En Claroscuros cubanos, los autores vuelven a coincidir con algunos académicos y voceros oficialistas que padecen el vicio de comparar la realidad histórica y social de Cuba y Estados Unidos, para intentar disminuir los alcances del racismo en la Isla en referencia a lo acontecido históricamente en el país vecino.
Unos y otros pierden de vista, esperemos que de manera inocente, lo diferentes que han sido ambas historias. En nada pueden identificarse ni la proporción demográfica ni la trayectoria y desenvolvimiento de los afronorteamericanos con el protagonismo y los aportes capitales de los cubanos negros y mestizos al desarrollo de todos los procesos económicos, políticos sociales y culturales de nuestra nación. ¿Saben acaso los autores que altos oficiales de los Batallones de Pardos y Morenos de Cuba tuvieron una destacada participación en la revolución de independencia que dio origen a los Estados Unidos?
Los espacios y alcances políticos y sociales logrados por los afrodescendientes cubanos que describen en su artículo ni con mucho se corresponden con la contribución capital de los africanos y sus descendientes a la conformación y desarrollo de la nación cubana. Los afrocubanos a pesar de haber construido con su sudor, talento y sacrificio la riqueza, la cultura y la independencia de Cuba se han visto enfrentados a la obligación de ser mejores para soñar con la posibilidad de ser iguales, sin nunca lograrlo. Los propios autores hacen una relatoría parcial de las desventajas acumuladas y trascendentes que han complicado la existencia de los cubanos negros y mestizos a lo largo de nuestra historia.
En un inexplicable alarde de festinación argumental los autores afirman: “Al fijar una fecha para conmemorar a todos los muertos por nuestra independencia, no se escogió la de la caída en combate de -digamos- Ignacio Agramonte, sino la del mulato Antonio Maceo.”
Tal comparación constituye el paroxismo de la insensatez intelectual. A nadie se le ocurriría negar el papel y los méritos de Ignacio Agramonte, pero cómo imaginar siquiera comparar a ese ilustre patricio camagüeyano, reconocido anexionista y racista, cuyo único grado militar fue el de mayor general y cuya más recordada hazaña es el sobredimensionado rescate del brigadier Julio Sanguily con Antonio Maceo a quien su grandeza militar, política y humana convirtió en personaje venerado en todo el planeta incluso cuando José Martí era todavía un líder sin trascendencias universales.
Sepan mis colegas que el mismísimo capitán general español Valeriano Weyler aseguró, varios años después de lograda la independencia, que en cada pueblo de Cuba debía haber una estatua de Maceo. Todavía está por reconocer y valorar en Cuba la dimensión del pensamiento político del Titán de Bronce, así como su condición de líder antirracista y exitoso empresario.
Cuando los autores afirman ”aunque también a los blancos -e incluso a los mulatos- les estaba vedado el ingreso en el Club Atenas” (la más conocida de las decenas de instituciones culturales y de recreo que tuvieron los afrodescendientes cubanos por dos siglos), tal vez no se han percatado de que el surgimiento de esas asociaciones constituye la respuesta cívica e institucional de la población negra ante los patrones de exclusión que nunca permitieron trasladar a esos espacios de alternancia recreativa la convivencia interracial que se manifestaba en otros ámbitos útiles de la sociedad.
Por su parte la revolución resolvió el problema de manera expedita y meridiana: hoy los descendientes de españoles, chinos, árabes y hebreos conservan intactos sus espacios culturales, fraternales y de recreo a diferencia de los descendientes de africanos. Está claro que un grupo social sin identidad, origen o tradición es más fácil de dominar y menospreciar.
Al hacer la valoración de los errores e incongruencias del gobierno revolucionario en su proyección hacia los afrodescendientes los autores llegan al colmo de afirmar: “No creemos que esto se deba a una política deliberada de la dirigencia castrista.” Es posible que mis estimados colegas piensen que el despojo sistemático de derechos y propiedades, tantos fusilamientos y el envío de cubanos a morir en guerras lejanas y ajenas tampoco se deba a una política deliberada.
De tal criterio podemos discernir que de buenas intenciones está empedrado el camino de la injusticia y que sin querer los hermanos Castro y compañía liquidaron el asociacionismo afrodescendiente, desaparecieron de la palestra pública a tantos líderes sindicales de valía y renombre, persiguieron y expulsaron a los líderes y pensadores antirracistas de probada filiación izquierdista como Juan René Betancourt y Carlos Moore, sometieron al destacado intelectual comunista Walterio Carbonell a todo género de vejaciones y ostracismos.
Tal vez sin querer fueron durante años perseguidas y satanizadas las religiones de origen africano, enviados a prisión miles de jóvenes afrodescendientes inocentes. Tal vez sin querer han afianzado los patrones de invisibilización y menosprecio de los afrodescendientes en los espacios audiovisuales, las compañías de ballet o arte lírico y orientado a la policía martirizar a los cubanos negros en las calles.
A estas alturas, en lugar de continuar acumulando verdades de Perogrullo y demagógicas promesas incumplidas resulta imprescindible reconocer que los luchadores antirracistas de Cuba a lo largo de dos siglos han estado libres de los lastres que tanto han afectado la historia política de nuestro país, no han sido ni fratricidas, ni terroristas, ni anexionistas.
Leonardo Calvo Cárdenas
Foto: Miembros del Club Atenas en un homenaje a Juan Gualberto Gómez. Tomada de Cubanet.
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