CUBA PRESS EN MI MEMORIA
Por Tania Quintero
Cuando en septiembre de 1995 le dije a Raúl Rivero que sí, que aceptaba formar parte del grupo fundador de Cuba Press, no imaginaba lo trascendental de la experiencia que me tocaría vivir.
I
Tomé café y salí de la casa a buscar el M-3, el camello que me dejaría cerca del Nuevo Vedado. Había quedado con Ñico (Juan Antonio Sánchez) en encontrarnos a las diez de la mañana en el domicilio de Vladimiro Roca. De ahí partiríamos hacia la Embajada Checa, a unos cien metros de distancia.
Por si volaba el turno de almuerzo, en el timbiriche de la calle O’Farrill compré dos frituras de harina de castilla sazonada con sal y cebollinos. Pagué con una “monja” (billete de cinco pesos). Los tres pesos de vuelto los reservé para tomarme un batido de mamey en una cafetería particular en la Avenida 26, muy cerca del Zoológico.
En el bolsillo del pantalón me quedarían tres monedas de 0,20 centavos: dos para coger la ruta 27 rumbo a la casa de Raúl y una para retornar de Centro Habana a la Víbora en el M-6, uno de los siete camellos que a diario atravesaban la ciudad repletos de pasajeros.
Alrededor de las once y media, a unos doscientos metros de la Embajada Checa, Ñico y yo fuimos interceptados por un carro patrullero. Un alto y fornido policía de pelo claro, con más pinta de alemán que de cubano, después de pedir nuestros carnets de identidad y pese a nuestras protestas, nos hizo montar en el asiento trasero del patrullero. El grandulón se sentó en el medio, Ñico quedó a la izquierda y yo mirando por la ventanilla derecha. Delante iban dos policías más: uno manejando y el otro, por si acaso...
No demoramos ni diez minutos en llegar a la estación de policía, en Zapata y C, en la esquina del hospital Fajardo. Cuando nos bajamos, el gigantón fue a sacar los bolsos del maletero, oportunidad que Ñico aprovechó para acercarse y susurrarme: “Mantente así, tranquila. Tú no sabes nada, cualquier cosa, me echas a mi la culpa”.
El rubio se dio cuenta y lo mandó a callar y nos dijo que teníamos prohibido hablar. Entramos a la unidad policial, cada uno con sus respectivos bolsos. A Ñico lo sentaron en un banco alejado del mío, pero nos podíamos ver y empezamos a comunicarnos por señas.
En cuanto se percataron del “lenguaje de sordomudos”, a Ñico lo ubicaron fuera de mi vista. Me quedé en el mismo banco, debajo de una ventana cuyas persianas tuve que cerrar porque penetraba un aire frío. Era el 21 de enero de 1997 y por primera vez era detenida por la Seguridad del Estado.
Caída del cielo
Había transcurrido una hora y nadie se acercaba a explicar el motivo de nuestra detención. Pero las constantes idas y venidas de “segurosos” vestidos de civil me hizo deducir que en cualquier momento a Ñico y a mí nos registrarían, nos quitarían las cosas que llevábamos y nos mandarían a los calabozos.
Al policía de guardia le habían dado la encomienda de mantenerme vigilada: después de cerrar la ventana ya no pude pararme más y a quien intentó sentarse en el mismo banco lo mandaba a parar. Pero cuando llegó el horario de almuerzo el policía-vigilante se fue a almorzar. En eso una mujer negra, joven y delgada, en no sé cuales gestiones, se sentó a mi lado. Y nadie se percató. “Ahora es la mía”, pensé.
—Compañera, no te muevas ni me mires. ¿Me puedes hacer un favor? Necesito avisar a mi familia que estoy detenida. ¿Tienes papel y lápiz para anotar?
—Sí, me respondió también en un susurro. Buscó un bolígrafo y sacó un periódico de su catera y sin volverse me dijo: “Lo voy a anotar aquí”.
—Anota ahí estos dos números de teléfono. A cualquiera que te salga dile que Tania y Ñico están en la unidad de Zapata y C.
—¿Más nada?
—No, con eso basta. Mira, dentro de ese bolso verde tengo dinero, pero si lo cojo y lo abro voy a llamar la atención. Todo lo que te puedo dar son tres pesetas que tengo en el pantalón.
—No importa, compañera, ¿no me pediste un favor?
Antes de levantarse y aprovechando que continuaban sin darse cuenta, le dije que en un papelito me pusiera su nombre y un teléfono donde la pudiera localizar. Lo anotó en el borde superior del periódico, lo arrancó y me lo dio. Lo guardé en el mismo bolsillito del pantalón donde tenía las tres monedas de 0,20 centavos.
Son unos delincuentes
En cuanto pudo, la mujer llamó a casa de Raúl Rivero. Blanca, su esposa, fue quien recibió el recado. Inmediatamente después lo sabría también Vladimiro y él se encargaría de comunicar nuestra detención a Frances Kerry, corresponsal de Reuters.
La Kerry se disponía a asistir la conferencia de prensa que al término de su visita a Cuba ofrecería el ministro de asuntos exteriores de Canadá, Lloyd Axworthy, en el Centro de Prensa Internacional. Lo acompañaba el entonces canciller cubano Roberto Robaina.
A la hora de las preguntas, la corresponsal de Reuters se paró y le comunicó al ministro canadiense que dos periodistas independientes de Cuba Press habían sido detenidos esa mañana cuando salían de la Embajada Checa.
Axworthy quiso saber detalles y se dirigió a Robaina y éste, cogido fuera de base, pidió a uno de sus ayudantes que con urgencia averiguara. Unos minutos más tarde Robaina le diría:
—Senor ministro, los detenidos no son periodistas, son unos delincuentes.
Cachito de papel
El pedacito de papel donde la buena mujer había anotado su nombre y teléfono de una vecina no fue detectado cuando me desnudaron y registraron mi ropa y mi cuerpo —cuclillas incluidas. Era tan minúsculo que quedó adherido al bolsillo donde suelen guardar las monedas.
A falta del estuche idóneo, ese cachito de papel me serviría para guardar mis lentes de contacto la larga noche que pasé en el calabozo.
Con cuidado lo rasgué y en la parte donde la mujer puso su nombre envolví el lente izquierdo y donde aparecía el número telefónico, el derecho.
Su nombre no lo he olvidado, pero hasta hoy lo que más lamento no es haber conservado los dos pedacitos de papel, sino no haber hecho lo que me pasó por la mente cuando aquella mujer de apariencia humilde se sento a mi lado: haberle dado el bolso verde.
En su interior, además de medicinas y regalos, había un sobre con 2 mil dólares. A propósito, ¿a dónde fueron a parar esos dos mil dólares?
La respuesta la tiene Francisco Estrada, oficial del DSE al frente del operativo que aquella mañana nos detuvo a Ñico y a mí cuando salíamos de la Embajada Checa.
Supongo que ese dinero —mil 200 para los periodistas de Cuba Press y 800 para los trámites de viaje a Miami de un periodista de la agencia cuyo padre recientemente había fallecido en esa ciudad— habrá ido a parar al mismo “cajón” donde la Seguridad del Estado “guarda” todos los objetos y pertenencias a menudo confiscados a disidentes y periodistas independientes.
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