No recuerdo cuándo pude hablar. Pero de pronto se produjo el milagro: Fidel Castro se había callado. Entonces hablé y él me prestó atención.
-Mire, comandante, el problema es que muchos de esos jineteros, casi todos negros, viven muy mal, son pobres. Algunos tienen nivel universitario y hasta saben idiomas, pero, comandante, el problema es que… (mirando hacia donde estaban Chomy y Pepín) ustedes me perdonan lo que voy a decir, pero ellos también quieren tener cosas como tienen los 'hijitos de papá', cuyos padres viajan a costa del Estado (probablemente en otros países los hijos de ministros y funcionarios del gobierno también gocen de una serie de privilegios, con la diferencia de que sus buenas vidas a costa del dinero público en cualquier momento pueden ser objeto de una investigación periodística y saltar a titulares).
Silencio. Miradas. Ni un comentario.
En 1986, debo aclarar, el jineterismo había comenzado a coger fuerza. Pero los que proliferaban en ese ambiente eran hombres, no tan dedicados al proxenetismo sino a la caza de dólares a través de negocios turbios y cambalaches (trueques y, por extensión, mercado negro) con turistas y extranjeros residentes en el país.
El despegue del turismo ocurrió a partir de los 90, con la llegada del llamado "período especial en tiempos de paz". Fue cuando las jineteras dijeron “aquí estamos”. Y a base de sexo se impusieron y desplazaron a los hombres. Después de todo, la cara y el cuerpo de ellas era más propicio para la búsqueda de “fulas” (dólares).
El espíritu de Yarini (en otra época, chulo habanero de ribetes legendarios) había resurgido. El proxenetismo socialista aún está por escribir. La espinosa realidad era -y es- pasada por alto por la prensa oficial. Todavía no se vislumbraba el nacimiento de un periodismo independiente. En el exterior el tema tampoco acaparaba espacio. Mas yo tuve la oportunidad de hablarlo personalmente con Fidel Castro. Y también de percatarme que el jineterismo había llegado para quedarse y convertirse en un fenómeno social.
No fue casual que la primera crónica que escribiera como periodista independiente, el 12 de octubre de 1995, fuera sobre una jinetera. Se titulaba El príncipe azul. Estaba basada en un caso real. Ese fue el primer texto mío que llevé a Raúl Rivero, quien unos días antes, el 23 de septiembre, había fundado Cuba Press (la más importante y profesional de las agencias de periodismo independientes surgidas en los años 90; pese a la represión sobre ellas, han jugado un rol primordial en la difusión de la realidad cubana).
Mis amigos que vivían por el Parque La Normal habían escuchado sin interrumpirme. Hice una pausa para tomar un vaso de agua, el primero en horas. Aprovecharon para preguntarme curiosidades: ¿tenía Fidel la cara rosada como se veía por televisión? ¿de qué color era su pelo? ¿tenía muchas canas en la barba? También querían saber cómo daba la mano.
Comencé por el final: “Tiene la mano suave y la da flojito, lo que es decepcionante para alguien rodeado de tanta aureola de poder. Uno espera que una persona así dé un apretón fuerte, con otra energía. El pelo es castaño rojizo, y no se lo noté entrecano. En la barba, rala, sí se veían canas (en mayo del 86 él estaba a punto de cumplir 60 años). La piel de su rostro es rosada. Y volviendo a sus manos, sus dedos son largos y delgados y sus uñas limpias y alargadas”.
Cuando alrededor de las 11 de la noche llegué a mi casa, mi hambre se había desvanecido. Las tripas se habían tranquilizado. En el refrigerador no quedaba ni un pedacito del cake por el Día de las Madres.
Me dormí enseguida. Pero a media noche, un extraño sueño me despertó. Castro estaba en una cueva, y cada vez que iba acercándome a él, apretaba el paso y seguía caminando. Le gritaba y no me respondía. Finalmente se detuvo y se viró. Y con horror vi que no tenía ojos ni orejas.
Esa vez no había sido mi primera conversación con Fidel Castro. La primera fue en 1960, en la tribuna de un acto de recibimiento a maestros voluntarios en Ciudad Libertad, antiguo campamento militar de Columbia.
-Fidel, dice Lalo Carrasco que nunca le pagaste los libros de marxismo que te llevaste fiados.
-¿Y Lalo todavía se acuerda de eso?, me respondió.
Lalo Carrasco, viejo comunista como mi padre y mi familia materna, había tenido una librería en Carlos III y Marqués González. Entre 1959 y 1961 trabajé como mecanógrafa y bibliotecaria en las oficinas del comité nacional del PSP, y la librería de Lalo quedaba enfrente. A menudo hablé con Lalo. Siempre decía: “¡Qué descarado es ese Fidel, se llevó los libros y nunca me los pagó!”. No sé si antes de morir Lalo, el comandante le pagó lo que le debía. (A una librería que durante un tiempo hubo a la entrada del hotel Habana Libre, a la derecha, le pusieron Lalo Carrasco. Cada vez que entraba, me acordaba de la anécdota de los libros de marxismo. Lalo era un tipo campechano y mi padre se llevaba bien con él, igual que con su mujer, una de las hermanas Restano cuyo nombre he olvidado).
Mi segundo encuentro con Fidel Castro se produjo un domingo del mes de febrero de 1961, poco antes de sumarme al tercer y último contingente de maestros voluntarios, en la Sierra Maestra. Fue en La Raquelita, finca ubicada en El Cacahual, otrora propiedad de Luis Conte Agüero, famoso periodista y político antes de 1959.
Tras la llegada al poder de los barbudos, la finca había sido expropiada y entregada a Blas Roca, secretario general del Partido Socialista Popular, para que allí pudiera trabajar y descansar con tranquilidad. Mi padre había sido guardaespaldas de Blas durante más de veinte años. Además, Roca era el esposo de mi tía Dulce Antúnez, hermana de mi madre. Por si no bastara, Blas Roca en 1961 era mi jefe en las oficinas del PSP, durante décadas la principal fuerza política del marxismo en la isla.
Ese domingo, Blas y los principales líderes del comunismo nacional se habían reunido secretamente con Fidel Castro. Si mal no recuerdo, se encontraban Aníbal Escalante, Joaquín Ordoqui, Carlos Rafael Rodríguez, Manolo Luzardo, Lázaro Peña, Flavio Bravo y Severo Aguirre.
A todos ellos y también a Juan Marinello, Secundino Guerra, Antero Regalado, Zoila Castellanos, Carlos Fernández R., Rafael Ávila y Ramón Calcines, entre otros, infinidad de veces mecanografié todo tipo de textos, desde actas de reuniones del comité nacional del PSP hasta la reedición del libro Los fundamentos del socialismo en Cuba, del 'tío Paco', como siempre le dije a Blas Roca. Y también unos versos, que el poeta manzanillero Manuel Navarro Luna había acabado de componer y me dictó de una hoja de papel manuscrita. Fue el 29 de octubre de 1959 y estaban dedicados a Camilo Cienfuegos, misteriosamente desaparecido en el mar el día antes, cuando en avión se trasladaba de Camagüey a La Habana.
Aunque el rumbo socialista de la revolución no se hizo público hasta el 16 de abril de 1961, ya la cosa estaba ideológicamente amarrada. Aquel slogan de “la Revolución es más verde que las palmas” no era más que eso, una consigna (en sus inicios se pensó que el proceso revolucionario tendría un carácter estrictamente nacionalista, con participación protagónica de la pujante burguesía cubana). Lo realmente cierto era lo que la gente decía: "Es como un melón, verde por fuera y roja por dentro".
En una pausa, mi tía Dulce me llevó al secreto encuentro. Se celebraba en una especie de bohío circular sin paredes y el techo de guano no permitía demasiada visibilidad. Me presentó al “máximo líder”:
-Fidel, ésta es mi sobrina Tania. Dentro de poco se irá a la Sierra Maestra, a un curso de maestros voluntarios, pero nadie en la familia cree que va a aguantar, porque mira qué flaquita es (tenía 18 años y pesaba cerca de 100 libras o 45 kilos) y es muy mona (melindrosa) para comer.
Fidel se puso en pie. Dirigiéndose a mi tía, afirmó:
-No se preocupen. Aquello allá es muy sano. En las montañas hasta el aire engorda.
Y mirándome me dijo:
-Te vas a acordar de mí, porque cuando regreses no te van a conocer.
Y así fue. Luego de tres meses en el campamento La Magdalena, Minas del Frío, y después de subir tres veces al Pico Turquino -el más elevado de Cuba, con 1.974 metros de altura- cuando regresé a La Habana había dejado de ser flaquita. Pesaba 130 libras.
Mañana: Anécdotas con sabor a Brasil.
Foto: Tripadvisor. En un bohío como ése vivía Moña, como le decían a la campesina que alfabeticé en 1961. Quedaba en lo alto de una loma cercana al campamento La Magdalena, sede del tercer contingente de maestros voluntarios Conrado Benítez. Iba a su casa tres veces a la semana y además de enseñarla a leer, la ayudaba en tareas domésticas. De merienda me daba malanga hervida con trozos de puerco que guardaba en una lata con manteca, dulce de frijol caballero (así le llamaban a un tipo de frijol blanco, parecido a las judías) y un jarro de café claro. Eufrecinio, uno de sus hijos, todos los días bajaba al campamento a vendernos pudín de maíz acabado de hacer, cada trozo costaba 5 centavos.
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