Todavía se habla de aquella champola de guanábana que degustó Federico García Lorca en El anón de Virtudes, durante su visita a La Habana, hace 84 años. “No hay refresco en todo el mundo que tenga nombre más eufónico y altisonante, ni que sepa mejor”, exclamaba entonces el poeta. Hoy sólo algunos ancianos recuerdan el sabor de la champola. Y al viajero que pretenda experimentar el deleite que sintió Lorca al conocerla en una cafetería habanera, no le quedará otro remedio que seguir viaje hacia Miami.
Lo penoso es que no se trata únicamente de la champola. Todos los platos y alimentos tradicionales de la comida cubana, la popular no la de gran gourmet, partieron detrás de los cubanos hacia el exilio miamense y casi por las mismas razones: la escasez perenne, la miseria material y cultural, el desprecio a lo nuestro que nos cayó encima con el triunfo revolucionario de 1959.
Ya que la identidad es lo que nos capacita para entendernos a nosotros mismos, para sentirnos afines, reconociéndonos y apreciándonos mediante sentimientos y expresiones comunes, no puede haber sido revolucionario un proceso histórico que ha cambiado a la brava esos signos básicos que nos hermanaban.
La debacle, claro, no sólo afectaría nuestras costumbres culinarias. Pero resulta especialmente notable en este ámbito, que se afincaba en tradiciones de siglos. El tasajo con boniato hervido, comida típica de la gente pobre, nos venía acompañando desde la época de los esclavos.
Hoy, tendríamos que ir a comerlo al Versalles de Miami, aunque tal vez algún comensal dichoso y con solvencia económica podría hallarlo en restaurantes para turistas de La Habana Vieja como La Mina, donde el precio de tres míseras greñas de tasajo supera en mucho el salario mensual de cualquier trabajador habanero.
Suman cientos de miles los paisanos que por estos días regresan de una visita a la Florida hablando maravillas sobre el reencuentro -o el descubrimiento- del arroz con pollo familiar de los domingos, de la carne con papas, la ropa vieja, el simple bistec con papas fritas, las torrejas o buñuelos en almíbar, entre otros dulces caseros que allá forman parte del cotidiano, como antes acá.
O del pan con bistec o el pan con puerco asado (el de verdad, no el pan con picadillo de pellejo de puerco que venden en La Habana), o del batido de chirimoya y los cascos de guayaba con queso crema que son ofertas permanentes, tan especiales como baratas, en sitios de gran concurrencia como El Palacio de los Jugos, el Versalles o los establecimientos de la cadena La Carreta.
El paladar de los cubanos también se ha mudado a Miami, gústale a quien le guste y pésale a quien le pese. Porque aunque no hayamos tenido ocasión de probar nunca antes el sabor del quimbombó con camarones secos, este plato criollo (por la vía de África y de China), parece conservarse vivo en nuestra memoria genética. Como también se conservan otros de origen árabe o europeo.
En general, los dulces caseros (regios protagonistas de nuestra cocina criolla, así que irremediables ausentes en tiempos de revolución), pasaron a ser un tesoro extinguido, incluso desde antes de que el fidelismo arrasara con su soporte, la gran industria azucarera nacional. Borrados aquí del mapa, el dulce de leche cortada, de ajonjolí, coquitos prietos, melcochas, merenguitos, y boniatillos azucarados y un largo etcétera, volaron con salida definitiva para Miami.
El colmo es que pasamos decenios sin comer harina, el plato por excelencia de los hambrientos en la Isla. Y con un pasado negro, pues, según nuestros abuelos, durante la tiranía de Gerardo Machado, cuando el hambre daba al cuello, la harina fue la salvadora de la patria. Sin embargo, con la escasez de maíz que sobrevino en los tiempos revolucionarios, desaparecieron platos socorridos de los pobres, como la harina con tocino, con leche o con arenque. Sin contar la harina dulce con pasas, esfumada de la mesa de los humildes y de los altares de la santería cubana, igual que el arroz con leche y canela.
Mientras, el mero desayuno de café con leche y pan con mantequilla ha devenido lujo de élites en La Habana. Y aun las propias élites, por más dinero que gasten, están condenadas a lidiar con la orfandad de nuestra auténtica cocina criolla, pues, los pocos platos que hoy pretenden rescatar en ciertos restaurantes, tanto privados como estatales, carecen del toque de gracia de la tradición popular, además de ser presentados como exotismos y a precios que dan ganas de reír por no llorar, no obstante su origen notoriamente modesto.
Beberse una champola en La Habana resulta hoy un milagro. Ni siquiera milagrosamente sería posible encontrarla con la auténtica calidad y al bajo precio que se la ofrecieron a Federico García Lorca en El anón de Virtudes. A propósito, un amigo, padre de un joven veinteañero, me contó la difícil tarea que para él constituyó tratar de explicarle a su hijo qué cosa es un anón.
Texto y foto: José Hugo Fernández
Cubanet, 7 de octubre de 2014.Foto del autor: Lo que queda de El Anón, en la esquina de Virtudes y Neptuno, cafetería habanera donde se tomaban los más sabrosos batidos de anón, guanábana y chirimoya, entre otras frutas cubanas.
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