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lunes, 22 de julio de 2024

Los colores de La Habana

Uno de los estereotipos que han definido a La Habana es su colorido. En este caso responde a una práctica asentada a lo largo de su historia, donde el color empleado para amortiguar el resplandor de la brillante luz tropical, ha ofrecido una visión peculiar de las fachadas, convirtiéndolas en un elemento de gran atractivo y vitalidad.

Lo cierto es que el color constituye un aspecto notable en el espacio urbano. Forma parte de la visión general que condensa el conjunto, como lo son también la altura y el volumen de los inmuebles, y por tanto guarda una estrecha relación con la identidad del lugar. Piénsese en ciudades como Curazao, en el Caribe, y Mykonos en Grecia. Pudieran figurarse como el cliché de lo opuesto. La primera por su explosión de colores variados e intensos donde no parece quedar fuera ninguno de los posibles o imaginados, y la segunda por la vista homogénea de las paredes blancas y ventanas azules profundamente conectadas con el mar.

En ambos casos el color funciona como un elemento identificador y tiene gran influencia en la percepción del espacio, así como en las sensaciones y relaciones que con él se establecen. Esto ocurre en todas las ciudades, aunque en algunas se produce de manera más consciente que en otras. Tal es así que, cuando en las últimas décadas se han descubierto los múltiples colores que cubrían los templos y viviendas de la antigua Grecia, Egipto o Mesopotamia, se ha debido reconfigurar completamente la despejada imagen que sobre ellas teníamos, y percibirlas incluso más cercanas a las de la antigua América.

Esta tradición de dar color a los inmuebles ya sea para decorar, diferenciar o distinguir unos de otros, en La Habana tuvo además el objetivo específico de atenuar la intensidad de la luz solar, por lo cual se conoce que desde los primeros siglos se evitó pintar de blanco. Esto resulta curioso, porque en contextos similares otras ciudades optaron por las fachadas blancas para disipar el calor de los interiores. En Cuba el acondicionamiento climático inicialmente se solucionó con muros gruesos, altos puntales, amplias y múltiples ventanas con postigo y luego con persianas, y patio interior.

La práctica colorística de las fachadas pierde su memoria en los primeros tiempos de la villa. Se sabe que varios gobernadores emitieron normas para obligar el uso de algún color sobre el enlucido de cal. Incluso algunos edificios históricos como el Palacio de los Capitanes Generales que hoy observamos sin su revoque, con el sillar a vista, estaba encalado y pintado, empleando el blanco solo para resaltar los ornamentos como las preciosas molduras que decoran cada uno de los vanos.

En 1844, así describía la condesa de Merlín la vista general desde el puerto de La Habana: "Antes de entrar en él, sobre la orilla derecha, al lado del norte, se divisa un pueblo cuyas casas, pintadas de colores vivos, se mezclan y confunden a la vista con los prados floridos, donde parecen sembradas. Parecen un ramillete de flores silvestres en medio de un parterre".

La perpetuidad del color se constata en varias memorias de viajeros, a los que llamaba poderosamente la atención el colorido borde marítimo de La Habana Vieja y su semejanza con otras ciudades de España. Al respecto comentó Federico García Lorca, en 1929: "Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez".

Aunque no se ha podido hacer un estudio generalizado de los colores que históricamente utilizaron los distintos barrios de la capital, sí se ha investigado con minuciosidad La Habana Vieja. Gracias a esto, en 2019 se publicó una carta de colores que registra los 164 empleados en las construcciones del centro histórico.

La acentuada policromía que con seguridad ya mostraba La Habana a mediados del siglo XVIII y en adelante, se pudo demostrar científicamente con el estudio de registros de la aduana y de comercios dedicados a la venta de materiales e implementos de pintura, el testimonio de viajeros, y un número significativo de exploraciones estratigráficas donde se descubrieron múltiples capas de pintura. Muchas de ellas permanecen a la vista del caminante como testigo de los distintos colores y/o decoraciones que tuvieron las fachadas. Porque, además de pintar uniformemente las paredes, se descubrió que casi la mitad de los inmuebles estudiados emplearon decoraciones pictóricas para crear la ilusión de despiezos, líneas y franjas de color, sobre todo desde finales del siglo XIX.

También se demostró que, dentro de la variedad, los colores más habituales fueron los ocres, azules y rojos; y en segundo lugar los beiges, amarillos y grises. A partir del siglo XIX también fue muy utilizado el verde. Habría que apuntar que en la carpintería fueron comunes el verde mar, el azul colonial y el castaño oscuro, aunque en las puertas predominó el rojo, el bermellón y el plomo.

Hasta el XIX los colores habían sido más intensos. A finales de este siglo y durante el XX se emplearon tonos claros, sobre todo de la gama de los crema, beige, ocre y lo que se llamó "blanco sucio". Esto estuvo condicionado por la estética del neoclasicismo imperante en esa época y por las Ordenanzas de construcción para la ciudad de la Habana y pueblos de su término municipal (1861) que regularon el uso de los colores hasta 1963. En su Artículo 160 decían que debían ser "medios colores", nunca blanco ni "los que sean muy fuertes y de mal gusto". Si se observan las postales coloreadas de la primera mitad del XX se verá que fueron los colores más habituales en los repartos modernos.

En el caso de La Habana Vieja, a pesar de contar con la referencia de 164 colores, algunos especialistas como el arquitecto Alfonso Alfonso subrayan que se debe ser consecuente en la aplicación de aquellos que fueron propios de la época de origen o del momento en que cada edificio adquirió relevancia. Según él, el uso arbitrario, espontáneo, pragmático y de poca rigurosidad científica que continuamente subestima el valor del color como parte de la memoria histórica del inmueble y de la ciudad, ha hecho que la imagen actual de La Habana Vieja no coincida con la que le caracterizó.

Sería conveniente que tanto el centro histórico como el resto de la ciudad, cuenten con un Plan de Color asentado en el conocimiento de la tradición de cada sitio, de cada etapa, donde pueda crearse un balance respetuoso entre pasado y presente, y se salvaguarde la esencia del lugar.

Yaneli Leal
Texto y foto: Diario de Cuba, 8 de octubre de 2023.

lunes, 15 de julio de 2024

Dudo que los turistas chinos invadan La Habana como en Lucerna

Si el ministerio cubano de Turismo, sus agencias de viajes y sus expertos no han hecho un buen estudio de mercado en China, se van a comer el marrón, como dicen en España. Al principio, por el embullo, es probable que viajen 100 mil o 200 mil, pero cuando constaten la realidad, dejarán de ir.

Lucerna, donde vivo, es el cantón suizo preferido por los chinos: cada año, exceptuando la etapa de la pandemia, alrededor de 3 millones de chinos viajan a Lucerna, si se suma que también viajan a cantones de la Suiza francesa y la italiana, la cifra se duplica o triplica.

El turismo chino, tanto en Suiza como en España y otros países europeos, tiene una característica: a los chinos lo que más les interesa es ir de compras, sobre todo a boutiques y tiendas exclusivas, a ver y/o comprar. En segundo lugar, sitios de interés histórico y cultural (museos, galerías, palacios). En lo que respecta a la gastronomía respecta, lo que en Lucerna he visto es que ellos prefieren comer en los restaurantes de comida china o que en el menú, sea desayuno, almuerzo o cena, incluyan platos chinos. Hace un tiempo se volvió noticia que el restaurante de un supermercado Migros en la parte vieja de Lucerna, de tres plantas, era muy visitado por turistas chinos y todos los días empezaron a ofertar patas de puerco, algo que a ellos les gusta mucho. En los hoteles y cafeterías a los que suelen ir, siempre junto a comidas suizas pueden comer sus fideos y otros platos típicos. De un artículo publicado en 2008 en Swissinfo en Español:

"Suiza reúne una de las condiciones exigidas por el visitante chino: poder ir de compras. A los chinos les interesa ir a los Alpes y pasear en barco por el Lago de los Cuatro Cantones, pero están más interesados en volver de Europa ostentando un símbolo de estatus, como un un bolso Vuitton de París o un reloj suizo original, una de las razones de visitar Suiza". Y yo añadiría los chocolates. Los comercios situados en las zonas visitadas por los turistas chinos, además de artesanías, tienen una gran variedad de chocolates, y en algunos casos, como los famosos bombones Lindor han aumentado la variedad de sabores y los venden a granel.

"Los turistas chinos se encuentran entre aquellos que más gastan en artículos de lujo, por lo que reportaron una ganancia inesperada a muchos países durante la última década. El 15 de enero, el diario suizo Neue Zürcher Zeitung (NZZ) señaló que los turistas chinos no solo llenan las habitaciones de los hoteles suizos, sino que también gastan mucho, alrededor de 380 francos suizos (410 dólares) al día, gran parte de ellos en objetos de recuerdo (souvenirs). Esto los convierte en el segundo grupo turístico más generoso de Suiza, después de los visitantes de Oriente Medio". Swissinfo en Español, 25 de enero de 2023.

Como en todos los cantones suizos, en Lucerna abundan las relojerías y joyerías y en casi todas por lo menos un empleado habla o entiende el cantonés, por lo regular nacido en Hong Kong o Taiwan. En una tienda Lolipop que hace poco abrieron en la terminal de trenes de Lucerna, entre las chucherías suizas y de otros países, hay de China, Taiwán, Japón y Corea del Sur.

Si para que en Cuba no vean el atraso, pobreza y la suciedad, piensan meterlos en Varadero y en hoteles en los cayos, será un fracaso. Antes de 1959, los chinos que en toda la isla tenían bodegas, puestos de viandas, 'trenes' de lavado y planchado, fondas y cafetines, se vestían con ropa ligera, por el clima, andaban limpios, no tenían peste a grajo. Lo que sí fumaban mucho y les gustaban los juegos de apuestas.

Al revés del turista canadiense, al turista chino no le gusta estar en la playa ni coger sol, por eso siempre andan con sombreros.

Otra característica: andan en grupos, les gusta participar en excursiones, a pie o en ómnibus. No les gusta andar solos. A diferencia de los japoneses, surcoreanos y otros asiáticos que visitan Lucerna, los chinos no dominan el inglés y menos el alemán, a no ser los guías. Son muy distintos a los turistas occidentales a los que Cuba está acostumbrada a recibir. En general, los turistas chinos no hablan de política, suelen percatarse de las realidades de los países visitados, pero no acostumbran a opinar ni hacer cuestionamientos. Pero hay excepciones, como en este texto de 2019.

Tania Quintero

lunes, 8 de julio de 2024

Cubana recuerda su trabajo en la Base Naval de Guantánamo


En este post de 2009 desaparecieron las fotos, también las que puse cuando lo redacté: es que eran de los archivos de Life, que durante un tiempo los hizo públicos. Aún sin las imágenes, los pies de fotos dan una idea de cómo era la vida en la Base hasta tres años después de la llegada de los barbudos:

Después del 11 de septiembre de 2001, la Base Naval de Guantánamo pasó a ser identificada como una cárcel ilegal para supuestos terroristas. En los archivos fotográficos de la revista LIFE hemos encontrado imágenes muy distintas, hechas en los años 60. (TQ)

Empleados cubanos que se trasladaban a la Base por mar, aguardan en fila para mostrar sus identificaciones. Foto: Hank Walker.

Otros lo hacían por tierra, en sus autos. Foto: Dmitri Kessel.

Pero todos, después de identificarse, eran cacheados. Foto: Hank Walker.

Dos cubanos reacomodan cajas de Coca-Cola, el refresco más consumido en la Base. Foto: Hank Walker.

Personal cubano de la Base, esperando para cobrar. Foto: Hank Walker.

La atención médica era gratuita para los nacionales. En la foto tomada por Hank Walker en febrero de 1960, el médico naval Dr. Lieut Roger revisa los pies de un trabajador cubano.

Enero de 1961. Trabajadores cubanos ponen una cerca dentro de la Base. Foto: Dmitri Kessel.

Octubre de 1962: así era la entrada del puesto de control del personal cubano que laboraba en la Base. Foto: Robert W. Kelley.

Trabajadores cubanos saliendo de la Base, en 1962. Foto: Robert W. Kelley.

En esta foto de Dmitri Kessel, de 1961, se aprecia a la izquierda el territorio cubano, y a la derecha, el estadounidense.

Leyendo lo que en 2014 publicó BBC Mundo, descubro que el Rodi Rodríguez mencionado en el fragmento a continuación es el padre de Arleen Rodríguez Derivet, periodista guantanamera 'super comunista':

Miles de cubanos y antillanos británicos fueron empleados en la Base, pero EEUU dejó de contratar a cubanos cuando Cuba empezó su etapa revolucionaria en 1959. Muchos de quienes estaban empleados en ese momento se quedaron y fueron recompensados con sustanciales pensiones estadounidenses. "Voy a la puerta y recojo el dinero para el resto (de los pensionistas) y lo traigo a Guantánamo", explica Rodi Rodríguez en un inglés con acento antillano que adquirió tras casi cuatro décadas de trabajo junto a jamaiquinos. Él trabajaba como controlador del material de una tienda y todavía tiene certificados de mérito de la Base con el sello del Departamento de Defensa de Estados Unidos. "No tuve ningún problema", dice de sus jefes estadounidenses, y describe la entrega de fajos de dólares a un puñado de pensionistas y viudas de los trabajadores cada mes.

En marzo de 2024, Arleen recibió el Premio Nacional de Periodismo. En esta entrevista, reconoce que fue una niña muy feliz y que su padre trabajó en la Base Naval de Guantánamo:

¿Cuánto te marcó ser la hija de un cubano que trabajó en la Base Naval de Guantánamo hasta su jubilación?

—Pesó demasiado. Los trabajadores de la Base vivían entre dos mundos opuestos. Entre signos de interrogación. Del lado de los ocupantes, se les veía como posibles agentes de la Seguridad. Y del lado nuestro, se les consideraba pronorteamericanos, con el consiguiente rechazo que esa percepción genera.

Tania Quintero

lunes, 1 de julio de 2024

Franz Kafka, a 100 años de su muerte


Centenario de la desaparición física de Franz Kafka (Praga, Imperio Austrohúngaro, 3 de julio de 1883-Kierling, Austria, 3 de junio de 1924): el más grande y enigmático mito literario de la cultura occidental. El autor de La muralla china sigue dialogando con nosotros arropado en un blando celaje de gracia recóndita. Sabemos que, en los años juveniles fue inundado por una iluminación poética que irrumpió en sus ojos como una marea: brisa que colmaba su alma: consciente de ese estrépito, se puso a escribir en soledad.

Entre el “desorden amoroso” de mi biblioteca doy con el ejemplar de Relatos Kafka, publicado en Cuba en 1964. Primer contacto que tuvimos muchos jóvenes cubanos con el narrador de Praga. Portada, Raúl Milián; diseño, Félix Beltrán. Selección y prólogo, Ambrosio Fornet: ejemplar que metí en mis bártulos cuando me fui de Cuba en 1978. Aquí lo tengo conmigo. He tenido que ponerle precinta en el lomo para reparar el deterioro de 60 años de impresión. Yo era un adolescente: tocar ahora los folios amarillentos de este cuaderno me remonta a un tiempo de veneraciones.

“La obra de Kafka crece como un intento desesperado por expresar esa angustia en símbolo que la hiciera accesible y le permitieran sobreponerse a ella y «envejecer de una manera natural». Espiaba cada uno de sus síntomas, trataba de precisar las más turbias fluctuaciones de su conciencia”, suscribe el crítico literario Ambrosio Fornet. Max Brod no cumplió —gracias a Dios— la petición del autor checo de quemar sus manuscritos. Vuelvo a los laberintos de la compleja relación del autor de La Condena con el padre, un próspero comerciante judío, a quien le interesaba que el hijo se preparara con rigor para administrar el negocio familiar.

Soy testigo otra vez de la inquietud de Milena Jesenská, leo el fragmento de una de las cartas que le escribió Kafka: “Si pudiera hundirme en el sueño, así como me hundo en la angustia, cesaría de vivir./ Estar solo en una habitación es tal vez una condición necesaria de la vida./ No tengo a nadie, a nadie salvo el temor, abrazados y convulsivamente nos debatimos las noches enteras./ Siempre viviré asustado, sobre todo de mí mismo”.

Aquí estoy frente a La metamorfosis, La Muralla China, Diarios, Carta al padre, Cartas a Milena, Bestiario, El Castillo, El Proceso, La condena, Un médico rural, En la colonia penitenciaria, América: evidencias de una vida asediada por una sucesión de padecimientos anímicos inauditos. Estas ficciones, cartas, aforismos, diarios y meditaciones revelan a un ser necesitado de la soledad, pero temeroso frente a ella. Amó a varias mujeres y se vio imposibilitado para cohabitar con ellas.

Narrador dueño de un estilo de extrema exactitud, franqueza y flexibilidad verbal. Léxico que apela a la conformación de estructuras sintácticas que develan nuevos ángulos comunicativos en el afán de expresar pensamientos complejos. Maestro en la construcción de sintagmas fluidos nunca monótonos tanto en oraciones breves como en las extensas: variedad de inflexiones en que cada palabra está dispuesta con sentido lógico desdeñando los giros lingüísticos rebuscados. “Tengo once hijos. El primero es bastante insignificante, pero serio y perspicaz; aunque lo quiero, como quiero a todos mis otros hijos, no sobreestimo su valor. Sus razonamientos me parecen demasiado simples. No ve ni a izquierda ni a derecha ni hacia el futuro; en el reducido círculo de sus pensamientos, gira y gira corriendo sin cesar, o más bien se pasea”: fragmento del relato “Once hijos”, del libro Un médico rural.

Leer a Kafka una vez más para ser testigo de una escritura sinuosa que asciende y desciende en sincrónicos conformes que acentúan y, asimismo, niegan el vació posible, la página en blanco como un reto, portón para traspasar el desconcierto y llegar al absurdo. Kafka nos legó un catálogo de paradójicos espejismos. “Josef K. soñó: Era un día hermoso, y K. quiso salir a pasear. Pero, apenas dio dos pasos, llegó al cementerio. Vio numerosos e intrincados senderos, muy ingeniosos y nada prácticos; K. flotaba sobre uno de esos senderos como sobre un torrente, en un inconmovible deslizamiento”: de “Un sueño” (Relatos breves).

Los críticos literarios insisten en los comentarios repetitivos, lugares comunes, que han asediado al escritor checo-judío: acongojado, impenitente, desconsolado, raro, culpable, aciago. Hay una franja que impide ver la auténtica faceta de un fabulador irónico, lúdico y sedicioso que vislumbró en los frisos de la soledad el paraje capital de la comedia trágica que supo erigir a través de fulgores abismales del tiempo que le tocó vivir. Sí, es cierto, Kafka sigue “hablando al presente” como afirman los traductores de su obra, Alberto Gordo y Adan Kovacsics.

Carlos Olivares
Cubaencuentro, 3 de junio de 2024.

lunes, 24 de junio de 2024

Conozca al extranjero primero y a Cuba después


Antes de 1959 sonaba constantemente en la radio un tema compuesto por Eduardo Saborit, que Ramón Veloz cantaba con recia voz: “Conozca a Cuba primero y el extranjero después”. Era una invitación a valorar nuestras riquezas, a reconocer la belleza de una isla que impresionó a Cristóbal Colón (y eso que él venía “de afuera”), a agrandar el patriotismo, el sentido de pertenencia y comprobar que la isla estaba levantando vuelo hacia otras dimensiones mundiales. Que tenía el interior muy bonito, y el exterior también, y que los habitantes de ese tesoro debían recorrer el país, disfrutar cada rincón y entender la felicidad de los taínos, siboneyes, guayabos blancos y cayos redondos. Y, si podían, ser como ellos. Cosa esta que solamente se está logrando ahora, con muchos sacrificios.

Pero había un problema. A Saborit no se le podía hacer mucho caso, porque en otro temita, con cierto pelo patriótico, decía:

Oye, tú que dices que tu patria no es tan linda,
Oye, tú que dices que lo tuyo no es tan bello,
yo te invito a que busques por el mundo
Otro cielo tan azul, como tu cielo.
Una luna tan brillante como aquella, que se filtre en la dulzura de la caña,
un Fidel que vibra en la montaña, un rubí, cinco franjas, y una estrella.

El rubí, la luna brillante, las cinco franjas y la estrella estaban bien. Pero ya cuando metió a Fidel, afeó el paisaje, lo echó a perder para siempre, porque fue Fidel quien acabó con la luna, la montaña, las cinco franjas y la dulzura de la caña, o peor, extinguió la caña para siempre con sus vibraciones a cualquier hora del día o de la noche.

Dicho eso, muchísimos países en el mundo respiraron aliviados mirando sus cielos feos, sus lunas carcomidas, porque no tenían un Fidel vibrando en la montaña, y eso les daba tranquilidad y le permitía a sus habitantes buscar por el resto del orbe, para decidir por ellos mismos qué cielo les acomodaba mejor, hubiera luna o no. Sin embargo, en aquel entonces todavía tenían los cubanos ganas de conocer a Cuba primero. Por eso Saborit se atrevió a retarlos a buscar otros cielos, para comparar y quedarse con el suyo propio, el que estaba encima de la isla, hasta que los inventos sin sentido del Delirante en jefe comenzaron a desteñir el tono azul del techo de Cuba.

Lo primero que sucedió es que daba lo mismo el sitio donde habitaras o el rincón que miraras. Todo se fue volviendo gris, aunque primero se puso verde, pero no el verde hermoso que tienen las praderas en las películas, sino el verde olivo repugnante que huele a guerra, a combate, a arrastrarse por la tierra y llegar a tener cara de imbécil esperando un enemigo con el que te asustan desde que naces. Un verde-caca.

Al principio había una alegría desbordante y un entusiasmo desbordado por conocer a Cuba primero, porque todavía el extranjero quedaba muy lejos y era malo. Y a la gente común, que era lo que se llama el cubano de a pie, aquel nuevo gobierno empezó a enviarlo a estudiar, a trabajar, a alfabetizar o a combatir en lugares remotos de esa isla que debía conocer y querer, para comprobar que era cierto lo que proponía Eduardo Saborit como un reto. La intención era que el pueblo estuviera en cualquier parte de la isla, menos en su casa.

La gente se veía de pronto en las estribaciones del Escambray o en Minas del Frío, desyerbando, sembrando, haciendo guardia. Durmiendo en lugares inhóspitos y peligrosos, que les iban quitando los deseos de conocer a Cuba primero y al extranjero después. Todo se parecía o era lo mismo. Y no importaba el lugar donde pretendieras esconderte para relajarte, hasta allí llegaba la voz de ese que vibraba en la montaña, y la gente se preguntaba para qué rayos había bajado, si estaba mejor allí, y podía vibrar todo lo que le diera la gana sin jeringarle la vida a los demás.

Era que aquel vibrador había salvado a Cuba. La gente se alegró muchísimo y tuvo que pasar mucho tiempo para que comenzaran a preguntarse de qué la había salvado, y si no hubiera sido mejor que la dejaran tranquila, si tenía el cielo azul, la luna brillante y dulzura en la caña. Todo eso lo perdió, porque había llegado la revolución, su revolución, y la caña no podía ser dulce porque eso dañaba la salud y era de bitongos, y la luna brillante era mala para camuflarse en la trinchera esperando al enemigo imperial. Hasta el cielo tan azul resultaba algo negativo, porque así era como lo tenían los burgueses de antes y recordaba el pasado.

Entonces fue que, lentamente, en silencio, como había indicado acertadamente José Martí (que perdió el pelo cuando el vibrador de la montaña comenzó a utilizarlo en beneficio propio), los cubanos comenzaron a darse cuenta de que un poquito después del horizonte, tal vez había otra vida, o tal vez era la vida real, la que se veía en cualquier película que no fuera soviética.

Y en ellas, la gente compraba en los mercados cosas para comer, y entraban en los bares y había bebidas, y el que podía pagarlo, tenía un carro, y los que no, se montaban en los metros, o trenes o autobuses, y hasta había taxis que iban hacia donde tú les decías. Y lo más importante, el cielo era igual de azul que cuando lo metió Saborit en su cancioncita. Y uno no perdía nada soñando caminar por Paris o Madrid; sentarse en un paseo de New York o Barcelona y fumarse un cigarro, no los que te tocaban por una cuota que inventó el que salvó a Cuba. Y valía la pena conocer eso a aventurarse a viajar a Puriales de Caujerí, o Bolondrón, o Puerta de Golpe, si en cualquier lugar te daban golpes en la puerta, porque sospechaban que le estabas perdiendo el cariño al Fidel que vibra en la montaña.

Comenzó a cambiar todo, y mientras más malo se ponía, era por culpa del bloqueo y no porque los que habían salvado a la patria eran unos bestias llenos de envidias y rencores, y nada funcionaba, porque la cosa era sufrir, y mientras más se sufría, más derecho tenías a colgar un diploma en la pared, aunque la pared estuviera a punto de derrumbarse. Lo más impresionante es que ya a nadie le importaba conocer a Cuba primero. Si había que comparar la isla con otra cosa, Centro Habana tenía menos agua que el desierto de Gobi, y posiblemente en Gobi hubiera más luz y menos imbéciles.

El vibrador se apagó por suerte, muy tarde, por desgracia. Pero siguen los desmanes: “Lis Cuesta, la esposa de Miguel Díaz-Canel, inauguró un evento de lujo que intenta promover la culinaria cubana. El embajador de España en la isla dijo en la inauguración que: “La idea es que la gente diga: 'Voy a La Habana a comer, porque se come muy bien'". Pero nadie dice nada de los cientos de miles de cubanos que se van a comer en otra parte. Es lo que antes se conocía como “ir a comer fuera”.

Ramón Fernández Larrea
ADN Cuba, 15 de febrero de 2024.

lunes, 17 de junio de 2024

El ingeniero cubano que echó a andar la industria en Colombia

Bien se sabe que cubanos por el mundo hay muchos, ahora y antes. Lo que no siempre se conoce es la huella que han dejado allá donde sus pasos han pisado firme. No son pocas las contribuciones anónimas del inmigrante cubano al progreso de otros países. Afortunadamente, a algunos sí se les recuerda en el lugar de acogida, aunque en su tierra se desconozca la trayectoria que tuvieron en el nuevo destino. Este es el caso de Francisco Javier Cisneros, ingeniero civil santiaguero que propulsó la economía cafetalera colombiana.

Su legado vive en Colombia, donde se recuerda entre los impulsores de la red de ferrocarriles, como actor clave en el desarrollo de la navegación fluvial de carga y de pasajeros, creador del tranvía de Barranquilla y diseñador de uno de los puertos más importantes del país a inicios del siglo XX: Puerto Colombia. Por eso Cisneros nombra dos municipios colombianos, dos plazas, un colegio, una estación ferroviaria y tiene una escultura en bronce en la plazoleta Arcada Pública de la estación de Medellín, originalmente en la plaza principal de Medellín que llevaba su nombre, hoy Parque de las Luces.

Del café colombiano sí se ha escuchado hablar, porque desde los albores del siglo XX se comenzó a comercializar internacionalmente, reportando grandes beneficios a la economía colombiana y siendo uno de los rubros que más contribuyó al progreso industrial de ese país. Sin embargo, para llegar a ello tuvo que vencer grandes retos, ya que la principal zona productora se encuentra en el macizo andino y la transportación hacia la costa estaba llena de obstáculos naturales. Esto frenó el despegue de la exportación cafetalera hasta finales del siglo XIX.

La transportación del grano se hacía de manera combinada por los arrieros, que desde las fincas cargaban en mulas los sacos por la accidentada geografía montañosa hasta los puertos fluviales donde continuaba en barcos hasta los puertos de mar. Era un desplazamiento lento e interrumpido de cantidades muy limitadas. Además, el río Magdalena, principal cauce de este tráfico comercial, no es navegable completamente, pues tiene zonas de grandes saltos y rápidos que entorpecen el tránsito continuo hacia la costa.

Por esta razón, la introducción del ferrocarril fue determinante para el avance de la industria cafetera. En las últimas décadas del siglo XIX se fue estableciendo una red que comunicó con eficacia las zonas de plantación del eje cafetalero, facilitando una mayor capacidad de carga en menor tiempo. Aun así la difícil geografía andina impuso la combinación de medios. Para que se tenga una idea, uno de los principales trayectos del café de exportación, partía desde el centro de acopio de la ciudad de Manizales en un cable aéreo que conectaba con los ferrocarriles, para luego hacer trasbordo en el río que conducía la carga hasta Barranquilla, donde continuaba por otro tramo ferroviario hasta el puerto marítimo.

Francisco Javier Cisneros tuvo un papel importante en esta empresa. Contratado por el Gobierno, diseñó en 1872 el tramo del ferrocarril del Pacífico que unía Cali con el puerto Buenaventura; y en 1874, el ferrocarril de Antioquia que unía el puerto fluvial de Berrío con Medellín. En ellos adecuó la normativa internacional a la topografía colombiana, utilizando vías más estrechas (91,4 centímetros) que facilitaban las curvas y giros en la montaña. A su vez realizó obras complementarias por aquellos terrenos vírgenes, como caminos, puentes y la instalación del telégrafo. Hacia 1877 tenía su propia compañía ferroviaria e invirtió en la navegación fluvial. En 1884 era dueño de nueve vapores que optimizaron el tráfico por el río Magdalena. Dos años después fusionó a su empresa otras tres, conformando la Compañía Colombiana de Transporte. En 1890 introdujo el tranvía en la ciudad de Barranquilla, donde tenía su residencia.

Con este sistema combinado de transportación logró sacar de su aislamiento natural a muchas zonas del Gran Caldas y del valle del Cauca, potenciando el despegue del eje cafetero y el desarrollo de poblaciones asociadas a la producción de café. Tuvo además participación en las obras de los dos puertos principales de exportación: el de Buenaventura, en el Pacífico, y el de Colombia, en el Caribe. En el primero construyó un muelle en 1882, en funcionamiento hasta 1915 cuando fue modernizado. Pero su obra más reconocida fue la de Puerto Colombia, fundado por él en 1888 al igual que la población anexa.

En este puerto construyó, entre 1891 y 1893, un muelle de estructura de hierro y acero de 1.219,2 metros de largo que se adentraba en el mar facilitando la carga y descarga de mercancías. En su extremo tenía un atracadero de 180 metros de largo, donde los productos podían trasladarse directamente hacia los vagones del tren que comunicaba con Barranquilla (ferrocarril de Bolívar). Se dice que en 1911 se recubrió de hormigón, ya que hasta entonces solo empleaba hierro y madera.

Este muelle, considerado en su tiempo el segundo más largo del mundo, el tercero de mayor calado y el primero de su tipo en América, era la obra de ingeniería civil más importante de Colombia. A través de él se realizaba el 60% del comercio exterior del país a inicios del siglo XX.

Lamentablemente, en 1936, el Gobierno colombiano decidió desactivar este puerto al habilitar el de Bocas de Ceniza, que comunicaba directamente la navegación marítima y fluvial en la desembocadura del Magdalena. En 1942, levantaron los rieles del muelle de Cisneros y Puerto Colombia cesó su actividad. Asimismo, en 1949 se retiró el tranvía de Barranquilla y en 1948 se comenzó a desmantelar el sistema ferroviario, que quedó completamente desarticulado en la década de 1960.

Estas medidas hoy se perciben como un error y con nostalgia se recuerda la época de oro de la industrialización colombiana, en la que el cubano Francisco Javier Cisneros tuvo un papel determinante. En 1956, se creó una Junta Pro Defensa de Puerto Colombia, y comenzaron los reclamos para su conservación. En los 90 se peatonalizó habilitándolo con barandillas y luminaria, y se declaró Bien de Interés Cultural en 1998. Sin embargo, su mal estado de conservación provocó que a partir de 2009 comenzara a desplomarse por tramos. En 2014 comenzó un proyecto de recuperación para esta gran obra de ingeniería, y en 2021 se restauraron los primeros 200 metros del muelle.

Aunque hoy Puerto Colombia se rediseña como destino turístico de sol y playa, presenta el muelle de Cisneros como símbolo del progreso industrial que marcó el país, y como recuerdo de aquellos inmigrantes que contribuyeron a ese proceso; por lo que en 2022, en sus inmediaciones se ubicaron varias esculturas que los recuerdan, una de ellas dedicada especialmente a Francisco Javier Cisneros.

Yaneli Leal
Diario de Cuba, 14 de abril de 2024.

Foto: Monumento a Francisco Javier Cisneros en Colombia. Tomada de Centro Medellín.

lunes, 10 de junio de 2024

"Los 20 años de cárcel me dieron más fuerza para combatir al castrismo"

Conocí a Ángel De Fana en uno de los viajes a París que organizó a principios de este siglo MAR por Cuba, organización integrada por exiliadas cubanas y dirigida por Sylvia Iriondo. Viajaban entonces a la capital francesa, acompañadas con exprisioneros políticos cubanos, con el objetivo de alertar a diputados, senadores y ministros de Francia sobre la situación de opositores que cumplían largas condenas en las prisiones de la Isla.

Por supuesto, antes de conocer a Ángel De Fana, ya había oído hablar de los “plantados” y “plantadas”, quienes solo tuvieron su propio cuerpo como arma de protesta contra los atropellos. Muchos de ellos permanecieron desnudos durante años, repitiendo huelgas de hambre y recibiendo todo tipo de castigos. Sin embargo, a los “plantados” no se les conoce suficientemente, aun cuando muchos de ellos han sido durante mucho tiempo los prisioneros políticos que más tiempo han vivido detrás de los barrotes.

Las comparaciones son inevitables. Y aunque tampoco se trate de poner a competir a nadie, cabe recordar que, a alguien como Nelson Mandela cuyo legítimo combate no deja lugar a dudas y quien sufrió bajo el régimen racista sudafricano 27 años de prisión, se le cita a menudo como la persona de más largo presidio político en la historia. En cambio, se olvidan siempre de mencionar que ese triste récord le correspondió durante mucho tiempo a un prisionero político cubano: Mario Chanes de Armas, apenas mencionado, quien vivió 30 años de cautiverio detrás de las rejas del castrismo entre 1960 y 1991. Y que durante su largo y penoso encierro fallecieron sus padres, su único hijo y su hermano sin que le permitieran despedirse de ellos.

Ángel De Fana es un testigo de primer orden de todos esos años de atropellos del régimen castrista contra la población civil. Compañeros de cautiverio tuvo muchos; por eso es una memoria viva de esas dos primeras décadas del castrismo, cuando las mazmorras estaban repletas de hombres y mujeres que el régimen acusaba y condenaba a 20 y 30 años de prisión, que se repartían como si de una rifa se tratase, sin leyes, sin respeto de un código penal legítimo, sin miramientos.

Agradezco a Miguel Sales, escritor, traductor y también preso político, compañero de prisión de Ángel De Fana por más de una década, su insistencia para que no dejara fuera de esta serie de entrevistas a los “plantados”. “Ángel, por modestia, no te lo dirá, pero es también un excelente dibujante, toca la guitarra, canta muy bien y escribe poesía, además de ser un gran conocedor de la poesía hispanoamericana y de haber sido el alma de la comunidad católica en el presidio político”, asegura Sales, a quien le agradezco porque, en efecto, el entrevistado no evocó ninguno de estos temas.

Pensaba que la empresa me superaría porque no es justo reducir a unas pocas cuartillas más de 20 años de oprobio sufridos en carne propia por una sola persona. He tratado de hacerlo a sabiendas de que la vida de hombres como este no se resume en una entrevista. El horror supera el esfuerzo de contarlo. La vivencia, cualquier testimonio.

¿Dónde naciste y cuáles son tus orígenes familiares?

-Nací en 1939 en la Calzada de Diez de Octubre, exactamente en un solar de la Esquina de Toyo, entonces perteneciente a la barriada de Jesús del Monte, pero luego la familia se mudó para la calle Mangos, mucho más cerca de la iglesia de Jesús del Monte. Era un barrio popular y mi extracción social fue humilde. Mi padre, Manuel De Fana Valdés, era zapatero y tenía la responsabilidad de alimentar y educar a nueve hijos. Mi madre, Blanca Serrano Ceballos, natural de Pedro Betancourt, en la provincia de Matanzas, era ama de casa y, ocasionalmente, despalilladora de tabaco en la fábrica La Corona.

¿Qué recuerdos tienes de tu primera formación?

-Estudié primero en la Escuela Pública N° 87, República de Guatemala, en la Calzada de Luyanó. La enseñanza era muy buena y nos llevaban a actividades fuera del centro. Recuerdo perfectamente cuando en 1951 trajeron los restos de José Joaquín Palma, escritor cubano que había sido el autor del Himno Nacional de Guatemala, fallecido en 1911 en ese país centroamericano, y los depositaron en el Capitolio Nacional. A todos los alumnos de mi escuela nos llevaron para que participáramos en aquel homenaje. Los estudios secundarios los cursé en la Superior N° 8 Enrique José Varona, que quedaba frente al Instituto de La Víbora, en Carmen y Párraga. No estudié bachillerato porque tuve que ponerme a trabajar, pero obtuve una beca en la sucursal de la Havana Business Academy en Diez de Octubre. Allí por las noches estudié inglés, mecanografía, taquigrafía y contabilidad.

Me dices que tuviste que ponerte a trabajar muy joven. ¿Cuál fue tu primer trabajo?

-En 1957 me había postulado para trabajar en el Banco Franco-Cubano. Tenía 18 años y fui aprobado. Pero acababa de ocurrir el ataque al Palacio Presidencial y todo se paralizó. No podía esperar y como mi padre laboraba en una fábrica de calzado que se llamaba Midnight Shoes, propiedad de German Lamazares, que surtía a grandes almacenes como El Encanto, Flogar y La Época, entre otros, me recomendaron para un puesto en las oficinas. Así fue como entré en aquella fábrica que se encontraba a unos metros de la Vía Blanca, en el Barrio Obrero. Al principio era el ayudante de José María Sales, un catalán que era el viajante de la empresa. Pero cuando él se fue, me quedé como jefe, con secretaria y todo.

Era una época convulsa en Cuba pues se estaba gestando el movimiento antibatistiano. ¿Tuviste algo que ver con estas luchas?

-En mi familia nadie participó en las gestas revolucionarias, excepto durante el machadato, cuando mi padre estuvo seis meses preso en el Castillo del Príncipe, en La Habana, por haber estado implicado en el movimiento sindicalista. Esto no impidió que desde enero de 1959 se diera cuenta de que castrismo y comunismo eran la misma cosa.

¿Cómo viviste los primeros años posteriores al 1 de enero de 1959?

-En aquel momento, Lamazares había comprado un local en Industria y San José, detrás del Capitolio, que funcionaba como peletería. Lo administraba el catalán que anteriormente había sido mi jefe en la oficina. Aunque hubiera podido quedarme en la fábrica, decidí irme para aquella peletería, con un sueldo fabuloso: 300 pesos mensuales, que entonces te permitía tener una situación holgada. Pero en 1961 la fábrica fue confiscada.

¿En esa época militabas ya contra el régimen castrista?

-En 1960 integré el Movimiento Demócrata Martiano (MDC) cuyo jefe era Bernardo Corrales, excapitán del Ejército Rebelde durante las luchas clandestinas en la capital. Me incorporé como miembro de la brigada de acción y sabotaje. Cuando le dieron aquel famoso mitin de repudio a Luis Conte Agüero en la Universidad de La Habana, me di cuenta de que había que hacer algo contra el régimen. En el MDC me introdujo Armando Ardavín, que vivía en mi propio barrio. Mi función era repartir propaganda contra el régimen y poner explosivos en diferentes lugares, evitando herir o matar a las personas que pudieran encontrarse in situ. Puse un petardo en el baño del club San Carlos, una vez que estaba cantando Tito Gómez con la Orquesta Riverside. También puse otro en el Hotel Riviera, mientras en el lobby estaban sentados oficiales del Ejército Rebelde. Ya a fines de 1961 habían caído presos varios miembros del MDC y habían fusilado a Bernardo Corrales. Por eso me nombran secretario de finanzas y entré en el ejecutivo del movimiento.

¿Fue cuando te detuvieron y enjuiciaron?

-En mayo de 1962 el grupo de acción y sabotaje de San Miguel del Padrón tenía por misión desarmar a la mayor cantidad posible de milicianos con el objetivo de requisar armas y enviárselas a los alzados que operaban en la zona de Güines, y también en las montañas del Escambray. Yo oupaba el puesto de coordinador nacional del movimiento, en lugar de Manolito Arias, quien acababa de asilarse en la Embajada de Uruguay. La acción por la que me detienen tuvo lugar en la Quinta La Balear, donde había que desarmar a dos milicianos que cuidaban el lugar, pero los milicianos se resistieron y hubo cruce de disparos. Felipe Hernández, de nuestro grupo, recibió un balazo en el cuello y Gustavo Bencomo, otro compañero, en el brazo. En esa acción también participaron Ramón Navas y Roberto Hernández, alias El Bolo. En el bando contrario, Aneiro Subirá, uno de los milicianos, murió. Los heridos nuestros se refugiaron en la casa de Miguel Cantón, integrante del movimiento, que vivía en La Víbora. En aquel momento, me avisan y me piden que consiga a un médico que cure a los heridos. Lo conseguí y lo llevé hasta la casa de Cantón. Cuando por la mañana regresé a mi casa, la noticia de la muerte de Aneiro Subirá ya la estaban dando por Radio Reloj y había sido publicada en el periódico Hoy.

¿Cómo descubren tu participación en las acciones?

-Nuestro movimiento había sido infiltrado por el actor Carlos Moctezuma, conocido más tarde por su personaje de “Ñico Rutina” en la televisión cubana. La participación de este individuo como chivato pagado por el G-2, como se llamaba la Seguridad del Estado, quedó evidenciada cuando dos décadas después recibió honores y condecoraciones oficiales por su labor de topo. Él había visto a los heridos y a todos los que habíamos pasado por la casa de Cantón. Al día siguiente llegaron los del G-2 y capturaron a los heridos y acompañantes que se encontraban en la vivienda. A todos les hicieron un juicio expeditivo y el gobierno, para despistar sobre la labor del chivato, hizo creer públicamente que el éxito de la operación se había debido a la actuación del CDR. A todos, entre ellos a Felipe Hernández, Ramón Navas, Gustavo Bencomo y a Miguel Cantón, los condenaron a 30 años, excepto a los padres y hermanas de Cantó, que los condenaron a 9 años de prisión. Esteban Ferreiro, presente en el momento de la detención, igualmente fue condenado.

¿A ti no te detuvieron entonces?

-No, yo no estaba en la casa con los heridos cuando fueron detenidos. No podían probar mi participación directa y ninguno de los compañeros delató a los restantes miembros del grupo. Pero poco después, en agosto de 1962, me casé en la Iglesia del Carmen, en la calle Infanta, con Carmen Miranda, sobrina del que había sido dueño de la fábrica, a quien solo le quedaba la peletería en la cual yo trabajaba. Al salir del altar, en la puerta de la misma iglesia, me encontré al tal Carlos Moctezuma. Es que él y otros artistas de la antigua CMQ, habían querido entrar en el MDC para supuestamente ayudar en la lucha contra el castrismo. Pero en su caso, estaba allí para vigilar e informar, cosa que entonces no sabíamos. El 10 de septiembre, un mes después, vivía ya en Lawton y me encontraba en la peletería trabajando, cuando se presentaron dos agentes del G-2 que me pidieron que los acompañara. Me llevaron caminando hasta la calle San Rafael donde esperaba un auto de civil. Me montaron y me condujeron a la sede de la Seguridad del Estado, en 5ta. Avenida y 14, Miramar. En la peletería yo escondía una pistola. Enterado de mi detención, Israel Ibáñez, otro compañero, fue a recogerla y estando en la peletería, buscando la pistola, llegaron esbirros del G-2. Ibáñez logró esconderse y permaneció encerrado en el local hasta por la noche. Cuando logró salir, regresó a buscar los libros de finanzas, se aparecieron de nuevo los del G-2 y lo detienen.

¿Qué sucede entonces en la sede del G-2?

-Me someten a interrogatorios y solo admito que me ocupaba de las finanzas. A los siete días de estar detenido me ponen una capucha, me montan en un jeep y me trasladan a un sitio que, calculando por la trayectoria, debía de hallarse a una hora en auto de La Habana. A ese sitio los que estuvimos presos allí, le decíamos Las Cabañitas, pero hasta el día de hoy, nadie ha podido determinar su localización exacta. Allí me pusieron en una celda que parecía haber sido una caballeriza, sin cama ni nada. Para cada interrogatorio me ponían la capucha y me conducían desnudo por una escalera de caracol hasta una oficina. Durante los interrogatorios hicieron todo lo posible por vincularme al movimiento y a la causa de los detenidos del 30 de agosto de 1962, un levantamiento abortado en el que participaron militares y civiles en toda la Isla, algunos de los cuales habían sido fusilados. Pero cuando me juzgan a mí, en el contexto internacional, la opinión pública comenzaba a ser muy desfavorable al castrismo por los muchos fusilamientos efectuados y en septiembre de 1962 decidieron pararlos.

¿En qué momento te juzgan y cómo se desarrollaron los hechos?

-De mi causa formaban parte Frank Quesada e Israel Ibáñez. Nos condujeron a La Cabaña y nos procesaron junto a detenidos de otras dos causas. En el caso de la nuestra nunca tuvimos la petición fiscal, o sea, el documento obligatorio en que se formaliza la acusación. Esto fue en abril de 1963, es decir, siete meses después de mi arresto. Cuando salimos del juicio, con una cuchilla de afeitar que tenía escondida, Frank Quesada, que había quedado pendiente de fusilamiento, intenta cortarse las venas. Iba delante de nosotros cuando lo hizo. Lo llevan entonces a la enfermería y a Israel y a mí nos ponen entonces en las galeras especiales. En ese momento tenía lugar también el juicio contra Julio Hernández Rojo, del Directorio Revolucionario Estudiantil. Cuando terminó, colocaron a todos los acusados en las galeras donde por las noche rezábamos el rosario.

-Como Hernández Rojo tenía influencias en el exterior, hubo grandes mediaciones para que no lo fusilaran y es por eso que aquel día no hubo ningún condenado a fusilamiento. Esa misma noche a mí y a Israel nos sacaron y nos llevaron a lo que se llamaba “El Botiquín”, al final del patio, donde estaba la oficina del director del penal. Fue quien nos entregó la sentencia de los dos: 20 años de cárcel. A mí me acusaban de ser el autor intelectual del asesinato del miliciano de la Quinta La Balear y de poseer explosivos. Dos acusaciones falsas, por supuesto. Recuerdo que cuando me conducían de regreso a la galera, un guardia me interpeló para que le diera gracias a la Revolución por haber sido tan generosa y no haberme fusilado. Entonces le respondí: “A la Revolución no tengo nada que agradecer, sino a Dios”. Y me dio un planazo. Vivimos meses en las galeras de La Cabaña, con más detenidos que el espacio del que disponíamos para acostarnos en el suelo, por eso teníamos que turnarnos para dormir.

Comienza entonces para ti el largo periodo de 20 años de prisión en las mazmorras del castrismo…

-Veinte largos años en que estuve en unas seis prisiones: La Cabaña, Isla de Pinos, Guanajay, el Combinado del Este, que inauguré, por decirlo de algún modo, Boniato y Boniatico en Santiago de Cuba. En julio de 1963, me condujeron al antiguo Presidio Modelo de Isla de Pinos, una prisión que tenía cuatro edificios circulares con un panóptico en el medio de cada uno. Allí vivíamos unos 5 mil presos. Solo en La Cabaña tuve una vez la visita directa de mi esposa, porque después, en Isla de Pinos, nos pusieron una doble reja entre nosotros y nuestros visitantes. Como nos negamos a aceptar las visitas en esas condiciones, mi esposa no pudo seguir visitándome. Fue entonces que, a cambio de quitarnos las rejas, inventaron el plan de trabajo forzado. Mi esposa me escribía entonces para que aceptara la rehabilitación, o sea, ir a trabajar a cambio de un aligeramiento de las condiciones carcelarias. Yo le contestaba por telegrama pidiéndole el divorcio, cosa que terminó aceptando. Los tres primeros “plantados” del presidio político bajo el castrismo que se negaron a formar parte de trabajos forzados fueron Alfredo Izaguirre Rivas, Emilio Adolfo Rivero Caro y Onirio Nerín Sánchez. Por oponerse los llevaban a un sitio llamado La Mojonera, repleto de aguas albañales y excrementos, donde los metían y les caían a golpes. Cuando en 1966 cerraron el Presidio Modelo de Isla de Pinos, me llevaron de vuelta a La Cabaña.

Me imagino que contar 20 años de prisión, con todos los atropellos y las humillaciones, no solo es tarea difícil, sino casi imposible de delimitar en el tiempo…

-En efecto. Hay hechos puntuales que uno recuerda y puede precisar, pero otros forman parte de una amalgama de sensaciones y recuerdos. En Isla de Pinos, por ejemplo, la vida en el penal se organizó de diferentes modos. Gracias a las visitas, a veces esporádicas y, en muchas ocasiones denegadas, lográbamos conseguir el papel para hacer un periódico interno con las noticias más relevantes. A ese periodiquito le llamamos El Poney Express. Hay que decir que entre los presos había gente de diferentes profesiones y oficios, excelentes técnicos, personas instruidas, capaces de fabricar pieza a pieza un radiorreceptor gracias al cual captábamos La Voz de América y, luego, los encargados de redactar (en una época fui uno de los redactores) hacer un resumen para que las noticias pudieran circular entre los restantes presos. En el Combinado del Este, a partir de 1977, los presos lograron introducir clandestinamente una pequeña radio y reconstruir la red del Poney Express. Quienes conocían lenguas extranjeras como Miguel Sales y Eleno Oviedo escuchaban las noticias y, después otros, como Ernesto Díaz, que tenía muy buena caligrafía, o yo, las transcribíamos y copiábamos. El periódico circulaba diariamente y llegaba a todas las celdas del presidio político. El sistema siguió funcionando incluso después de 1980, cuando la mayoría de los “plantados” fuimos trasladados a la prisión de Boniato.

-Cuando nos sacaron de Isla de Pinos, los del grupo nuestro dijimos que no pensábamos trabajar nunca más y que no aceptábamos la disciplina. En 1967, estando de vuelta en La Cabaña, decidieron cambiar los uniformes amarillos de presos políticos que llevábamos por los azules de los presos comunes o rehabilitados. A quienes nos negamos a llevar el uniforme azul, durante años nos dejaron en ropa interior. Pero no en todas partes no sucedía lo mismo. En la Prisión 5 y Medio, en Pinar del Río, ni siquiera los dejaron en calzoncillos, sino completamente desnudos. En el Castillo del Príncipe, en La Habana, utilizaban judocas profesionales para forzarlos a ponerse el uniforme de los comunes y cuando lograban ponérselos, los presos se los quitaban de nuevo. Nada de eso sucedía con regularidad. En ocasiones, las visitas mensuales duraban dos horas. En otras, no las autorizaban y solo podías recibir paquetes postales. Pero hubo momentos en que pasamos hasta un año sin visitas ni correspondencia. Aunque los presos políticos no convivíamos con los comunes, nos comunicábamos con ellos a través de las ventanas. Los comunes hacían la limpieza de nuestros pabellones y nos traían la comida. Nosotros les pagábamos con cigarrillos, la única moneda de canje en las cárceles cubanas.

Entraste a la cárcel con 23 años y saliste a los 44. ¿En qué condiciones se produjo tu excarcelación?

-A la condena de 20 años se le sumaron siete meses. En 1978, tras negociaciones con el Gobierno cubano, las autoridades de Estados Unidos y activistas de Miami lograron el indulto de unos 3.600 presos políticos. Los compañeros de mi grupo y yo nos negamos a aceptar aquel indulto. Cuando el 10 de septiembre de 1982 se cumplieron 20 años de mi encarcelamiento me encontraba en la prisión de Boniatico, en la antigua provincia de Oriente. Un oficial vino a la celda para preguntarme si finalmente aceptaba trabajar, con lo cual mi respuesta fue la negativa de siempre. En ese momento, varios recondenados se declararon en huelga de hambre y se los llevaron a celdas de aislamiento sin comida ni agua. Pero en el plano internacional se tenían noticias del escándalo con los presos políticos de Irlanda del Norte, que habían fallecido en prisión y a Fidel Castro no le convenía que un hecho similar ocurriera en Cuba. De modo que finalmente nos excarcelaron con la condición de que tenían que salir inmediatamente de la Isla.

¿Puedes describirnos el día exacto de tu excarcelación?

-Lo recuerdo perfectamente. Me llevaron a la dirección del penal de Boniatico para entrevistarme con un capitán procedente de La Habana de apellido Morel. Conmigo estaba Raúl del Valle. El tal Morel nos puso como condición que una vez excarcelados, cada vez que cambiáramos de municipio, teníamos que reportarlo en la estación de policía de cada municipalidad. No aceptamos aquella condición y nos negamos a firmar el documento en cuestión. No le quedó más remedio que sacarnos ese mismo día sin firmar ese papel. Entonces unos guardias nos condujeron a la Terminal de Ómnibus de Santiago de Cuba y allí nos dejaron, que nos las arregláramos como pudiéramos. No avisaron a nuestros familiares, nadie nos estaba esperando en ninguna parte.

-Mis oídos estaban tan poco acostumbrados a los ruidos de la calle y a las voces de la gente, no entendía nada de lo que me decían ni lo que anunciaban por los altavoces. Raúl tenía algo de dinero gracias al depósito que le hacían sus familiares, pero como no había tenido visitas en mucho tiempo, mi cuenta no tenía un céntimo. Fuimos a un kiosco donde vendían croquetas y cerveza, pero para comprar la cerveza había que comprar croquetas. Una de las dependientas se dio cuenta de que acabábamos de salir de la cárcel y le dijo a la que se negaba a vendernos la cerveza sin las croquetas que nos diera dos croquetas. ¡Imagínate, cuando fuimos al estanquillo a comprar cigarrillos yo no conocía la moneda cubana en curso en el país, pues la de hacía 20 años ya no existía!

¿Pudiste salir inmediatamente de Cuba?

-Un primo de Raúl del Valle fue quien avisó a mi familia. Cuando llegué a la Terminal de La Habana, mi hermana Margarita y su esposo fueron a buscarme en una moto con sidecar. En ese momento mis padres iban a viajar a Miami, a visitar a otra hermana, cuyo esposo, Roger Reyes, también estaba preso y cumplía una condena de 20 años. Le dije a las autoridades que solo cuando mis padres regresaran me iría del país, de modo que esperé dos meses a que ellos volvieran y pudimos salir mis padres, una hermana, sus tres hijos y yo, el 25 de julio de 1983, rumbo a Venezuela. Por increíble que parezca, no tengo ningún recuerdo del momento de mi salida del país. Mi próximo recuerdo fue en el aeropuerto de Caracas cuando aterrizamos y uno de mis hermanos junto a otros exprisioneros políticos cubanos vinieron a darme la bienvenida y cantaron el Himno Nacional cuando nos vieron salir por la puerta.

¿Qué haces en Venezuela en un primer momento?

-Apenas salido de la cárcel, tanto de Boniatico como de la Isla, que también es una cárcel, me puse a trabajar por la libertad de Cuba, a denunciar los horrores del presidio político castrista y a trabajar para ayudar a otros presos. A Caracas vino a verme Huber Matos, quien me pidió que me uniera a su grupo, el Movimiento Cuba Independiente y Democrática. Nos habíamos conocido en La Cabaña, donde él también estuvo preso. Como yo, él cumplió 20 años de cárcel entre 1959 y su excarcelación en 1979. Nos habíamos hecho muy buenos amigos. Huber Matos me propuso que trabajara para La Voz del CID, la emisora de radio que él dirigía y cuya planta se encontraba en El Salvador, aunque eso nadie lo sabía entonces. Entonces empecé a trabajar en dicha emisora y dos veces estuve por largos periodos en El Salvador, atendiendo la planta. Fue durante mi estancia en Venezuela que obtuve el parole para entrar a Estados Unidos, y como estaba en San Salvador, viajé directamente a Miami.

¿Cuáles son tus primeras actividades en Miami?

-Seguí trabajando para La Voz del CID junto al historiador Juan Benemelis. Ambos redactábamos todas las noticias que transmitíamos desde la radio. Y por las noches trabajaba con el historiador y profesor Juan M. Clark en su libro Cuba. Mito y realidad, una empresa ambiciosa y muy completa que transcribí durante tres años y en la que también participaron Juan Figueras y Roberto Lozano. Y como todo exiliado de aquellos tiempos, limpié oficinas y trabajé en todo lo que se me aparecía.

Rehacer la vida cuando te han robado los mejores años es casi una hazaña. ¿Lo lograste?

-Esos criminales quisieron arruinarme toda la vida, pero no dejé que lo lograran. Los 20 años de cárcel que viví en Cuba me dieron más fuerza para combatir al castrismo. En una de las actividades en las que participé en La Casa del Preso conocí a mi esposa, Rosa Prieto, cuyo padre, Pablo Prieto Castillo, estaba encarcelado en Cuba por haberse alzado en el Escambray. Ella había venido a verme desde Naples, donde vivía, para que yo le hablara de su padre. A las dos semanas nos casamos y tuve dos hijos con ella que ya son adultos. Su padre salió finalmente en 1988. En 1996, el exitoso empresario cubano Leopoldp Fernández Pujals, nacido en La Habana en 1947, que era sobrino de Elena Mederos y del preso político José Pujals Mederos, decide fundar Plantados, una organización para denunciar la realidad del sistema carcelario castrista.

-Al inicipio éramos Mario Chanes de Armas (30 años de prisión, el más longevo de los presos políticos del mundo), Eusebio Peñalver Mazorra (28 años de prisión), Ernesto Díaz Rodríguez (22 años de prisión) y yo. Inmediatamente comenzamos a trabajar, a encontrarnos con la gente en muchos países del mundo, a contar en todas partes nuestra experiencia y la realidad cubana. En 2021, el director y escritor Lilo Vilaplana realizó la película Plantados, estrenada en el 38° Festival Internacional de Cine de Miami, financiada por Fernández Pujals y en la cual participamos.

-No he parado desde entonces, dando testimonios, haciendo que se conozca la historia de los presos cubanos, tanto los que ya han desaparecido como de los que siguen encarcelados en las prisiones de la Isla. Acabo de hablar con Miguel Díaz Bauzá, un preso político al que en 1994 condenaron a 30 años de cárcel tras haber desembarcado en Cuba con el objetivo de enfrentarse al régimen.

William Navarrete
Cubanet, 26 de febrero de 2024.
Foto: Ángel de Fana en la oficina de Plantados en Miami en 2000. Tomada de CubaNet.

lunes, 3 de junio de 2024

Crónica de un viejo infeliz que fue un niño feliz

Soy un hombre muy triste, soy un viejo llorón y amargo, un hombre triste y desabrido. Me he convertido en un hombre entristecido al que le ha dado por añorar su infancia, un hombre que provoca su memoria para que ella le devuelva algo del pasado y los recuerdos. Un viejo que extravió las muchas fotos que su padre hiciera de aquellos años infantiles tan felices.

Hoy viré la casa al revés y no encontré las diapositivas a color que buscaba, tampoco las imágenes más antiguas, fijadas en blanco y negro sobre la cartulina. Pero ya no tengo ni siquiera las imágenes que propiciarían los mejores recuerdos, esos que solo han quedado en mi memoria, en una memoria que se torna escurridiza. Y en busca de esa infancia fui al Zoológico de la calle 26, del que me separa un tramo breve, brevísimo.

Fui hasta allí porque quería reconstruir, con mi dañada memoria, esa que estuvo resguardada en las tantísimas fotos que nos hiciera mi padre en aquel parque que aún resulta encantador en mis recuerdos. Fui al zoológico a recordar. A ver mi madre entonces muy delgada y esbelta, luciendo la blusa estampada de las fotos, con aquel peinado que estuvo de moda en esos años y que aún me hace recordar al “príncipe valiente”. Yo fui al zoológico pero era larga la cola, y sedienta, y muy quejosa en todas esas conversaciones que escuché mientras esperaba.

Fui al zoológico, pero era larga la cola, sedienta, quejosa en todas esas conversaciones que escuché mientras esperaba. Los niños hacían preguntas, querían saber lo que podrían encontrar en un zoológico que fue fundado mucho antes de que la “Revolución” de Fidel Castro subiera al poder. Los niños lloraban porque tenían sed, porque era demasiado larga la cola y la espera para ver a los animales.

Los niños preguntaban a sus mayores en cuál lugar estaban los leones y dónde los elefantes. Los padres intentaban propiciar la calma de sus hijos, pero no lo conseguían y se frustraban, se enfadaban, gritaban a sus hijos reclamando una espera más tranquila. Pero los niños lloraban por el calor, la sed y el hambre. Porque querían mirar a los animales que no habían visto nunca de cerca y suponían encerrados en grandes jaulas, como había dicho la maestra. Los niños lloraban y los padres intentaban conseguir la calma en medio de una cola enorme.

Los niños y también los adultos esperábamos inquietos por el momento preciso de traspasar la entrada. Una entrada se dilataba, se enredaba, de la misma forma en que se enredan esas serpientes y asustarna cualquiera que las mire. Horas después, quizá tres horas después de estar mirando esos venados cornudos y de piedra que presiden la entrada del Zoológico de 26, me tocó entrar, y pude husmear, que para eso fui y esperé tantísimo. Y lo que vi me trajo la certeza de que no valió la pena tanta espera. O quizá sí. Lo que vi fue triste y traumático para mí, pero más para los niños y también para esos padres escépticos, que no esperan nada, que no creen en nada y les da lo mismo una cosa que la otra.

Lo que allá adentro vi debe ser eso que no se llevó el viento por pura casualidad o gracias a la justicia divina. Lo que vi cuando podría ser comparado con esos desastres que vemos tras el paso de un fuerte huracán. El zoológico ya no era el mismo que vi en mi infancia ni siquiera mucho después. Parecía que habían pasado mil ciclones y terremotos, pero lo terrible que por allí pasó fue sin dudas el comunismo, el castrismo.

Miré a un leopardo que no daba miedo, que daba lástima, que daban ganas de acariciarlo y traerlo a casa para alimentarlo mejor, arrullarlo después de tantos horrores y canalladas que debe haber sufrido. Tuve ganas de hablarle al leopardo que tal vez no consiguió un buen amigo en el zoológico.

Tuve ganas de cantarle a los animales lo mismo que le cantaba a los pollitos cuando era niño, que dicen “pío cuando tienen hambre, cuando tienen frío”. Tuve ganas de acariciar a la vieja hiena que estuvo ausente, escondida y temerosa al descubrir el hambre de quienes querían mirarla, personas que tienen hambre de comida, de libertad y hasta de muerte.

Caminé buscando vida en cada animal, pero eso fue lo que menos encontré. Miré a un triste cocodrilo que, como el perrito chino de la canción, le habría gustado ir a otro lugar, a la casa de alguien que le cantara una canción. Buscaba un cocodrilo, pero lo que encontré fue lo más parecido al cocodrilo del famoso dilema de Eubulides de Mileto. Caminé por el jardín donde estaba el cocodrilo malcomido, al que los niños compasivos le tiraban un pedazo de la confitura que tenían en las manos. Volví a mirar al cocodrilo, que parecía un lagarto hambriento, y a unos niños que me parecieron tan hambreados como los animales, como los padres que habrían querido arrasar con cada kiosco en los que vendían confituras.

Yo vi un zoológico desahuciado, un zoológico sin animales, con tristes ejemplares que provocaban lástima a todo el que los miraba y les tiraba “un salve”, una migaja de lo que estuvieran comiendo. El Zoológico de 26 es hoy una confitería a la que van los padres a comprarle golosinas a sus hijos, mientras los vendedores son unos mercaderes insensibles, que no escatiman a la hora de timar a los padres que quieren complacer a los hijos con una confitura. Todo es triste en ese zoológico donde hubo animales alguna vez. En aquel jardín que alguna vez estuvo repleto de animales hoy solo se encuentran juguetes plásticos que fabrican merolicos llamados “emprendedores” y a los que deberíamos llamar estafadores, quizá vampiros, que son hoy el centro del Zoológico de 26, en Nuevo Vedado, que alguna vez fue un sitio hermoso que atraía por su vegetación y sus animales.

El Zoológico de 26 es hoy una quimera donde se sueñan animales bien cuidados. El zoológico hoy es un mundo de carritos manejados por niños por los cuales los padres pagan una fortuna. El zoológico es un negocio, una infinidad de tarecos plásticos.

Texto y fotos: Jorge Luis González
Cubanet, 22 de abril de 2024.

lunes, 27 de mayo de 2024

La arquitectura de la inmigración española en La Habana

En muchas ciudades puede leerse la presencia de determinados grupos de inmigrantes a partir de la conformación de barrios de peculiar arquitectura y de la construcción de templos. Ellos refieren la importancia de una comunidad en suelo extranjero. Pero en el caso de la herencia española en Cuba, donde la asimilación de sus patrones es absoluta, al estar integrada tanto en la práctica como en la ley, pudiera parecer que la historia de su migración se diluye en el ADN mismo de las ciudades. Por eso resulta llamativo localizar en pleno territorio colonial obras que con fuerza marcan el flujo de esa migración, sus necesidades, hábitos e intereses.

Esto subraya el valor simbólico de los palacios, clubes y oficinas de las asociaciones regionales españolas en el contexto urbano capitalino. No obstante, las obras que mayor expresión a escala urbana tuvieron, y que sin duda elevaron el prestigio de estas comunidades, el poder de sus asociaciones e incentivaron aún más la afiliación, fueron las quintas de salud construidas a finales del siglo XIX e inicios del siguiente.

Hasta el momento en La Habana existían hospitales públicos y privados, que sobre todo constituían espacios de reclusión para personas de menos recursos, ya que los ricos recibían asistencia en su vivienda. Estos sanatorios guardaban en su diseño semejanza con el edificio conventual y se ubicaban en las afueras de la ciudad, con el objetivo de alejar a los enfermos y propiciarles un entorno más saludable. Conocidas fueron las casas de salud Belot (1821), en el litoral de Marimelena, cerca de Regla; la Quinta del Rey, en Concha y Cristina; Garcini (1838) en Carlos III, por la Quinta de los Molinos; y la Integridad Nacional, muy cerca de ésta.

El más avanzado de todos fue Nuestra Señora de las Mercedes (1880-1886), en 23 y L, El Vedado, evolución del primer hospital colonial San Felipe y Santiago, recolocado allí para alejarlo del centro urbano fundacional. Fue el primero en articularse a partir de varios pabellones y no de un solo edificio, con lo cual incorporaba con eficacia los nuevos laboratorios, salas de cirugía, rehabilitación, etc. que demandaban los avances médicos.

En el siglo XIX, las nacientes sociedades españolas pagaban a sus miembros los servicios de estas clínicas, e incluso el traslado de pacientes a España. Sin embargo, algunas apostaron a finales de siglo por construir sus propios centros hospitalarios. Todos ellos constituyeron grandes superficies, por lo general conformadas por la adición de terrenos que adquirieron con los años, en los cuales mantuvieron la tipología del hospital de pabellones.

Eran espacios abiertos con gran protagonismo de la vegetación, que circundaba cada uno de los inmuebles y decoraba las calles interiores del recinto sanitario. Gozaban por esto de una gran calidad ambiental propicia para el reposo y la sanación. Las áreas libres tenían un eficiente diseño de circulación vehicular y peatonal, que más de un siglo después funciona. También contaban con la debida iluminación y mobiliario urbano.

El nombre de quinta hace referencia a su condición como construcciones retiradas del centro de la ciudad. Sus pabellones reprodujeron la tipología de las casas de El Cerro, barrio muy popular en aquella época, donde se hacían construir viviendas aisladas, con jardines perimetrales y portales que en ocasiones también rodeaban el inmueble. Esta galería exterior techada también resultaba útil a la instalación sanitaria, facilitando junto a la disposición de múltiples y amplios vanos una adecuada iluminación y ventilación natural. Por otra parte, en muchos pabellones se tomó partido de la irregularidad del terreno para incorporar sótanos donde disponer la infraestructura técnica sanitaria, lo cual resultó novedoso para la época.

La primera de ellas fue La Purísima Concepción (1884-1935), del Centro de Dependientes del Comercio, hoy Clínico Quirúrgico Diez de Octubre. Sus pabellones llevan el nombre de los presidentes de la asociación, así como de benefactores y directores de la quinta. Los más antiguos que se conservan fueron construidos entre 1913 y 1919. Estos sustituyeron a los del siglo XIX para conseguir mayor tamaño y comodidad, aunque mantuvieron los pórticos perimetrales de líneas clásicas.

Al haber tardado varias décadas en completar el conjunto tal y como lo conocemos hoy, La Dependiente, al igual que otras quintas de salud, expone un catálogo de los estilos republicanos, transitando desde el eclecticismo de raíz clásica, hasta el art déco de pabellones como el Romagoza, el neogótico de la primera capilla sustituida por la actual neorrománica y el racionalismo de los laboratorios e instalaciones complementarias, adicionadas en la década de 1950. De ahí que haya contado con el concurso de arquitectos con lenguajes dispares como Tomás Mur, Víctor Morales y Max Borges, entre otros.

Le siguió la quinta La Benéfica (1894-1943), del Centro Gallego, hoy Hospital Miguel Enríquez. Utilizada por el Centro Asturiano desde 1886, fue adquirida en 1894 por los gallegos e inaugurada oficialmente como su sanatorio al año siguiente. Sus pabellones eran edificios neoclásicos de dos plantas identificados con números. Lamentablemente, ha sido la más transformada, por lo que solo conserva el edificio administrativo de cuatro plantas construido en la década de 1920, y la unidad quirúrgica racionalista de 1943. Asimismo, queda la preciosa portada ecléctica de la calle Concha como vestigio de los accesos que presidían estos complejos sanitarios. Solo en los archivos queda la huella de singulares estructuras como la capilla de 1886, casi réplica de la Villa Rotonda de Palladio, con una cúpula de 7,5 metros de diámetro y un altar circular para velar los cadáveres.

La tercera fue La Covadonga (1895-1931), del Centro Asturiano, hoy Clínico Quirúrgico Salvador Allende. Es la más grande de todas, con una superficie de 22 hectáreas. Está ordenada a partir de una avenida central ajardinada que preside el edificio Asturias (1919), dedicado a la administración. Tiene 22 pabellones dispuestos en una trama urbana regular, donde se definen las escalinatas que anteceden cada uno de estos templos de sanación. Lo cual no resta que haya incluido pabellones de singular expresión arquitectónica como su antigua morgue neoegipcia. También tuvo La Covadonga una capilla neogótica que ya no existe.

La última gran quinta fue Nuestra Señora de la Candelaria (1919-1927), de la Asociación Canaria, hoy Hospital Psiquiátrico 27 de Noviembre. Situada junto a la Calzada de Bejucal, al igual que las otras tenía su acceso en una vía principal de la ciudad (La Dependiente conectaba con Diez de Octubre, La Benéfica con Concha y La Covadonga con la Calzada del Cerro). Al haberse construido en solo ocho años, el diseño de sus pabellones es muy homogéneo. Según la arquitecta María Victoria Zardoya, "la capilla, inaugurada en 1933, se convirtió en el centro espiritual de la colonia canaria en Cuba y en ella se asumieron actividades extrahospitalarias que acentuaron la importancia de la quinta para esta comunidad", ya que no contaba con centro de recreo propio. En su diseño urbano y arquitectónico participaron arquitectos como Pedro Martínez Inclán, Ramiro Ibern y Luis Dediot.

Debe comentarse que, aunque más discreto que estos grandes centros hospitalarios, en 1924 la Asociación Hijas de Galicia fundó un hospital materno infantil, llamado Concepción Arenal, con seis pabellones de dos plantas. No obstante, de él solo se conserva el edificio de ocho plantas construido en 1957.

A pesar de los grandes problemas de conservación que enfrentan, como tantas instituciones hospitalarias en Cuba, estas quintas de salud están todas en activo y son consideradas zonas urbanas de valor histórico cultural, declaratoria justa pero insuficiente al igual que las acciones que se acometen en su salvaguarda.

Yaneli Leal
Diario de Cuba, 24 de marzo de 2024.
Foto: Así es hoy la entrada del antiguo Hospital La Dependiente, en el municipio habanero de Diez de Octubre. Tomada de Diario de Cuba.

lunes, 20 de mayo de 2024

Los 20 de Mayo y otros recuerdos de mi niñez

Nací en La Habana de 1942. En mi infancia, las dos fechas más esperadas eran el 6 de Enero, Día de los Reyes Magos, y el 20 de Mayo, Día de la Independencia. Cuando ingresé en la escuela primaria se sumarían dos más: la Semana del Niño y el 28 de Enero, aniversario del nacimiento de José Martí.

También, cómo no, las excursiones escolares, fueran al Parque Zoológico, el Valle de Viñales o las Cuevas de Bellamar; la preparación y entrega de la canastilla martiana el 28 de Enero; mantener ordenado el botiquín de la Cruz Roja; salir a la calle con una alcancía para recoger dinero el Día contra el Cáncer o visitar alguno de los Hogares del Veterano diseminados por la ciudad y que se ocupaban de la atención de los mambises que lucharon en nuestras guerras de independencia. Y, por supuesto, los carnavales, que en La Habana se celebraban en el mes de febrero.

En aquella época, las carrozas, comparsas, camiones y autos subían y bajaban por el Paseo del Prado, desde Malecón hasta la calle Monte, donde daban la vuelta. El público, en palcos, sillas o de pie, disfrutaba del espectáculo, diurno o nocturno a un lado y otro del paseo habanero más emblemático. Entonces, las barriadas de la capital tenían sus comparsas, la nuestra era Los Marqueses de Atarés, aunque también pasaba La Jardinera.

Lo que diferenciaba al 20 de Mayo de otras efemérides y actividades, era que se trataba de una jornada patriótico-festiva: junto a desfiles y banderas, se realizaban verbenas, retretas (conciertos) al aire libre y bailes populares, en clubes, sociedades o los Jardines de la Tropical. Ese día, la gente procuraba estrenarse una muda de ropa y un par de zapatos nuevos, una tradición que creo en Cuba mantienen los 31 de diciembre, los que pueden, claro.

Como el 20 de Mayo era feriado nacional, yo iba con mis padres a visitar a mi abuela Matilde en Luyanó. La guagua que cogíamos era la ruta 5 o la 10, que paraban en la Esquina de Tejas, a dos cuadras de la casa, y nos dejaba en la parada siguiente del hoy hospital materno-infantil Hijas de Galicia. Regresábamos temprano en la tarde, lo que me permitía con amiguitas de la cuadra, dar una vuelta a la manzana o ir un rato al Parque La Normal, nombrado así porque quedaba frente a la Escuela Normal de Maestros de La Habana, en San Joaquín entre Pedroso y Amenidad, Cerro. Antes o después, para curiosear, pasábamos por la Sociedad del Pilar, en Estévez y San Gregorio.

Nuestro barrio se llamaba El Pilar, igual que la Sociedad y la Iglesia, situada en Estévez entre Castillo y San Jacinto y que por párroco tuvo a un cura muy famoso, el Padre Ismael Testé. Fundada en 1848, la Sociedad del Pilar fue una de las más importantes de La Habana. Hurgando en internet, encontré que sus fundadores fueron un habanero, un catalán y un gallego y en sus directivas figuraron seguidores del movimiento reformista de la década de 1860, algunos de los cuales serían futuros luchadores en la Guerra de los Diez Años.

Los 20 de Mayo y los 12 de Octubre, día de Nuestra Señora del Pilar, en la Sociedad había fiestas y bailes. A propósito, vale la pena mencionar que entre los vecinos más notorios de nuestro barrio hay tres músicos: el violinista Enrique Jorrín (1926-1987), director de la Orquesta América y creador del chachachá (el primero, La engañadora, fue estrenado en marzo de 1953); el trompetista Elpidio Chapotín Delgado, cuyo tío-abuelo era el gran Félix Chapotín, y el compositor cubanoamericano Jorge Luis Piloto, hoy residente en Miami y quien a fines de la década de 1970 vivió en el mismo edificio donde nosotros vivíamos, en Romay 67 entre Monte y Zequeira. De los festejos por el onomástico de la virgen solo recuerdo que oficiaban una misa y una procesión recorría las calles cercanas a la iglesia.

De los 20 de Mayo, lo que más grabado se me ha quedado es la imagen de las banderas que los habaneros colgaban en puertas, ventanas, balcones... Más grandes o más pequeñas, más gastadas por el tiempo o acabadas de comprar: la enseña nacional formaba parte de la conmemoración de cada nuevo aniversario de la proclamación de Cuba como República. En el Parque Central, el Parque Maceo y el Anfiteatro, bandas de música, municipales o de la policía, ofrecían retretas. Eran gratuitas y asistían muchas personas, todas muy elegantes.

En el interior del país, las retretas o conciertos al aire libre no solo se ofrecían los 20 de Mayo y otras efemérides patrias, también los fines de semana. Al menos era así en Sancti Spiritus, cuando en las vacaciones de verano me pasaba una o dos semanas con familiares espirituanos. Una de las distracciones, el sábado o domingo, era sentarse a ver tocar a la banda de música desde la glorieta del parque que lleva el nombre de Serafín Sánchez (1846-1896), Mayor General del Ejército Libertador. O pasarse buena parte de la tarde o la noche dando vueltas por el parque, de brazos cogidos, por un lado las mujeres y por otro los hombres.

Por el blog Guantánamo City, he sabido que en la más oriental de las provincias, el 20 de mayo de 1902, en el Parque José Martí, situado frente a la Catedral de Santa Catalina de Ricci, a las doce del mediodía, varios veteranos, antiguos mambises, sembraron ocho palmas reales y una ceiba conmemorativa, justo en el momento en que en La Habana tomaba posesión de la presidencia de la República Don Tomás Estrada Palma. Donde actualmente se encuentra la estatua del Mayor General del Ejército Libertador, Pedro Agustín Pérez (1844-1914), existió una glorieta de dos pisos: en el inferior vendían helados, dulces y juguetes y en el superior la banda municipal tocaba la retreta. Y como en Guantánamo, en el resto de las seis provincias que había en Cuba antes de 1959, con gran fervor se conmemoraban los 20 de Mayo.

En las escuelas públicas, un acto cívico de los viernes siempre se dedicaba al Día de la Independencia. Se leían composiciones redactadas por los alumnos y poemas alegóricos. Uno de los más conocidos era Victoriosa, de la escritora y poetisa camagüeyana Aurelia Castillo de González (1842-1920). Entre los intelectuales cubanos que describieron los acontecimientos ocurridos el 20 de Mayo de 1902, se encontraba el historiador, político, periodista y escritor Emeterio Santovenia. En 1946 publicó "Un día como hoy", que a continuación reproduzco:

“La intervención de los Estados Unidos de América en los negocios públicos de Cuba fue breve, más breve de lo que se esperaba hasta por patriotas de la Isla muy optimistas. La reunión de la Convención Constituyente, la adopción de la carta fundamental, la solución dada al serio problema de las relaciones que permanentemente debían existir entre la Unión y la mayor de las Antillas y la celebración de elecciones para cubrir los cargos nacionales y provinciales cuya designación dependía del pueblo en un ordenamiento democrático fueron hechos y sucesos que aceleraron y anunciaron el advenimiento definitivo de la República. En el mes de mayo de 1902 todo estuvo listo para que el día 20 Tomás Estrada Palma asumiese la jefatura del Estado y el Congreso se hallase organizado y en condiciones de laborar.

“El 20 de mayo de 1902, a las doce horas del día, se llevo a cabo en el Palacio de la Plaza de Armas, en La Habana, la ceremonia de transmisión de poderes. Leonard Wood, gobernador militar de la Isla hasta aquel momento en representación de los Estados Unidos, leyó dos documentos: uno firmado por Theodore Roosevelt, presidente de la Unión, y otro suscrito por él, con el carácter expresado. Ambos estaban dirigidos al Presidente y al Congreso de la República de Cuba. El de Roosevelt expresó sus votos por el buen éxito del nuevo gobierno y por el mantenimiento de la amistad entre los Estados Unidos y Cuba. El de Wood, más extenso, entró en consideraciones acerca de la administración que cesaba y declaro terminados la ocupación y el gobierno de la Isla por la Unión. Estrada Palma leyó una corta exposición, dirigida a Wood, por la cual se dio por enterado oficialmente de lo dicho por Roosevelt y Wood y admitió que Isla de Pinos, como acababa de manifestar el Gobernador, quedaba bajo la jurisdicción de Cuba, a reserva de lo que sobre su situación jurídica definitiva acordasen los gobiernos de Washington y La Habana.

“El cambio de banderas se efectuó en los mismos momentos en que se producía en Palacio la ceremonia en que hablaron Wood y Estrada Palma. Minutos después el Presidente de la República, requerido por el del Tribunal Supremo de justicia, prometió por su honor desempeñar fielmente su cargo, cumpliendo y haciendo cumplir la constitución y las leyes del país. Estos actos, en los que no podía faltar una honda emoción, estuvieron acompañados del entusiasmo delirante de las muchedumbres que en distintos lugares de la capital de la Isla participaban de la alegría de un hecho glorioso. Las mujeres y los hombres que presenciaron la mudanza de pabellones aplaudieron y lloraron: sus vítores y lágrimas resumían los anhelos y sacrificios de varias generaciones de patriotas, de los que unos habían perecido en la demanda heroica y otros eran actores y testigos del grande acontecimiento que a todos conmovía.

“El hecho de que en los edificios públicos ondease la bandera de la estrella solitaria simbolizaba mucho más que, una transmisión de poderes: simbolizaba el advenimiento de Cuba a la soberanía internacional. Ya la Isla, desde el 20 de mayo de 1902, formaba parte del concierto de las naciones libres e independientes. Lo que esto llevaba costado, llenaba las mejores páginas de la historia patria. En la mayor de las islas del Caribe se iniciaba una vida nueva: la vida vigorizada y lustrada por la soberanía internacional.”

Por cierto, siempre pensé que el Asilo Santovenia, situado en la Calzada del Cerro entre Patria y Carvajal, se había construido gracias a Emeterio Santovenia. Pero en un post de 2009 del blog de Eufrates del Valle, encontré la aclaración:

"El actual Asilo Santovenia era conocido como La Quinta del Cerro, mansión palaciega propiedad de los Condes de Santovenia. La casa quinta fue construida entre 1832 y 1841 por Manuel Eusebio Martínez de Campos en El Cerro, el barrio de lujo habanero del siglo XIX. Los Condes de Santovenia vivieron allí unos años y luego la pusieron en venta. En 1886 fue adquirida por los albaceas testamentarios de la acaudalada cubana Susana Benítez de Parejo, fallecida en Madrid en 1885". La intención era fundar un asilo con capacidad para 200 ancianos, dirigido por las Hermanitas de los Ancianos Desemparados. Hoy, el Asilo Santovenia alberga el doble de internados, está considerado el mejor hogar de ancianos de Cuba, ha sido declarado Monumento Nacional y sigue siendo administrado y atendido por monjas católicas.

Tania Quintero
Foto: Visita que el 24 de febrero de 1952 la maestra Carmen Córdoba y un grupo de alumnas de la Escuela Pública No. 126 Ramón Rosaínz hicimos al Hogar del Veterano, en San Miguel y Agustina, en el municipio habanero de 10 de Octubre. Además de conversar con viejos mambises, le obsequiamos una caja de tabacos. Yo soy la del chalequito, en la fila delantera, la tercera de izquierda a derecha.