El 31 de octubre de 1896 nacía en Chester, Pennsylvania, la actriz y cantante de jazz, blues y gospel Ethel Waters. Nacida de una mujer violada de solo 13 años, creció en un empobrecido y violento distrito de Filadelfia.
A pesar de ser adoptada por su abuela, nunca llegó a vivir más de quince meses seguidos en el mismo lugar. Sus recuerdos personales inciden en la falta de ambiente familiar y la ausencia de niñez en un sentido tradicional.
Waters se casó también a los 13 años, pero dejó pronto a su marido, que abusaba de ella, y se convirtió en sirvienta en un hotel de Filadelfia, trabajando por 4.75 dólares a la semana. En su 17 cumpleaños -la noche de Halloween- fue invitada a cantar dos canciones en una fiesta de un club nocturno.
Su interpretación conmovió de tal manera a la audiencia, que le ofrecieron trabajo en el Lincoln Theatre de Baltimore pagándole 10 dólares semanales. Tras esta etapa, trabajó en Atlanta en el mismo club con Bessie Smith, quien pidió que no cantase blues para no competir con ella, por lo que Waters tuvo que cantar baladas y canciones populares, además de bailar, terreno en el que desarrollaría la mayor parte de su carrera profesional, en musicales y programas de televisión. Ocasionalmente cantaba blues.
En 1921 consiguió firmar su primer contrato discográfico con Swan Records, que gracias a su éxito y al de Fletcher Henderson salvaron la compañía de la bancarrota. Allí grabó los primeros números blues del sello: Down home blues y Oh Daddy.
Más tarde, Paramount Records adquirió el sello y Ethel permaneció con ellos hasta 1924, cuando se trasladó a la Columbia Records, donde se pasó al mercado pop, obteniendo en 1926 su primer hit, Dinah. Trabajó con Pearl Wing, haciendo giras por el sur y en 1925 actuó en el Plantation Club de Broadway.
Con Columbia siguió grabando éxitos y standards como Am I Blue?, 1929; Heebie Jeebies, 1926; Sweet Georgia Brown, 1925; Someday Sweetheart, 1927; I got rhythm, 1930, y Miss Otis Regrets, 1934, con letra y música de Cole Porter. En los años 30 cambió repetidas veces de sello discográfico, grabando para Brunswick, Decca y Columbia, de nuevo.
En 1933, actúa en el Cotton Club de Harlem compartiendo cartel con Duke Ellington. Allí estrena su canción emblemática, Stormy Weather, que según su autobiografía, "salía de las profundidades de mi infierno personal". Posteriormente debutó en Broadway con la revista musical As thousands cheers, donde fue la primera artista afroamericana que aparecía en un show de Broadway. Llegó a ser la cantante mejor pagada de Nueva York.
A finales de los años 40 vuelve a trabajar con Fletcher Henderson y en 1949 recibió la nominación a mejor actriz secundaria por su papel en la película Pinky. Participa en varios filmes para la gran pantalla y la televisión, como la serie Beulah, que abandona poco después por considerar que los guiones presentaban una imagen degradada de los afroamericanos.
En los años 50 continúa apareciendo en shows de TV, como el de Tennessee Ernie Ford. Pero su carrera había comenzado a decaer. Víctima de un robo en el cual perdió sus joyas y miles de dólares en efectivo, en sus últimos años su salud se vuelve frágil.
En 1964 sufre un ataque cardíaco y su actividad musical decrece notablemente. A partir de entonces, dedica su tiempo en propagar su fe religiosa junto al evangelista Billy Graham hasta el día de su muerte, a los 80 años, el 1 de septiembre de 1977.
Mahalia Jackson, una de las cantantes de gospel más influyentes, vino al mundo el 26 de octubre de 1911 en Nueva Orleans. Mahalia nació en uno de los barrios mas pobres de Nueva Orleans, el Water Street, en una chabola a dos pasos del río Mississippi.
En su infancia, los padres le enseñaron el camino de la fe religiosa, un hecho que en la comunidad negra tiene una extrema importancia.
Desde el principio, su capacidad para cantar música sacra es muy relevante y a menudo venían familias enteras para escuchar a la joven Mahalia. La cantante siempre se negó a sacar su canto de la esfera religiosa y rechazó las invitaciones del pianista Earl Hines para pasarse a la música que ella consideraba "profana".
Solo hizo una excepción en su vida, cuando accedió a grabar con Duke Ellington, que también era muy religioso, el disco en forma de suite Black Brown and Beige.
Cuando por razones económicas su familia tuvo que emigrar al ghetto negro de Chicago, el South Side, se produjo un hecho que cambiaría la forma de plantearse su canto. Allí se encontró con la gran cantante de blues Bessie Smith cuya voz, poderosa y solemne, sería a partir de entonces una referencia en su carrera profesional.
En Chicago, Mahalia se unió a Robert Johnson formando el grupo Johnson Gospel Singers, con el que empezó a recorrer todos los Estados Unidos. En esas giras por la América profunda, Mahalia se encontró con Thomas Dorsey, célebre autor de cantos sacros y junto a él abrió las puertas del Carnegie Hall neoyorquino donde grabó por primera vez la célebre In the Upper Room, que los responsables del teatro y dado el enorme éxito, decidieron interpretarlo de manera anual en una serie de inolvidables conciertos.
Mahalia viajó a Europa y en Roma fue recibida por el Papa quien le animó a seguir en su línea de trabajo. De vuelta a los Estados Unidos, Jackson conoció a Martin Luther King cuando en Estados Unidos se estaba gestando la lucha por el fin de la esclavitud y la segregación racial.
Se unió a su causa y participó en la célebre Marcha sobre Washington y en el boicot de Alabama. Cuando asesinaron a Martin Luther King también acabaron con la actividad de Mahalia Jackson que se retiró a su hogar, rodeada por el cariño de sus familiares más cercanos. Falleció en Chicago, el 27 de enero de 1972. Entre los artistas que cantaron en su funeral estuvo Aretha Franklyn.
Tomado de Vintage Music.
Video: Mahalia Jackson en el Johny Cash Show el 27 de febrero de 1971.
“En el mar, la vida es más sabrosa” es para todo el mundo una melodía vinculada con muchos momentos entrañables, pero para mí, en especial, es una canción de cuna.
Su autor era mi “padrino” Osvaldo Farrés, y solía tararearla o cantarla cuando lo veía, generalmente en compañía de mi tío Manolo, dueño de la tintorería Norton en la Calle I en El Vedado, junto a la casa de mis abuelos donde vivíamos en mi primera infancia. Él residía con su adorada Josefina del Peso (su eterna noviecita) en la esquina, a la vuelta de Calzada, y mi tío -simpático, elegante, joven y guapo- era uno de sus mejores amigos de farra.
Con frecuencia apostaban el trago en la bodega de la otra esquina, con el inconcebible nombre patriótico -siendo de unos gallegos- de La Asamblea de La Yaya, donde jugaban cubilete y dominó, entre 'jaibols' y chicharroncitos de puerco, para hacer boca. A mí -para irme preparando- me servían ginger ale en un vaso idéntico al de ellos, acompañado de aceitunas Joselito, que el gallego sacaba de un frasco enorme de boca ancha. Así, yo estaba entre grandes y me sentía uno más.
Mi tío Manolo no tuvo hijos varones, sólo tres primas mías -María de la Caridad, María Elena y María Cristina, en ese orden- y cuando murió mi tío, demasiado joven, amargado porque le hubieran quitado su tintorería (y por si fuera poco, más de 100 mil pesos que no se pudieron cambiar durante el famoso 'canje'), ellas se fueron al Norte con su mamá, Fé, una mulata 'muy lavadita' de hermosos ojos azules. Pero por ser varón y el hijo único de su hermano menor, era yo el consentido. Y, por tanto, también el de su mejor amigo, Osvaldo.
Mi papá, por su parte, tenía un gran amigo también en la farándula, Pepe Biondi (el del famoso dúo cómico de Dick y Biondi), al que una vez secuestraron los del Directorio 13 de Marzo, camino a su programa en el Edificio Focsa, el 23 de febrero de 1958, pues, como decían, “Cuba no debía reír” en ese momento...
Por lo visto, tampoco después. Y pasado el tremendo trance, cuando vino lo que vino, Biondi se marchó velozmente a su país natal, Argentina, donde siguió trabajando con el gran Goar Mestre, el cubano rey de la televisión hispanoamericana. Pero en ese tiempo todavía era uno de los mejores amigos de papá, y se iban a pasear en su 'cola de pato' convertible, Plymouth, rojo, brillante y espectacular. Era 'otra' Habana, no la de hoy, que ni memoria tiene y mejor que así sea, para que no le duela más. Cuando se ignora el pasado se acepta mejor el presente. Y la memoria -díganmelo a mí que por desgracia la tengo de elefante- puede hacer mucho daño.
En estos días, a propósito de George Gershwin, Alejandro Armengol escribió un sugestivo artículo titulado Problemas rapsódicos, donde enfrentó un tema complejo y enigmático: el genio musical y la técnica. El atinado texto despertó especiosos comentarios que, resumiendo un poco, se podrían sintetizar en una pregunta: el genio ¿se nace o se hace?
Y eso me hizo recordar a mi padrino Osvaldo, el gran compositor cubano, el genio de Quemado de Güines, el autor de Quizás, quizás, quizás, pero quien no sabía nada de música: un pentagrama era para él como un códice en sánscrito antiguo. Pero tenía 'algo', ese 'algo' que lo diferenciaba de los demás, y le venían las canciones de otro mundo, como si alguien se las musitara al oído. Eso, díganle como quieran, es genio. Tenía un par de amigos que sí sabían de música y les tarareaba las melodías para que las trasladaran al papel pautado. Algo aún más sorprendente es que le venían juntas la música y la letra de las canciones, lo cual indicaba el perfecto acoplamiento entre ambas. Y apenas había estudiado.
Cerca de mi casa estaba una de las primeras pizzerías de La Habana, Doña Rosina, del italiano Luigi y su hijita Rosetta, que era mi noviecita de manita sudada (nuestros padres eran amigos). No habían muchas más pizzerías en la ciudad, que yo recuerde: Montecatini en El Vedado y La Picola Italia en Consulado. Después abrieron una frente al Edificio América, con el nombre Gagarin, pero no iban muchos clientes porque decían que las pizzas provocaban hepatitis. Pero en aquella época de mis recuerdos infantiles, si no estaba en La Yaya bebiendo un 'jaibol', Farrés se encontraba en Doña Rosina tomando un Campari.
Osvaldo Farrés (en realidad, Farré, pues era de origen catalán) y Vázquez, nació en Quemado de Güines, en la antigua provincia de Las Villas, en1902 y falleció en New Jersey, Estados Unidos en 1985. Como tantos gloriosos artistas cubanos, murió en el exilio, igual que Ernesto Lecuona. Escribió más de 300 canciones, y de ellas muchos eran boleros. Llegó a los 25 años a La Habana e hizo de todo para abrirse camino: mensajero, decorador, ilustrador, decoró carrozas del carnaval... Era lo que antes se decía con orgullo, 'un luchón', un tipo que se sabía ganar la vida.
Su primera canción le brotó como bromeando: Mis cinco hijos: Pedro, Pablo, Chucho, Jacinto y José, un éxito instantáneo y sorprendente que motivó la realización del primer videoclip cubano. Pero su verdadera revelación sería en 1940, cuando la cantante veracruzana Toña La Negra lo impulsó a la fama al cantar Acércate más. Casado en segundas nupcias con Josefina del Peso (a quien le llevaba 30 años de edad), fue el creador y director del Bar Melódico de Osvaldo Farrés. Vivían en Calzada 302, esquina a I, apartamento 2. Tuvo dos hijos del primer matrimonio, Osvaldo y Sira del Carmen Farrés y Miró (casada con el doctor Francisco de J. Zayas y Castro). Y una nieta, Patricia. Lleguen a ellos mis cordiales saludos donde estén.
Otro de los amigos que se sumaba al grupo era el primer actor y galán de la radio y la televisión, Otto Sirgo (Bayamo 1919-Miami 1966), quien murió demasiado joven, apenas a los 47 años, exiliado también y después de sufrir una experiencia terrible que muchos aseguran le acortó la vida: en 1959 estuvo preso en la fortaleza de La Cabaña, condenado a muerte, pues Ernesto Che Guevara dio la orden de que lo fusilaran por ser “colaborador de Batista”, lo cual era una monstruosa equivocación, pues a quien se referían era al periodista Otto Meruelos, que después estuvo preso durante muchos años. Pero mientras se aclaró el asunto, a Sirgo lo “tuvieron en capilla”: las peores 72 horas de toda su vida.
Muchas veces, el grupo de amigos se reunían también en la peña bohemia El Café de los Artistas, que era de Otto Sirgo, en la Calle L frente al Habana Hilton, donde después de arrebatárselo pusieron Las Bulerías. Tristes años finales de don Otto, pues además del exilio, el despojo de sus bienes y la condena a muerte, tuvo la terrible experiencia de perder muy joven su hija Charito, que era una muchacha bella y elegante, y prometedora actriz en pleno ascenso.
Los años 40 y 50 fueron la época de oro de Osvaldo Farrés. Fue el tiempo también de los grandes tenores: en ese momento resplandecieron figuras como René Cabel, el tenor de las Antillas, y de México vinieron a actuar en La Habana un señorial trío de ases: Pedro Vargas, el tenor de las Américas (también llamado el samurai de la canción); José Mojica (luego fray José de Guadalupe), y el doctor Alfonso Ortiz Tirado, una figura memorable y ejemplar en todos los sentidos, pues además de ser El médico cantor, El ruiseñor mexicano y La voz de terciopelo, fue un generoso filántropo y un gran humanista. Todos pasaron por Cuba, que en esa época, era el centro de América.
Muchos de ellos estuvieron en los programas estelares de entonces, como Jueves de Partagás, pero especialmente en El Bar Melódico de Osvaldo Farrés, que primero comenzó a transmitirse a través de CMBF-TV y luego pasó a CMQ, todos los miércoles en el horario estelar de las 9 de la noche. En este espacio el autodidacta, pero muy avispado Farrés innovó la naciente televisión mundial, pues fue el creador del formato del Piano Bar en la pequeña pantalla. Por ahí desfilaron figuras internacionales como Josephine Baker, la Platanitos, Sara Montiel, la Saritísima, Nat King Cole, el Negro de Oro, y el francés Maurice Chevalier. Varias veces, el programa, grabado, fue transmitido desde su casa, donde a veces me sentaba a su lado, en una pianola donde simulaba tocar.
Todo lo que brotaba de la inspiración de Farrés era un éxito, lo mismo la guaracha Un caramelo para Margot, que la entrañable canción a las madres, Madrecita. Recorrió todos los registros, desde lo festivo humorístico, hasta lo lírico erótico y lo amoroso sentimental: un artista completo. Pero todo eso fue en aquella época, como se decía, “de cuando Cuba reía”. Las canciones de Farrés eran una sucesión de triunfos, desde su primer éxito, Acércate más, cantado por Toña La Negra (aquí en versión del español José Carreras, Toda una vida y Estás equivocada (estas dos últimas compuestas en 1943) hasta Tres palabras, de la cual hemos seleccionado las versiones de Gilberto Gil, Omara Portuondo, Javier Solís, Mina, Nat King Cole, Manu Tenorio y a cuatro manos por Bebo y Chucho Valdés:
Era un ídolo. Y, lo mejor, un hombre bueno. Era un criollo típico, jovial, desprendido y con tanta música dentro que le brotaba a raudales. Hombre generoso y amigo de sus amigos, a Farrés no le interesó la política: sin embargo, como una concesión, le compuso por pedido una conga a Carlos Prío para su campaña electoral, que fue memorable y muy pegajosa. Después de las elecciones donde salió triunfador, Prío le ofreció pagársela espléndidamente, pero Farrés se negó a aceptar y le dijo: “Chico, no me ofendas: eso fue un favor a un amigo, no al Presidente”.
No obstante su saludable distancia de la política, ésta no tardó en agredirlo. Después de la terrible experiencia de Otto Sirgo, Farrés siguió las huellas de su amigo y en 1962 salió de Cuba para no volver, convencido de que el país al que amaba entraba en una etapa terrible y desastrosa, la peor de su historia. Como los represores no pudieron atraparlo, tomaron venganza con su casa, que fue asaltada, y sus muebles y enseres quemados en la calle, quizá como un precursor “acto de repudio” de los que vendrían después, en 1980, con la barbarie inquisitorial desatada al más puro estilo de fascismo cotidiano, que padeció el país (y sigue padeciendo, no hay que olvidarlo, y ahí están cada semana las Damas de Blanco y los opositores pacíficos para recordarlo dolorosamente).
Con Farrés -bromista, juguetón, piropeador, jaranero, cubano jodedor en suma- se iba toda una época de Cuba, cuando todavía alguno podía decir que “la cubanidad es amor”, para sustituirlo por todo lo contrario: llegaron entonces los tiempos del odio, del rencor, de la envidia y de la destrucción, que siguen hasta hoy.
Aquel barrio de El Vedado que recuerdo ya no existe más; cuando mi primo Leonardo y yo solíamos aprovechar los sábados para ayudar a repartir la ropa de la tintorería del tío Manolo, en bicicletas, nos recibían en las casas las señoras con sus impecables batas cubanas, perfectamente peinadas y manicuradas, olorosas a Chanel Nº 5, Mitsuko de Gerlain, o Agua de colonia de Crusellas 1800, y nos invitaban -además de la propinita de una peseta o un quarter (de 25 centavos)- a tomar un refresco o un helado. Después, Leo y yo nos íbamos hasta el Carmelo de Calzada, para comer un sandwich cubano o un Elena Ruz (no confundir: no es Helen Ruth, como ahora dicen), con un gran batido de chocolate rebosante (se permitía rellenar), y ver salir a las muchachitas de Pro Arte Musical enfrente, de la casona que Doña Laura Rainieri de Alonso le había donado a su nuera, Alicia Martínez de Hoyos (alias Alicia Alonso) para su escuela de ballet.
“Recuerdos son de pasadas glorias”, como decía mi abuelo zarzuelero, pero Azorín defendía el derecho a la evocación, pues “recordar es volver a vivir” y eso, y lo bailado, nadie nos lo puede quitar.
Cuba siempre fue una tierra de grandes talentos musicales naturales, sin escuela ni preparación, solo “de oído”. Porque de oído dirigía una Big Band de 40 músicos el gran Benny Moré, improvisando a cada momento. ¿Dónde estudió Chano Pozo, dónde El Chori? En la Isla, el talento natural andaba por la calle y subía a las guaguas, con la guitarrita, las maracas y el gracioso reclamo nacionalista: “Coopere con el artista cubano”.
No hay un país, en todo este ancho y ajeno mundo, que en casi un siglo haya entregado al patrimonio musical del planeta al menos siete ritmos musicales: desde París a Hong Kong se ha bailado con el mambo, la rumba, el son, el danzón, el mozambique, la guaracha, el chachachá...
Pero, hay que decirlo, si los padres de la música cubana han sido muchos y notabilísimos, hay un abuelo olvidado que debe recordarse; quien, para colmo, no es cubano. Cuba le debe un gran homenaje al desconocido -por las mayorías- Louis Moreau Gottschalk (New Orleans 1829–Río de Janeiro 1869) quien tuvo raíces francesas, polacas, alemanas, judías y sureñas, para un melange maravilloso y fundador.
Muy joven, en 1854, Moreau acompañó a José White en Matanzas; luego conoció a Ignacio Cervantes y a Nicolás Ruiz Espadero. Gottschalk es el gran olvidado de la música cubana y exige un justo y pronto rescate. Por otra parte, no es raro que en Cuba casi ni se le conozca, pues al mismo tiempo es el Padre de la Música Norteamericana, precursor del ragtime y el jazz con más de 50 años de antelación, y en Estados Unidos apenas se le está redescubriendo a partir de los años 70 del siglo pasado. No se puede entender a Lecuona, sin saber de Cervantes, ni a éste sin Ruiz Espadero y Saumell, y detrás de todos aparece la silueta de Moreau. Es tan desconocido Gottschalk, que en lo que se ha escrito sobre él, los críticos empiezan por señalar la duda de cómo se pronuncia su apellido.
Conocí la música de este compositor hace unos cuantos años, gracias a un melómano entrañable como fue mi muy querido amigo Guillermo Tovar de Teresa, cronista de la Ciudad de México y erudito portentoso. Me obsequió varios CD de él, y después tuvimos otros tantos encuentros dedicados solamente a comentar la exquisitez de este autor, también olvidado por sus compatriotas norteamericanos, que como ya dije, apenas lo comenzaban a rescatar entonces. Convinimos que los gringos tenían con él una 'conciencia negra' y la estaban purgando: no podían aceptar que el músico más influyente de la América Latina en su época, y al mismo tiempo creador de lo que después se ha llamado jazz, fuera un polaco francés medio judío, nacido en la Louisiana, y no Gershwin u otro.
Los músicos que hoy se afanan en performances y otras excéntricas ocurrencias, ignoran que hace más de cien años, Gottschalk realizó una majestuosa ejecución con ¡100 pianos! en Río de Janeiro, y eso quedó en los anales de la música como el concierto más grandioso de la historia: Monster concerts, se les decía. Involucraba a veces 800 músicos: toda una orquesta sinfónica completa, más varias orquestas y conjuntos particulares, en especial de música africana o afroamericana, que él llamaba genéricamente Bamboula. Se añadían al conjunto cañonazos, campanas y fuegos artificiales (según mucho después haría Chaikovski con su Obertura 1812, de 1880), como en el festejo para celebrar el aniversario de Don Pedro II, Emperador del Brasil. Basta tener en cuenta la complejidad de coordinar esto en una época donde no había celulares, ni walkie talkie ni otros artilugios semejantes.
De alguna forma, Farrés (parte de una sucesión que viene de Saumell- Espadero-Cervantes-Sánchez de Fuentes-Lecuona-Romeu), es también, sin saberlo, el heredero espiritual de Gottschalk. Aunque el norteamericano tenía un dominio pleno y virtuoso sobre la técnica musical y el segundo no, entre ambos se establece una sutil complicidad que les permite captar las esencias, más allá de todo lo anecdótico, y legar una obra perdurable, permanente y eterna.
El sureño virtuoso, alumno de Berlioz, el discípulo dilecto de Liszt, el estudiante de Chopin, el director del concierto gigantesco con 800 músicos, es hermano del autodidacta cubano, del rumbero generoso y carnavalero contumaz, del hombre gozoso que puso a bailar a todo un país -y lo sigue haciendo- porque los iguala algo tan indefinible, pero al mismo tiempo tan existente, aunque impalpable, como es eso que llamamos, sencillamente y quitándole importancia, el genio. Porque, definitivamente, ya sea en New Orleans o en La Habana, en el mar, la vida es más sabrosa.
Texto y foto: Alejandro González Acosta
Cubaencuentro, 23 de junio de 2016.
Video: Escena de la película mexicana El cofre del pirata, de 1959, donde Tin Tan canta y baila En el mar, de Osvaldo Farrés. En la década de 1950, esa canción fue popularizada por Carlos Argentino y la Sonora Matancera y algunos erróneamente le acreditan la autoría a Argentino.
Baja y sube el madero, choca contra el tronco. Los granos de café van soltando la melaza. Vuelve en renuevo el proceso, las manos se juntan, la cintura se arquea. Tres golpes primero, luego dos. En San Antonio del Piloto, Mayarí, serranía del Oriente cubano, se reitera la escena. Enrique Bonne, mente siempre alerta, captó los sonidos en el aire, interpretó su atmósfera, trazó el andamiaje musical y los hizo trascender al pentagrama. Nacía el ritmo pilón.
El primer pilón en grabarse fue Baila José Ramón, en 1963, con la RCA Víctor. Ya dentro de ese género, Pascasio Alonso Fajardo, más conocido por Pacho Alonso, compone el tema Rico pilón que se convierte en un exitazo. En algunos textos, erróneamente, le han acreditado el ritmo pilón a Pacho, pero su autor es Enrique Alberto Bonne Castillo.
En una de las intersecciones más populares del poblado santiaguero de San Luis, en la calle Céspedes, casi esquina a Calixto García, nació Bonne. El almanaque marcaba el 15 de junio de 1926. Su madre, Engracia Castillo Griñán, se había graduado del Conservatorio Orbón y representaba a este conservatorio en San Luis y Palma Soriano, lo que permitiría al pequeño Enrique, vivir en una atmósfera musical desde la infancia. Su padre era trabajador azucarero y la familia se trasladaba constantemente en busca de mejores condiciones, hasta radicarse finalmente en Santiago de Cuba en 1947.
“Toda la vida estuve oyendo música en mi casa. Crecí escuchando a Beethoven, Bach, Wagner, Schubert, Liszt, Chopin... Los alumnos de mi mamá tocaban música clásica en vivo. Aprendí algo de piano con ella y con el profesor Oliván. Luego, siendo ya un joven, incorporé un poco de teoría y solfeo.
“En esa época se oían mucho las orquestas típicas, las danzoneras y también blues. Las orquestas más conocidos eran las de Cheo Belén Puig, Antonio María Romeu y Casino de la Playa. Un hermano que vivía en Palma Soriano me compró la cafetería Maristani, a la cual llegó la primera victrola del pueblo. Recuerdo que se ponía sobre el mostrador, los discos eran de 78 r.p.m. y se escuchaba mucho a Mariano Mercerón.
“Cuando en 1951 Mercerón regresó a Cuba, hizo una orquesta para acompañar a Benny Moré, con Pacho Alonso y Fernando Álvarez como cantantes. Mariano me pidió una pieza. Le dí El chachachá de la Reina, que grabó en la voz de Pacho. Después en México ese número sería conocido como Guapachá de la Reina.
Pacho Alonso paseó su estilo por el viejo continente y por el nuevo mundo. En la antología de sus éxitos, hay que situar una larga lista de canciones de Enrique Bonne: Que me digan feo, No quiero piedras en mi camino y A cualquiera se le muere un tío, entre otras.
La alianza Bonne-Alonso constituye todo un capítulo en el arte musical cubano. Una química especial funcionó entre autor e intérprete, una polea transmisora permanente. Uno tuvo la capacidad de sintetizar la idiosincrasia cubana y trascenderla, de escoger al intérprete más carismático. El otro, supo respirar el aliento contenido en aquellas formas expresivas y proyectarlo hacia la fama. Nunca hubo servidumbre. Fue una recíproca alimentación, una confianza profesional que alimentó una misma llama.
“Pacho y yo nos conocíamos de la antigua sociedad Luz de Oriente y del Balneario de La Estrella. Nuestras familias eran amigas, nos veíamos siempre en los bailes. Él no sabía que yo hacía mis cosas, aunque yo sí sabía que él cantaba en reuniones de grupos. Ahí nos vinculamos y Pacho empezó a trabajar la música mía en la década del 50. Grabó una conga titulada En esa me voy y otros muchos números míos.
“Hay un disco LP que no salió en Cuba, que es completamente de obras mías interpretadas por Pacho. Recuerdo que se eliminaron dos números, entre ellos Billy the Kid, porque era una sátira a los norteamericanos. Pacho fue un importante artista de nuestro país, en una época en la que realmente había que tener para triunfar. Tenía lo suyo, era una gente que hacía las cosas con distinción, carácter o caché, como se dice. Era un elegante de la pista y mi amistad con él es uno de mis orgullos”.
¿Cuántas obras habrán salido de la fecunda imaginación de Enrique Bonne? A estas alturas, es difícil decirlo hasta para su propio autor. Sones, boleros, guarachas, sambas, valses, congas, y por supuesto, pilón.
Sus obras han seducido a personalidades de la música cubana y de otros países: Celia Cruz, Rolando Laserie, Willy Chirino, Johnny Ventura, Julio Gutiérrez, Felipe Dulzaides, Cortijo y su combo, Tito Puente, Ismael Rivera, el Conjunto de René del Mar, las orquestas Estrellas Cubanas y Chepín-Chovén, Fernando Álvarez, Rosita Fornés, Caridad Hierrezuelo, Esperancita Ibis, Nancy Maura, José Armando Garzón, Joel Leyva, Zulema Iglesias… La lista es larga. Las confesiones también.
“Lo primero que hice en mi vida fue El jején en San Antonio del Piloto, una guaracha, eso fue allá por 1946 o 47. Había ido allí a recuperarme de una enfermedad en casa de unos familiares. Tenían muchos hijos y puse una escuela. En ese número todavía no había antecedentes del pilón, pero en la década del 50 perfeccioné uno que yo había hecho allí, titulado Mujeres no lloren, que lo cantó un señor llamado Matías Tabío. Ése es el primer pilón.
"Pero públicamente fue conocido en en el carnaval de La Habana de 1962, en la carroza de la Industria Ligera, con Pacho cantando el pilón. Figúrate, estaba la televisión y nos fue bien. En otras carrozas salieron Pello El Afrokán con el mozambique, Juanito Márquez con el pa-cá y yo con mis tambores. Los músicos cubanos nos decidimos a contrarrestar la gran influencia de la música norteamericana, el rock y todo ese jelengue que parecía ahogar nuestra música. Ahí es cuando surgen esos ritmos.
“Que me digan feo, por ejemplo, se basa en una hecho real. Estaba en el teatro Cuba con un grupo de amigos del Instituto de Segunda Enseñanza y pasaron algunas muchachas de la Escuela Normal, y al decir un piropo, una me respondió: ‘Mírenlo, tan feo’. Ahí mismo me vino la inspiración. Otro ejemplo: Se tambalea, se refiere al temblor de tierra del año 1947, que movió una de las torres de la Catedral de Santiago de Cuba.
“Un número muy conocido, Yo no me lo robé, vigilante, también conocido por El pañuelito blanco, es sencillamente un pañuelo que se le cayó a una muchacha, y un joven lo recogió para dárselo. Yo estaba conversando en la puerta de la casa de Tony Alomá -quien luego fuera mártir de la lucha clandestina- y en la otra esquina había un policía. Asocié todo eso y de ahí salió el número.
“La gente suele fantasear alrededor de muchas historias, como las que se han creado sobre Dame la mano y caminemos. Ya sé que dicen que yo iba por una carretera en un automóvil, éste se rompió, empecé a caminar con una mujer, y entonces le dije: 'bájate, dame la mano y caminemos'. ¡No, hombre, ésa no es la historia verdadera! El compositor hace un número por una inspiración, algo que le han contado, por un suceso, pero también hay mucho de imaginación”.
No es posible hablar de Enrique Bonne si no mencionamos el carnaval. “Eso que se levanta, que viene, que sacude la tierra, es el carnaval”. Lo dijo a Tele Sur, en el programa Sones y pasiones, conducido por una comunicadora de excelencia como la venezolana Lil Rodríguez. Yo estaba allí. Lo dijo mucho antes que esos festejos santiagueron fueran declarados Patrimonio Cultural de la Nación.
“Mi relación con el carnaval vino por un amigo que trabajaba en la municipalidad de Santiago de Cuba. Me propusieron encargarme de los desfiles de los paseos y comparsas. Y estuve ¡29 años! como presidente de esa área. Hasta hice una samba llamada Si me faltara el carnaval, el estribillo lo hicimos entre Rafael Lay, director de la orquesta Aragón y yo.
“El de Santiago nunca ha sido un carnaval de lujo. Cuando yo conocí el carnaval de La Habana, hace muchos años, vi familias paseando en máquinas, tirando serpentinas y mirando las comparsas que subían y bajaban. Era muy bonito, pero me pareció un poco aparte. En Santiago, la gente se separaba en sociedades, los blancos en un lugar y los negros en otro: pero cuando llegaba el carnaval todo se fundía. Era una fiesta loca, de alboroto, venía gente de todas partes.
“Cuando salía la conga, todo el mundo se tiraba pa'la calle. Había quienes se disfrazaban de mujer, de cualquier cosa, y desfilaban porque era algo abierto donde la gente perdía el complejo. Todo eso le dio mucha fama al carnaval de Santiago, hasta que el gobierno de Fulgencio Batista, por razones políticas, eliminó los disfraces.
“Después aparecieron las empresas comerciales, e introdujeron carrozas con orquestas conocidas, como las de la cerveza Polar, que trajo al Conjunto Casino y la cerveza Cristal con la Orquesta de Fajardo. Entonces esas fiestas de la calle, que se hacían con traganickels, cogieron otro vuelo. A partir de ahí, todas las orquestas sentían la necesidad de venir a Santiago, y si aquí gustaban, las contrataban en el resto del país. Poco a poco, se fue regando en toda Cuba el modo de celebrar de los santiagueros, y así surgieron muchas calles similares a nuestra popular Trocha”.
En el patio de Andrés Sandó, tocador de bocú de Los Hoyos, sería el estreno de lo que a la larga se convertiría en la agrupación más numerosa de la música popular cubana. Los integrantes fundadores eran mayormente gente del barrio, tocadores de las congas tradicionales de los carnavales santiagueros: Los Hoyos, San Agustín, Paso Franco, San Pedrito, Alto Pino, y después de El Guayabito. Bonne apostó por ellos. Muchas singularidades acompañarán a Los Tambores de Enrique Bonne, con fecha oficial de fundación el 15 de septiembre de 1961. Su génesis es incluso anterior:
“Yo representaba orquestas y marcas de discos, y tenía un pequeño piquete de conga de siete integrantes, que llevaba para no perder el contacto con los clientes. Un día se me ocurrió ampliarlo... y llegamos a 49. Después puse los chekerés (tipo de güiro de procedencia africana, forrado por una red en la que aparecen engarzados abalorios u objetos sonantes), que se usaban en ciertos rituales, y por primera vez aparecieron en la música profana. También incluí dos cornetas chinas y llegamos a 54 miembros. No cabíamos en una sola guagua y había que dividir el grupo.
“Fuimos a La Habana, en 1962, para participar en el carnaval, y aquello fue un escándalo. Trabajamos en el teatro Blanquita, hoy Karl Marx, acompañando a lo que más brillaba de la danza, como Sonia Calero, Gladys González, Christy Domínguez… Ese mismo año actuamos en Tropicana, un grupo de percusión de semejante envergadura nunca se había presentado en el cabaret bajo las estrellas.
“En 1965, estuvimos en un programa de televisión y acompañamos a Rafael Somavilla, Adolfo Guzmán y Luis Carbonell. A lo largo de los años, nos presentamos en muchas provincias. Actuamos en la Conferencia Tricontinental en 1967, y en los 70, en la inauguración del Parque Lenin, en el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, en 1978; luego en los Juegos Centroamericanos y del Caribe en 1982, estábamos en todas partes…
“En los 80, nos fuimos al carnaval de Varadero, y durante casi una década actuamos en el Festival de la Playa Azul, donde acompañamos, entre otros, a Irakere y al afamado compositor francés Michel Legrand. A fines de los 90, estuvimos representando a Cuba en el Festival de Cali, Colombia. Todo no cabe en mi memoria”.
Los Tambores de Enrique Bonne son un grupo de concierto de percusión, capaz de presentarse lo mismo en bailables populares que en teatros. Lejos de entregar un sonido monocorde, su sonoridad es capaz de brillar como una orquesta. Por eso abordan piezas como El manisero (Moisés Simons), Como el arrullo de palmas (Ernesto Lecuona) y Vereda Tropical (del mexicano Gonzalo Curiel, popularizada en Cuba por Tito Gómez). O congas como La cometa y el pesca'o, Hay un caracol en el mar o la célebre Manigueta, todas del propio Bonne.
El 2001 fue un año duro para el maestro. Su hijo Alberto falleció en Argentina y los ánimos se resintieron. Nunca la agrupación se fue del todo, pero el tiempo hizo lo suyo. Urgía la renovación, y nadie mejor que Joaquín Solórzano, un excelente intérprete de la corneta china, quien había sido integrante del colectivo, para echarle una mano a su creador. Surge una nueva etapa en 2010, y ahí siguen, la veintena de integrantes de la agrupación, vivos, dando quehacer, sonando los tambores.
“Lo distinguía por encima de todos los jóvenes de la época por su manera de expresarse, y luego… se sabía unos versos que me estremecían”. La emoción sigue intacta, mientras lo cuenta Juana Elba Sánchez, su esposa. El 19 de agosto de 1960, tras siete años de noviazgo, contraen matrimonio. Ella se había graduado en la Escuela Normal para Maestros de Santiago de Cuba. Tal vez la pieza más famosa entre las tantas que le ha dedicado es Usted volverá a pasar, que el propio hijo de ambos, el cantante Ángel Bonne, se ha encargado de popularizar.
La música es un espacio de libre fecundidad. Algunos artistas cuando llegan a la cima, parecen olvidar sus ímpetus juveniles; sus consejos semejan más recetas que sugerencias. No es el caso de nuestro entrevistado que a la altura de sus 90 años, anda desempolvando temas compuestos para la música sinfónica, que gracias a la mano de Daniel Guzmán, han visto o verán la luz.
El jurado del Premio Nacional de Música, le está debiendo hace mucho rato esa distinción. Es hora. Enrique Alberto Bonne Castillo es un general de la creación, pero aún conserva la energía del soldado:
“Los que vienen subiendo siempre van a hacer lo que a ellos le inspire, son circunstancias distintas, etapas distintas, conocimientos y experiencias diferentes. No es lo mismo formarse en el fuego de la vida que ir a un conservatorio. Yo no puedo quejarme, soy conocido y respetado en Cuba y no he ambicionado más de lo que tengo.
“Hay que seguir una línea de conducta recta, no mercantilizar la obra y no ser pedantes con tus conocimientos ante los demás. Sea joven o viejo, sea músico o albañil, siempre he respetado a todo el que tenga algo que dar”.
La noticia nos estremeció, de súbito la tristeza invadió El Mejunje y las fichas del dominó se silenciaron. Elena Burke había muerto aquel 9 de junio de 2002 y una luz imprescindible se apagaba en el camino de la espiritualidad cubana. Con su partida llegó un irrecuperable vacío y, desde entonces, tengo guardadas estas emociones.
Trato de recordarla en su trayectoria biográfica: la muchacha pobre ganadora de la Corte Suprema del Arte, acogida luego en el cuarteto de Orlando de la Rosa; la artista exclusiva de la emisora Mil Diez, integrante de las Mulatas de Fuego, después en las D´Aida; aclamada en la clausura del Festival Cinematográfico de Cannes en 1964, en el Olympia de París en 1965 con el Gran Musical Hall de Cuba; erguida en el Festival de Sopot en 1966; cantando con la Aragón en el Lincoln Center de New York en 1978; estrenando en la televisión cubana composiciones de los entonces mal mirados Silvio y Pablo; venerada en Veracruz; esplendorosa en Varadero y Su Majestad en toda Cuba.
Pero solo se me aparece ahora sentada en un banquito de El Mejunje, pasada ya la mitad de una de esas noches especiales que suceden en este lugar imprescindible de la ciudad de Santa Clara. El público, apretado y expectante, y ella sonriente, sobre el dolor que le sabemos. Cantaría todo lo que le pidieran, dijo. De entre la madrugada apareció de pronto el maestro Carlos López, Ajax y dispuso su guitarra para acompañarla, mientras el intérprete matancero Lázaro Horta se apresuró a seguirlos, no menos magistralmente, con el piano.
Con memoria prodigiosa, Elena fue precisando títulos raros y autores casi olvidados, junto a otros clásicos. Composiciones desgarradas una a una, no sé cuántas. Fue entonces cuando me le acerqué y le dije: “Elena, canta Y ya ves”. “¡Ah!, Pablito Milanés”, dijo y, agarrada con fuerza al banquito de madera, comenzó a cantarla .
Yo no me creía aquel prodigio. Al finalizar miró hacia sus pequeños nietos acurrucados en un rincón y casi susurró: Ya ves, y yo sigo pensando en ella. Hubo silencio y ojos humedecidos; todos sabíamos que se refería a Malena, su hija, recién acababa de irse a los Estados Unidos.
Fuera del bar una llovizna comenzó a enrarecer la noche. Elena miró por la ventana, luego se volvió a Lázaro Horta, no supe qué hablaron con las miradas, pero pronto se oyeron en el piano las notas de un tango. Elena levantó un vaso con ron y cantó sin que percibiéramos cuán premonitorio era aquella tonada: Cada cual tiene sus penas, y nosotros las tenemos, esta noche beberemos porque ya no volveremos a vernos más.
Fue cuando Ramón Silverio, director de El Mejunje, propuso otorgarle la medalla con que la ciudad honra a sus mejores colaboradores, y ella recibió la noticia emocionada.
Elena prometió volver, insistió casi desesperadamente en esa promesa. Y, aunque no lo pudo lograr, muchos por aquí seguimos empecinados en verla sentada ahí, en ese pedacito del alma santaclareña y cubana, sonriente, agradecida, plena, y cantando… cantando.
Texto y foto: Alexis Castañeda
On Cuba Magazine, 9 de junio de 2016.
Video: Acompañada al piano por el compositor Frank Domínguez, Elena interpreta dos de sus números más conocidos: Me recordarás y Refúgiate en mí.
La tarde en que Edith Massola le dedicó su programa 23 y M al bolero, el mismo televisor parecía preguntarse: "¿cómo llegó esta gente aquí? ¿en esto se ha convertido el bolero?".
Un hombre con más porte de basquebolista que de cantante, que le había dado a su grupo el nombre "Lo más grande"; la actriz Coralita Veloz, sin afeites ni maquillaje, parecía deprimida; el compositor e intérprete Rafael Espín, haciendo pucheros de toma a toma y desfasado con el audio del doblaje; una desconocida a la que no le fue bien como trovadora y ahora canta boleros, daban idea de lo que sería el Festival Internacional Boleros de Oro 2016.
Leo Montesinos, bolerista por más de 25 años, pelea contra esa imagen, pero está consciente que muy pocos apuestan por el bolero. Ella misma, aunque le ha dedicado "toda una vida", se ha visto rechazada en más de una ocasión.
Recuerda cómo hace unos años presentó en el Instituto Cubano de la Música un proyecto para un disco de boleros con arreglos novedosos y contemporáneos, y no le hicieron ningún caso. También que el director de uno de los canales de la televisión cubana le propuso un intercambio muy poco profesional a cambio de tener un espacio en la pantalla. Ella lo rechazó porque prefirió seguir apostándolo todo a su talento.
En una conversación con Diario de Cuba, a propósito del Festival Boleros de Oro, que concluyó el domingo 26 de junio, la primera cuestión que sale a relucir es la presencia de los boleristas en la pantalla.
"Quizás los cantantes a los que televisan con más frecuencia son los se han hecho famosos por otro género o los que ya tienen determinados espacios. Pero los que son televisados y se han dedicado a grabar temas no son necesariamente los mejores exponentes. Aquí hay muy buenos jóvenes boleristas que incluso hacen temas con muy buenos arreglos, con intenciones más modernas de decir el bolero, y no los sacan por los medios", critica Leo Montesinos.
"Está, por ejemplo, Yaima Sáez, que ahora fue que empezó a ser televisada; Félix Bernal, uno de los pocos cantantes que se acompaña él mismo con el piano y que tiene un estilo propio; Ernesto Roel, intérprete de varios géneros, joven compositor y un excelente cantante, y Orley Cruz, graduado de canto lírico en el Instituto Superior de Arte ha incursionado en otros géneros, entre ellos el bolero", enumera Montesinos. Y comenta que no es un problema de imagen. "Todos los mencionados tienen una imagen moderna y juvenil. En realidad tiene que ver con otra cosa".
Muchos no se atreven a afirmarlo, y Leo Montesinos dice no tener pruebas, pero es un secreto a voces que con frecuencia hay que pagar la promoción en la televisión. Las tarifas varían de 40 cuc a más de 100, según los espacios y las ambiciones de los directores, sin tener en cuenta el poder adquisitivo del artista.
La cantante menciona algunos nombres a los cuales medios nacionales, erróneamente, señala como el 'futuro del bolero'. "Hace uno o dos años, cuando los artistas que hacen rock o música pop fueron invitados al Festival Internacional Boleros de Oro, salió un artículo (en la página cultural del periódico Granma) diciendo que Dayani Lozano y Mayco, por ejemplo, se encuentran entre los más grandes que han pasado por el festival del bolero".
Montesinos sabe que hay escasez de trabajos y que la promoción es deficiente, "pero ellos, como otros que participaron ese año, para atraer al público que los sigue, incluyeron en su repertorio dos o tres boleros". Sin embargo, fue suficiente para ganar un lugar en la prensa nacional.
"Entiendo que pongan a Vania Borges porque ella sí ha cantado boleros y los boleros forman parte de su repertorio, pero no se habla de los que han dedicado su vida al bolero, ni de los jóvenes que se han aferrado a este género y que lo han tratado de defender a capa y espada", se cuestiona Leo.
Cree que hay varias razones. Una de ellas es la falta de espacios, de centros nocturnos que contraten a cantantes solistas; otra, la debacle que atraviesa la empresa del entretenimiento en Cuba. No obstante, se centra en lo que la bolerista cree primordial: la labor de promoción del periodismo.
"Es más fácil hablar de una persona que ha hecho carrera o que se ha hecho famoso por haber participado en agrupaciones, que ya ha estado entre los primeros lugares en los 'hit parade' de las emisoras de radio o de los programas de televisión. Es más fácil hacer un artículo sobre una persona conocida que sobre alguien desconocido. El desconocido lleva más investigación, más esfuerzo. Cuando vas a hablar de Haila o de cualquiera de esos cantantes como Laritza Bacallao, es fácil, porque todo el mundo sabe quiénes son".
Leo Montesinos comenzó a cantar en 1989 haciendo los coros a Annia Linares y su intérprete preferida, desde niña, era Beatriz Márquez. En 1992 se presentó por primera vez al Festival Internacional Boleros de Oro, en la convocatoria de jóvenes cantantes, para actuar en la gala del evento. Aunque es graduada de canto lírico, desde su primera vez no ha dejado pasar ni un solo Festival. Cree que ser miembro del jurado del certamen de jóvenes boleristas le da una posición privilegiada para valorar el festival y el estado actual del bolero.
"El problema es que llegó un momento en que el bolero se empezó a considerar algo cheo, viejo. Además, teníamos mucha influencia de la música norteamericana, que no tiene que ver con el feeling, sino con la manera que tienen hoy muchos jóvenes con un estilo americanizado, con una dicción alejada de nuestra autenticidad, una articulación a lo Nat King Cole, como para dar la onda de 'tú sabes, yo tengo swing'. Eso de alguna manera fue tergiversando la idea del bolero".
Según nos cuenta, Cesar Portillo fue uno de los que protestó contra eso, pese a que ganó mucho dinero con la interpretación que hizo Christina Aguilera de Contigo en la distancia. "Él decía que ése no era su bolero, que no se cantaba así. Pero se ha llegado al punto en que si Contigo en la distancia' no se interpreta al estilo de la Aguilera, no se asimila bien".
Leo Montesinos está segura de que el problema no tiene que ver con aferrarse al pasado, sino con cambiar sin destruir ese género musical.
María Matienzo Puerto
Diario de Cuba, 28 de junio de 2016. Nota: mi blog apuesta por el bolero y la música cubana
Con el título Bajo la sombra del Che, Jan Martínez Ahrens, desde la capital mexicana escribió para El País una excelente crítica sobre 33 revoluciones, la edición en español del libro póstumo de Canek Sánchez Guevara (La Habana, 1974-México 2015).
El libro salió primero en Francia, el 1 de septiembre de 2016, publicado por la editorial Métailié. La portada de la edición francesa es muy distinta a la de la edición española. Porque le conocí bastante, creo que el diseño de la portada del libro en español le hubiera gustado más a Canek: es un disco y refleja el título, y por la bandera cubana en '33 revoluciones'.
Volviendo a la crítica en El País. No sé si Jan conoció a Canek y si lo conoció no debe haber sido muy profundamente: a su escrito no le hubiera puesto ese título. Canek odiaba, no soportaba, que siempre le estuvieran recordando que era el nieto mayor del Che Guevara.
Durante tres años (2004-2007) tuve una sincera amistad con Canek, vía correo electrónico. Muchos de los emails intercambiados en ese tiempo pueden leerse en mi blog, en una serie de siete posts titulada Un "sobrino" llamado Canek. El primero fue publicado el 2 de marzo de 2015 y el último el 16 de marzo.
También publiqué textos inéditos suyos, como el proyecto El Cubo. O el cuento La espiral de Guacarnaco. Igualmente, podrán leer el manuscrito de una carta, donde se aprecia la letra pequeña e íntima de Canek. La carta venía dentro de un paquete que desde Burdeos él y su mujer me enviaran en diciembre de 2005, y en el cual, entre otros presentes, venía una lata amarilla vacía para guardar café, que todavía sigo usando y se puede ver en ese mismo post, junto a cuatros fotos hechas por Canek.
Canek demoró un poco en responderme el cuestionario. Estaba viviendo sus últimos días en Oaxaca y se encontraba en los preparativos para viajar a Francia y estar presente en el nacimiento de su primer retoño, fruto de su relación con Noèmie, pintora francesa. Creo que Emil fue su único hijo, ya cumplió 10 años y espero que pueda crecer en el anonimato, sin el cartelito de 'bisnieto del Che'.
Educado en la austeridad y enemigo de la ostentación y el lujo, a Canek le gustaba conocer personas sencillas y sinceras, caminar entre la gente, fuera en La Habana, México, Barcelona, Francia, Italia... Disfrutar de la lectura, la naturaleza, la música, el cine y el arte. Fotografiar una rosa helada con la misma ternura con que retrató a su pequeño Emil. Por eso hoy se hubiera sentido como niño con zapato nuevo al ver publicado su primer y probablemente último libro.
La prensa reflejó con amplitud la presencia de Cab Calloway en La Habana. Sorprendente resulta la cobertura que concedió el Diario de la Marina al astro, a quien dedicó dos portadas de su suplemento y amplios espacios para situar los anuncios pagados por la empresa del cabaret Montmartre. El rey del Hi-De-Ho se deja querer por la publicidad y hasta acepta incluso protagonizar un publi-reportaje de la famosa sastrería Oscar, situada en la monumental Manzana de Gómez.
Sin embargo, a pesar de la profusión de anuncios y reportajes, resalta la ausencia de artículos y críticas que abordaran en profundidad el desempeño escénico-musical del astro, su ubicación en ese momento dentro del panorama musical norteamericano, -pensando en el auge del bebop ya en ese momento y siendo Calloway un genuino exponente del swing de las grandes bandas- y que comentaran el repertorio interpretado y la labor de los músicos de su cuarteto.
No era el jazz la especialidad de los cronistas musicales y de espectáculos de entonces y, al menos, las dos páginas que la revista Bohemia dedicara a Calloway exhiben una penosa escasez de información útil, y quizás sin proponérselo, revela el dato de que la estrella, seguramente por ser un afrodescendiente, se alojaba en un departamento rentado y no en el Hotel Nacional, como debió corresponder a su elevado linaje artístico. En efecto, Calloway se instaló en esta primera visita en el primer apartamento del edificio que entonces ocupaba el número 21, en la calle 21 esquina a N, en El Vedado, a escasos 200 metros del Montmarte.
Durante las cuatro semanas de contrato en Montmartre, y con una creciente popularidad, Calloway es noticia cada día: circulan en la prensa rumores de negociaciones en curso -finalmente infructuosas- para presentarse en el Teatro Martí y en la radioemisora CMQ. La compañía de teatro cubano Pous-Sanabria sube a escena el 1 de diciembre en el Teatro Campoamor, durante una semana, la pieza cómica Cab Calloway en La Habana, dentro de un espectáculo homenaje al afamado humorista El Viejito Bringuier, lo que, al parecer, provocó la confusión en algunas fuentes acerca de una eventual presentación de Calloway en el Campoamor, lo que nunca tuvo lugar.
Ese mismo día, Calloway inicia sus presentaciones en el teatro Warner (hoy cine Yara), respaldado por la orquesta conducida por el cubano Adolfo Guzmán y compartiendo escenario con la cantante Aurora Lincheta, recién llegada de una prolongada temporada en México y muy famosa entonces. Era usual alternar los pases de las películas con conciertos en vivo y en esa ocasión el filme era El crepúsculo y la gloria. Calloway conquista a un público que, obviamente, no podía darse el lujo de asistir al cabaret Montmartre y continuará en el Warner hasta terminar la primera quincena de diciembre.
Las actuaciones de Cab y el acierto de la gerencia del Montmartre al contratarlo tuvieron tal impacto, que la empresa del cabaret Tropicana decidió que tenían que traer a una estrella del jazz a su escenario. Así llega a Cuba, con urgencia, el gran Woody Herman con su octeto, justo cuanto Calloway terminaba en el Warner y tras su paso triunfal por el cabaret de la calle P en el Vedado. En la intención de la gerencia de Tropicana estuvo contratar a Calloway para que regresara a La Habana a inicios del siguiente año 1950, y aunque en sus memorias Ofelia Fox, viuda de Martin Fox, el dueño de Tropicana, da fe de tal propósito, todo parece indicar que nunca llegó a concretarse la presencia de Calloway en su escenario, aunque sí alguna que otra vez visitó el cabaret bajo las estrellas como espectador junto a Nuffie, su esposa.
En ese viaje, Cab Calloway despliega una incesante actividad: presencia las carreras en el Hipódromo habanero; el 4 de diciembre asiste como invitado de honor al Gran Festival Cuba-Haití en el Hotel Sevilla Biltmore, organizado por la Juventud Estudiantil como despedida a la delegación cubana que asistiría a la Feria Internacional de Haití. La mañana de ese día, Nuffie había asistido al Teatro Auditorium -no sabemos si también acompañada por Cab- al concierto matinal de la Filarmónica de La Habana en la temporada 1949-50, dirigida por Artur Rodzinski y con un programa que incluía obras de Beethoven, Strauss y Stravinsky.
Procedente de New York, el rey del Hi-De-Ho llega de nuevo a La Habana el 18 de abril de 1951, en viaje gestionado por la agencia habanera de viajes Bassol y Volpe. Al siguiente día se produce su reaparición en la pista del cabaret Montmartre, que presenta un nuevo show, tal y como anunciaba el Diario de la Marina en su edición del 19 de abril, en el que permanece dos semanas. El circuito CMQ volvería a contratarlo y así, el 8 de mayo comienza a presentarse durante varios días en la programación de esa radioemisora.
Cuatro años después, el miércoles 15 de junio de 1955, Calloway regresa a Cuba, en esta ocasión contratado en exclusiva por el circuito CMQ. El viernes 17 haría su primera aparición ante los micrófonos de CMQ en el programa Su Estrella Favorita, que se transmitía a las 9.45 de la noche y donde se presentaría diariamente por espacio de varias semanas. También lo haría en el programa televisivo Casino de la Alegría, de CMQ TV. Regresará al antiguo teatro Warner, renombrado ahora Radiocentro, también a partir de ese mismo día y lo hará junto al Acuarelista de la Poesía Antillana, Luis Carbonell y la pareja de bailes Ana y Julio.
El maestro Adolfo Guzmán dirigía la orquesta de planta de ese cine-teatro y volvería a acompañar a Calloway, quien extiende sus actuaciones hasta el día 30, aunque a partir del 28 alternaría su show con el de la super estrella mexicana María Félix, cuya presencia en Cuba deviene otro verdadero suceso al aparecer también en la escena del cine-teatro Radiocentro. En esos días, se proyectaba en sus pantallas el filme norteamericano La Sirena del Caribe, con Howard Hughes y Jane Russell.
De las incursiones de Calloway ante los micrófonos y las cámaras del circuito CMQ se ha conservado la grabación de audio de una peculiar versión de El baile del pingüino, de Ernesto Duarte, que, de manera excelente, ha sido mezclada en un corto video con imágenes de La Habana de la época y de Cab Calloway en el filme Stormy Weather. Así, en edición que a algunos incautos parece auténtica, circula por Youtube y las redes sociales.
El 24 de mayo el diario Prensa Libre publicaba un comentario reclamatorio hacia Calloway y su relación con dos de las organizaciones gremiales de los músicos: “Ahora la bronca entre artistas y músicos. Cab Calloway, precisado a cotizar a la ACAT y la USMC. Canta bien, pero tiene una orquesta y es músico. ¡Cómo se pierde tiempo!”. No queda claro de lo investigado si el crítico se refiere a una orquesta formada en La Habana por Calloway o la que le acompaña en el Radiocentro y que, eventualmente, pudo haber contratado.
Mientras tanto, Calloway vuelve a disfrutar de las noches en La Habana y es presencia habitual en los sitios 'after hours' que abundaban en las más diversas zonas de la capital. De sus visitas -profesionales y privadas- en la década de los 50 ha quedado en el recuerdo su predilección por los bares cercanos al Paseo del Prado, como el bar Partagás, en Prado 359 -donde su cicerone cubano Bruno Ross tenía su cuartel general- y los bares y cabaretuchos de la Playa de Marianao, y, en especial, El Chori, donde el timbalero Silvano Schueg, quien daba nombre al lugar, reinaba con el único desafío de su rival Marcelino Teherán, empeñado siempre en contar que había vivido en Nueva York y había trabajado en el Cotton Club ¿junto a Cab Calloway?.
Nunca sabremos si lo que decía Teherán fue verdad, pero lo cierto es que Calloway solía visitar al Chori en su cueva de la playa y allí también debió encontrarse con Marcelino. El bajista Sabino Peñalver tocó con el Chori, inicialmente, por los años 40, en El Ranchito y en otros sitios y contó a Leonardo Padura, que una vez apareció Calloway y se sentó muy junto a la tarima donde tocaba el timbalero, “y estaba embobado con la música del Chori, que también tenía una voz tremenda. Y de pronto empieza Chori con sus monerías y le agarra con dos dedos así, como si fuera una tenaza, la nariz a Cab Calloway y seguía tocando con la otra mano, y Cab Calloway sin poder zafarse de los dedos del Chori. Y bueno, pa’que contarte, se acabó la amistad del Chori y Cab Calloway. Qué choricera ese!”.
A esas alturas, ya algunos jóvenes fanáticos del jazz, que desde que vieron Stormy Weather y otros de sus filmes habían incorporado a su andar y su vestir, el estilo de Calloway, se movían por La Habana con la esperanza de encontrarse de repente con su ídolo, quien, se sabía, podía aparecer en cualquier sitio. Gilberto Valdés Zequeira se lamenta de no haber visto a Calloway en acción en alguna de sus presentaciones, pero se vanagloria de haberlo encontrado en casa de la familia Suárez Rocabruna, a la que Valdés Zequeira era asiduo y a la que Calloway también solía acudir con frecuencia junto a Nuffie.
Abraham Peñalver, Papito por ejemplo, asumió su sombrero ancho, sus pantalones holgados y su leva interminable, e incorporó para siempre sus pasos, convirtiéndose en uno de los mejores bailadores cubanos de tap, y hoy a sus ochenta y muchos años aún recuerda a Calloway en La Habana, y todavía sigue bailando como él. Leonardo Acosta contó a la autora haber visto uno de los shows de Calloway en el cine-teatro Warner, y recordarlo como un gran artista que, en sus años casi adolescentes, le impresionó sobremanera.
Particular destaque en el tiempo habanero del showman merece su vínculo con el gran fotógrafo cubano Armand que, al parecer se inicia desde su debut en el Montmarte en noviembre de 1949. Calloway visitó el estudio del llamado “fotógrafo de los artistas” en la calle San José 262 entre Galiano y Aguila, y de ahí las excelentes fotografías que el habanero realizara al Rey del Hi-De-Ho, que clasifican entre las mejores del álbum de imágenes de toda su vida, al punto de haber utilizado algunas de ellas como fotos oficiales con fines profesionales en Estados Unidos.
La historia esplendente de las big bands cubanas a lo largo de casi tres décadas debe mucho a nombres como los de Fletcher Henderson, Duke Ellington, Cab Calloway, Glenn Miller, por sólo citar algunos. Las exigencias sonoras de la época las hicieron imprescindibles en todo gran centro nocturno que se preciara de tal, y así estas formaciones aglutinaron a los mejores instrumentistas y los más prestigiosos directores: desde la Casino de la Playa, bajo la batuta de Liduvino Pereira, la de Sans Soucí, dirigida por Rafael Ortega, hasta la más famosa y completa: la de Tropicana, conducida por Armando Romeu.
Sin embargo, es preciso resaltar el caso peculiar y único de Benny Moré, quien con su Banda Gigante, su tribu, revitaliza el formato big band, ciertamente, a imagen y semejanza de la orquesta que acababa de dejar al momento de crear la suya propia -la orquesta de Bebo Valdés con el ritmo batanga-, pero asume el liderazgo frente a la banda con un planteamiento escénico, la codificación de indicaciones directrices, gestualidad y emisiones sonoras de apoyatura (gritos y expresiones) muy cercanas al estilo Cab Calloway.
Y si a todo eso sumamos el look asumido por El Bárbaro del Ritmo -sombrero alón, pantalones bataholas, cadena larga, leva infinita y el sempiterno bastón- convendremos en la coincidencia de su estilo con algunos elementos que distinguían al hispter norteamericano de los 40 años, para los que, en su día, Cab Calloway fue una inspiración atendible. Calloway -al modo en que se dice hoy- marcaba tendencia en su época, y su huella se extendería, al menos en Cuba, hasta hoy, desde los chucheros de los años 40 y 50 -emparentados en algo con sus antecesores, los negros curros del Manglar-, los raperos de los años 90, hasta algún sector del reguetón contemporáneo de estos inicios del siglo XXI.
Se dice que Cab Calloway regresó una y otra vez a Cuba después de 1955, y que venía en plan personal, relajado, a disfrutar de la ciudad de la gozadera infinita. Alguna que otra fuente llega a asegurar que en 1958 se presentó en Tropicana, pero esas huellas aún no las encuentro, no hallo datos fidedignos que puedan corroborarlo. De modo que sigo por La Habana, tras los pasos del rey del Hi-De-Ho y de seguro habrán nuevas noticias.
Agradecimientos especialísimos a Cabella Calloway Langsam, hija de Cab, por su estímulo y generosidad en el acceso a su papelería. También a Gilberto Valdés Zequeira y Leonardo Acosta.
Rosa Marquetti Torres
Desmemoriados. Historias de la Música Cubana Julio de 2016
Video: Versión que Cab Calloway y su orquesta hicieron de Blues of the Night, tema de la película del mismo nombre estrenada en 1941 y que se convertiría en un hit. Compuesta por Harold Arlen y Johnny Mercer, la canción fue nominada a un Oscar.
Las cuatro letras de la mayor isla de las Antillas estaban marcadas para cruzarse en el camino de Cabell Calloway III, más conocido por Cab Calloway. Su vínculo con Cuba tendría sus inicios mucho antes de que el joven e inquieto músico pudiera pisar tierra cubana.
En 1927 el bisoño flautista, saxofonista y clarinetista Alberto Socarrás llegaba a Nueva York, desalentado por el menosprecio que sentía en su propio país e ilusionado por el ejemplo que músicos afroamericanos como Duke Ellington representaban para él, sabiéndolos exitosos y con posibilidades de ganarse tranquilamente la vida con su música. Socarrás fue de los primeros músicos cubanos en insertarse en bandas afroamericanas de jazz y en compañías negras de revistas musicales hasta que funda en 1934 su propia orquesta con la que se presenta en renombrados recintos de New York, como el Small’s, Connie’s Paradise y los muy famosos Savoy y Cotton Club. En este último, “en 1937 y hasta 1940, la de Alberto Socarrás permanece como la orquesta de plantilla, y allí con ella alternó con tres grandes del jazz: Duke Ellington, Louis Armstrong y Cab Calloway”, reconoce el historiador del jazz John Storm Roberts.
Es muy probable que allí, escuchando a la orquesta de Socarrás, Calloway haya tenido una de sus primeras aproximaciones a la música cubana. Socarrás, al parecer, se presenta y graba, como músico de sesión, con grandes de la era de las big bands, entre ellos, Calloway, incluso hace arreglos para ellas. Acerca de este período, y de los primeros acercamientos de Calloway a los ritmos cubanos, Dizzy Gillespie asegura: “Cab Calloway estaba teniendo ciertos escarceos con los ritmos latinos. Sospecho que por la presencia de (Alberto) Socarrás en el Cotton Club. Socarrás, el maestro cubano de la flauta mágica, con el que yo había tocado en el Savoy, también actuaba a veces en el Cotton Club. Era un flautista estupendo, y su banda latina era tan buena que se podría decir que a Cab le gustaba".
Unos años antes, en 1930, ocurre el sonado éxito radial y fonográfico de El Manisero por Antonio Machín con la orquesta de Don Azpiazu (ver post Rescatando a Don Aspiazu de las arenas del tiempo, publicado en este blog el jueves 29 de septiembre de 2016) y la música 'society a la cubana' de Xavier Cugat (ver el post anterior, The King of the Rhumba), comenzaba a hacer furor, y sería muy raro que los ecos de esta música pasaran inadvertidos para Cab. La orquesta femenina cubana Anacaona, es una de las que aprovecha ese boom al ser contratada para presentarse en Estados Unidos y Europa, de la mano de su mentor, el mismo Alberto Socarrás. Alicia Castro, una de las hermanas fundadoras de esta orquesta familiar, recuerda en sus memorias el momento en que, durante la gira por Estados Unidos, estando en Nueva York, Socarrás las llevó al Cotton Club y se encontraron con Calloway y su extraordinaria banda.
Otro hecho, sin dudas más relevante, que vincula a Cab con Cuba es la entrada de Mario Bauzá a su orquesta en los inicios de la década de los 40. A Bauzá, como sabemos, le tocaría jugar un rol indiscutible y fundacional en la nueva era a la que se abocaba el jazz en sus propios predios. Mario Bauzá venía de las bandas de Don Redman, Fletcher Henderson y Chick Webb, y se une a la banda de Calloway en 1938, en reemplazo del trompetista Doc Cheatham, lo que para el cubano, según Ned Sublette, constituyó una progresión natural desde el punto de vista estilístico, si se tiene en cuenta que Calloway había aprendido mucho de lo que sabía en cuanto a la conformación de una orquesta viendo a Webb y de algún modo funcionaba en una dinámica a lo Webb con tres elementos básicos: el scatt y el talante de showman de Louis Armstrong, y el sonido intrincado y grisáceo de Ellington.
En cuanto a Calloway, Bauzá es responsable también de un hecho importante: lo convence de que contrate a un joven trompetista, excéntrico y conflictivo, pero buenísimo, que respondía al nombre de Dizzy Gillespie. También, inquieto siempre, Bauzá le enseña al baterista Cozy Cole la rítmica cubana. En octubre de 1939 la banda de Calloway, con Cozy, Gillespie y Bauzá dentro, graba Chili con conga, tema de swing que queda sólo como una epidérmica aproximación a las sonoridades cubanas.
El clima entre Calloway y Bauzá acaso se enrareció; quizás, como suele decirse ahora: no hubo química. El bandleader sólo se refiere una vez al cubano en su libro autobiográfico Of Minnie the Moocher & Me, y para eso, más escueto, imposible: sólo lo menciona integrando la sección de trompetas en la orquesta que tenía en 1940, junto a Gillespie y a Lammar Wright, aunque ya para 1942 esta formación habrá cambiado por completo. Gillespie, sin embargo, en su texto autobiográfico To be or not to bop, se refiere así a los años junto a Bauzá en la banda de Calloway: “Mario era como mi padre. Un día me dejó su propio puesto con Cab Calloway para que Cab pudiera escucharme tocar. Mario me ayudó mucho no sólo por proporcionarme la oportunidad de que me escucharan y así conseguir un buen empleo, sino porque amplió mis horizontes musicales. Mario fue el primero en revelarme la importancia de la música afrocubana".
Todo parece indicar que surgieron desavenencias entre Calloway y Bauzá. El cubano, por su parte, le contaría años más tarde a Leonardo Padura, al preguntarle éste cómo le había ido con Calloway: “Con él toqué varios años, hasta 1941. Pero desde antes yo no me sentía bien con el grupo, porque había gente resentida conmigo desde que metí a Dizzy Gillespie en la orquesta y traté de empezar en mi estilo. Allí llegaron a decirme que mi ritmo parecía música de caballitos, y fue entonces que les dije: 'Cualquier día ustedes van a oír una orquesta mejor que ésta, tocando mi música'. Y entonces me fui a formar los Afrocubans de Machito y a hacer mis experimentos, que era lo que yo quería".
Si bien todo ese conjunto de sucesos compulsó a Calloway a interesarse por la novedad y montar algún que otro tema de aliento cubano, el modo en que los asumió con su orquesta no pasaba de mostrar algo diluído e insulso, sin profundizar en los elementos rítmicos y armónicos que la distinguían. Dizzy Guillespie comparte esta apreciación: “En su repertorio, Cab tenía uno o dos de los típicos números latinos, pero eran adaptaciones de música afrocubana poco auténticas, descafeinadas, que habían perdido su pureza y su estructura en manos de ritmos más sencillos, para que los estadounidenses pudieran tocarlas y bailarlas, eran como la rumba y cosas así". De tales escarceos quedaría otro tema: Goin’Conga de Alberto Iznaga, cubano afincado en New York y que Cab grabaría en 1940 en plena la furia de la llamada conga, de la que Miguelito Valdés con la orquesta de Xavier Cugat era entonces el máximo exponente.
Alrededor de 1940, Miguelito y Cab se conocen en los Estados Unidos, y el estadounidense presume de su amistad con Mr. Babalú cuando llega por primera vez a La Habana. En cuanto al mulato habanero, resulta muy interesante la reflexión que hace Frank Grillo, Machito, acerca del fenómeno Miguelito Valdés como primer músico cubano en hacer, al decir de la investigadora Christina D. Abreu, “el crossover con las audiencias blancas en Norteamérica”. Según Abreu el desempeño de Miguelito Valdés “generó comentarios en particular en términos de (su) ambivalencia racial y de sus estrategias de marketing”.
Según Machito, “la gente no conocía a Miguelito, porque Miguelito creó una personalidad. Cuando llegó aquí a Nueva York, se inspiró en Cab Calloway. Lucía su pelo estirado, alaciado, tú me entiendes, Miguelito fue tan talentoso que se creó una personalidad, un personaje. Hizo de Babalú otra cosa diferente, externa; aquella era otra canción, completamente distinta, pero su personalidad, su poder, su saber cómo tocar la tumbadora, él era un tremendo conguero, un tremendo bongosero, un tremendo timbalero, olvídense”. Para Machito, Miguelito Valdés era una combinación de talento musical, talante de showman y porte e imagen de europeo, todo lo cual contribuyó a su éxito en Estados Unidos. Y su condición de showman tenía mucho de Cab Calloway, según Machito.
En 1940 Bauzá se lanza a hacer lo que quería: funda con su cuñado Frank Grillo, Machito, la orquesta Machito y sus Afrocubans, que debuta en el cabaret La Conga, de Nueva York con una plantilla multinacional de músicos y una sonoridad novedosa a la que en mucho contribuyen los arreglos del propio Bauzá -experiencia decantada tras su paso por las big bands de Redman, Henderson, Webb y finalmente, Calloway- y de alguien que había trabajado también para Cab: el arreglista John Bartee.
En 1948 la mayoría de las emisoras radiales en Cuba tenían un programa de jazz, donde se difundía esencialmente grabaciones de bandas norteamericanas de swing y cantantes solistas. De esos programas, destaca el de la radioemisora Mil Diez, que divulgaba lo último que llegaba en discos de jazz desde Estados Unidos. Pero la que brindó la posibilidad a los jazzistas cubanos de tocar en vivo fue la CMQ, que entonces tenía su sede en Monte y Prado, en el centro de La Habana. Allí se recuerda, al menos, la actuación de la orquesta de Armando Romeu en el programa El Club del Swing, con su hermano Mario al piano y donde alternaban los vocalistas Dandy Crawford y Delia Bravo. También los jazzfans estaban al tanto de las últimas novedades a través de los contactos con marinos negros norteamericanos en los bares del puerto y todo este entorno les permitió entrar en contacto con la música de grandes nombres de la era del swing -Calloway entre ellos- y del naciente bebop. Cab, a su vez, ampliaba sus contactos con músicos cubanos radicados en Nueva York, que despertaron un interés aún mayor del músico hacia la Isla.
Lo que parece ser la primera visita del rey del Hi-De-Ho a Cuba ocurrió en febrero de 1948, cuando estuvo de paso por La Habana junto a Nuffie, su esposa entonces. Según declararía a medios de prensa cubanos, deseaba explorar y conocer la ciudad de la que muchos de sus amigos le habían hablado y donde cumpliría contrato próximamente. De ese primer viaje, quedó, al menos, una foto suya y de Nuffie en el stadium de La Tropical para presenciar un doble juego de baseball, reportó el periódico América Deportiva, el 1 de marzo de ese año.
Precedido de amplia popularidad en los sectores que seguían el devenir de la música norteamericana, pero sobre todo, entre los jazzfans, con seguidores incondicionales, que lo habían admirado en el filme Stormy Weather y escuchado sus discos de los años de oro de la época de las big bands, la era del swing, el viernes 4 de noviembre de 1949, Cab Calloway debuta en la pista del cabaret Montmartre, en su segunda visita a la capital cubana, y la primera con fines profesionales. Venía contratado por la empresa del famoso cabaret habanero, uno de los tres grandes que se disputaban la supremacía y hacían cualquier cosa por instalarse en la cima del favor de aquéllos que podían acceder a esos salones de farandulera nocturnidad.
Calloway había llegado el día antes al aeropuerto José Martí de La Habana, en vuelo de la aerolínea National Airlines y le darían la bienvenida el inefable Cuco Conde, quien actuaba como su representante o manager en Cuba, y Romero Adams, comisionado de la Unión Sindical de Músicos de Cuba, entre otros. Al pisar tierra cubana, Calloway declararía al diario El Crisol: “Quiero que los cubanos encuentren la justificación a esa simpatía con que me han honrado.”
Llegaba junto a cuatro notables músicos de su orquesta –denominados esta vez como The Four Cabaliers: Jonah Jones, en la trompeta; Milt Hinton, en el contrabajo y el baterista Panamá Francis. Su contrato era en principio en exclusiva con la empresa del cabaret Montmartre por cuatro semanas prorrogables a otras cuatro, y no contemplaba actuaciones en teatros, aunque en las declaraciones al diario El Crisol, Calloway mencionó como probable su presentación ante los micrófonos de la radioemisora CMQ, sujeta esta posibilidad a los arreglos entre esta entidad y la empresa contratante.
Nuffie, su esposa, llegaría después, probablemente trayendo consigo a Cristopher (4 años) y Alice (2 años), los hijos del matrimonio, cuya prole alcanzaría tiempo después la cifra de cinco. Cab vivía una vida agitada y en constante movilidad: antes de viajar a La Habana, había actuado con el éxito habitual en el lujoso night-club Bali, de Washington y en Nueva York, donde cumplió compromisos con la cadena CBS.
El escenario del cabaret Montmarte, que ocupaba el espacio en la calle P entre 23 y 25, en El Vedado, hoy usurpado por las ruinas chamuscadas del malogrado restaurant Moscú, famoso e incendiado en la década de los 80, se estremeció con la irrupción del artífice de Minnie The Moocher, que compartía cartel en un show algo ecléctico en que se combinaban, sin orden ni concierto, artistas de diversas nacionalidades y estilos: de Estados Unidos, Bob Wilkinson, maestro de ceremonias o host, el crooner Ray Carson, la acróbata Jacqueline Hurley –presentada como la atracción del Diamond Horseshoe-, Landre and Verna -que se anunciaban en viaje directo desde el Radio City Music Hall-; y desde España, la orquesta Los Churumbeles con su cantante Juan Torregrosa (recordar que todo show que se respetara por esos años debía tener una orquesta, grupo, pareja o solista de música o bailes españoles). A ellos se sumaban los cubanos de la orquesta Casino de la Playa, como formación “de planta” del cabaret, y el Conjunto Los Graciano. La estrella indudable del show era Cab Calloway con sus Cabaliers, quien enfundado en un impecable smoking blanco, impacta con su versatilidad, simpatía y sentido del espectáculo, como lo que es: un verdadero showman.
Rosa Marquetti Torres
Desmemoriados. Historias de la Música Cubana Julio de 2016.
Nadie pareció tener excesivas ganas de acordarse de Xavier Cugat en su centenario. Y eso que nació en un día fácil de memorizar: el uno de enero de 1900, en la ciudad catalana de Gerona.
Aunque él contaba que el primer recuerdo de su vida, ya con cuatro años, es la larga travesía en vapor rumbo a La Habana. Ahora, de repente, sin cifra redonda de marras que lo justifique, podríamos encontrarnos ante un improvisado Año Cugat. Bienvenido sea.
Al documental de Diego Mas Trelles sobre su hiperbólica leyenda, Sexe, maraques i chihuahues, se suma un libro biográfico que está preparando minuciosamente Jordi Puntí.
El tiempo parece dispuesto a hacer justicia a este catalán universal que llegó a Cuba de niño cuando el mito del indiano se hacía añicos y, en tránsito a la adolescencia, viajó a Estados Unidos para formar parte de otra mitología entonces en ciernes: la del hombre hecho a sí mismo en la tierra de las oportunidades.
Xavier Cugat suena para muchos a arcaísmo. Él mismo reconocía que su gran época terminó en la segunda mitad de los años 50, ante el empuje del rock’n’roll. Sin embargo, echando un vistazo a algún de tráiler de las muchas películas en que intervino, se descubre que utilizaba los mismos reclamos de los que se valen hoy en sus millonarios videoclips los gurús del r'n'b y la EDM: piscinas y chicas, espumoso lujo y hedonismo. Y no solo eso.
Su papel como maestro de ceremonias al frente de su orquesta es el más claro antecedente de esos DJs que han desplazado del gusto mayoritario al rock convencional. Representan como lo hacía él una marca y un sonido, rodeados de intercambiables cómplices y exuberantes cantantes.
Décadas antes de que se fraguara la rumba catalana, un catalán al que todos llamaban 'Cugui' se convirtió en The King of the Rhumba. Con h intercalada anglosajona. La rumba que él se llevó de Cuba, donde vivió solo hasta los 12 años, un tiempo en el que le dio tiempo a aprender violín por su cuenta y a llegar a tocar en la Orquesta Filarmónica de La Habana.
Se plantó sin un centavo en Nueva York y allí formó un incipiente grupo llamado Cugat y sus Gigolós. Aunque si algo llamaría la atención en sus posteriores grandes orquestas serían sus mujeres. En todo el sentido de la palabra, pues no solo descubría despampanantes cantantes, también se casaba con ellas. Cinco matrimonios, amén de las muchas otras vocalistas a las que lanzó a la fama. Él fue quien puso el nombre artístico a Rita Hayworth.
También dio la primera gran oportunidad a Frank Sinatra, Dean Martin, Jerry Lewis, Woody Allen... Inauguró el Flamingo, el primer casino que se construyó en Las Vegas. Durante años, era el propio Al Capone quien le extendía un talón cada sábado por tocar. Colaboró amistosamente tanto en la campaña presidencial de Kennedy como en la posterior de Nixon. Por cierto, ¿qué tal se hubiera llevado con Donald Trump? ¿O qué hubiese aportado a la reconquista de Cuba que está a punto de emprender Estados Unidos?
Pero no solo importó sonidos caribeños, también de México y Brasil, entre otros países latinoamericanos. Puso de moda la samba mucho antes del auge internacional del bossa nova. Cuando aún no existía el turismo de masas, su orquesta brindaba a cualquiera un ficticio paraíso tropical. Era el 'partenaire' perfecto tanto del delirio frutal de Carmen Miranda como del glamour pasado por agua de Esther Williams. El padre del 'easy listening'. El latino que estaba en todos los saraos.
Tenía más amigos famosos de los que hoy puedan retratarse con Pitbull. Aunque a Cugat se le identificara con otra raza canina. Si en las películas en blanco y negro su imagen de marca fue conduciendo la orquesta con el violín en una mano y el arco en la otra, a modo de batuta, en la era 'technicolor' la dirigía sosteniendo un chihuahua en su otro brazo.
Como gran caricaturista que también era, sabía que tenía algo de bufón, bastante de genio y mucho de figura.
Luis Troquel
El Periódico, 2 de junio de 2016.
Primer video: Xavier Cugat y la actriz y cantante mexicana Betty Reilly (1918-1982) cantan The Dog Song, en una escena de la cinta On an Island with You de 1948.
Segundo video: El cubano Miguelito Valdés (La Habana 1954-Bogotá 1978) y la mexicana Lina Romay (México 1919-2010), acompañados de la orquesta de Xavier Cugat, interpretan Chiu-chiu, del compositor, cantante, actor, poeta y humorista chileno Nicanor Molinare (1896-1957).
Tercer video: Xavier Cugat y su orquesta tocan Alma llanera, cantada por Lina Romay, en una escena de la película Escuela de sirenas protagonizada por Esther Williams y que en 1944 se convirtiera en un gran éxito de taquilla.