Cuando el 12 de febrero de 2012 publiqué en mi blog La elegancia de La Habana, no imaginaba que la foto con que acompañé el texto, se haría famosa gracias a Nostalgia Cuba, un grupo de Facebook que además de reproducirla, la coloreó. La foto original es en blanco y negro y fue hecha en noviembre o diciembre de 1947 por uno de los tantos fotógrafos callejeros que había en La Habana y que muchas veces, sin pedir permiso, te tiraban una foto, te pedían tu dirección, te la llevaban a tu domicilio y te cobraban muy poco dinero.
La joven, Lucrecia López Vega, tenía 25 años, y la niña, yo, Tania Quintero Antúnez, cinco. Lucrecia no era mi madre, como en algunos foros se ha comentado. En 1947 estaba soltera, mientras yo era la única hija de un hombre al cual la familia de Lucrecia le estaba muy agradecida. Ella en particular me regalaba cosas y me llevaba a pasear, en ocasiones a los caballitos que había en el Parque Maceo. El día de la foto tal vez me iba a comprar algo en una de las tiendas que proliferaban a lo largo de la calle Monte (la foto la tiraron mientras caminábamos por la acera del Ten Cent de Monte, frente al Parque de la Fraternidad).
Este 23 de noviembre, Lucrecia cumplió 99 años. Ya no vive en su Habana natal, ahora reside en New Haven, Connecticut, con dos de los tres hijos varones que tuvo tras medio siglo de feliz matrimonio. Unos días antes, el 10 de noviembre, yo cumplí 79 años. Durante dos décadas fui periodista oficial (1974-1994) y de 1995 a 2003, periodista independiente de Cuba Press, agencia fundada por Raúl Rivero, fallecido en Miami el 6 de noviembre de 2021. Desde hace dieciocho años vivo como refugiada política en Lucerna, cantón de la Suiza alemana.
Hace unos meses, esa foto fue mostrada en dos programas transmitidos por YouTube. La pusieron como ejemplo de que antes de 1959, los cubanos, blancos, negros y mulatos, andaban limpios y arreglados, al margen de su posición social y política. Es el caso de las dos protagonistas femeninas de esa foto (también el policía mulato llama la atención, por sus lustrosas botas de piel). Les cuento.
El padre de Lucrecia, Armando López, era un tabaquero militante del Partido Socialista Popular (PSP). Durante una discusión, defendiendo al líder sindical Lázaro Peña, murió de un infarto. Entonces el PSP designó a mi padre, José Manuel Quintero Suárez, barbero de oficio y guardaespaldas de Blas Roca Calderío, secretario general del PSP, para que todos los meses le hiciera llegar una ayuda económica y atendiera a los familiares cercanos del fallecido: la viuda Rosa Vega, los seis hijos (tres varones y tres hembras) y la abuela Ana.
A diferencia del resto de la familia, la abuela Ana no era mulata china, sino negra. Cuando en mi niñez la conocí, rondaba los cien años, siempre estaba sentada en un sillón, impecablemente limpia, lúcida, conversadora, querida y respetada. El que entraba a la humilde vivienda de los López-Vega, lo primero que hacía era saludar a la abuela Ana. Ana Rosa, la hija mayor, decidió hacerse tabaquera como su padre, y Lucrecia pasó a trabajar en la biblioteca y los archivos del Comité Nacional del PSP, en Carlos III entre Oquendo y Marqués González. Los otros continuaron estudiando. Mercedita, la menor, se graduó de maestra hogarista, y Filiberto pasó un curso de mecanografía y taquigrafía y desde entonces y hasta su muerte, trabajó en las oficinas de Carlos Rafael Rodríguez, uno de los históricos del PSP.
Los López-Vega vivían en la accesoria, como en La Habana le decían a las dos o tres habitaciones que había a la entrada de algunos solares o cuarterías y dentro solían tener la cocina, aunque no servicio sanitario, que al igual que los lavaderos, eran de uso colectivo y se encontraban en el centro del patio. No sé si aún exista ese solar, en la calle Hospital, frente a un almacén de gomas, a dos cuadras de San Lázaro, al doblar del Callejón de Hammel, cerca de la casa de Ángel Díaz y su padre Tirso, quienes junto a José Antonio Méndez y César Portillo de la Luz, entre otros, fueron fundadores del movimiento del feeling y amigos de Lucrecia y sus hermanos.
Por mi parte, yo vivía en el segundo piso de un viejo edificio en Romay 67 entre Monte y Zequeira, en la barriada de El Pilar, en El Cerro. Ese piso había sido sede de la Asociación Nacional Campesina dirigida por Romárico Cordero. Al mudarse, le fue entregado a tres familias del PSP: la de Dubouchet, su esposa Amelia y sus dos hijos; la del camagüeyano Gilberto del Pino, su mujer Nicolina y su hija Tamila, y la de mi padre, compuesta por mi madre Carmen Antúnez Aragón, mi tío Luis, hermano menor de mi madre, y yo. Me detengo en detalles porque en el caso de esa foto, no se trata sólo de una mulata china bien vestida caminando por la calle Monte con una niña mulatica bien arreglada y peinada, sino de dos mestizas de origen humilde, nacidas en el seno de familias trabajadoras y comunistas.
En aquella Cuba, tan elegante podía ser una dama de la aristocracia habanera como Lucrecia López Vega, una simple empleada que, al margen de su ideología, con su modesto salario podía ir a Muralla, calle de la Habana Vieja repleta de comercios donde conseguías toda clase de telas, encajes, botones y otros accesorios al alcance de cualquier bolsillo, y ella misma coserse o pedirle a una costurera que le confeccionara el último modelo visto en un catálogo de moda -el más popular era el de Lana Lobell- que por 15 o 20 centavos comprabas en cualquiera de los sitios de la capital donde vendían periódicos y revistas nacionales y extranjeras. También podías copiarlos de una de las vitrinas de El Encanto o Fin de Siglo, dos de las tiendas más chic de la ciudad. O por menos de un peso, adquirías los moldes o patrones Mc Call en el Ten Cent de Galiano, con un enorme surtido, y lo mismo podías hacerte una piyama que un vestido de noche.
Ya Marco Antonio Pérez López, el hijo menor de Lucrecia, residente en México, le aclaró a la persona de Nostalgia Cuba que coloreó la foto, que ese conjunto de saya y chaqueta que aquel día de 1947 llevaba su madre no era amarillo y violeta, sino beige y carmelita. Y mi jumper no era rojo, sino azul prusia. Tuve la suerte de que mis tres tías paternas, Lala, Cuca y Victoria, eran modistas, y con cualquier retazo me hacían una ropa bonita.
En el post Lucrecia López Vega: toda una vida, que su hijo Marco y yo le dedicamos en 2017 a Lucrecia por sus 95 años, pueden verla nonagenaria, en su juventud y el día de su boda con Rafael Pérez Vega, en 1948. Oriundo de Cienfuegos, cuando con sus cinco hermanas Rafael se trasladó a la capital, estudió electricidad en la Escuela de Artes y Oficios. Por su dominio del inglés, el jabao Rafael fue seleccionado para trabajar como electricista en la Base Naval de Guantánamo, un lugar codiciado por muchos jóvenes cubanos, sobre todo los que estaban reuniendo dinero para casarse, como él, por los buenos salarios pagados por los americanos. Las Pérez, como eran conocidas las hermanas de Rafael, fueron de las mejores bordadoras que hubo en La Habana, una urbe elegante y cosmopolita... hasta que llegó el 'comandante' y convirtió a los cubanos en ciudadanos del cuarto mundo.
Tania Quintero
Foto: Lucrecia López y yo caminando por La Habana de 1947. Fotomontaje tomado de Historia de una foto cubana, Diario de Cuba, 4 de diciembre de 2021.
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