloria Pires en los roles centrales, y que ese año resultaría galardonada con el Premio Coral a la mejor película.

Mañana: Los cubanos le tienen terror a Villa Marista.

Foto: Regina Duarte. En 1985, la actriz brasileña se desdoblaba en la Viuda Porcina, en la telenovela Roque Santeiro. Veinticinco años después, una de las más famosas novelas de la Rede Globo, ha sido adaptada al cine. La cinta tenía previsto estrenarse en 2011, con la dirección de Daniel Filho y guión de Aguinaldo Silva. En el elenco de actores, Regina Duarte, Antonio Fagundes, Fernanda Torres, Sonia Braga y Lima Duarte, entre otros.

lunes, 23 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XI) - Cuando un amigo se va




Por Tania Quintero

-Hace una semana que llegué a La Habana y tengo una sensación muy rara, me dijo Alberto Sotillo, enviado especial de ABC para darle continuidad a los reportes de Santiago Córcoles desde La Habana.

Estábamos a principios de septiembre de 1994 y caminábamos por el Paseo del Prado, luego de haber ido yo a recogerlo al Sevilla, hotel donde se hospedaba.

-¿Sientes miedo? ¿Crees que nos siguen?, indagué.

-No, no es nada de eso. Me siento como si cada día caminara sobre la lija de una caja de cerillas (fósforos). Y en cualquier momento fuera a estallar.

Una sensación exacta. Después del Maleconazo, de la estampida en balsas y tras los acuerdos migratorios firmados el 8 de septiembre (día de la Virgen de la Caridad, Patrona de Cuba), La Habana era un hervidero. Un barril de pólvora. Pero el gobierno y sus cuerpos represivos se encargaron de que no estallara.

Cada vez que caminaba por las calles de la Habana Vieja recordaba a Sotillo. Y sentía el mismo desasosiego. Las condiciones de vida en la capital son infrahumanas. Y al pésimo estado de las viviendas se une la promiscuidad. Y junto con ella, la marginalidad, caldo de cultivo del delito, la prostitución, el alcoholismo, la drogadicción y la violencia doméstica.

Donde uno menos se lo imagina viven niños, ancianos, embarazadas, enfermos de sida o sífilis, lisiados y retrasados mentales. Se hacinan por igual habaneros, orientales y nacidos en otras provincias, para quienes las precarias condiciones de vida en la capital son más llevaderas que en el interior de la isla. Una habitación puede ser el hogar de un estibador del puerto o una artista, un militar o un gastronómico, un homosexual o una jinetera, un expreso común o un militante del partido, un santero o un disidente.

Cualquiera tiene el 'privilegio' de vivir en precarias condiciones en la zona colonial. Aunque hay que reconocer que en los últimos años, la Habana Vieja ha ido mejorando gracias a Eusebio Leal Spengler. Para muchos habaneros, Leal es más que el historiador de la ciudad, es un alcalde extraoficial.

Por esa Habana cachicambiada y travestida he caminado acompañada de cientos de periodistas y amigos extranjeros. Prefiero no nombrarlos, la lista es extensa, pero a todos los recuerdo con cariño.

Mi amistad con brasileños amerita un libro aparte. A modo de homenaje póstumo quiero mencionar a Aparicio Basilio da Silva, dueño de la firma Rastro, de jabonería y perfumería, y director del Museo de Arte Moderno de Sao Paulo. Lo conocí en 1984, a raíz de la convocatoria a Cubamoda, salón de modas auspiciado por La Maison, bajo la tutela de Cachita Abrantes, hermana del entonces poderoso ministro del Interior, José Abrantes, quien cayó en desgracia en 1989 y dos años después muriera de un supuesto infarto.

Aparicio y los seis o siete brasileños asistentes a Cubamoda'84 se hospedaron en el Habana Libre, sede del evento. Conversábamos largas horas. Todo les llamaba la atención: la forma chea o naíf de vestir del cubano, los viejos coches americanos, los Lada rusos -nunca sabían cómo cerrar las puertas, si suavemente o tirándolas con fuerza- y las rejas que ya comenzaba a poner la gente para proteger sus casas (todavía la rejamanía no alcanzaba visos de delirio ni denotaba el miedo generalizado, cuando el robo se volvió algo demasiado cotidiano y peligroso).

Homosexual confeso, Aparicio se mantenía al margen de esas conversaciones. Era muy alto y parecía estar siempre distraído. Prefería pasear solo o ir en busca de artesanías y obras de arte. Especial predilección sentía por la música cubana. Compraba casetes y los escuchaba en una grabadora que había traído.

Una tarde, lo veo venir por el lobby del Habana Libre, vestido con bermudas y camiseta. Estaba alegre. Acababa de descubrir a Elena Burke y estaba fascinado con esta cantante cubana, una de las fundadoras del feeling. Me pidió le hablara de la mujer que, en su opinión, -y no se equivocaba- poseía una voz fabulosa. Así nació nuestra amistad.

A su regreso a Brasil, esporádicamente supe de los otros, pero Aparicio con cualquier conocido me mandaba jabones, talco, colonias y velas perfumadas de Rastro, marca brasileña por él creada. La fragancia era exquisita, de aroma cítrica. Sobresalía tanto que cuando me montaba en la guagua la gente empezaba a olfatear. No se desvanecía luego de uno bañarse con uno de sus jabones de glicerina, de color anaranjado. Decían: “¡Qué olor más rico! ¿Qué perfume será ése?”. Me hacía la desentendida, como si conmigo no fuera.

Porque hasta la despenalización del dólar en julio de 1993, el cubano de a pie tenía que conformarse con la cuota de Nácar que le “tocaba”, cada cierto tiempo, por la libreta de racionamiento. Probablemente los jabones para perros fabricados en otros países olieran mejor que el cubanísimo y revolucionario Nácar. Antes de 1959, las marcas de jabones más usadas por la población eran Palmolive y Camay.

La distribución del Nácar era tres o cuatro veces al año. Uno per capita, a 0,25 centavos de peso la pastilla, sin envoltura y sin olor. Quienes recibían dólares, cogían el Nácar para lavar la ropa. O bañar al perro. Pero a una cantidad elevada de cubanos no le quedaba más opción que utilizar el Nácar -y otros jabones, peores, artesanal y clandestinamente elaborados.

A Aparicio lo mataron en Sao Paulo. De 97 puñaladas. Monstruoso. La noticia salió en la prensa brasileña. Un crimen pasional gay. Ese mismo año asesinaron también a Sergio Grandi, dueño de una pizzería. Venganza de un hermano, por asuntos del negocio común.

A Sergio también quiero modestamente homenajearlo. Con él caminé por La Habana, junto con Tiâo (Sebastián Roque), que trabajaba en una dependencia de la Rede Globo en Sao Paulo. Los tres comimos en varios restaurantes de renombre en la capital. El que más les gustó fue La Bodeguita del Medio.

A su regreso a Brasil, Sergio me suscribió a la revista Veja. Hasta su muerte, durante un año, la recibí por correo en mi casa. Y Tiâo me puso en contacto con Eduardo della Colleta, de la Globo en Sao Paulo. Gracias a esta conexión recibía informaciones y discos de telenovelas brasileñas así como el boletín de noticias de TV Globo. ¡Todo un privilegio!

Dedico este post y este video a los brasileños Aparicio da Silva y Sergio Grandi y a dos amigas que se fueron en 2010, la chilena Mirella Latorre y la cubana Fabiana Valdés. Hace mucho ya, Elena y Malena Burke, madre e hija, interpretaron a dúo Cuando un amigo se va, del argentino Alberto Cortez.

Mañana: Y en eso llegó Malú.

domingo, 22 de mayo de 2011

Periodista, nada más (X) - Disparates y desastres


Por Tania Quintero

En enero de 1959, ansiosa por trabajar, supe que en la Havana Business Academy, en Monte entre Romay y San Joaquín, al doblar de la casa, cobraban 8 pesos por un mes de clases de mecanografía y taquigrafía en inglés y español. Se lo dije a mi padre y estuvo de acuerdo, no sin antes advertirme: “Trata de aprender en un mes, porque ocho pesos es demasiado dinero”.

La directora era una mulata china, mujer elegante y culta. Pero eso no era óbice para que se viera con un tipo en uno de los dos cuartos que alquilaba Delia, la portuguesa que vivía en el primer piso de nuestro edificio. Allí solían darse citas señoras y señores respetables que muy discretamente 'pegaban tarros' (se dice que el deporte nacional en Cuba no es el béisbol, sino “pegar tarros”, poner los cuernos).

A la casa de Delia también acudían individuos ligadores y sin compromiso, como Reinaldo Castro, quien en los años 50 era un 'subversivo' (opositor). Después, Reinaldo se uniría al grupo que asaltó el Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 y allí pereció. En La Habana existe una fábrica que lleva su nombre, cuando pasaba por ahí y veía su nombre, me costaba asociar su imagen de 'mártir' con la del hombre jodedor que conocí en mi infancia.

A mi padre, viejo comunista, no le importaba que oyera Divorciadas, novela radial de gran audiencia femenina en la época -los hombres hombres entonces no escuchaban novelas, como hoy en día ocurre con los culebrones. Mi padre tampoco se molestaba porque de vez en cuando leyera una novelita de Corín Tellado en la revista Vanidades. No consideraba “diversionista” mi preferencia por las películas de James Dean o Marlon Brando ni por las canciones de Nat King Cole y Frank Sinatra. Tampoco le preocupaba que acompañara a mis amiguitas a la Iglesia del Pilar, donde oficiaba el Padre Testé, o a comer chivo en una fiesta de santo.

Mis padres no me bautizaron ni me inculcaron ninguna religión. Es más, si decidí ser agnóstica fue precisamente porque nadie trató de imponérmelo. Por ello rechazo todo tipo de adoctrinamiento. Las ideas no se obligan a seguirlas. Es peligrosísimo. La insistencia y las prohibiciones se convierten en un boomerang.

El sistema educacional en la Cuba republicana (1902-58) puede que no fuera perfecto, pero era infinitamente superior al actual. El primer gran disparate fue nombrar ministro de Educación a Armando Hart, abogado y personaje insípido que participó en las aventuras fidelistas. ¿Por qué Fidel Castro no nombró ministro a Salvador García Agüero o a otro de los pedagogos de renombre que habían ejercido el magisterio antes de 1959?

El problema es que, salvo excepciones, casi ninguno poseía curriculum revolucionario. Pero a diferencia de Hart, eran maestros de verdad. Ahora me percato por qué, al ver la debacle que se avecinaba, tantos maestros, médicos y profesionales se fueron del país.

Si se hubieran quedado, nada hubieran podido hacer ante la nueva ola de improvisados. Aceptemos por buenas la intenciones de los rebeldes. Pero tratando de acabar con lo que ellos consideraban malo y negativo, terminaron acabando con Cuba.

Y hoy no solamente es un desastre la educación sino que la han convertido en un apéndice del llamado “trabajo político-ideológico”, rebautizado como Batalla de Ideas a partir del 2000, cuando lo de Elián, el niño balsero que Fidel Castro se empeñó en utilizar como banderín de lucha, propiciando toda clase de sentimientos y divisiones entre los cubanos de una y otra orilla y tratando de dejar lo peor parado posible al exilio anticastrista de Miami.

Desastre es también la agricultura. Y desastroso el estado de la capital. Baste caminar por La Habana y se tendrá una real visión de cuánto hemos perdido en medio siglo de totalitarismo. Se ven sitios pintados e iluminados. Para turistas o cubanos con dólares. Es dolorosamente cierto: La Habana noaguanta más. Está a punto de derrumbarse. O de explotar.

Mañana: Cuando un amigo se va.

Foto: Hans Hartings, Panoramio.

Leer también: Recordando a Salvador.

sábado, 21 de mayo de 2011

Periodista, nada más (IX) - Los maestros de "antes" sí eran maestros


Por Tania Quintero

Mi padre no pasó del tercer grado, pero siempre quiso que su única hija no fuera iletrada como él. Pero ya hubiera querido yo haber poseído su inteligencia natural.

Cuando en 5to. grado por mi buena conducta y notas me gané el Beso de la Patria (máxima distinción escolar entregada antes de 1959), mi padre quiso que me matriculara en la escuela de inglés, también pública -y gratuita- que a partir de las 6 de la tarde funcionaba en el mismo local de la Ramón Rosaínz.

Vivía con mis padres y mi tío Luis, hermano menor de mi madre, en Romay entre Monte y Zequeira, a dos cuadras de la escuela. Así que en 1954, con 12 años, comencé formalmente a estudiar inglés. Lo concluí en 1957. La profesora se llamaba Berta y había estudiado en los Estados Unidos.

Antes del 59 era excepcional encontrar un maestro improvisado. Al magisterio se llegaba por verdadera vocación. Los maestros, como los médicos y abogados, eran altamente valorados y respetados. Quien se educó antes del arribo de los barbudos al poder sabe que no exagero. Los educadores eran rectos y poseían buenos modales. Se vestían sobria y elegantemente.

Jamás gritaban en el aula ni decían palabrotas, algo común ahora en Cuba. ¡Pinga, cojones! se ha escuchado decir a maestros formadores del 'hombre nuevo'.

Hasta Cusa, la conserje de mi escuela, era una señora educada, incapaz de gritarle a un niño a la hora de repartir la merienda vespertina gratuita, consistente en un puñado de galleticas maría o de chocolate con crema, de La Ambrosía, una de las dos grandes fábricas habaneras de galletas y caramelos, la otra era La Estrella. A los alumnos de la sesión de la mañana les daban un jarrito con leche con chocolate o con gofio y galletas de soda de La Estrella.

Los maestros en mi época "castigaban" mandando al indisciplinado a ponerse de pie, de espaldas, en un rincón del aula o 'poniendo líneas', como le llamaban a copiar decenas o cientos de veces palabras, oraciones o tablas aritméticas. Algunos maestros daban un reglazo bobo en las manos. Pero lo peor era que mandaran a buscar a los padres. Se decía que las monjas y curas eran de anjá (muy rectos) y ponían castigos fuertes. No me consta, nunca fui a una escuela religiosa.

En 1958, un año después de terminar el inglés, recibí una carta del Colegio de Profesores y Maestros de Inglés de La Habana, para que me presentara a pruebas de oposición y aspirara a una de las becas ofrecidas por dicho Colegio. Las becas, debo aclarar, eran en los Estados Unidos. A mi padre, con su luz larga, tal posibilidad le pareció excelente. Era comunista, pero liberal y desprejuiciado.

1958 fue un año terrible para los cubanos. La situación oprimía. La dictadura de Batista parecía no tener fin, pese a las noticias de los avances rebeldes en la Sierra Maestra. Me sentía atribulada y no tenía ánimo para afrontar los exigentes exámenes. En una esquina de la carta escribí: “No concurrí por no estar de acuerdo con el espíritu pequeño burgués que se manifestaba en esta institución”. ¡Vaya pamplinada! Yo misma me serruché el piso. Hoy hubiera sido otra mi vida.

Traigo a colación este incidente como muestra de mi carácter independiente. Cuando recibí esa carta aún no había cumplido los 16 y ya desde 1957 había aprobado los exámenes de ingreso al primer año de la carrera de contabilidad en la Escuela Profesional de Comercio de La Habana.

Otra muestra de mi forma libre de ser. Mientras en mi familia creían que iba a imitar a mis primas, presentándome a oposición en la Escuela Normal de Maestros de La Habana, decidí que quería ser… ¡contadora pública!

La huelga estudiantil se declaró en toda Cuba en 1958. Me sumé a ella. Ese año no asistí a clases. Al rechazar la oportunidad de una beca en Estados Unidos para aprender inglés, mi padre me dijo: “Nananina (de eso nada). No te vas a quedar en la casa, leyendo y oyendo radio” (no teníamos televisor, sino un viejo RCA Victor).

Y habló con mi tía Cuca, modista de alta costura quien en su casa, en 21 entre E y F, Vedado, daba clases por el método de María Teresa Bello. Y todo el año 58 me lo pasé aprendiendo a coser.
Tres veces por semana eran las clases de corte y costura. Mi padre sólo me podía dar 20 centavos para que fuera y viniera en guagua.

El pasaje costaba entonces 6 centavos y 8 con la 'transferencia' (ticket que permitía tomar otra guagua). En la parada de San Joaquín y Monte tenía dos rutas, la 10 que llegaba hasta el Cementerio de Colón y paraba en 23 y F o el M-7, autobús de color blanco, después convertido en la 37 y con un recorrido similar al actual. En Monte y Fernandina podía coger la 2, que también llegaba hasta 12 y 23 y por la calle Cristina tenía la 9. La heladería Coppelia no existía. En ese lugar radicaba el hospital Reina Mercedes. El Havana Hilton estaba en construcción.

Una vez al mes, cuando coincidía con la salida de Vanidades, iba y venía a pie, para con los 20 centavos comprar la revista. Caminaba desde la Esquina de Tejas hasta 21 y F, distancia “normal” en aquellos tiempos. Además de zapatos cómodos, las calles y aceras invitaban a caminar. Compraba Vanidades en el estanquillo de San Lázaro e Infanta o en el de 23 y L.

En dos ocasiones asistí a escuelas pagadas. Un verano, a fines de los 40, fui a la escuelita que a dos pasos de nuestra casa montaban dos mujeres solteronas, delgadas y afables, más conocidas por Las maestricas. Cobraban un peso por un mes. A mí me encantaba, porque iban mis amiguitas del barrio y porque no teníamos que usar uniforme.

Antes de 1959 a ese tipo de escuelitas, muy extendidas por el país, los padres aprovechaban para mandar a los muchachos cuando llegaban las vacaciones.
También me gustaban las actividades durante la Semana del Niño, con visitas a fábricas donde nos regalaban muestras de las producciones. Los que viviamos en la barriada de El Pilar íbamos a Sabatés, Canadá Dry, La Estrella y La Española, vieja fábrica ya desaparecida en Estévez e Infanta que despedía un maravilloso olor a cocoa. Allí y en La Estrella siempre nos daban chocolates y confituras. En Semana Santa, los Viernes Santos no se daban clases.
La otra ocasión en que mi padre me pagó estudios privados fue un cursillo para exámenes de ingreso a la Escuela Profesional de Comercio de La Habana. Por tres meses, pagó 30 pesos en la Academia de la Nuez. Quedaba en los altos de una panadería que ya no existe, en Monte entre Romay y Fernandina. Muy cerca, en los bajos, quedaba el Roosevelt, el cine del barrio, rebautizado Guisa, también desaparecido.

Mañana: Disparates y desastres.

Foto: Ed Clark, revista Life. Mayo de 1945. Profesores reunidos en el teatro de la Escuela Normal de Maestros de La Habana, en San Joaquín entre Pedroso y Amenidad, municipio Cerro.

viernes, 20 de mayo de 2011

Periodista, nada más (VIII) - De mí, de mi barrio y de mi escuela


Por Tania Quintero

Amistades mías me decían: “Tú en vez de haberte metido a periodista independiente, hubieras podido escapar (salir adelante) con algún trabajo que te hubiera permitido viajar al extranjero y buscarte dólares, oficialmente, porque historial y preparación tenías para eso”.

Me daba risa. Porque esas personas no me conocían. En lo más mínimo. Sí, es verdad, yo hubiera podido ponerme la careta -con espejuelos y todo- y hacerme de la vista gorda. Taparme los oídos e ir por las calles sin ver ni oír. Darle la espalda a la realidad.

De mi padre no heredé ni su parsimonia ni su sangre fría. Era flemático como un lord inglés. Solía decir: “Soy de una madera especial”. Yo, en cambio, tenía -y tengo- otro temperamento. No puedo aguantarme y decía -y sigo diciendo- lo que pienso en la cara de quien sea, sin temer las consecuencias.

Raúl Rivero dijo una vez que yo era "la más libre del periodismo alternativo cubano". Puede que no sea exactamente así, pero desde mi niñez me he sentido un ser libre e independiente. Una de las razones por la cual mi conversión del oficialismo a la oposición no fue traumática. Nunca nadie me pudo cortar las alas. Y mucho menos enjaular. Por eso nunca fui militante del partido ni de nada. Siempre me sentí libre como el viento, como dice Nino Bravo en una canción.

Fui una escolar aplicada y participativa. En sexto grado dirigí un periodiquito mimeografiado, Ecos de mi escuela. Conservaba el último número, correspondiente al curso 1954-55, año de mi paso por el 6to. grado. Mi escuela era pública, la número 126. Radicaba en Monte y Pila, muy cerca de una zona de putas.

Cuando transitaba por la calle Pila hasta la Calzada de Cristina, a estudiar en casa de Teresita García, las veía paradas detrás de puertas con ventanas. Algunas usaban ropa interior de dormir, pero eran las menos. Lo común era que anduvieran con lo mínimo: blumers y ajustadores. Para no perder tiempo desnudándose.

Eso, claro, lo supe después. Entonces yo veía a las rameras con una mezcla de temor y curiosidad. “Son mujeres de la vida” me dijo mi madre la primera vez que le pregunté. Supe a lo que realmente se dedicaban por mis compañeras de aulas: más de una eran hijas de aquellas prostitutas baratas.

Mi escuela se llamaba Ramón Rosaínz, en honor a un gran educador cubano, ahora olvidado. Por falta de cuidado y mantenimiento estaba al borde del derrumbe. ¡Qué pena! Todavía me parece estar viendo a la directora, Modesta Ramírez, doctora en pedagogía, como también eran casi todas las Seños que tuve en primaria: Carmen Córdoba, Esther Montalvo, Regla Marrero, Francisca Sánchez, Teresita M. Darios, Maria Luisa Santana, Adolfina Ortega, Margarita Díaz y Bertha Madan.

Y las que no eran graduadas de Pedagogía en la Universidad de La Habana tenían otros títulos. Lucila Peñalver, la más negra de las maestras que tuve, era diplomada de la Escuela del Hogar y del Conservatorio Municipal de Música. Daba clases de costura, artes manuales, dibujo y música, en un pequeño salón donde había un piano. Es la única vez que aprendí el do-re-mi-fa-sol-la-si-do.

Con la Seño Amelia dos veces por semana hacíamos educación física, en la azotea. Y a veces íbamos a La Polar a jugar voleibol o al Parque Martí, a competencias de atletismo. Amelia había sido deportista y se vestía con saya-pantalón, pulóver y tenis blancos. Para la calistenia teníamos blusa blanca tipo polo, short azul y saya también azul, abierta alante con botones. Los tenis podían ser blancos, negros o azules. Los más usados eran los US Keds, de corte bajo o alto. Eran muy baratos, al alcance de cualquier familia pobre como la mía.

Tanto la ropa de gimnasia como el uniforme exigido en la escuelas públicas habaneras -blusa blanca, lazo azul prusia y saya de tachones del mismo color- se vendían en las tiendas y no costaban mucho. Los padres de menos recursos podían comprar la tela y hacer los uniformes, que salía aún más económico.

La gente del barrio El Pilar, donde vivía -no así los del colindante Atarés-, no tenían que ir muy lejos para conseguir ropa y zapatos a bajos precios. Si uno quería, caminaba todo Monte, calzada repleta de tiendas. Y llegaba a pie hasta Muralla, la meca de polacos, españoles, árabes y judíos, donde las costureras se despachaban a su gusto. Había de todo: encajes, botones, tiras bordadas, serpentinas, bieses, cintas y telas de cualquier calidad: hilo, muselina, organza, raso, opal, piqué, corduroy (pana), fieltro...

Solamente en el tramo de Monte entre Romay y Fernandina, al doblar de mi casa, se conseguía lo imprescindible. Había tres tiendas grandes: El Almacén, La Defensa y La Casa Roja; una gran quincalla, La Casa Bulnes -Chela, la propietaria, era libanesa- y una tiendecita de tejidos, al lado mismo de uno de los dos solares en esa cuadra, que todavía existen. El dueño era polaco, calvo, de baja estatura. Tenía un solo empleado, parado afuera, invitando a lo transeúntes a que entraran. Y miraran y tocaran los rollos de telas en media docena de mesas. El polaco andaba con la cinta métrica colgada del cuello y en una mano las tijeras.

Lo que sí era obligado comprar en las escuelas públicas eran los monogramas, por lo regular encargados a alguna de las cientos de bordadoras que trabajaban por encargo desde sus casas, como las hermanas Pérez, en la calle Peñalver. Su especialidad era el beauvois (se pronuncia 'bobé'), pero bordaban lo que uno les pidiera. Eran una versión femenina y mulata del Rey Midas: todo lo que tocaban lo convertían en oro. Bordadoras de su estirpe ya no quedan en Cuba.

Los monogramas escolares eran pequeños, blancos, y en azul bordaban el nombre y número de la escuela. Se ponía y quitaba del lazo mediante broches de presión.

Mañana: Los maestros de 'antes' sí eran maestros.

Foto: De la visita que el 24 de febrero de 1952 un grupo de alumnas de 3er. grado hicimos con la Srta. Carmita al Hogar del Veterano, en San Miguel y Agustina, municipio 10 de Octubre. Esa foto salió al final del trabajo titulado El asilo de ancianos de la calle San Miguel. Yo soy la del chalequito, en la fila delantera, la tercera de izquierda a derecha.

jueves, 19 de mayo de 2011

Periodista, nada más (VII) - Reportando bajo el sol


Por Tania Quintero

El periodista español Santiago Córcoles, del diario ABC, viajó a La Habana a cubrir el éxodo que se produjo después de la revuelta del 5 de agosto de 1994 por las calles cercanas al Malecón, conocida como Maleconazo.

Córcoles era muy meticuloso. Infatigable. Con más de 30 grados y un sol abrasador, todos los días nos íbamos a zonas costeras del litoral habanero, donde entrevistaba a personas preparando balsas destinadas a travesías suicidas por el Estrecho de la Florida.

Un día, en Cojímar, se encontró con un preso a quien habían dado pase. Andaba desesperado buscando con quien enrolarse y largarse. Por mi cuenta hice algunas averiguaciones en Centro Habana y 10 de Octubre. Supe de casos similares, de presos comunes a los cuales por esos días les permitían salir de pase. La intención más evidente no podía ser.

Localicé a un hombre al que habían deportado de Estados Unidos. En su barrio lo llamaban “marielito”. En 1980, cuando el éxodo masivo por el puerto del Mariel, lo habían sacado a la fuerza de la cárcel y lo habían montado en una lancha. Al llegar a la Florida, tras los trámites de rigor, lo remitieron a una penitenciaría en otro estado. Cuando cumplió la sanción lo devolvieron a Cuba. Le decían 'marielito', pero en realidad era un 'excluible'.

Y el hombre andaba como loco. Quería volver a irse. Tenía 35 años y decía que era mejor vivir preso en Estados Unidos y no libre en Cuba. Un drama de telenovela. Algo que si a mí como cubana me era difícil entender, imagínense a un hombre como Córcoles, oriundo de Albacete, en Castilla-La Mancha.

Santiago es el periodista extranjero más raro que he conocido (en orden de rareza le sigue la ítalo-germana Carmen Butta, periodista de Geo, Spiegel y Stern, entre otras publicaciones alemanas y a quien ayudé cuando estuvo en La Habana en el 2000). En 1994 el gobierno cubano no acreditaba a nadie de ABC, periódico considerado "enemigo". Entonces Córcoles vino preparado para lo peor. Por su vestimenta parecía un veterano de guerra. Sigiloso al extremo, y medio huraño, se hospedó en el Nacional, hotel con demasiado glamour para su extraña forma de ser.

Desde Madrid lo mantenían al tanto de la evolución de la crisis migratoria. Hasta que llegó la noticia de que la estampida tenía sus horas contadas. Una reunión entre Cuba y Estados Unidos estaba en marcha. Acuerdos migratorios inéditos pronto serían anunciados. Paralelamente, Córcoles se enteró de que en las conversaciones migratorias estaría presente el tema de los 'excluibles',o sea, de 'marielitos' que permanecían en prisiones estadounidenses pese a algunos haber extinguido sus condenas.
Estela y Ernesto Bravo eran dos de las personas que más a fondo conocían ese rollo de los 'marielitos' y los 'excluibles', por los documentales que habían hecho en Estados Unidos. Marqué una cita con ellos y el día y hora acordada me aparecí en su casa con este Quijote periodístico. Córcoles salió satisfecho del encuentro.

Pero cuando regresábamos, en el auto con el cual siempre nos movíamos, me bajó una 'trova distinta y diferente' (encomienda). Quería que yo consiguiera un chofer con auto particular y al día siguiente, bien temprano, con él me fuera a las inmediaciones de la prisión conocida como La 1580, en San Miguel del Padrón, en las afueras de La Habana.

Debíamos estacionarnos a una distancia que a mí me permitiera comprobar si esa mañana comenzarían los juicios a los casi mil detenidos por los sucesos del 5 de agosto. La información la habíamos obtenido de una fuente de primera mano. Pero Córcoles quería estar seguro. También quería que buscara a alguien para que, en otro carro, hiciera lo mismo en las afueras de Valle Grande, en La Lisa, la otra prisión donde había detenidos por la misma causa “contrarrevolucionaria”.

Le dije que se conformara si yo lograba acercarme a La 1530. Y le aclaré que tampoco era posible ir a una prisión primero y otra después, porque eran distintas y estaría contrarreloj. Porque lo antes posible, desde un teléfono público, debía llamarlo a su habitación en el hotel y contarle, pues a más tardar a las 12 del día tenía que enviar su reporte a Madrid.

Todo salió al quilo (bien). A las 11 de la mañana estábamos de vuelta en el Hotel Nacional. Tacaño como todo buen español, Córcoles invitó al chofer y a mí a merendar en la cafetería. Antes de marcharnos le dio 20 dólares al chofer. Y a mí las gracias.

El momento peor de la cobertura 'corcoliana' estaba por llegar. Al día siguiente por la mañana, como de costumbre, nos encontramos en el hotelito de la Universidad, en 17 y L. Córcoles era paranoico. Decía que nos vigilaban. Después de varias décadas viviendo en un estado totalitario, a mí esa vigilancia ya no me inquietaba.

Nos sentamos en la cafetería y allí hicimos el plan de trabajo del día. Me invitó a un sandwich y una lata de Tropicola y compró una barra de chocolate Nestlé con almendras, para que se la llevara a mi hija, recién parida y amamantando a la bebita. Tenía alquilado un Lada de color rojo. Lo manejaba un señor que había conocido por Coppelia y resultó ser un militar retirado.

Nos fuimos a la funeraria de Luyanó. A Córcoles le habían dicho que allí habrían velado o estarían velando el cadáver de un hombre que supuestamente se habría ahogado en su intento de irse en una balsa. En la funeraria lo negaron. Dijeron que eso había sido en San Miguel del Padrón. Una empleada sugirió dirigirnos al Instituto de Medicina Legal.

-En la morgue es donde están los cadáveres ésos, aseveró la mujer.

En ese momento, extraoficialmente se decía que la cifra de balseros rondaba los 30 mil, casi la cuarta parte de los que se fueron por el Mariel en 1980: en la primavera-verano del 80, por ese puerto habanero alrededor de 125 mil cubanos se montaron en lanchas, yates y botes y enrumbaron hacia la Florida, algunos se iban voluntariamente y otros, presos, enfermos mentales y homosexuales, fueron obligados a irse, versión cubana de las limpiezas étnicas nazifascistas.

En 1994, las embarcaciones eran más precarias y si a eso sumábamos desconocimientos marítimos y las cambiantes condiciones climáticas en el Estrecho de la Florida, la lógica decía que más de un muerto debía haber. Corrían rumores acerca de cuerpos flotando cerca del Malecón y otras áreas costeras.

Y allá nos fuimos, al Instituto de Medicina Legal, en Avenida Boyeros y Calle 26, en el Cerro. Media hora de espera y nadie nos atendía. Mientras tanto, veíamos que pasaban empleados del lugar y nos miraban como extraterrestres. Y en realidad lo éramos. Quienes han vivido y trabajado en un régimen como el cubano, sabe que a ningún periodista, nacional o foráneo, se le puede ocurrir averiguar demasiado.

Por fin pudimos ver al director, Jorge González Pérez, un tipo trigueño y bigotudo con tremenda pinta de 'seguroso' (policía secreto). Nos recibió a la ofensiva. Poco faltó para que nos esposara y nos mandara a detener. Con la prepotencia característica de los que por la fuerza han llegado al poder y en él se mantienen de a pepe timbales, espetó a Córcoles:

-¿Dónde está tu autorización? Ah, pero ni siquiera estás acreditado como periodista extranjero en el Centro de Prensa Internacional.

Y a renglón seguido enfiló hacia mí su agresividad:

-¿Y tú, dónde trabajas?

-Pertenezco a los Servicios Informativos de la Televisión Cubana, pero lo estoy acompañando a título personal. No tiene nada que ver con mi trabajo.

Abrió la puerta. Nos fuimos echando. No sé si antes o después de recibirnos, informó a la Seguridad del Estado.

Unas semanas más tarde fui citada al despacho de Danylo Sirio, entonces vicepresidente del ICRT (ascendido a presidente en diciembre de 2009). Me haló las orejas y me advirtió que la próxima vez no utilizara mi condición de periodista del Noticiero. Fue en vano aclararle que en ningún momento me escudé en mi carnet de reportera. Es que no me hizo falta. Por aquellos días, lo que hacía falta era no tener miedo. Y yo no lo tenía.

Casi cuatro años después, el 4 de abril de 1996, Danylo Sirio junto con dos funcionarios más -Formoso, a nombre del partido y Cristóbal, por el sindicato-, me expulsarían del ICRT. Faltaba poco para jubilarme. Sirio dijo que, no obstante mi 'conducta impropia', la revolución iba a ser generosa conmigo y me iban a jubilar. Todavía estoy esperando por esa benevolencia. Después de 36 años de trabajo dentro de la revolución (1959-1995), me dejaron en la calle y sin llavín.

Santiago Córcoles se salvó en tablitas. No lo botaron de Cuba porque se iba al día siguiente de nuestra visita a la morgue habanera. No he sabido más de él.

De quien sí he tenido noticias es de Jorge González Pérez. Logró cierta notoriedad por haber dirigido el grupo de especialistas cubanos encargados de excavar y rescatar en Bolivia los restos del Che y los guerrilleros muertos en aquella aventura andina. Por la foto del Granma vi que continuaba usando el bigotón que se ha vuelto marca de fábrica de los 'segurosos', como las guayaberas y camisas de cuadros. Estaba de rector en la Universidad de Ciencias Médicas y era diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular por el municipio San Miguel del Padrón

Mañana: De mí, de mi barrio y de mi escuela.

Foto: Cojímar, agosto de 1994. Construyendo una  "embarcación  " para atravesar el Estrecho de la Florida.

Leer también: El éxodo de los balseros.