Google
 

viernes, 28 de noviembre de 2014

El paladar de Cuba está en Miami



Todavía se habla de aquella champola de guanábana que degustó Federico García Lorca en El anón de Virtudes, durante su visita a La Habana, hace 84 años. “No hay refresco en todo el mundo que tenga nombre más eufónico y altisonante, ni que sepa mejor”, exclamaba entonces el poeta. Hoy sólo algunos ancianos recuerdan el sabor de la champola. Y al viajero que pretenda experimentar el deleite que sintió Lorca al conocerla en una cafetería habanera, no le quedará otro remedio que seguir viaje hacia Miami.

Lo penoso es que no se trata únicamente de la champola. Todos los platos y alimentos tradicionales de la comida cubana, la popular no la de gran gourmet, partieron detrás de los cubanos hacia el exilio miamense y casi por las mismas razones: la escasez perenne, la miseria material y cultural, el desprecio a lo nuestro que nos cayó encima con el triunfo revolucionario de 1959.

Ya que la identidad es lo que nos capacita para entendernos a nosotros mismos, para sentirnos afines, reconociéndonos y apreciándonos mediante sentimientos y expresiones comunes, no puede haber sido revolucionario un proceso histórico que ha cambiado a la brava esos signos básicos que nos hermanaban.

La debacle, claro, no sólo afectaría nuestras costumbres culinarias. Pero resulta especialmente notable en este ámbito, que se afincaba en tradiciones de siglos. El tasajo con boniato hervido, comida típica de la gente pobre, nos venía acompañando desde la época de los esclavos.

Hoy, tendríamos que ir a comerlo al Versalles de Miami, aunque tal vez algún comensal dichoso y con solvencia económica podría hallarlo en restaurantes para turistas de La Habana Vieja como La Mina, donde el precio de tres míseras greñas de tasajo supera en mucho el salario mensual de cualquier trabajador habanero.

Suman cientos de miles los paisanos que por estos días regresan de una visita a la Florida hablando maravillas sobre el reencuentro -o el descubrimiento- del arroz con pollo familiar de los domingos, de la carne con papas, la ropa vieja, el simple bistec con papas fritas, las torrejas o buñuelos en almíbar, entre otros dulces caseros que allá forman parte del cotidiano, como antes acá.

O del pan con bistec o el pan con puerco asado (el de verdad, no el pan con picadillo de pellejo de puerco que venden en La Habana), o del batido de chirimoya y los cascos de guayaba con queso crema que son ofertas permanentes, tan especiales como baratas, en sitios de gran concurrencia como El Palacio de los Jugos, el Versalles o los establecimientos de la cadena La Carreta.

El paladar de los cubanos también se ha mudado a Miami, gústale a quien le guste y pésale a quien le pese. Porque aunque no hayamos tenido ocasión de probar nunca antes el sabor del quimbombó con camarones secos, este plato criollo (por la vía de África y de China), parece conservarse vivo en nuestra memoria genética. Como también se conservan otros de origen árabe o europeo.

En general, los dulces caseros (regios protagonistas de nuestra cocina criolla, así que irremediables ausentes en tiempos de revolución), pasaron a ser un tesoro extinguido, incluso desde antes de que el fidelismo arrasara con su soporte, la gran industria azucarera nacional. Borrados aquí del mapa, el dulce de leche cortada, de ajonjolí, coquitos prietos, melcochas, merenguitos, y boniatillos azucarados y un largo etcétera, volaron con salida definitiva para Miami.

El colmo es que pasamos decenios sin comer harina, el plato por excelencia de los hambrientos en la Isla. Y con un pasado negro, pues, según nuestros abuelos, durante la tiranía de Gerardo Machado, cuando el hambre daba al cuello, la harina fue la salvadora de la patria. Sin embargo, con la escasez de maíz que sobrevino en los tiempos revolucionarios, desaparecieron platos socorridos de los pobres, como la harina con tocino, con leche o con arenque. Sin contar la harina dulce con pasas, esfumada de la mesa de los humildes y de los altares de la santería cubana, igual que el arroz con leche y canela.

Mientras, el mero desayuno de café con leche y pan con mantequilla ha devenido lujo de élites en La Habana. Y aun las propias élites, por más dinero que gasten, están condenadas a lidiar con la orfandad de nuestra auténtica cocina criolla, pues, los pocos platos que hoy pretenden rescatar en ciertos restaurantes, tanto privados como estatales, carecen del toque de gracia de la tradición popular, además de ser presentados como exotismos y a precios que dan ganas de reír por no llorar, no obstante su origen notoriamente modesto.

Beberse una champola en La Habana resulta hoy un milagro. Ni siquiera milagrosamente sería posible encontrarla con la auténtica calidad y al bajo precio que se la ofrecieron a Federico García Lorca en El anón de Virtudes. A propósito, un amigo, padre de un joven veinteañero, me contó la difícil tarea que para él constituyó tratar de explicarle a su hijo qué cosa es un anón.

Texto y foto: José Hugo Fernández
Cubanet, 7 de octubre de 2014.
Foto del autor: Lo que queda de El Anón, en la esquina de Virtudes y Neptuno, cafetería habanera donde se tomaban los más sabrosos batidos de anón, guanábana y chirimoya, entre otras frutas cubanas.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Desaparece otro mercado agropecuario



Esos mercados de oferta-demanda, como mismo les pasó a sus predecesores, nunca han sido bien vistos por las autoridades.

Es que la abundancia de productos del agro que apreciamos en estos mercados, en contraste con el desabastecimiento de los establecimientos estatales, es una muestra fehaciente de las ventajas del libre mercado sobre la planificación centralizada. Por otra parte, los vendedores en esas plazas donde priman las leyes del mercado, calificados por la propaganda oficialista como "intermediarios", han sido acusados por el Gobierno de ser responsables por los altos precios que se observan en esos lugares.

Los mercados agropecuarios de oferta-demanda, surgidos hacia 1994, fueron en cierto modo continuadores de aquellos mercados libres campesinos que aparecieron a inicios de los 80, y que sucumbieron en 1986 por orden expresa de Fidel Castro.

En los últimos tiempos, a las dos formas mencionadas de comercialización de los productos del agro -los mercados de oferta-demanda y los estatales- se han añadido otras dos: el arrendamiento de locales a las cooperativas de producción agropecuaria (CPA), y la unión de varios comercializadores para formar una cooperativa no agropecuaria.

En la primera modalidad son las producciones de las propias CPA las que abastecen los mercados arrendados, y colocan como empleados a sus cooperativistas. En el caso de las cooperativas no agropecuarias, el abastecimiento depende de la gestión de compra de los cooperativistas en mercados mayoristas como El Trigal, ubicado en las afueras de La Habana.

Por lo general, tanto los mercados arrendados por las CPA, como los que funcionan como cooperativas no agropecuarias comercializan también de acuerdo con la oferta y la demanda, aunque cuentan con determinados productos que mantienen los precios limitados en tope. Sin embargo, sea de una u otra forma, lo cierto es que estas formas novedosas de comercialización son más propensas que los mercados de oferta-demanda a ser controladas por el Gobierno.

Tal vez a causa de ello -además de la animadversión histórica que ya comentamos-, algunos funcionarios del Ministerio de la Agricultura manifestaron un tiempo atrás que los mercados de oferta-demanda irían desapareciendo gradualmente.

Y la profecía comenzó a cumplirse en febrero de este año con el cierre del mercado de Cuatro Caminos, quizás el mejor surtido de la capital. Varias fueron las justificaciones que se expusieron a los muchos consumidores que lamentaron la medida: que si el local presentaba signos de deterioro constructivo, que si el lugar era de interés para la Oficina del Historiador de la Ciudad, que si había premura porque allí se ubicaría el Museo de los Ferrocarriles Cubanos…

Un reciente recorrido por los alrededores de ese antiguo mercado nos convenció de que no había tal premura. Las puertas del establecimiento se hallan totalmente cerradas, y no se observa movimiento constructivo alguno en el interior del local.

A ocho meses del cierre del mercado de Cuatro Caminos, el abandono se enseñorea en una manzana que antaño clasificaba como una de las más activas de La Habana en lo que a comercio se refiere.

Cualquiera diría que el cierre de este mercado fue una venganza del castrismo hacia un establecimiento que siempre aventajó al resto de las modalidades de comercialización concebidas por el Gobierno.

Y ahora le ha tocado el turno al mercado de la calle Tulipán, en el barrio habanero del Nuevo Vedado. Después de algunos días en que permaneció cerrado, un grupo de trabajadores pertenecientes a varias CPA preparan condiciones para reabrirlo en el transcurso de este mes de octubre. Por supuesto, el mercado va a funcionar bajo la modalidad de arrendamiento, en este caso por parte de tres CPA.

Algunos vecinos de los alrededores se hallan escépticos, pues no confían en la eficiencia de las CPA para mantener surtido a este mercado, máxime después de su época de esplendor cuando funcionaba como mercado de oferta-demanda. La mayor afectación, empero, es para los antiguos empleados, quienes han sido despedidos, pues las CPA traerán a sus cooperativistas para que realicen la comercialización.

Varios carniceros del antiguo mercado de Tulipán han comenzado a vender la carne de cerdo en sus casas, de manera ilegal, con el riesgo de ser multados por los inspectores o la policía.

Como puede apreciarse, el General-Presidente es consciente de que debe de hacer cambios, pero traza sus estrategias para que la nueva situación no se le escape de las manos.

Entonces, si de agricultura o economía se trata, mientras más se alejen las medidas del libre mercado, mejor para él y el aparato de poder. Los intereses de la población quedan en un segundo plano.

Orlando Freire Santana
Diario de Cuba, 8 de octubre de 2014.
Foto: Sobre todo en el mes de diciembre, en los años 50 solían vender viandas y frutas en las afueras del antiguo Mercado Único de Cuatro Caminos. Tomada del blog Memorias de un cubano.

lunes, 24 de noviembre de 2014

¿Dónde están los caballitos?



Rápidamente montaban el carrusel (que con sus caballos de madera le aportaba el nombre), la estrella, los botes, las sillas voladoras y los kioscos para la venta de algodón de azúcar, rositas de maíz, maní tostado y otras golosinas.

Recordar los caballitos -como en Cuba denominábamos a los parques de diversiones o atracciones- es regresar a la infancia. Los caballitos llegaban un día y se instalaban en un solar yermo del barrio, por lo regular el mismo donde antes se había instalado o después lo haría el circo ambulante.

Habían kioscos también para demostraciones de habilidades: tiro al blanco contra unos patos metálicos que se movían en fila india y lanzamiento de pelotas contra objetos en equilibrio o bolos, que permitían la obtención de premios, siendo uno de los más codiciados los osos de peluche.

También se lanzaba una pelota de béisbol, a gran velocidad, contra una diana metálica que abría una trampa, haciendo caer en un estanque lleno de agua a una muchacha en trusa, que estaba sentada en un travesaño.

La música escandalosa formaba parte importante del entretenimiento y se escuchaba por doquier, en cada instalación, en toda el área y hasta en el barrio. En las taquillas se vendían las entradas para los aparatos al precio de diez centavos. Si el aparato costaba más, según el precio, se entregaban dos o tres.

En el carrusel había caballos y coches pintados de vivos colores. Los varones preferíamos los caballos porque montados en ellos nos sentíamos como los héroes del oeste que admirábamos en el cine. Las hembras preferían los coches y, las que gustaban de los caballos, montaban de lado y nunca a horcajadas, pues así lo exigía la moral de la época.

Los caballitos, con sus múltiples atracciones, daban vida al barrio, sacándolo de la monotonía cotidiana. En La Habana de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, además de los caballitos ambulantes, existía el mítico Parque Colón, ubicado entre el monumento a Maceo y la entonces Casa de Beneficencia, después desaparecido.

El primer parque de diversiones moderno, con coches eléctricos, botes en estanques con agua, tazas chinas, pulpos y otros aparatos exóticos, así como una gran estrella, casa de espejos y otras atracciones, fue el Jalisco Park, ubicado en su época de esplendor en un terreno de la calle 23 entre L y M, donde después se construyó el hotel Habana Hilton, hoy Habana Libre.

Posteriormente, el Jalisco Park se instaló en 23 y 18, donde aún existe. Ya estaba bastante reducido y venido a menos cuando se mudó de emplazamiento, porque se había inaugurado el Coney Island Park en la playa de Marianao. El Coney introdujo la montaña rusa, el avión del amor, la estrella más alta y otras atracciones de nueva tecnología, que lo hicieron el preferido de niños, jóvenes y adultos.

En esos tiempos, al Jalisco Park primero, y después al Coney Island, se asistía preferentemente los sábados y domingos, dispuestos a disfrutar de una tarde o de todo un día de esparcimiento y alegría. Pocas emociones se comparan con la primera vez que montamos los carros de la montaña rusa y nos deslizamos por sus rieles a toda velocidad, pensando que caeríamos al vacío en cualquier momento, la sensación de ingravidez en el avión del amor o la opresión en el pecho durante los giros vertiginosos de las tazas chinas o del pulpo.

Hoy, como otras muchas cosas, los parques de diversiones (los caballitos de nuestra infancia) han desaparecido de los barrios, llevándose toda la alegría que los caracterizó. Su lugar, al menos en La Habana actual, lo han tratado de ocupar los equipos japoneses que un día ya lejano fueron instalados en el Parque Lenin, muchos inactivos por falta de mantenimiento y de reposición. Lo ocupan hoy los pocos equipos en funcionamiento en ExpoCuba, El Mónaco, Alamar y La Habana Vieja, todos en situación similar. O hay que irlos a buscar a la llamada Isla del Coco, en los terrenos del antiguo Coney Island Park, remedo socialista y pobretón de lo que un día fue el mayor parque de diversiones de Cuba.

Lo interesante de los caballitos es que en el pasado, con aparatos viejos, reparados decenas de veces por sus propios operadores, instalados, desinstalados y vueltos a instalar durante años, todos funcionaban y satisfacían las necesidades de recreación de niños, jóvenes y adultos. Hoy, en cambio, en los pocos parques estatales que existen la mayoría de los equipos no funcionan.

La razón es sencilla: para su mantenimiento y reparación sus administradores deben recorrer el "laberinto socialista" (que no es ninguna atracción de feria) sin encontrar ninguna salida.

En los últimos meses, en el marco de la denominada "actualización" de la economía, se ha permitido la inclusión de algunos pocos particulares con sus aparatos (inflables, máquinas y motos eléctricas, etcétera), aunque todo bajo la estricta administración estatal que, como el macao, se niega a soltar su presa por insignificante que sea. Y tal vez el único regreso posible de los caballitos, ahora modernizados, esté en manos de los particulares.

Fernando Dámaso
Diario de Cuba, 30 de marzo de 2014.
Foto: Tomada del blog Foreign Policy. En los años 50, muchos padres habaneros los domingos llevaban a sus hijos al Coney Island Park, en la playa de Marianao, o a los caballitos más cercanos a su domicilio. como el Jalisco Park de Infanta y Manglar, Cerro. Era más pequeño que el del Vedado, pero durante años hizo las delicias de los niños de El Pilar y otras barriadas colindantes.

viernes, 21 de noviembre de 2014

El Paseo del Prado ayer y hoy


Denominado primero Nuevo Prado, después Alameda de Extramuros y Alameda de Isabel II, y también Paseo del Conde de Casa Moré y Paseo del Prado, en 1904, hace ahora cien años, recibió el nombre de Paseo de Martí, aunque la mayoría de los habaneros lo denominan simplemente El Prado.

Durante la colonia, esta alameda o paseo se extendía desde el Castillo de San Salvador de la Punta, construido entre 1589 y 1600, hasta un costado del Campo Militar o de Marte, siendo su trazado similar al actual: desde el Malecón hasta el Parque de la Fraternidad.

Su construcción se inició en 1772, ocupando una longitud de 1800 varas con un ancho de 125. Estaba constituido por dos secciones: una primera, desde la Punta hasta después de la calle Virtudes, donde en un espacio circular arbolado en forma de rotonda, se colocó en 1857 una estatua de Isabel II ejecutada en mármol, y una segunda, desde este lugar hasta otra rotonda cerca de la Calzada de Monte, donde se colocó la llamada Fuente de la India o de la Noble Habana.

En su primera sección estaba conformada por cinco calles paralelas: dos empedradas en macadam al frente de las viviendas de los dos costados, dos terraplenadas entre las hileras de árboles, para los que paseaban a pie, y una central mucho más ancha, para el tránsito de carruajes y jinetes. Junto a las hileras de árboles, entre intervalos, existían bancos de piedra, y delante del Teatro Tacón, donde después se construiría el edificio del Centro Gallego, se colocaban sillas por las tardes, siendo éste habitualmente el lugar más concurrido.

Durante la ocupación norteamericana, El Paseo, como era más conocido, fue rehecho y sembrado de álamos y, en tiempos del Presidente Zayas, se le plantaron pinos. La segunda sección, que se extendía desde el Parque Central hasta el de la Fraternidad, fue totalmente transformada al construirse el Capitolio Nacional en 1929, así como la primera reconstruida con laureles, farolas con excelente iluminación, bancos de piedra y mármol, copas y leones de bronce y pisos de terrazo, que hicieron del mismo el más importante paseo de la ciudad.

En ambas aceras se levantaron suntuosas y elegantes mansiones, así como otras edificaciones. El éxodo de las familias ricas hacia nuevos asentamientos y la invasión de comercios de lujo, dedicados principalmente al turismo, más oficinas, hoteles, cafés, restaurantes y otros establecimientos, cambiaron el carácter del viejo Paseo.

Recorriendo el Prado desde el Malecón, aparece el Parque de los Mártires, frente al Castillo de la Punta, creado en 1939 en los terrenos donde se levantaba el edificio de la antigua Cárcel de La Habana, del cual aún se conservan la capilla y las celdas bartolinas, y el monumento erigido en 1920 en honor del poeta Juan Clemente Zenea, obra del escultor español Ramón Mateu.

A la izquierda, en Prado y Cárcel, se encontraba el restaurante La Tasca, especializado en comidas españolas. Desde hace años, las ruinas del edificio en cuya planta baja se hallaba, en forma de una pared que se mantiene en estática milagrosa, esperan por una reconstrucción que nunca llega o por su definitiva demolición.

A continuación, algunas edificaciones deterioradas, dos de ellas convertidas en escuelas en los números 112 y 116, y en el número 120 la casa que fuera de Pedro Estévez y Catalina Lasa, construida en 1905, quienes sólo la vivieron poco tiempo, hasta que se trasladaron para su famosa residencia de Paseo y 17 en El Vedado, que fuera posteriormente vendida a Frank Steinhart, el primer cónsul norteamericano en Cuba.

En el número 157, el local donde se encontraba la Perfumería Guerlain, una copia de la existente en París, y en el número 164 el Café del Prado. En el número 201 el Cine Teatro Fausto, construido en 1938 en estilo moderno con detalles del Art Déco en su fachada -y principalmente en su hermoso vestíbulo, con 1,600 lunetas-, que obtuvo la medalla de oro del Colegio de Arquitectos en el año 1941, y en el número 207 el gran edificio de la Asociación de Dependientes del Comercio, construido en 1907, utilizado actualmente como centro de entrenamiento de esgrima y gimnasia.

En el número 212 la residencia que fuera del General José Miguel Gómez, segundo presidente de la República, construida en 1915, hoy convertida en la llamada Casa del Científico, por ser utilizada como local social por miembros de este sector.

Un poco más adelante, en el número 260, el edificio de la Unión Árabe de Cuba, y el Hotel Sevilla que, aunque su frente no da al Prado, su lateral ocupa toda una manzana de éste. En el pasado, en el Sevilla se alojaron figuras como Caruso, Mary Pickford, David Alfaro Siqueiros, Jorge Negrete, Josephine Baker, Graham Greene, Georges Simenon y Ernest Hemingway.

En la acera opuesta, los locales que en su tiempo ocuparon los hoteles Areces, Biarritz y Regis, y en el número 302, el hermoso edificio del Casino Español, construido en 1914 y utilizado actualmente como Palacio de los Matrimonios.

Más viviendas y edificaciones en estado de deterioro, incluyendo el que fuera Palacio del Conde de la Mortera, convertido en una triste ciudadela, en el número 309 el edificio entregado a la Federación de Sociedades Asturianas, un pobre resarcimiento por la incautación de su local social, el Palacio del Centro Asturiano, y el Hotel Parque Central, una edificación moderna que muy poco tiene que ver con el entorno, ubicado donde antes se encontraban edificaciones antiguas, entre ellas, en el número 357, el Bar Partagás, encima del cual funcionaba el famoso restaurante de comida italiana Frascati, y en cuyas azoteas existían grandes anuncios lumínicos a colores, hoy inexistentes.

Cruzando la calle Neptuno, el Parque Central, construido en 1877, teniendo en el centro la estatua de Isabel II, sustituida en tiempos de la República por la de José Martí, con cuatro leones y cuatro fuentes de mármol, los cuales fueron retirados al remodelarse en 1960, dejando sólo dos fuentes, una en cada lateral, y veintiocho palmas que, por cierto, no tienen nada que ver con el día del nacimiento del Apóstol.

Antes de cruzar la calle Neptuno, en la otra acera, el restaurante que ha sido denominado indistintamente Caracas, Budapest -cuando Hungría era nuestra "hermana socialista"-, y ahora nuevamente Caracas. ¡Veleidades de las hermanas políticas, que carecen de fijador! Esta esquina se hizo famosa en la década de los años 50, con la pieza musical "La Engañadora", que gozó de gran popularidad.

Cruzando, en el número 406, el reconstruido Hotel Telégrafo, la famosa acera del Café El Louvre, en tiempos de la colonia lugar de reunión de los jóvenes independentistas dónde, en valiente gesto, el capitán español Federico Capdevila, defensor de los ocho estudiantes de medicina ejecutados el 27 de noviembre de 1871, quebró su espada, en repudio a la injusta condena, seguido por la acción del también militar español Nicolás Estévanez, que se despojó de sus grados.

A continuación se hallaba el Café La Dominica y, en el número 416, el famoso Hotel Inglaterra, construido en 1856, donde se encontraba el Café Escauriza, ampliado en 1891 y remozado en 1915, lugar en el cual el General Antonio Maceo se alojó durante su estancia en La Habana, previo al inicio de la Guerra de Independencia.

Después, cruzando la calle San Rafael, en el espacio en que se encontraba el Teatro Tacón y otras edificaciones anexas, en los números 452-458, el imponente edificio del Centro Gallego, diseñado por el arquitecto belga Paul Belau, construido en 1915, con grupos alegóricos a la música, el canto, la literatura, el drama y la comedia en la entrada, obras del escultor italiano Moretti, así como también lo son las del edificio social, relacionadas con la beneficiencia y la educación, el trabajo, la perseverancia y la gloria, y las tres victorias de bronce que rematan cada una de las tres torres.

Al ser intervenido por las autoridades, despojando a sus dueños de la propiedad, fue entregado al Ballet Nacional de Cuba, que utiliza la edificación y su teatro, rebautizado como el Gran Teatro de La Habana Federico García Lorca, para sus funciones y otras actividades artísticas.

Entonces, el amplio espacio ocupado por el Capitolio Nacional y sus áreas aledañas, construido entre 1926 y 1929 para sede del Poder Legislativo, con una altura de 91,73 metros y la estatua de la República, de 17,54 metros, la tercera más alta ubicada bajo techo, fundida en tres piezas de bronce y recubierta con una lámina de oro de 22 quilates, situada en la rotonda central del Salón de los Pasos Perdidos, bajo la cúpula, obra del escultor italiano Angelo Zanetti, autor también de las dedicadas al Trabajo y a la Virtud Tutelar, colocadas a ambos lados de la entrada principal, en la parte superior de la escalinata.

Constituyen también riquezas del edificio las puertas de bronce de la entrada con relieves con pasajes de la historia de Cuba, obra del artista cubano Eduardo García Cabrera, modelados por el escultor belga Struyt, así como el relieve con las efigies de los presidentes de la República desde 1902 hasta 1929, la última irreconocible, pues fue golpeada a martillazos a la caída de éste.

Dentro del edificio se encuentra el nicho donde estaba el diamante que señala el kilómetro cero de la Carretera Central, hoy retirado y guardado, según se dice, en las bóvedas del Banco Nacional de Cuba; un hermoso busto de Martí, ejecutado en mármol de Carrara por el escultor yugoslavo Janko Brajovich; los hemiciclos del Senado y de la Cámara de Representantes, este último con bajorrelieves del italiano Gianni Remuzzi, el Angel Rebelde del italiano Buemi, que simboliza la discordia o la controversia y las metopas de los balcones del edificio, obra del cubano Juan José Sucre.

Todo el edificio estaba rodeado por los hermosos jardines concebidos por el paisajista francés Jean Claude Nicolas Forestier. Venido a menos durante años, condenado al ostracismo por absurdas decisiones políticas, descuidado, sucio, con adaptaciones constructivas inadecuadas, poblados sus salones por colonias de murciélagos, perdidas muchas de sus riquezas por abandono, descuido o sustracción, subutilizado como sede de la Academia de Ciencias de Cuba, al fin se encuentra en proceso de reparación capital, con el objetivo declarado de regresarlo a las funciones para las que fue construido, algo complicado pues el actual parlamento cubano -donde sólo se ha aprendido a escuchar, aceptar, aplaudir y votar unánimemente- difiere bastante del anterior.

En la acera de enfrente, en el número 513, el que fuera elegante Teatro Payret, dedicado al cine y a las variedades, con su bar y cafetería, hoy bastante venidos a menos; la Sala Kid Chocolate, en lo que fuera el Hotel Pasaje, y un grupo de edificaciones, la mayoría en estado crítico, hasta cruzar la calle Teniente Rey y encontrarse con el magnífico edificio que perteneciera al Diario de la Marina, sus bajos convertidos en una tienda para turistas y, en los altos, el Tribunal Provincial de La Habana.

Más adelante, locales sucios y ruinosos, algunos ahora arrendados a particulares, quienes comienzan a reanimarlos, y el desde hace algunos años espacio vertical ocupado por los restaurantes de la Federación Asturiana Los Nardos, El Asturianito y El Trofeo, en constante remozamiento y mejoramiento, ampliándose ahora con un nuevo local anexo.

Después, la escuela Concepción Arenal y, cruzando la calle Dragones, en el número 603, el remozado Hotel Saratoga, bien caro para los visitantes extranjeros e inaccesible para los cubanos. Junto a él, el edificio entregado a la Asociación Yoruba de Cuba, ejemplo del despunte y espaldarazo dado a los cultos afrocubanos por las autoridades. Enfrente, la plazoleta donde, después de estar en diferentes lugares cercanos, inclusive en la puerta principal del Campo Militar o de Marte en 1837 y en el Parque Central en 1863, se situaron en 1875 la fuente y la escultura de la Noble Habana o de la India, como es más conocida. Es la marca final del Paseo del Prado.

El conjunto fue elaborado en mármol de Carrara por el escultor italiano Giuseppe Gaggini. La India se encuentra sentada sobre rocas artificiales con la cabeza y la cintura ceñidas de plumas, un carcaj lleno de flechas en el hombro izquierdo. En la mano derecha sostiene un escudo con sus armas, y en la izquierda la cornucopia de Amaltea con frutos del país. Todo descansa sobre un pedestal cuadrado, en cuyas cuatro esquinas se destacan igual número de delfines, que antes lanzaban agua por sus bocas para mantener llena una fuente en forma de concha. Durante mucho tiempo fue considerado el símbolo de la ciudad, hasta que fuera absurdamente sustituido por La Giraldilla que, aunque diseñada y fundida en Cuba, parece tener un punto de referencia con La Giralda existente en Sevilla, España.

Hoy El Prado es un paseo bastante maltratado, descuidada su alameda central y sus árboles, en mal estado sus aceras y sucios sus portales. Con edificaciones ruinosas o simples ruinas, transitado por pocos turistas y demasiados "cazadores" de divisas, convertido desde la calle Neptuno hasta Dragones en un gran parqueo de vehículos, con filas infernales de ciudadanos de a pie en espera de ómnibus que tardan horas en llegar. Sin sus aires libres que en el pasado lo hicieron famoso, ni sus acompañamientos musicales, ni los desfiles y actos cívicos que los estudiantes realizaban cada 28 de enero en honor a José Martí.

El Paseo del Prado echa de menos lo mucho perdido. También añora la época del carnaval, cuando las bullangueras comparsas de los sábados, salidas de los barrios y de las diferentes instituciones culturales, de forma totalmente libre, espontánea y popular, hacían sus evoluciones coreográficas frente al Capitolio, donde se encontraba el jurado que concedía los premios a las mejores; y los paseos de los domingos que, viniendo del Malecón, hacían el recorrido de ida y vuelta desde la Punta hasta la Fuente de la India, con sus fabulosos desfiles de carrozas, donde iban la reina, sus damas, hermosas mujeres y hasta el rey Momo, decenas de autos convertibles y camiones adornados, ciudadanos disfrazados, acompañados por la música de las orquestas, las serpentinas y los confetis, en un derroche de arte y colorido donde participaba toda la familia, sin borracheras ni broncas callejeras.

Junto a la mayoría de los habaneros, el Prado espera la llegada de tiempos mejores, convencidos de que habrán de llegar.

Fernando Dámaso
Diario de Cuba, 27 de agosto de 2014.
Foto: Esquina de Prado y Neptuno a principios del siglo XX. Tomada del blog de la actriz española Yolanda Farr.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Monte, la calle más popular


Aunque en la época colonial también se le conoció como Príncipe Alfonso, por Alfonso de Borbón, quien sería después rey de España, en los primeros años de la República recibió el nombre de Máximo Gómez: el invicto general mambí entró a La Habana por esta calle.

Pero siempre se le ha conocido como Calzada de Monte o, simplemente, calle Monte. La Calzada de Monte, que una vez compartió su nombre con los del Horcón y del Pilar en su último tramo, donde ella termina y comienza la Calzada del Cerro, carece de las magníficas casas quintas y residencias señoriales del Cerro, excepto en su comienzo en la Calle Egido, donde se encuentra la plazoleta de Las Ursulinas.

Durante los años republicanos, Monte se convirtió en una vía preferentemente comercial, sin alcanzar la elegancia de Galiano, San Rafael o Neptuno, y era la preferida para hacer sus compras por los ciudadanos de menores recursos económicos.

En el número 504 de la calle Egido, donde tiene su entrada principal, pero ocupando toda la manzana de Monte y parte de la de Zulueta, se encuentra una sólida construcción de 1872 que fuera palacio de los Condes de Casa Moré, sus primeros propietarios, y luego los Marqueses de Villalba. Está considerado uno de los más majestuosos palacios habaneros, después del de Aldama en la calle Reina.

Posteriormente, el palacio de los Condes de Casa Moré fue ocupado por los Ferrocarriles Unidos, una empresa inglesa, y más tarde se convirtió en locales de comercios, viviendas y sede de la Sociedad Cultural Rosalía de Castro, que entre los balcones de la segunda planta situó esculturas en piedra de aldeanas gallegas, las cuales terminaron desapareciendo..

Enfrente, el edificio que fuera sede de la Havana Electric Railway, Light and Power Co., la cual se dividió en dos empresas, trasladándose la primera -la Havana Electric Railway- hacia una casona en Monte y Ángeles, y quedando la segunda, la Light and Power Co.-, denominada Compañía Cubana de Electricidad, en el lugar, con el valioso reloj Tiffany en su entrada. Al trasladarse esta empresa a su nuevo edificio en la Avenida de Carlos III, el local se convirtió en una dependencia de Salud Pública y hoy, después de abandonado y saqueado, ha sido entregado a la Oficina del Historiador de la Ciudad.

A continuación, aparece un inmueble que fuera propiedad del Conde de Lombillo, transformado en una destartalada y sucia ciudadela y, cruzando la calle Zulueta, en el número 51, el edificio en restauración de la que fuera fábrica de tabacos F. Palacios y Cía., fabricante de las marcas Punch, Hoyo de Monterrey y Belinda, lo que queda del comercio de telas El Telar y, en el número 63, La Sortija, popular tienda por departamentos donde nuestras abuelas resolvían sus necesidades para la costura, hoy desabastecida, sin aire acondicionado ni otras facilidades.

En la esquina de la calle Cárdenas, está el viejo bodegón, convertido en un deprimente tugurio gastronómico. Más adelante, los locales que en los años 40 y 50 casi todos eran ocupados por estudios fotográficos, cuando las cámaras eran de cajón y con fuelle y se utilizaban los destellos para iluminar, y el célebre pajarito chasqueando los dedos de la mano para atraer la atención del que se retrataba, y a las madres les gustaban las fotos de sus hijos con sofás y butacas de mimbre y perritos de peluche, las quinceañeras con vestidos largos y columnas con jarrones de flores y tules. También iban las novias, a hacerse fotos artísticas antes de la boda. Eran los tiempos en que bastaba con una ampliación coloreada y seis o doce postales para regalar, cariñosamente dedicadas, a familiares y amistades.

A continuación, las ruinas del hotel Isla de Cuba, la tiendas La Francia Moderna, La Isla y La Isla de Cuba. En el 259, la tienda por departamentos La Nueva Isla. En el 301, el Ten Cents, menos moderno que el de Galiano y San Rafael, con su aire de tienda antigua, pero también con aire acondicionado y música indirecta, ahora denominado Variedades Monte. En el número 305, París Viena.

En la acera de enfrente, a lo largo de toda la calzada, el espacio abierto que se extiende hasta la calle Amistad entre Estrella y Monte, donde se encontraba el café Marte y Belona y la academia de bailes del mismo nombre, en la cual cada pieza costaba unos cuantos centavos, hace años fueron demolidos y ahora el espacio es ocupado por algunos kioscos.

Este gran espacio abierto se engalana con la plazoleta donde se encuentra la fuente y la escultura de la Noble Habana o de la India, como es más conocida, con sus delfines acompañantes que, aunque da su frente al Paseo del Prado, del cual marca su final, siempre ha estado muy cercana a la Calzada de Monte y sus transeúntes.

En la década del 50, los edificios de esta zona en sus azoteas lucían enormes anuncios lumínicos, que daban colorido a las noches, y en Navidad sus portales eran ocupados por tarimas sacadas por las propias tiendas y otros vendedores, que ofertaban variados productos de ocasión, asequibles a la mayoría de los bolsillos, llegando a la apoteosis en la noche previa al Día de Reyes, cuando se llenaban de juguetes, con liquidación al costo a partir de las 12 de la noche.

En la calle Monte, a partir de la calle Estrella, mucho más angosta, con excepción de La Casa Fraga, proliferaban los pequeños comercios, la mayoría estrechos y profundos con dos vidrieras y aire acondicionado como la cuchillería La Sin Rival, en el número 453; en el 501, la tienda Punch; en el 651, El Gallo; en el 913, El Alba; en el 1058, La Defensa, y otros algunos hoy totalmente transformados o inexistentes, muchos convertidos en viviendas precarias.

Así llegamos a Belascoaín, donde después de rellenada la marisma que allí existía, surgieron los conocidos Cuatro Caminos, con sus bodegones españoles y paradas de ómnibus y tranvías, por bifurcarse en el lugar las Calzadas de Monte, su continuación hacia la del Cerro, la de Belascoaín y la de Cristina.

Cerca, en la manzana comprendida entre Monte, Cristina, Arroyo y Matadero, en 1920 se construyó el Mercado General de Abasto y Consumo, un edificio de dos plantas con sótano y un paso a nivel hacia otra edificación de la manzana aledaña, conocido popularmente como el Mercado Único, de Cristina o de los Cuatro Caminos. Las mercancías entraban al anochecer, se distribuían por las diferentes casillas y se vendían de madrugada y al amanecer. A las 11 de la mañana cesaban las ventas y se procedía a la limpieza general.

Actualmente, la edificación se encuentra con filtraciones en los techos, bastante deteriorada, desabastecida y sucia. En el tramo desde aquí hasta la Esquina de Tejas, transformados, sobreviven algunos comercios como Casa Grande, La Ideal, La Lucha, Alborada y Casa Mimbre, y los espacios donde existieron otros ya desaparecidos, como El Bodegón de Tejas y la fonda El Globo, están ocupados por ruinas o por edificaciones a punto de derrumbarse.

La calle Monte de hoy no tiene nada que ver con la comercial y bulliciosa de antaño, recorrida entonces hacia abajo y hacia arriba por numerosos compradores o simples curiosos, para conocer lo que se ofrecía en sus establecimientos, menos suntuosos que los de Galiano, pero abarrotados de productos a mejores precios.

Con locales convertidos en viviendas, comercios desabastecidos y venidos a menos, sin aire acondicionado ni ventiladores, sin vidrieras o con vidrieras rotas y sucias, maltrato generalizado de sus dependientes, derrumbes, ruinas, aceras destruidas, mugre y ciudadanos de a pie que, presurosos y mal vestidos, cargan con muchas necesidades sobre los hombros y poco dinero en los bolsillos, da vergüenza y tristeza recorrer Monte, la calle más popular de La Habana.

Fernando Dámaso
Diario de Cuba, 3 de octubre de 2014.
Foto: El Mercado Único, de Cristina o de los Cuatros Caminos en los años 40, con los tranvías que pasaban por la calle Monte. Tomada del blog Memorias de un cubano.

lunes, 17 de noviembre de 2014

¡Pasito alante, varón!



En la época republicana, concretamente en la década de 1950, las diferentes rutas de la Cooperativa de Ómnibus Aliados tenían sus características propias, determinadas principalmente por la composición social existente en sus puntos de partida, (los denominados Paraderos), y en sus recorridos de ida y vuelta.

Así, la Ruta 4, que partía del Paradero de Mantilla y hacía su recorrido por la Calzada de Jesús del Monte, Cristina, Cuatro Caminos, Belascoaín, Reina, bajaba por Obispo hasta la Plaza de Armas, y regresaba por O'Reilly, Neptuno, Galiano, a tomar nuevamente Reina y retornar, por el mismo recorrido anterior, a Mantilla.

Era una ruta extensa y dicharachera de obreros, empleados y estudiantes, que conversaban en voz más alta y reían algo estruendosamente, compartían anécdotas con choferes y conductores (el que cobraba el pasaje), donde muchos se conocían hasta por sus apodos, por el contacto diario en los viajes y hasta por ser vecinos.

Esto le daba a la Ruta 4 un cierto carácter provinciano, que hacía agradable los recorridos, con sus vendedores y los llamados 'artistas cubanos', quienes con la complacencia del chofer y el conductor, abordaban los ómnibus, ofertando sus productos o "pasando el cepillo", después de una canción o de una interpretación a guitarra o con claves, para obtener algunas monedas.

La Ruta 1 salía de Poey; la 2 lo hacía desde Párraga; la 8, 10, 11 y 12 desde el Diezmero y Jacomino, y la 9, que lo hacía desde Buenavista, eran también rutas 'proletarizadas', igual que la 23, 24 y 25, que partían de Lawton.

Algunas, como la 2, la 10 y la 23 se 'lustraban' al pasar por El Vedado. Las Rutas 3 y 5, que partían de Guanabacoa, y la 6, que lo hacía desde Regla, eran 'extraterritoriales', y trasladaban obreros y empleados que trabajaban en La Habana o en las refinerías de petróleo e industrias instaladas en esas localidades.

El recorrido de la Ruta 3 era hacia las Calzadas de Monte y de Belascoaín, parecido al de la 6, que transitaba también por la Vía Blanca. El de la 5, después de la calzada vieja de Guanabacoa, Vía Blanca, la Virgen del Camino, las Calzadas de Luyanó, Jesús del Monte e Infanta, llegaba hasta cerca de la Plaza Cívica. Unas y otras mezclaban guanabacoenses y reglanos con habaneros, diferentes por sus idiosincrasias: unos por saberse en casa ajena y otros por sentirse en casa propia.

La Ruta 57, que salía del Paradero de Miramar y recorría El Vedado, y por la calle 21 salía a la calle O, bajaba a 23, subía Infanta hasta San Rafael y, por ella, hasta LaHabana Vieja, regresando por Neptuno y siguiendo después el mismo recorrido a la inversa, aunque ahora por 23, L (que era de doble vía) y la calle 19. Era la Ruta de las damas elegantes y de los caballeros que, bien vestidos y perfumados, recorrían El Vedado para hacer negocios o visitar amistades, o iban hacia la zona comercial de Galiano y calles aledañas, o hacia la financiera de las calles O'Reilly y Obispo.

Sus choferes y conductores, siempre amables, detenían firmemente los ómnibus en las paradas y saludaban por sus apellidos a muchos de los pasajeros, conocidos por trasladarlos a diario. Conducían despacio y nunca estaban apurados: disfrutaban de los recorridos. La 57 era una ruta tranquila que hacía caso omiso del correr del tiempo.

Las Rutas 26 y 27, las únicas que entonces utilizaban ómnibus General Motors fabricados en México, salían del Zoológico de la Avenida 26. Representaban la 'nueva clase' de pequeños y medianos propietarios así como de artistas de la radio y la televisión, que residían en el Nuevo Vedado.

La Ruta 20 salía de La Ceiba y recorría El Vedado, se parecía bastante a la 57 por su tranquilidad, igual que la 30, que iba desde el reparto La Sierra por Miramar hasta el centro comercial de la ciudad. La Ruta 32 transitaba por la 5ta. Avenida.

Las Rutas 22 y 28 partían de La Lisa y, después de un largo recorrido que las llevaba hasta el Parque Central, regresaban por 23 y la Avenida 4l hasta su Paradero. En la ida, trasladaban a trabajadores hacia el centro de la ciudad y, en el regreso, a militares hacia el campamento de Columbia, estudiantes hacia los centros situados alrededor del Obelisco y pacientes hacia los hospitales Liga contra la Ceguera, Maternidad Obrera y Militar, entre otros.

La Ruta 43, que salía de Arimao, venía por la avenida 51, Ayestarán, Infanta y San Rafael hasta el centro de La Habana, regresando en sentido inverso por Neptuno.

Las Rutas 14 y 15, una de Santos Suárez y la otra de El Sevillano, transportaban personas de la clase media y estudiantes hacia los muchos colegios privados e institutos. La Ruta 7 salía de El Cotorro, era extraterritorial, y sus pasajeros no formaban parte de La Habana, sino de sus cercanías.

La 62 era una Ruta playera. Partía de Guanabo y regresaba después de pasar por la Virgen del Camino. Bullanguera y festiva cuando iba hacia las playas del este de la ciudad, era callada y cansada cuando regresaba con su carga de bañistas agotados y quemados por el sol.

La 69 y la 79 iban hacia las playas de Marianao: la primera salía de La Víbora y por Santa Catalina, Boyeros, 26, 23, 41, 42 y 5ta. Avenida llegaba hasta esas playas. La segunda salía de Lawton por Dolores, Lacret, Vía Blanca, 26 y también terminaba su recorrido en las playas del oeste de la capital.

La 38, que salía del Paradero de La Víbora, iba hasta Batabanó y la 44 hasta Aguacate, pueblos relativamente cercanos a La Habana. Las Rutas 16, 17 y 18 partían del Paradero de Palatino. La 76 iba hasta Santiago de las Vegas y le decían "la guagua de Mazorra". La 13 salía de Los Pinos y en la Ruta 35 llegabas a Pinar del Río.

Existían lugares donde convergían y se cruzaban varias rutas de ómnibus, realizándose el cambio de pasajeros entre unos y otros mediante las 'transferencias'. Este trasiego constituía el acicate para la instalación y desarrollo de diversos tipos de comercios: bodegones, cafeterías, panaderías, dulcerías, expendios de café, venta de periódicos y revistas y sillones de limpiabotas, entre otros

Algunos de los sitios habaneros más concurridos fueron los Cuatro Caminos, en la intersección de las Calzadas de Belascoaín, Monte, Cerro y Cristina; la Esquina de Toyo, en el nacimiento de la Calzada de Luyanó como un ramal de la de Jesús del Monte; Reina y Galiano; Infanta y Carlos III; L y 23; 12 y 23; la Virgen del Camino, nudo de las Calzadas de Luyanó, Guanabacoa y Regla, San Miguel del Padrón; Güines y la Vía Blanca.

"¡Dale que ya montó!" y "¡Pasito alante, varón!" eran frases diariamente repetidas en nuestras populares 'guaguas'.

Las 'transferencias' y los 'comprobantes de pago', también servían para el transbordo cuando había roturas que impedían continuar viaje en el mismo vehículo. Era un sistema de transporte bien organizado, eficiente, con 'frecuencias' entre ómnibus de una misma Ruta de tres a cinco minutos en los horarios pico y no más de siete en los normales; un sistema higiénico y técnicamente apto, donde se cumplían los horarios de los recorridos y los ómnibus se detenían en todas las esquinas para recoger y dejar pasajeros.

Con los nuevos ómnibus General Motors, pintados de verde y crema, se perdió el asiento del 'copiloto' de las viejas guaguas de madera y metal, pintadas de naranja y rojo, con su 'cadenita' que separaba a quien lo ocupaba del resto de los pasajeros y lo hacía sentir diferente.

Cruzar los puentes costaba dos centavos, como fondo para el seguro por accidente, al igual que las 'transferencias', y los asientos estaban tapizados en cuero marrón. La señal de parada se transmitía al chofer haciendo sonar una campanilla tirando de un cable, que se extendía por el techo a todo lo largo del vehículo. El pasaje costaba cinco centavos.

En los nuevos ómnibus, la 'transferencia' estaba incluida en los siete centavos del pasaje, al igual que el seguro al cruzar los puentes. Aquí la señal se transmitía por un zumbido electrónico, tirando igualmente de un cable, y los asientos estaban tapizados en vinilo verde oscuro, existiendo algunos colocados de lado, tanto en la parte delantera como posterior del ómnibus.

Nadie mal vestido o sucio subía a un ómnibus, por un problema de respeto a sí mismo. Todavía eran frecuentes los trajes, los sacos deportivos, las corbatas, las guayaberas y los sombreros. Había hasta quienes vestían de 'dril cien' y utilizaban este transporte. Las mujeres llevaban carteras, medias y tacones. Por ahí están las viejas fotos de nuestros elegantes hombres y mujeres caminando, de tiendas, por Galiano, San Rafael o Neptuno. Y a fines de los 50, por La Rampa.

Los choferes y conductores iban de completo uniforme, con gorra y corbata negra, aseados y pulcros, con toallitas para limpiar el timón, y el reloj de bolsillo con cadena, para controlar el horario de su recorrido: ni minuto antes ni minuto después, exacto en cada punto de control ante el inspector. Los conductores llevaban sus monederos mecánicos o de cuero colgados a la cintura, para agilizar el cobro de los pasajes y los vueltos. Todavía no se había descubierto que el cáncer podía proceder del fumar y muchos lo hacían. Existían anuncios de cigarrillos dentro y fuera de los ómnibus, y las cajetillas no traían advertencias sanitarias.

Cada nueva urbanización disponía inmediatamente de su Ruta de ómnibus, unas veces extendiendo el recorrido de alguna ya existente y, en otros casos, creando una nueva.

Como una gran tela de araña, las Rutas de ómnibus cubrían totalmente la ciudad, facilitando el traslado hacia cualquier lugar con rapidez, comodidad y a bajo precio, algo que, desgraciadamente, no sucede desde hace muchos años.

Hoy se echa de menos el buen sistema 'capitalista' de transporte público y se reniega del pésimo sistema 'socialista', decenas de veces reorganizado, siempre para peor.

Fernando Dámaso
Diario de Cuba, 27 de junio de 2014.
Foto: Ómnibus Leyland, transitan por San Lázaro, céntrica avenida que nace (o termina) en la Colina universitaria, sede la Universidad de La Habana. Tomada del blog de Ricardo Trelles.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Viajar en tranvía



Mi generación utilizó los tranvías en su niñez y adolescencia temprana. Después desaparecieron, para ser sustituidos por aquellos ómnibus ingleses marca Leyland, de la empresa Autobuses Modernos, denominados "enfermeras" por su color blanco con una raya azul a lo largo de la carrocería, lo que recordaba el uniforme blanco con capote azul de éstas.

Viajar en tranvía era toda una experiencia, con sus duros asientos de mimbre, las ventanillas de madera y cristal que se deslizaban arriba y abajo, y el motorista y el conductor -así se le llamaba al cobrador- con sus uniformes de los años veinte, tratando este último de colocar la punta de los "troles" en los cables del tendido eléctrico, tirando de dos cuerdas, con el torso descolgado, cuando éstos se desconectaban al doblar una curva demasiado rápido.

Al frente y atrás, los tranvías tenían plataformas, a un nivel inferior al del piso del coche, a través de las cuales se subía y se bajaba en las paradas. En la primera, con una parrilla en forma de bigote que sobresalía para desplazar posibles objetos de la vía, el motorista disponía de un dispositivo ubicado a su izquierda, que le permitía controlar la velocidad en un rango del uno al nueve.

En caso de necesidad podía colocarla en reverso, haciendo girar las ruedas en sentido contrario. El freno era de retranca y se operaba haciendo girar una manivela situada al frente. El pedal derecho servía, al trepar o descender pendientes o cuando llovía, para regar arena sobre los rieles desde unas cajuelas situadas sobre las ruedas, aumentando el agarre y evitando patinazos. También existía una palanca de acero con la que se movían las agujas que cambiaban la dirección de los rieles.

Un embotellamiento de tranvías, por desperfecto de uno de ellos, era cuestión de tiempo, hasta que el averiado era remolcado y retirado a una vía auxiliar. Frente a la escalinata de la Universidad, en la calle San Lázaro, en los días de protestas estudiantiles, los estudiantes colocaban trozos de jabón en los rieles y los tranvías, abandonados por sus pasajeros, mientras el motorista trataba de controlarlo con su manivela de bronce pulido, se disparaban cuesta abajo, cruzando Infanta a toda velocidad, y llegando muchas veces hasta Belascoaín, cuando no se descarrilaban en el trayecto. Resultaba impresionante bajar la Loma de Jesús del Monte, donde adquirían gran velocidad hasta llegar a la Esquina de Toyo.

Los tranvías eran de madera y hierro y estaban pintados de blanco con rayas amarillas. En su plataforma delantera, sobre las ventanillas y a la derecha, aparecía una letra grande que identificaba el paradero: V, Vedado; P, Príncipe; C, Cerro; S, Santos Suárez; y M y L, Jesús del Monte, seguida por un número que correspondía a la ruta o línea y, a su lado, en la parte central, otro número que era la serie del vehículo.

Debajo de las ventanillas y encima de la parrilla, una banderola con los colores correspondientes del recorrido: Lawton-Parque Central, Víbora-Vedado, Cerro-Muelle de Luz, etcétera.

El pago se realizaba con una moneda especial calada con una H en su centro, que en una cara tenía grabado Havana Electric Ry Co (el nombre de la empresa), y en la otra Vale para un pasaje.

Si en un tranvía cruzabas el Puente de Pote, hoy conocido como Puente de Hierro, veías el agua transparente y cristalina del río Almendares, que entonces no estaba contaminado.

Los tranvías de El Vedado parecían más elegantes. Los pasajeros los tomaban y abandonaban ceremoniosamente en las diferentes paradas. Era un transporte cómodo, lento, democrático y seguro. Correspondían más a la época del sombrero de pajilla que al de paño.

El paradero de Jesús del Monte, conocido popularmente como "de La Víbora", era un hervidero, con coches entrando y saliendo, y comercios de todo tipo en sus alrededores. Cuando los ómnibus se hicieron más voluminosos, el tránsito se complicó: tranvías y ómnibus se cruzaban o adelantaban con escasos centímetros de separación, dependiendo el evitar el roce de la pericia de los conductores de éstos últimos, ya que los tranvías se movían por líneas de rieles fijos, sin capacidad de maniobras laterales.

Cuando se decidió retirarlos del servicio, después de ser despojados de los motores, rodamientos y troles, la mayoría se utilizó como relleno de nuevas calles y avenidas, principalmente en El Vedado y Miramar. Hoy yacen bajo ellas.

Los cables de los tendidos eléctricos y los rieles se desmontaron y, algunos de estos últimos, simplemente fueron cubiertos con capas de asfalto. A veces asoman en los múltiples baches actuales. Uno de los últimos tranvías, convertido en una cafetería con el nombre de Desiree, permaneció varios años en un terreno cercano a la Fuente Luminosa.

El tranvía era ruidoso y abierto al paisaje, el mejor medio para disfrutarlo. Cuando llovía se formaba el corre-corre, tratando de cerrar las ventanillas que, con su sistema primitivo, muchas veces se trababan y el conductor tenía que acudir en ayuda de los pasajeros. Si la vía estaba cercana a la acera, no había grandes problemas para bajarse o subir, pero si se encontraba alejada de ésta, más hacia el centro de la calzada, era imposible no mojarse, además de tener que cuidarse de no ser atropellado por algún vehículo a motor. Los accidentes de este tipo abundaban.

El tranvía correspondió a una época y desapareció junto a ella, dejando un grato recuerdo en quienes lo disfrutamos.

Fernando Dámaso
Diario de Cuba, 1 de junio de 2014.
Foto: Tranvía que en 1933 hacía el recorrido entre El Cerro y la Aduana, en el Puerto de La Habana. Tomada de Secretos de Cuba.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Canciones de ayer


Algunas viejas canciones y el calor sahariano que hace por estos días en La Habana me han hecho recordar -¡caprichosa que es la memoria!- los muy fríos días de diciembre de 1976 y enero de 1977.

Por aquellos días, en la WQAM -la estación del sur de la Florida que escuchábamos con devoción casi enfermiza los melenudos inadaptados habituales que no nos resignábamos a la monotonía de Nelson Ned, Las Grecas y los cantautores por encargo de la Nueva Trova- pasaban constantemente una canción que me parecía entonces -y todavía me parece- portentosa: Year Of The Cat, de Al Stewart.

Una bellísima canción que evocaba tickets de viaje extraviados en “una mañana como de película de Bogart”, con largos pasajes instrumentales -más de 4 minutos de los 6:40 que duraba la pieza- en que se alternaban solos de guitarra, piano y saxo alto

¡Tiempo dichoso aquel! Al menos porque la mayoría de las canciones que se escuchaban, eran realmente muy buenas. Tanto, que casi 40 años después se han convertido en clásicos.

Hoy añoro desesperadamente la vida sentimental que llevaba y que entonces me parecía un desastre. Luego de que Rosita me botara por demasiado inmaduro, y antes de que conociera a Leyda unos meses después, me debatía entre Conchita y Maggie. Todas ellas muchachas incorregiblemente hippies, rebeldes e independientes, si es que todo eso no es sinónimo.

¡Cuánto se echan de menos las chicas de aquellos tiempos, tan distintas a las lindas e interesadas muñequitas plásticas de hoy! No puedo dejar de evocarlas, sensibles e inteligentes como eran, cuando escucho canciones como Year Of The Cat.

Por lo demás, en cuanto a la dicha, nada del otro jueves: en el paraíso revolucionario nunca los tiempos fueron buenos. Solo que los hubo peores.

En la época en que me deleitaba con Year Of The Cat, yo tenía 20 años, y justo cuando empezaban a despachar en secreto cubanos a la guerra de Angola, acababan de darme la baja -casi deshonrosamente, para mayor honra mía- del servicio militar obligatorio.

Me gané la baja casi al costo de la vida o de que me achicharraran el cerebro unos tipos que no se sabía si eran siquiatras, carceleros o sicópatas. Significó su reconocimiento de que no podían domarme. O de que no valía la pena el esfuerzo: era más fácil, como a tantos otros, relegarme al status de no persona.

Luego de ser desmovilizado de las FAR, empecé a trabajar como ayudante de albañil en una empresa de la ENMIU en Lawton que se dedicaba a arreglar edificios y cuarterías. Entonces todavía el Estado se ocupaba de esos menesteres y no había dejado a sus habitantes a expensas de los derrumbes. ¿Comprenden por qué les decía que las cosas en Cuba siempre pueden ser peor?

Ganaba 106 pesos al mes, pero me las arreglaba, porque en aquellos tiempos, a diferencia de ahora, casi todos éramos absolutamente menesterosos y teníamos muy pocas pretensiones. Tan bien me las arreglaba que me alcanzaba para fumar como una chimenea y beber cerveza (una cajetilla de cigarros costaba 1,60, y una cerveza, 60 centavos).

Hasta pude comprarme un pesadísimo radio soviético Selena que me permitió descubrir la FM (cuando las condiciones atmosféricas lo permitían) y escuchar con mejor calidad, sin estática ni ruidos, la buena música rock y soul que ponían en la radio norteamericana.

Para completar el dinero para pagar el radio, tuve que pedir prestado y vender varios sacos de cemento que robé a pie de obra. Todos mis compañeros también robaban: cemento, arena, azulejos... La práctica era tan habitual en aquella época como en ésta, solo que entonces un saco de cemento en el mercado negro costaba 10 pesos, mientras que ahora no baja de 100.

Como contra un disidente cualquier cosa es posible, ojalá que esta confesión del cemento que se me ha escapado entre las añoranzas provocadas por las canciones del ayer, no sirva para que me metan en la cárcel con carácter retroactivo por un delito cometido hace más de 36 años. Si ocurriera, no importa. Me puse nostálgico y necesitaba desahogarme.

Luis Cino
Cubanet, 12 de septiembre de 2014.

lunes, 10 de noviembre de 2014

No soporto el ruido


Nací en La Habana el 10 de noviembre de 1942. Hoy cumplo 72 años. He decidido regalarme un post musical. Aunque no sé cantar ni bailar, la música para mí es tan importante en la vida de una persona como el amor, la amistad, la honestidad y la sinceridad. Y al igual que Charlie, tampoco soporto el ruido (Tania Quintero).

El volumen al que se escucha la música tiene poco que ver con la apreciación musical -muchos van solo por escuchar el ruido, y la base rítmica casi siempre muy primitiva, en lugar de apreciar el arte de cada instrumentista.

Y lo mismo puede decirse de los intérpretes: más de un mal músico esconde su falta de talento tras una pared de sonido con una amplificación inhumana o detrás de una pared de sonido diseñada de modo tal que las faltas del músico se esconden tras un batuqueo que distrae la atención o es tan ensordecedor que no permite que se aprecie ni lo bueno ni lo malo de un determinado intérprete.

El volumen, que se mide en decibeles, no es una virtud musical. Es un fenómeno físico. El volumen a niveles aceptables permite apreciar la música, pero cuando alcanza los niveles de un martillo neumático o de la cubierta del portaviones Nimitz, entonces se convierte en un instrumento de tortura que termina por borrar la cordura y el placer de la apreciación musical.

Para no hablar de que la mediocridad impone un volumen del mismo nivel de un martillo neumático o de la turbina de un cazabombardero pesado. Es como quien habla a gritos, como si el volumen le confiriera razones. Otra falta grave es la de los sonidistas que tratan de igual modo un club, que un teatro, que un estadio: una amplificación brutal y desproporcionada, que ensordece a los espectadores y a los músicos.

En el caso de los músicos de rock es una plaga fatal: la mayoría son sordos. Y se pregunta uno como se puede hacer música desde la sordera sin llamarse Ludwig van Beethoven. Para sordo genial, uno.

La otra parte es el vicio de la microfonía. Llega uno a una sala de conciertos y lo primero que ves es tres micrófonos por tumbadora y una batería con una batería de micrófonos digna de un dictador tropical. Garantizado, no hay ni habrá concierto. Ruido sí que habrá, pero no concierto. La misma palabra concierto nos dice que todo va concertado, y con un volumen tan desproporcionado es como pretender que siete guaposos de esquina tengan una conversación serena y tranquila a las dos de la mañana bajo un farol. No hay concierto, pero si una cacofonía de los aseres.

En Micrófono, volumen, ruido y "swing", Paquito D'Rivera menciona muchos nombres con los cuales estoy muy familiarizado, y agregaría al maravilloso guitarrista Wes Mongomery y los no menos legendarios Les Paul, Bill Frissell, George Benson y Charlie Christian. Ninguno de esos guitarristas tiene ni tuvo una muralla de amplificadores que ensordecieran a su audiencia. Simple y llanamente usan la amplificación para comunicar su música a unos niveles que no son reconocidos como tortura por la convención de Ginebra.

Paquito menciona también el vicio de los bajistas y bateristas, ahora confabulados en las llamadas secciones rítmicas. Son verdaderamente terremotos auditivos. El caso que él menciona, de Wynton Marsalis y su orquesta es representativo; es un oasis de musicalidad, donde cada instrumento se expresa como se debe sin que se convierta en una jungla de ruidos imposibles de diferenciar. Hasta cuando Clapton tocó con ellos se maravilló que se hiciera hincapié en la calidad del sonido, no en la intensidad del sonido ni en el volumen desmedido.

Vivo en Washington DC y hace poco acepté descargar con un guitarrista local en una fiesta de unos vecinos y acústicamente fue una maravilla. Pero luego cometí el error de ir a su casa a una descarga eléctrica. Se suponía que era blues y el baterista no tenía escobillas -la misma queja de Paquito- y la batería estaba en una esquina con los muros sirviéndole de pantallas reflectoras.

El bajista tenia un sistema de efectos que parecía la torre de control de un aeropuerto. Los otros dos guitarristas tenían unas torres de amplificadores que casi llegaban al techo y sendas pedaleras de efectos especiales. El cantante tenía que imponerse a todo eso y tenía un aparataje con…. efectos especiales para la voz!

Por lo general toco sin efectos y el único pedal que uso a veces es un wah si hay un poco de funk, prefiero escalas limpias y acordes serenos y que la guitarra suene como una guitarra no como un nave espacial a punto de despegar ni como un piano eléctrico fabricado en el antiguo bloque socialista, ni como un peine envuelto en papel sanitario.

Hay una tremenda confusión en lo que se refiere al timbre de cada instrumento musical, que todos parecen empeñados en cambiar. El timbre de los instrumentos debe ser único, e incluso varia entre instrumentos iguales, dependiendo de sus técnicas de fabricación.

Una guitarra eléctrica de cuerpo sólido no suena igual que una de media caja, o de tres cuartos de caja, o de caja completa. Ni una acústica amplificada suena igual que una eléctrica, porque la colección de principios físicos que define su sonido es diferente, por tanto el timbre será diferente también. En el caso de una voz educada, el timbre se llama metal, y no es precisamente el del heavy metal.

También, hay una confusión entre tono y timbre, debido a que en inglés, tone significa timbre, y pitch significa tono. Entonces, muchos que se expresan en 'spanglish' le preguntan a uno sobre tono, cuando se están refiriendo a timbre. El tono es la característica de cada nota, altas y bajas, que se mide en hertzios, y que si se toma con una escala correcta define la afinación del instrumento.

En el caso de la guitarra, cada traste define un semitono, y en otros instrumentos como el bajo “fretless” o sin trastes, el violin, contrabajo y otros de brazo liso el músico puede trabajar con variaciones que son fragmentos de tono y por tanto se llaman “microtonos” y se pueden tocar melodías microtonales.

Volviendo a la descarga, le tuve que decir a los músicos que tocaría solo un par de piezas, porque ten'ia un compromiso de trabajo que cumplir, y así fue. Dos descargas instrumentales, solo con el bajista y el baterista, ya más domesticado. Y con la misma, adiós.

No soporto el ruido. La música en mi casa y en mi auto siempre están a niveles que se puede disfrutar y, sobre todo, que uno la escuche callado y tranquilo, que se inventó para eso, para reflexionar acerca de las ideas de los músicos y para prestarle atención al arte!

Claro, una conversación agradable, romántica y serena, se puede tener con un acompañamiento musical adecuado. Pero para eso, hay que disfrutar la música primero!

Charlie Bravo

Video: Eric Clapton y Wynton Marsalis y su orquesta interpretan Layla, una de las más famosas canciones de Clapton. Ocurrió en un concierto celebrado en el Lincoln Center de Nueva York en abril de 2011.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Mientras más mira, menos ve



Por casualidad llegó a mis manos un artículo de El Nuevo Herald, acerca de lo expresado por la famosa bloguera cubana Yoani Sánchez en el Foro de la Libertad recientemente celebrado en Oslo, Noruega.

Firmada por Eduard Freisler, en la reseña se dice que en su discurso titulado 'La revolución underground en Cuba', Sánchez aseguró que "la utilización de las memorias flash rompió el monopolio que el gobierno tenía sobre cualquier información y ha echado a andar a la sociedad cubana entera”, lo cual en mi criterio proyecta una imagen bastante distorsionada de la muy compleja realidad nacional.

La bloguera comparó la situación de décadas pasadas, en las cuales no existían medios para difundir las propuestas y discursos de los opositores, con la actualidad, donde muchos activistas independientes se sirven de los adelantos de la comunicación moderna para trasmitir al mundo su visión de la realidad cubana y hacer denuncias y propuestas.

Esta señora parece vivir en una isla fantástica e ilusoria. Según ha contado, a ella en 2004 le bastó romper su pasaporte para lograr quedarse en Cuba, después de pasar el límite entonces permitido de once meses fuera del país, algo que a otros opositores, como el democristiano Adrián Leyva le costó la vida.

En esa isla ilusoria, a ella le fue suficiente ponerse una peluca rubia (verla en la foto), para 'burlar' un férreo operativo de la policía política, que a esa misma hora impedía la entrada a diplomáticos y corresponsales de la prensa extranjera a un céntrico espacio de debate cultural en 2009.

En esa isla fantástica, hace pocos días dijo en Varsovia, que navega oronda por todas las redes de internet desde los ridículos, ineficientes y controlados servicios que brinda la empresa estatal monopólica de las telecomunicaciones.

En esa Cuba ilusoria y fantástica, su periódico digital recién inaugurado resulta ser el primer medio independiente, borrando de un elegante plumazo la ejemplar historia de la prensa alternativa cubana.

En la entrevista publicada en El Nuevo Herald, la bloguera llega al colmo de la distorsión de la realidad, al afirmar que “hace diez años la disidencia consistía en apenas un pequeño grupo de activistas políticos".

Parece que no hay nadie que le informe que hace diez años, ya habían pasado más de mil activistas pacíficos por las prisiones del régimen, que ya existían organizaciones sindicales y cívico-profesionales con reconocimiento internacional y una prensa independiente que ella se empeña en desconocer.

Ser escuchado por muchos reviste una enorme responsabilidad. Pero desde la altura de su encumbramiento personal, a la bloguera le resulta imposible aquilatar tamaño compromiso y, mucho menos, ver los complejos matices de una sociedad convulsa y profundamente fracturada.

El segmento de cubanos que tiene la posibilidad de obtener cierto nivel de información y otros productos culturales a través de dispositivos digitales, es una minoría y constituye un reflejo nítido de la polarización social que corroe el cuerpo y el alma de la nación, sin que algunos se dignen a reconocerlo.

El hecho de que, ciertamente, un número visible de ciudadanos accedan por distintas vías a informaciones y conocimientos antes totalmente vedados, no debe esconder el hecho de que, por lo general, ese conocimiento no se transforma en oposición abierta o militante. Ni a cambiar la triste realidad, de los cientos de miles de cubanos que sobreviven a duras penas la generalizada depauperación de la sociedad.

El enorme abismo socioeconómico que separa a esa casta de privilegiados que gozan de un relativamente adecuado estatus de vida -aunque expuestos a la ausencia de las garantías jurídico-legales que padecemos todos los cubanos- de la gran masa de compatriotas que sufren día a día y sin esperanza los rigores de un modelo fracasado que hace años borró para la gente de a pie toda expectativa de normal realización personal, marca un trauma profundo para el presente y un enorme peligro para el incierto futuro de un país abocado a cambios trascendentales en condiciones extremadamente complejas.

Resulta muy preocupante que una persona que sabe que es escuchada y atendida en el mundo, proyecte una imagen distorsionada de la Cuba actual. No es un secreto que la isla padece un enorme retraso tecnológico frente al mundo occidental, pero internamente sectores de la población son víctimas de esa enorme brecha digital y tecnológica que los coloca en difíciles condiciones de cara a los enormes retos que plantea el presente y el futuro.

En esta isla de pobreza y desventaja territorializada y racializada, muchos habitantes del interior del país y una gran masa de afrodescendientes, no pueden ni siquiera soñar con las ventajas y alcances que describe Yoani Sánchez en una caracterización de un panorama social que puede confundir a observadores e interlocutores foráneos.

Son todavía demasiados los cubanos que no tienen contacto con las tecnologías modernas para abrir sus horizontes de vida y, mucho menos, para acceder a una información fidedigna y contrastada. Ésa sigue siendo una de las claves principales del poder sultánico de la familia hegemónica.

El pasado mes de junio, la ONG Empoderacuba y el Comité Ciudadanos por la Integración Racial CIR desarrollaron en La Habana el evento Tecnovida. Junto a temas de seguridad informática y viabilidad tecnológica, Tecnovida trató a profundidad las causas e implicaciones de esa enorme brecha digital y tecnológica y la imperiosa necesidad de impulsar iniciativas que brinden a los ciudadanos más desfavorecidos, las herramientas y mecanismos que les permitan acercarse y servirse de las nuevas tecnologías.

Y se atenúen así las peligrosas desigualdades que la reconocida bloguera parece incapaz de apreciar.

Leonardo Calvo Cárdenas
Foto: En octubre de 2009, Yoani Sánchez se puso una chapucera peluca rubia y se "disfrazó de extranjera", para entrar a un debate sobre internet organizado por la revista Temas en el centro Fresa y Chocolate del ICAIC, en 23 entre 10 y 12, Vedado. Tomada del blog Nuevos Ritmos Cubanos.

viernes, 7 de noviembre de 2014

La primera vez que salí de Cuba



En junio de 1979 estuve tres semanas en la ex República Democrática Alemana (RDA). Viajé como enviada especial de la revista Bohemia. Recorrí Berlín, Dresden, Leipzig, Erfurt, Potsdam y Cottbus.

Debía estar en el aeropuerto de Rancho Boyeros, en las afueras de La Habana, a las 12 del día del sábado 10 de junio. El IL-62 de Interflug salía a la una de la tarde. Entonces no hacía falta estar con tanta anticipación para chequear un vuelo, no habían scanners ni tantas medidas de seguridad como hay hoy, por la amenaza global y real del terrorismo.

Ese mismo día tenía que ir al Banco Nacional de Cuba (en 1979 todavía se laboraba los sábados), a buscar el dinero de bolsillo. A las 9 de la mañana, en mi casa de La Víbora me recogió un chofer de Bohemia, en uno de los Ladas que tenía la revista para que periodistas, colaboradores y fotógrafos realizaran su trabajo por toda la isla.

Fundado en 1948, el Banco Nacional de Cuba fue transformado en Banco Central de Cuba en 1997. Creo que sigue radicando en la misma dirección, en la calle Aguiar entre Amargura y Lamparilla, Habana Vieja, en una de esas impresionantes mansiones edificadas por los españoles en los siglos 18 y 19, no muy lejos del puerto y la lonja de comercio, centro del desarrollo mercantil y económico de la Isla.

Previendo demoras en el Banco, dejé la maleta lista -verde, de piel, de la marca cubana Thaba- y me vestí con la ropa de viaje: un pantalón carmelita oscuro y una camisa estampada de mangas largas, las dos piezas eran de poliéster, el tejido de moda en la Cuba de los 70. El poliéster era muy caluroso, pero como no se estrujaba, no había que plancharlo.

Pasadas las 11 de la mañana regresamos a la Víbora. Mi madre coló café (al estilo campesino, en un jarro y con un colador de tela, a ella nunca le gustaron las cafeteras ni las ollas de presión). El chofer me bajó la maleta (si ya existían con rueditas, a Cuba no habían llegado) y salimos rumbo a la veintiúnica terminal aérea que entonces había en La Habana.

Ya dentro del IL-62, descubrí que casi todos los pasajeros eran jóvenes procedentes de provincias orientales, que iban a la RDA a trabajar y estudiar. Ellos, como yo, por primera vez salíamos del país. Lo peor para mí fue el calor que pasé -y con esa ropa de poliéster- hasta que el avión despegó.

Puede que esos minutos tan calurosos, por falta de climatización, ocurrieran solamente en los aviones soviéticos, porque cuando el 25 de noviembre de 2003 mi hija, mi nieta y yo viajamos a Suiza en un Boeing de Air France, no sudé ni sentí calor.

Volviendo a 1979. En Berlín, en el aeropuerto de Schönefeld, me estaba esperando la periodista Cathèrine Gittis. En su Trabant gris claro me llevó a su apartamento, en las afueras de la ciudad, donde permanecí la primera semana. Lo primero que Cathèrine me aconsejó fue cuidar bien el dinero y me sugirió guardarlo en la cajita fuerte que los alemanes, fueran de la RDA o la RFA, solían tener en sus casas.

Fue en ese momento cuando descubrí que en el Banco Nacional, en vez de 70 marcos de la RDA (al haber dos Alemania, había dos monedas, los marcos de la RFA valían más que los de la RDA), me habían dado 700. Como tenía que devolver 630 cuando regresara, Cathèrine me dio los 70 que me correspondían y guardó el resto en su cajita fuerte.

Una semana después me instalé en el hotel Unter der Linden, situado en la famosa avenida bajo los tilos. A mi disposición tenía una intérprete, un chofer y un Lada verde, forrado con una piel artificial, apropiada para el invierno, pero no para el mes de junio. En aquel viaje, no podía imaginar que diez años después, en 1989, el Muro de Berlín se cairía y que el 3 de octubre de 1990 Alemania se reunificaría.

El programa periodístico que había preparado el departamento de prensa del Ministerio de exteriores de la RDA, era muy intenso, con muchas entrevistas. Los ratos de ocio y cultura se limitaron a las visitas a las casas-museos de Schiller y Goethe, en Weimar; la residencia de verano que Einstein tenía en Potsdam y al Palacio Cecilienhof, también en Potsdam, famoso por haber sido sede de la histórica conferencia que en sus jardines celebraron Churchill, Truman y Stalin, el 22 de julio de 1945, dos meses y medio después de terminada la Segunda Guerra Mundial.

A mis hijos, entonces con 14 y 15 años, les pude comprar una muda de ropa y un par de zapatos a cada uno, gracias a los 300 marcos que me regaló el pintor Gert Caden, de 80 años, cuando lo visité en su estudio de Dresden. En los años 40, Caden había fundado en La Habana un comité de antifascistas alemanes y que había sido el centro de una investigación publicada en 1977 en Bohemia.

La única mañana que tuve libre en tres semanas, fui a una gran tienda de ropa para niños y jóvenes. Quedaba a unas diez cuadras del hotel y por la avenida Unter den Linden fui y regresé a pie. Allí aproveché y compré un maletín rojo de vynil, donde puse la ropa y los zapatos para mis dos hijos.

Con lo que me quedó, más los 70 marcos que había mantenido intactos en mi cartera, la tarde antes de volver a Cuba, cuando pasé a recoger los 630 marcos que Cathérine me tenía guardados, en una tiendecita cercana a su edificio, compré un suéter, cuatro blumers y tres pañuelos de mano para mi madre y un vestido de algodón y un champú para mí.

Como viajera primeriza, pagué la novatada. Tanto en la maleta como en el maletín, junto con la ropa y calzado, coloqué discos y afiches obsequiados por los integrantes de Karat y Kreis, grupos de rock y música pop famosos en RDA y a quienes había divulgado en Cuba. También puse una talla de madera que alguien me dio así como folletos, postales y souvenirs de los lugares visitados, algunos bastante pesados.

El día de mi partida, Cathérine y yo llegamos con el tiempo justo al aeropuerto de Schönefeld. Cuando el aduanero-policía alemán pesó mi equipaje, dijo que o sacaba ahí mismo cosas, o pagaba el exceso de peso. Estaba contrarreloj, ya estaban llamando para el vuelo y decidí pagar, creyendo que serían 100 o 200 marcos. Pero no: eran más de 700 marcos.

Cathérine discutió con él y argumentó que ella y yo éramos periodistas -como si en la RDA eso significara algo- y que todo mi dinero eran 630 marcos (más 10 pesos para coger un taxi en La Habana). El aduanero-policía consultó con un jefe y de mala gana, por esa cantidad, después de darme un comprobante, aceptaron despachar mi equipaje al IL-62.

En el aeropuerto habanero fue otra la historia: me preguntaron qué llevaba en la maleta y el maletín y respondí: "Regalos para mi familia". El aduanero-policía cubano quiso saber su valor aproximado. "200 pesos", contesté. Y me dijo: "Ésa es la cantidad que tiene que pagar para poder sacar el equipaje". Le aclaré que solo tenía 10 pesos para un taxi. "Ok, guardamos su equipaje y mañana lo pasa a recoger con este papel y 200 pesos", me dijo.

En Bohemia expliqué lo ocurrido y entregué el comprobante de la aduana alemana, donde quedaba justificado que el dinero que debía devolver al Banco lo emplée en pagar el exceso de equipaje en Berlín.

De ese viaje de tres semanas, entre julio y diciembre de 1979, publiqué 50 páginas en Bohemia. Un mes después, en la embajada de la RDA me comunicaron que el Ministerio de exteriores decía que yo había sido la periodista 'occidental' más productiva que había visitado su país. A pesar que en1961, Fidel Castro declaró el socialismo y Cuba pertenecía al CAME (siglas del Consejo de Ayuda Mutua Económica, al cual pertenecían las naciones socialistas), por el hecho de la isla estar situada en el continente americano, a los cubanos nos consideraban 'occidentales'. Increíble, pero cierto.

Una noche de 1980, en la residencia del embajador de la RDA en La Habana, recibí la Medalla de Plata de la Liga de Amistad con los Pueblos. Esa medalla, junto con la que en 1986 el Ministerio de Educación de Cuba entregara por los 25 años de la Campaña de Alfabetización (en 1961 alfabeticé a una campesina en Minas del Frío, Sierra Maestra), son las dos únicas condecoraciones que he recibido en mi vida. Más que suficientes. Al menos para mí.

Tania Quintero

Foto: IL-62 en el aeropuerto de Fiumicino, Roma. Tomada de Wikipedia. Interflug, la línea aérea de la RDA, existió durante 28 años, de 1963 a 1991.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

La caída del Muro de Berlín



Para hablar sobre la caída del Muro de Berlín, primero hay que remontarse a la división de Alemania. Tras al derrota de la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial, el 9 de mayo de 1945, los países aliados (Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética) decidieron partir el país en cuatro zonas de ocupación.

Corría el mes de julio de 1945, cuando en Potsdam se reunieron el máximo líder de la Unión Soviética, José Stalin, el primer ministro del Reino Unido, Winston Churchil, y el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, para sellar el pacto. Decidieron que Berlín, la capital, sería administrada de forma conjunta.

Las desaveniencias entre los antiguos aliados llegaron pronto. Las diferencias políticas y económicas afloraron en las diferentes zonas ocupadas: la Unión Soviética impuso un telón adicional entre sí y las tres restantes áreas de Berlín, por lo que comenzó el éxodo de millones de personas que huyeron de la zona en poder de los soviéticos.

Ya para 1948, las fuerzas aliadas estaban fuertemente enemistadas. A finales de agosto, se marcó la frontera de los sectores en Berlín, acción que símbolizó la desintegración de las fuerzas aliadas. La separación definitiva vino meses más tarde. El 23 de mayo de 1949 se promulgó la Ley Fundamental, que dio paso a la creación de la República Federal de Alemania (RFA). En agosto, Konrad Adenauer fue electo como primer canciller federal.

Dos meses después, el 7 de octubre de 1949, en la zona oriental la República Demócratica de Alemania (RDA), bajo la tutela de la Unión Soviética. Pese a que el recién fundado Estado se definió como la parte progresista de Alemania, sus ciudadanos continuaron abandonando el territorio, por lo que en la primavera de 1952 se reforzó la frontera con alambre de púas.

El 17 de junio 1953 se reprimieron protestas obreras contra la cúpula de la RDA, por el incremento de la jornada laboral por el mismo salario. Las manifestaciones fueron disueltas con la colaboración del ejército soviético.

Mientras, en la RFA tenía lugar un “milagro económico”, que fue posible por la puesta en circulación del marco alemán, el financiamiento de Estados Unidos a través del Plan Marshall, la adopción de la economía social de mercado y la reconstrucción de los centros de producción, conforme a los últimos avances de la técnica.

Por las áreas aún abiertas de la frontera, miles de ciudadanos de la RDA diariamente abandonaban el “Estado de los trabajadores y agricultores”. Algunos cálculos indican que entre 1949 y 1961 aproximadamente huyeron 2,7 millones de personas.

En el verano de 1961 se esparció el rumor sobre el plan de construir un muro. El jefe de Estado de la RDA, Walter Ulbricht, desmintió la información con palabras que pasaron a la historia: “No me consta que exista esta intención, ya que los albañiles en la capital se ocupan principalmente de construir viviendas y trabajan a pleno rendimiento. Nadie tiene la intención de levantar un muro”.

Pero el 13 de agosto de 1961 se inició la construcción. Por Berlín oriental circularon tanques y camiones del Ejército Popular Nacional, mientras miles de obreros cerraron la frontera entre Berlín oriental y Berlín occidental con bloqueos provisionales.

Así se consumó la división de la ciudad ante la atónita mirada de sus habitantes. Nadie intervino, para no activar de nuevo una guerra. El tránsito de vehículos y de personas quedó prohibido. Días después, los trabajadores reemplazaron los bloqueos provisionales por un muro de aproximandamente dos metros de altura.

Estados Unidos sostuvo que defendería la libertad de Berlín Occidental a cualquier precio. La tensión estalló cuando a un soldado estadounidense se le impidió el paso en el Checkpoint Charlie. El hecho derivó en el encuentro, frente a frente, entre tanques soviéticos y estadounidenses durante 16 horas. Finalmente, los tanques se retiraron.

Los intentos de escape persistieron pese a la construcción del muro. Sólo en 1962, en el primer año, se calcula que 43 personas murieron al intentar cruzar no sólo el muro, sino también la frontera interalemana.

Con el paso de los años, las viviendas cercanas al muro fueron destruidas y sus ocupantes trasladados.

Surge así la llamada “franja de la muerte”, un espacio de 10 metros de ancho en el cual se colocaron minas, cercas, puestos de vigilancia y alarmas silenciosas que se encendían ante cualquier contacto.

La propaganda del gobernante Partido Socialista Unificado de Alemania (SED, por sus siglas en alemán), afirmaba que la “cortina de hierro” era la protección perfecta contra la infiltración, el espionaje, el contrabando y la agresión de Occidente.

Entre 1963 y 1966 se firman varios acuerdos que permitieron el tránsito de personas entre la RFA y la RDA, por lo que, en casos excepcionales, las familias del oeste pudieron visitar a sus parientes en el este.

En los 70, las dos Alemania dieron los primeros pasos para un acercamiento. El canciller federal, Willy Brandt, viajó a la RDA para reunirse con el presidente del consejo de ministros, Willi Stoph.

Las “relaciones de buena vecindad” se concretaron en 1973 con la firma de un tratado. En 1987, el jefe de Estado de la RDA, Erich Honecker, realizó una visita oficial a la RFA.

La llegada de Mijaíl Gorbachov a la presidencia de la Unión Soviética en 1985 fue decisiva, porque inició una política de apertura y cambios conocidas como Glasnost y Perestroika, y con las cuales sus estados satélites en Europa del Este, entre ellos la RDA, lograron cierta indepedencia y se puso fin a las intervenciones militares cada vez que algo no gustaba a los comunistas en Moscú.

En 1989 se produjeron fugas masivas de ciudadanos de la RDA a través de Praga, Varsovia y la frontera de Hungría. A estas deserciones se sumaron las llamadas Manifestaciones de los Lunes, que ocurrieron principalmente en la ciudad de Leipzig, en la RDA. Estas marchas pacíficas comenzaron en el mes de septiembre frente a la iglesia de San Nicolás, y en ellas el pueblo exigió reformas como la libre circulación de personas.

Ante la incontenible ola, las autoridades de la RDA otorgaron nuevas facilidades. La noche del 9 de noviembre de 1989, en una conferencia de prensa, Gunter Schabowski, representante del buró político del SED, comunicó que habían decidido introducir una regulación que pemitiría "a todos los ciudadanos de la RDA salir del país por los puestos de control fronterizo”. Un periodista preguntó: ¿Cuándo entra en vigor?. Schabowski respondió: “Según me consta, ahora, inmediatamente”.

Pero Schabowski no sabía que la regulación debía entrar en vigor días después. La declaración precipitó los hechos. La multitud no esperó más y se trasladó de inmediato al muro. Los guardias no sabían que hacer en un primer momento, pero cedieron ante la presión ciudadana y abrieron las barreras.

Horas más tarde, los mismos berlineses se encargaron de derribar la barrera y las imágenes dieron la vuelta al mundo. Esa noche, el pueblo alemán puso punto final a la Guerra Fría, sin un solo disparo. Por ello, a todos los acontencimientos que precedieron la caída del Muro de Berlín se les conoce como la Revolución Pacífica.

Rosa María Pastrán
Blog La caída del Muro de Berlín
Foto de la fotógrafa alemana Barbara Klemm, tomada de Inaugurarán exposición "25 años de la caída del Muro de Berlín".

lunes, 3 de noviembre de 2014

Los héroes silenciosos de Leipzig



A punto de cumplirse 25 años de la caída del Muro de Berlín, no cabe ninguna duda de que sin un 9 de octubre no hubiera existido un 9 de noviembre.

La manifestación que en esa fecha de 1989 tuvo lugar en Leipzig y que reunió a más de 70 mil personas paralizó por primera vez el aparato represivo de la RDA y demostró que una revolución pacífica tenía realmente posibilidades frente a la maquinaria de poder comunista.

Sin embargo, durante estas dos décadas y media, la historia se ha negado a poner nombre y apellidos a aquel proceso tan milagroso como esperanzador y Alemania se sigue refiriendo a esa etapa de transición con la expresión distante y anónima "die Wende" (el cambio), que comprende la etapa entre las últimas elecciones municipales de la RDA en mayo de 1989 y las primeras elecciones parlamentarias libres en marzo de 1990, incluyendo el momento mediático global de la caída del Muro de Berlín.

Si esto es así, es porque aquella revolución pacífica estuvo protagonizada por héroes discretos, ajenos a la política y a los poderes establecidos en uno y otro lado, ciudadanos que rezaban por la libertad y que, llegado el momento y sin estridencias, estuvieron dispuestos a dar la cara por ella.

Gerda Schleussner tenía 22 años cuando comenzó a asistir a las "oraciones por la paz" que un párroco había instituido en una iglesia de San Nicolás y que se celebraban cada lunes. "Después de la oración nos quedábamos fuera charlando. Discutíamos sobre política, algo que no se atrevían a hacer en la calle nuestros padres, ni nadie, y poco a poco nos fuimos reuniendo más y más gente. Cuando llegó el otoño y comenzó a anochecer más pronto, con las mismas velas que utilizábamos en la iglesia, comenzamos a caminar en círculos alrededor de la plaza, así empezó todo. Hasta que comenzaron a llegar policías y repartir palos", rememora.

"Mis padres tenían una panadería y recuerdo un día en que vinieron unos berlineses a comprar pan y mi padre les dijo que no les vendía nada, que fueran a manifestarse y volviesen después por su pan, que el que quiere algo, tiene que ganárselo", relata Gerda, desempolvando la vieja disputa sobre cuál de las dos ciudades cobró un papel más decisivo en los acontecimientos que terminarían remodelando el mapa geopolítico global.

La red de la disidencia, de todas formas, se extendía por toda la RDA. En septiembre, los berlineses participaron en las primeras manifestaciones en Leipzig. A principios de octubre, los habitantes de Leipzig fueron a Berlín. No existen imágenes de todas las manifestaciones de otoño por las limitaciones que tenían para trabajar los medios de comunicación de la Alemana oriental, pero hubo un número incalculable de ciudades y pueblos heroicos.

Si algunos no reciben hoy tantos honores, se debe precisamente a la naturaleza propia de las revoluciones pacíficas. Los revolucionarios no acompañaron sus actos con ninguna reivindicación de dominación. El valor era su única arma. Su táctica, la pacificación; su estrategia, la humildad. Si por algo se reconoce a los héroes de 1989 es por el hecho de que no reclaman para sí la condición de héroes.

"Quizá muchos no conozcan sus nombres, pero nosotros sabemos perfectamente quiénes fueron aquellos héroes silenciosos, que después de la caída del Muro no buscaron poder ni reconocimiento, sino solamente seguir haciendo uso de la libertad que se habían ganado a pulso", responde Gerda, que no duda en mencionar como al primero de ellos al párroco Christian Frührer.

"En su funeral, en junio de 2014, nos reunimos miles de personas. Tampoco salió en los periódicos, pero quienes le seguimos con una vela en la mano a riesgo de recibir un par de golpes o quién sabe qué, estuvimos allí. Los auténticos cambios, las auténticas revoluciones, las que van más allá de quitarle el poder a unos para dárselo a otros, son gente como Christian Frührer, pero no salen en los titulares", confiesa.

Rosalía Sánchez
El Mundo, 9 de octubre de 2014.
Foto: Miles de personas reclamaron en Leipzig cambios en el gobierno de la RDA. Tomada de El Mundo.