Nací el 10 de noviembre de 1942 en el Hospital América Arias, más conocido por Maternidad de Línea por su ubicación, en la calle Línea, esquina G, Vedado, La Habana. Hasta 1944 viví con mis padres y varios familiares en El Naranjito, Arroyo Naranjo. Tenía 2 años cuando nos trasladamos para el segundo piso de una vieja casa en El Cerro, la cual durante mucho tiempo compartimos con otras dos familias, para entre las tres poder pagar el alquiler. Desde 1944 y hasta 1979, cuando nos mudamos para La Víbora, mi vida estuvo vinculada a la calle Monte.
A menos de dos cuadras del Mercado de Cuatro Caminos, en Monte y Pila, quedaba mi escuela pública, la No. 126 Ramón Rosaínz. En ella cursé toda la enseñanza primaria, por las tardes (por las mañanas iban los varones). Cuando comencé el 5to. grado, y como premio por haber obtenido El Beso de la Patria, mi padre me dio permiso para estudiar inglés. Las clases se impartían en tres horarios, yo escogí el primero, de 6 a 7 de la noche. Al residir a dos cuadras y media de la escuela, en Romay entre Monte y Zequeira, me daba tiempo a quitarme el uniforme, ponerme un vestidito y coger la bolsita donde, entre otros libros tenía aquel de "Tom is a boy, Mary is a girl".
Cerca de nuestra casa quedaba también la famosa Esquina de Tejas, donde en una esquina estaba el cine Valentino y la valla de gallos (en ese lugar ahora hay una explanada y un edificio). Lo que más recuerdo son las cafeterías que había en las otras tres esquinas. En cualquiera de ellas, por muy poco dinero, se podía comprar un buen sandwich de pan de flauta, jamón, queso, pierna y pepinillo.
En las escuelas públicas y privadas donde antes de 1959 se podía estudiar inglés, en octubre se hablaba de Halloween. En noviembre, del Thanksgiving Day. Y en diciembre celebrábamos la Navidad, con un arbolito en el aula, y el habitual intercambio de postales y regalos. Mi padre, barbero ambulante, sólo me podía dar un peso para el regalo. El último obsequio comprado con ese peso todavía lo recuerdo: un pomo de colonia de Elizabeth Arden. Lo adquirí en Fin de Siglo, una de las grandes tiendas habaneras, ubicada en San Rafael y Águila, casi frente por frente a El Encanto. Me costó 0,99 centavos. La empleada, amable como entonces eran todas, me lo envolvió en un papel de regalo y le puso una cinta a tono, gratis.
Lo que más me gustaba de la celebración en el aula era que los maestros ese día llevaban un tocadiscos y ponían canciones navideñas. De casi todas nos sabíamos las letras y las cantábamos a coro. Mis preferidas: White Christmas (Bing Crosby); Blue Christmas (The Platters); The Christmas Song (Nat King Cole); Here Is My Heart for Christmas (Louis Amstrong); Silent Night (Mahalia Jackson); Santa Claus Is Coming To Town (Frank Sinatra); Have Yourself A Merry Little Christmas (Rosemary Clooney); Let It Snow (Dean Martin) y Jingle Bell Rock (Elvis Presley).
En la foto que preside este post tenía 2 años. Me la hicieron después que en 1944 nos mudamos para El Cerro. La bata era de color verde claro, las ovejitas, carmelitas, y amarillas las florecitas. Lo sé por una foto ampliada y coloreada que había en la sala de la casa. No tuve mucha ropa: mis padres no podían comprármela y ellos eran de la opinión que los niños no debían tener demasiadas cosas, porque terminaban no valorándolas y mal acostumbrándose.
Pero en mi infancia tuve batas muy bonitas y originales, hechas por mis tías paternas Lala, Cuca y Victoria. Las tres eran costureras, pero quien se hizo modista de alta costura fue mi tía Cuca, con quien en 1958 aprendí a coser, por el método de María Teresa Bello. La meca de las costureras era la calle Muralla, en la Habana Vieja. Allí se encontraba lo necesario para coser: telas, encajes, puntas, bieses, botones, hilos, zippers, de todo, para todos los gustos, ocasiones y precios.
En los primeros años, mi mamá me hacía bucles. Después, y hasta los doce, llevé trenzas, rematadas con cintas de colores (para la escuela eran azules o blancas, acorde al uniforme). Al nacer me "abrieron las orejas" y en mi infancia nunca usé otro tipo de aretes que no fueran argollitas de oro. También desde muy niña usaba una pulsera o "identificación", con mi nombre, y una cadenita de oro, con un gatico. Ahora eso es un lujo en Cuba. Entonces era una tradición.
En mi época, tenía que ser extremadamente pobre una familia para que los padres no le pudieran comprar alguna prenda de oro a sus hijos. De oro 18k, que era -y todavía es- el kilate favorito de los cubanos. No sé si fue porque la enfermera antes de salir del hospital me "abrió las orejas" con un par de argollitas de oro 18k, lo cierto es que nunca pude usar aretes de fantasía: me hacían daño. Cuando crecí, preferí la plata al oro. A no ser aretes, nunca más usé cadenas ni pulsos. Relojes, baratos, sencillos y femeninos. En Cuba odiaba las marcas, en Suiza también. Uno nace encuero y cuando se muere, los gusanos nos van a dejar en puro hueso. Y si nos incineran, ni eso.
Los cubanos nacidos después de 1959 quizá no sepan que La Habana estaba llena de joyerías. Cuervo y Sobrinos era la más famosa. Pero no había que ir hasta el centro de La Habana, donde quedaban las grandes tiendas, para comprar prendas. Además de vendedores a domicilio, por toda la ciudad había pequeñas joyerías, en su mayoría propiedad de judíos, polacos, libaneses, españoles, portugueses...
Mi padre nunca acudió a una casa de empeño y siempre evitó comprar a plazos. Prefería esperar a tener el dinero y pagar al contado. Tampoco fue amante de pedir dinero prestado y menos de apuntar a la bolita o charada y comprar billetes de lotería. Decía que todo eso enviciaba. Cuando en 1964 nació mi hija, su primera nieta, le quedaba poco tiempo de vida. Sin mi madre ni yo saberlo, empezó a guardar dinero para que cuando falleciera pudiéramos pagar una buena funeraria, una buena caja y buenas coronas. Poco antes de caer en coma le entregó el sobre a mi madre. Sin perder la serenidad y sangre fría que siempre le caracterizó.
El 7 de octubre de 1966, cuando mi padre falleció, todavía uno podía escoger la funeraria. A él le gustaba la Caballero, en 23 y M, por lo céntrica, pero ya la habían cerrado. No nos quedó más remedio que velarlo en la funeraria Rivero, en Calzada y K, Vedado. Todavía en esa fecha se podía comprar un féretro de caoba con asas de bronce y le mandamos a hacer un sudario. Tuvo el velorio y el entierro que quiso, con el dinero que ahorró. No le gustaban esas colectas que suelen hacerse cuando alguien muere.
Esta foto es de una excursión que hicimos al Zoológico de la Avenida 26. Nos llevó la Seño Carmita, que aparece sentada y rodeada de todas las alumnas de 3er. grado. En el banco, de izquierda a derecha, soy la segunda, con trenzas y lazos. En el brazo, la identificación de oro con mi nombre que me acompañó durante toda mi niñez.
De ese grupo, las amiguitas mías fueron Teresita, arrodillada delante de la maestra, y Zenaida, gordita medio perdida entre dos más altas, de pie, penúltima a la derecha. Teresita residía en el segundo piso de un edificio que todavía debe existir en Cristina y Pila, en los bajos había un bar. Iba a estudiar a su apartamento porque Aurorita, hermana de Teresita, estaba en 6to. grado y nos podía repasar y aclarar dudas.
Zenaida vivía en Monte entre Romay y Fernandina, en un solar al doblar de mi casa, y con ella iba y venía de la escuela. A veces estudiaba y jugaba con ella. Como otros niños del barrio, Zenaida y yo todos los veranos íbamos a la escuelita de las maestricas, que durante los dos meses de vacaciones funcionaba en la sala de la casa de dos maestras, a dos puertas de mi domicilio, en Romay entre Monte y Zequeira.
Por cada mes había que pagar un peso, pero como yo tenía la suerte de tener "familia afuera", en otra provincia, sólo asistía un mes: el otro me lo pasaba en Sancti Spiritus, ciudad natal de mi madre, tías y abuelos maternos. Había niños que podían irse con sus padres unos días a Miami, algo normal entonces.
Pero en mi infancia, tenía más 'caché' poder pasar unas vacaciones con parientes "del campo". Cuando regresaba, podía contar que en la casa de la tía Rosita, en la calle Cádiz (posteriormente nombrada Carlos Roloff) las aceras eran altas, en el medio no había asfalto, si no tierra y los lecheros repartían la leche en caballos. En vez de litros, como en La Habana, la dejaban en tambuches metálicos.
En el desayuno, la tía Gloria hervía la leche en un gran caldero y con un cazo te servías la que quisieras, en unas jarras altas. A mi mamá le gustaba la nata, pero a mí me la colaban. El café lo dejaba al lado del fogón de carbón, en una cafetera de peltre, y en la mesa, cubierta con un hule de cuadros rojos, ponía una fuente con panza hervida, algo que gustaba mucho al tío Tomás y a mí también. En un pote, mantequilla hecha por la tía Gloria y en un plato, queso blanco. Además, pan fresco y galletas de manteca.
Rosita y Gloria eran tías paternas de mis primas Teresa y Sara, pero siempre las tuve como tías propias. Mulatas, muy altas, habían estudiado en un colegio de monjas y eran muy hacendosas. Rosita, de piel más clara y delgada, se quedó solterona, y Gloria, más prieta y corpulenta, se casó con Vicente y tuvo dos hijos. La tía Rosita siempre trabajó en la casa de los Mendigutía, una de las familias espirituanas más ricas. Con un dinero ahorrado montó una quincalla en la sala de la casa.
La tía Gloria era repostera y casi todos los días tenía que elaborar un cake para un cumpleaños, bautizo o boda. Mis primas y yo ayudábamos a batir las claras y a decorarlo. Preparaba cakes para todos los gustos, el que más me gustaba era el de naranja. Chichita, la abuela de mis primas, tenía más de 90 años, y la respetábamos mucho. No se podía hacer ruido cuando se acostaba a dormir la siesta, en una cama muy antigua con un mosquitero grande y tupido.
Dejo los recuerdos de Sancti Spiritus y vuelvo a la la capital. Setenta años después, ya no se parece a la ciudad donde en 1942 nací. Tras décadas de desidia y abandono fue desapareciendo. Pese a las ruinas y los dictadores, La Habana seguirá siendo La Habana. Por los siglos de los siglos.
Tania Quintero
Leer también: De mi infancia habanera y La Habana de mi infancia.
Hola, aunque soy un poco más joven que Ud. mi infancia coincidió en muchas cosas con la suya, los bucles, que mi madre adoraba y yo odiaba, hacer silencio mientras mi padre dormía la siesta, el respeto a los mayores, las prendas de oro,que, curiosamente, tampoco me gustan en la actualidad, sólo utilizo los aros, aunque echo de menos un reloj marca Nivada que me regaló mi padre por unas buenas notas y una pulsera que tenía una moneda de cinco pesos oro, también regalo por el mismo motivo. Tuve que dejarlos en Cuba al salir de allá en 1970, me hubiera gustado tenerlos conmigo por su valor sentimental, pero desgraciadamente no pudo ser, aunque los recuerdos sí que los mantengo vivos en mi corazón, eso es algo que ni la dictadura puede arrebatarme.
ResponderEliminarSaludos,
Gracias, Lola, por este comentario y el anterior. Me alegro que pese a la diferencia de edades y tal niveles sociales, nuestras infancias hayan tenido similitudes.
EliminarCreo que cuando volvemos la vista atrás, los cubanos que nacimos en las décadas de 1940 y 1950, nos damos cuenta de lo afortunados que fuimos, porque pudimos conocer y disfrutar de un país y familias que aunque fueran pobres, tenían buenos modales, eran honestas y serviciales.
Otra dicha fue tener los maestros que tuvimos, quienes no solo nos dieron buenas clases, si también nos trasmitieron una serie de valores, en asignaturas como Moral y Cívica, o con sus propios ejemplos. Maestros que amaban el magisterio y eran respetados por la sociedad.
Esta semana mi hijo, Iván García, escribió sobre el desastre que hoy es la educación en Cuba, próximamente saldrá en el blog Desde La Habana (www.desdelahabana.net). Un abrazo, Tania
Feliz cumpleaños por adelantado, un abrazo. Un post muy bonito.
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