Personalmente no conocí a Haydée Santamaría. En más de una ocasión la vi y pude saludarla mientras cubría alguna actividad en la Casa de las Américas. Pero una vez, sólo una vez, pude tener idea de la clase de mujer que era. Y del carácter que tenía.
Con exactitud no recuerdo la fecha, sí el año: 1977. Armando Hart acababa de ser nombrado ministro de Cultura -otro craso error- y el jefe del departamento de cultura de la Unión de Jóvenes Comunistas, Juan M. Pantaleón, un guajirote que alternaba esa responsabilidad con un cargo en el Comité Organizador del XI Festival Internacional de la Juventud y los Estudiantes, me pidió que asistiera a la reunión que se celebraría con Hart e integrantes de la Nueva Trova.
Yo era entonces secretaria de Pantaleón y, además, colaboradora permanente de la revista Bohemia. El encuentro tuvo lugar en la casa de protocolo de la UJC, en Primera y 36, Miramar. Entre otros trovadores asistieron Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Sara González, Augusto Blanca, Lázaro García y Jorge Gómez, director del grupo Moncada.
Cuando se produjo un receso y mientras esperábamos por la merienda, sentimos un carro llegar y parquear abruptamente. Como diablo que lleva el cuerpo se bajó Yeyé.Estaba enfurecida. En un salón, Sara González y otros trovadores, se disponían a una breve descarga musical. Y cuando la vieron salieron solícitos.
Hart también salió. Estaba conversando con Pantaleón y con Luis Orlando Domínguez, a la sazón primer secretario de la UJC (Landy, como le decían, sería defenestrado y condenado a 20 años de cárcel en 1986, acusado de supuestos delitos de corrupción, hoy tiene un boyante negocio de catering para bodas, fiestas de quince y cumpleaños en su casa del Reparto Naútico, en Playa, La Habana).
A Yeyé no había quien la calmara. Su alteración era doble: por Hart, a quien ella despreciaba como ex marido, y por “los muchachos de la Nueva Trova”, a quienes ella tanto había protegido desde la Casa de las Américas, donde nació el Movimiento de la Nueva Trova. Y ahora la “traicionaban” con ese hombre a quien tampoco respetaba como ministro de Cultura. La mezcla de esos sentimientos más todo lo que llevaba por dentro -el incidente ocurrió tres años antes de su muerte- tuvo el efecto de un coctel molotov.
No aceptaba que Hart le hablara ni intentara calmarla. Fue especialmente agresiva con Silvio Rodríguez y Jorge Gómez.
-Haces canciones como si fueran chorizos, le dijo molesta a Silvio.
Y a Gómez le espetó las veces que había acudido a ella llorando miseria, sin instrumentos para sus músicos del grupo Moncada.
Y a Gómez le espetó las veces que había acudido a ella llorando miseria, sin instrumentos para sus músicos del grupo Moncada.
La surrealista escena duró varios minutos. Hasta que Silvio, tirándole el brazo por encima, logró llevársela. Se montó en el carro de Yeyé y se fue con ella.
Cuentan que en los meses anteriores a su decisión de quitarse la vida, su controvertida personalidad se exacerbó. Porque como suele ocurrir, al final se sintió sola y abandonada. Los que una vez la mimaron y halagaron ahora no sólo la rehuían y no contestaban sus insistentes y desesperadas llamadas, sino que a sus espaldas decían: “Pobrecita, está más loca aún”.
Ojalá que en el seno de los machos que hicieron la revolución hubiéramos tenido unas cuantas locas como Haydée Santamaría Cuadrado, mujer sin pelos en la lengua. De Fidel Castro para abajo, decía en la cara lo que sentía. Como aquella tarde de 1977.
Acerca del descongelamiento de muertos en algún momento clasificados como “atravesados” o inoportunos, vale la pena reproducir fragmentos de una de las cartas de José Lezama Lima a su hermana Eloísa, recogidas en un libro publicado en Madrid, en 1978. Dice así:
La Habana, Agosto 1974
La Universidad de La Aurora, en Cali, Colombia, me invitó al IV Congreso de la Narrativa Hispanoamericana, con tal de que diera una charla o una conferencia con otros dos escritores. Llegaron los pasajes aquí a La Habana, pero el resultado fue el de siempre: no se me concedió la salida. Ahora recibo otra invitación del Ateneo de Madrid, para dar unas conferencias. Siempre acepto, pero el resultado es previsible.
Yo estoy en un momento de mi vida en que me hace falta viajar, ver un poco de otro paisaje. La resonancia que ha tenido mi obra en el extranjero, me permitiría hacerlo. Pero la Ananke, la fatalidad, está ahí, con su ojo fijo de cíclope.
Mañana: Ya no existe El Vedado.
Dibujo: Versión libre de la diosa griega Ananke.
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