Algunas viejas canciones y el calor sahariano que hace por estos días en La Habana me han hecho recordar -¡caprichosa que es la memoria!- los muy fríos días de diciembre de 1976 y enero de 1977.
Por aquellos días, en la WQAM -la estación del sur de la Florida que escuchábamos con devoción casi enfermiza los melenudos inadaptados habituales que no nos resignábamos a la monotonía de Nelson Ned, Las Grecas y los cantautores por encargo de la Nueva Trova- pasaban constantemente una canción que me parecía entonces -y todavía me parece- portentosa: Year Of The Cat, de Al Stewart.
Una bellísima canción que evocaba tickets de viaje extraviados en “una mañana como de película de Bogart”, con largos pasajes instrumentales -más de 4 minutos de los 6:40 que duraba la pieza- en que se alternaban solos de guitarra, piano y saxo alto
¡Tiempo dichoso aquel! Al menos porque la mayoría de las canciones que se escuchaban, eran realmente muy buenas. Tanto, que casi 40 años después se han convertido en clásicos.
Hoy añoro desesperadamente la vida sentimental que llevaba y que entonces me parecía un desastre. Luego de que Rosita me botara por demasiado inmaduro, y antes de que conociera a Leyda unos meses después, me debatía entre Conchita y Maggie. Todas ellas muchachas incorregiblemente hippies, rebeldes e independientes, si es que todo eso no es sinónimo.
¡Cuánto se echan de menos las chicas de aquellos tiempos, tan distintas a las lindas e interesadas muñequitas plásticas de hoy! No puedo dejar de evocarlas, sensibles e inteligentes como eran, cuando escucho canciones como Year Of The Cat.
Por lo demás, en cuanto a la dicha, nada del otro jueves: en el paraíso revolucionario nunca los tiempos fueron buenos. Solo que los hubo peores.
En la época en que me deleitaba con Year Of The Cat, yo tenía 20 años, y justo cuando empezaban a despachar en secreto cubanos a la guerra de Angola, acababan de darme la baja -casi deshonrosamente, para mayor honra mía- del servicio militar obligatorio.
Me gané la baja casi al costo de la vida o de que me achicharraran el cerebro unos tipos que no se sabía si eran siquiatras, carceleros o sicópatas. Significó su reconocimiento de que no podían domarme. O de que no valía la pena el esfuerzo: era más fácil, como a tantos otros, relegarme al status de no persona.
Luego de ser desmovilizado de las FAR, empecé a trabajar como ayudante de albañil en una empresa de la ENMIU en Lawton que se dedicaba a arreglar edificios y cuarterías. Entonces todavía el Estado se ocupaba de esos menesteres y no había dejado a sus habitantes a expensas de los derrumbes. ¿Comprenden por qué les decía que las cosas en Cuba siempre pueden ser peor?
Ganaba 106 pesos al mes, pero me las arreglaba, porque en aquellos tiempos, a diferencia de ahora, casi todos éramos absolutamente menesterosos y teníamos muy pocas pretensiones. Tan bien me las arreglaba que me alcanzaba para fumar como una chimenea y beber cerveza (una cajetilla de cigarros costaba 1,60, y una cerveza, 60 centavos).
Hasta pude comprarme un pesadísimo radio soviético Selena que me permitió descubrir la FM (cuando las condiciones atmosféricas lo permitían) y escuchar con mejor calidad, sin estática ni ruidos, la buena música rock y soul que ponían en la radio norteamericana.
Para completar el dinero para pagar el radio, tuve que pedir prestado y vender varios sacos de cemento que robé a pie de obra. Todos mis compañeros también robaban: cemento, arena, azulejos... La práctica era tan habitual en aquella época como en ésta, solo que entonces un saco de cemento en el mercado negro costaba 10 pesos, mientras que ahora no baja de 100.
Como contra un disidente cualquier cosa es posible, ojalá que esta confesión del cemento que se me ha escapado entre las añoranzas provocadas por las canciones del ayer, no sirva para que me metan en la cárcel con carácter retroactivo por un delito cometido hace más de 36 años. Si ocurriera, no importa. Me puse nostálgico y necesitaba desahogarme.
Luis Cino
Cubanet, 12 de septiembre de 2014.
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