Lo que en agosto de 1974 escribiera Lezama Lima lo podría haber escrito Raúl Rivero en el 2002, cuando recibió una invitación de la Universidad de Puebla, México, para presentar su libro de poemas Puente de Guitarra.
A Rivero, como en su momento a Lezama, el régimen de Fidel Castro no lo dejaba salir del perímetro de los 110 mil 992 kilómetros cuadrados de costas que configuran este archipiélago-gulag (en un mismo juicio, celebrado el 4 de abril de 2003, Raúl Rivero, uno de los poetas imprescindibles de su generación, y el periodista independiente Ricardo González Alfonso serían “juzgados” y condenados a 20 años de prisión. En noviembre de 2004 Raúl sería excarcelado y cuatro meses más tarde salió hacia el exilio en Madrid. En julio de 2010, Ricardo y un grupo de presos políticos de la primavera negra de 2003 serían liberados y desterrados con sus familias a España).
Puente de Guitarra, Firmado en La Habana y Herejías Elegidas, tres de los libros escritos por Raúl Rivero entre 1996 y 2002, ya disidente, un día serán publicados en Cuba. Y leídos y releídos. Raúl lo sabe.
Y sabe también que un día él lo vacilará. Tomándose una taza de café y fumándose un cigarrillo. Detrás, una gran cuadro de Dulce María Loynaz, con un batón de hilo blanco y un abanico español.
Ahora que la Loynaz no está, sus textos circulan dentro de Cuba. Ha sido perdonada. Postmortem. En Fe de Vida, libro dedicado a su amigo Aldo Rodríguez Malo (y a quien pidió no lo publicara hasta después de haber cumplido los 90 años o tras su muerte) con meticulosidad de orfebre y pasión femenina, Dulce María plasma una bellísima estampa de la ciudad donde nació y murió:
El que no la vio, no podrá nunca imaginar lo que era La Habana en aquel momento: una pequeña Viena, una París en miniatura, un extracto de Buenos Aires, sin la sosera ni tanta calle ancha y descolorida.
Porque La Habana era todo eso: color, esplendor, refinamiento.
Cuando me expreso en esta forma que muchos tendrían por exagerada, no me estoy refiriendo al cuerpo de la ciudad, sino al espíritu, a la vida que la colmaba y sobre todo al estilo de vida.
El cuerpo no difería mucho del que nos muestra en nuestros días, sólo que relucía de puro limpio.
Tampoco tenía los feos rascacielos, de lo que abominaba Rabindranath Tagore cuando los viera en Nueva York. Aún no habían venido estos a desnaturalizar su aspecto ni su carácter, y, en cambio, contaba con El Vedado, no el que vemos ahora, sino el otro, el que pereció aplastado por catapultas de pedruscos, sobre él arrojados a voleo.
El Vedado que yo viví y que él también vivió era otra cosa (se refiere a Pablo Álvarez de Caña, su hombre amado). Digo vivir sin intercalar la preposición “en” entre el verbo y el nombre, porque en realidad formaba parte de la vida que vivíamos, no se reducía a un mero espacio para aposentar el curso de los aconteceres cotidianos.
El Vedado era una esencia, un espíritu, un ser fundido a nuestro ser, que cuando lo perdimos, no fue sin sentir que ya dejábamos de ser un poco nosotros mismos, y aun prescindiendo de esas finuras de la sensibilidad… ¡Cómo olvidar aquel trasunto calado en filigranas! Y luego aquel olor a albahaca y a romero que era su olor y que jamás he vuelto a percibir.
Mientras escribo me doy cuenta de que estoy escribiendo en el vacío. ¡Cómo hacer creer a los que vendrían luego que aquel Vedado era un lujo que podía permitirse la ciudad y con la ciudad un pequeño país donde no existían éxodos en masa, ni asaltos a embajadas, ni gente perseguida ni perseguidores!
De aquel Vedado que pasó, contamos todavía con ese mar porque no pudieron también despojarlo de él; pero es un mar en gran parte expoliado, batido en retirada como si se avergonzara de la derrota infligida por el hormiguero.
Porque, ¿qué otra cosa que hormigas deben ser los hombres para el mar? Y, sin embargo, ellos lo vencieron, echaron de sus dominios y rompieron su contorno instalándose como intrusos dentro de los confines que le fueron asignados desde el principio de las edades.
Hoy, si nos apartamos de sus falsas orillas de hormigón, apenas alcanzaremos a vislumbrar pedazos suyos entre mole y mole.
Ya no existe El Vedado, como no existen Pompeya ni Palmira. Como no existe Macchu Picchu.
Pero éstas al menos, debieron su destrucción al rodar de los siglos o a las tremendas fuerzas de la Naturaleza, aún imponentes y grandiosas en su potencia de aniquilamiento. La misma Cartago fue arrasada por los hombres que peleaban su guerra, extranjeros en ella.
En cambio, nuestro Vedado fue enterrado vivo por la estulticia y avaricia de los hombres nacidos bajo su mismo cielo.
Mañana: La capital de todos los cubanos.
Foto: Así se encuentran hoy muchas casas de El Vedado, uno de los más hermosos barrios habaneros antes de 1959.
Leer también: La Habana de mi infancia.
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