"¿ El Encanto? ¿Eso fue un cine?", me responde el joven de unos veintitantos años.Viste una camiseta de Piqué, lleva varias cadenas de acero abrillantando su cuello y apenas levanta los ojos de su smartphone para responder la pregunta que le hago en el 'parque de la güifi' de Galiano, donde casi todas las tardes se conecta con su jevita (novia) que está en México.
De la franja de público que más importa a la actriz Ederlys Rodríguez está la llamada Generación Z, que se considera parte del nuevo milenio, aunque sus integrantes nacieron aproximadamente de 1994 en adelante. Muchos creen que ellos mantienen una accidentada línea de comunicación con el pasado, porque privilegian demasiado el presente.
“No tienen por qué conocer quién fue César Romero o Tyrone Power, estrellas del viejo Hollywood que visitaron El Encanto, y sería muy interesante saber cómo repercute la obra en ellos y qué les llama la atención; si recuerdan algo que les contó su abuelo o su abuela”, dice Ederlys, acomodando una de las maquetas de cartón, en medio de los preparativos del estreno de El Encuentro, el viernes 28 de septiembre a las 8:30 de la noche en la sala El Ciervo Encantado.
El otro segmento de público que demanda mucho interés puede, sin más, aterrorizar a los autores de este espectáculo unipersonal que se repite el sábado y domingo en igual horario del viernes. Ese público posee la perspectiva del testigo histórico. Se trata de quien “que vivió la época, ya sea en su niñez o adolescencia, o en su madurez, y que hasta puede recordar el olor que tenía la tienda”, resume la actriz.
Esas generaciones potencialmente facultadas para recuperar sensitivamente El Encanto -si a estas alturas eso es posible-, están en vías de extinción. En el imaginario colectivo de un país, la leyenda que fue el glamoroso establecimiento de siete pisos y sesenta y cinco departamentos, desde 1949 situado en la céntrica esquina habanera de Galiano y San Rafael, va quedando sepultada por capas de olvido cada vez más gruesas.
Así que, visto sin mayores pretensiones, El Encuentro es una operación contra el olvido, que surgió por un trabajo escolar encomendado al hijo de la actriz para la asignatura de Cívica. “Fue una de esas tareas en que me esforcé un poquito más. Comenzamos a investigar y realizamos entrevistas a personas que trabajaron en la tienda y nos gustó el sentido de pertenencia que nos comunicaban, el amor, la entrega, la educación y el respeto con que trabajaban y eso nos marcó mucho”.
Evocado en la Cuba de los 60 desde la literatura y el cine con Memorias del subdesarrollo, y recientemente con la novela El Encanto, de Susana López Rubio (Madrid, 1978), el negocio levantado en 1888, primeramente en Guanabacoa por los Solís, hermanos asturianos, fue un ícono comercial muy importante de La Habana.
El 13 de abril de 1961 la tienda fue saboteada. Uno de sus empleados, que trabajaba para la CIA, colocó C-4 en su interior. Un intenso fuego y explosiones destruyeron completamente el edificio. La única víctima fatal del incendio fue la empleada Fe del Valle. Entró en los almacenes en medio de las llamaradas y el humo, para salvar la recaudación de ese día, destinada a una escuela rural. El parque surgido de los escombros lleva su nombre y una tarja la recuerda con una frase de Fidel Castro, que no alude a los hechos, sino al coraje de aquéllos que “no cobraron sueldo por morir”.
Sea porque fue la última de la república capitalista; sea por la disparidad entre la violencia de Estado y el glamour citadino; sea por su música de viscoso bolero y jadeante rocanrol; sea por una modernidad postiza y una pobreza obscena; sea porque una isla se coló, casi de intrusa, en el mapa mundial de la política, la década de los 50 está en la mente de muchos, y en no pocos que ni siquiera la vivieron. La mayoría de quienes la evocan lo hacen mediante una visualidad, por tramos tozudamente estereotipada, que pretende eternizarla para el consumo turístico. En dos palabras: venden nostalgia -o lo que se entiende por ella- de un país que ya no existe.
“No me atrevo a decir que sea una fiebre por los 50, pero hay necesidades de expresar capítulos de nuestra historia y eso tiene un valor”, argumenta Ederlys Rodríguez, ella misma otra seducida por esos años, pese a haber nacido en 1977. “Cada década marca una diferencia y tiene un color, un gusto, un sabor, una felicidad, un dolor y si ves la obra Historias bien guardadas, me hubieras dicho eso mismo de los 30”.
Hace un par de años, el grupo de teatro titiritero La Salamandra, comenzó sus incursiones en el teatro de papel. Lo hizo con Historias bien guardadas, tomando como materia prima el libro Artículos de costumbres, del historiador Emilio Roig de Leuchsenring. De ahí surgió el personaje de Rosario, la romántica, encarnado por Ederlys, que mereció un reconocimiento en los Premios Villanueva de la Crítica Teatral, concedido por la Sección de Crítica e Investigación Teatral de la Asociación de Artistas Escénicos de la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba).
“Esbozar, porque es nada más que eso, una década con sus privilegios, con sus altas y bajas en un producto artístico, bien vale la pena porque es una visión de ese creador, en el formato que sea. Creo que esa visualidad de los 50 es encantadora, desde la moda, la música, el cine. A mí me enamora, y de alguna manera, El Encuentro es un acto de respeto a lo que ha sido nuestra historia”, me dice Ederlys, y aprovecho para hacerle un par de preguntas.
¿Al redescubrir El Encanto, a partir de la tarea escolar de tu hijo, lo asimilas como un símbolo de la modernidad?
-Primero que todo del buen gusto, de la educación, de los buenos modales, de la moral, del respeto. Había mucho respeto entre los trabajadores y desde los trabajadores para el cliente, todo ese mundo sería como un tributo a todos esos valores, por qué no.
¿Por contraste?
-Digamos que sí. Desafortunadamente esos valores no los encuentra en todos los lugares que hoy uno visita, ya sean comerciales, administrativos, gastronómicos...
El Encuentro se aprovecha de los réditos dejados por Historias bien guardadas. En ambas puestas, donde el trabajo del diseñador Mario David Cárdenas es determinante, predominan las dinámicas narrativas basadas en la miniaturización escenográfica y en la interacción con medios audiovisuales de la época. El desafío mayor en El Encuentro ha sido manejar las escalas: llevar una mole de siete pisos con una superficie de casi una parcela, a maquetas no mayores que la caja de un cake. Un mundo ficticio en el que deben creer el actor y el público. Una verosimilitud que demanda colaboración, entrega y predisposición intelectiva del espectador. “Ésa es la debilidad del teatro de papel, que se hace para un espectador bastante cercano al lugar de representación. Es muy difícil”, confiesa Ederlys.
La historia que se narra en El Encuentro es simple, pero con las tensiones de una bomba emocional. Una nieta que regresa a Cuba luego de años de ausencia y que acepta los dictados sentimentales de una abuela, ya muerta, cuyo legado, por medio de una carta, es lúdico y hermoso: los recuerdos de sus juegos infantiles, los fines de semana, en una ficcionada tienda de El Encanto. “Soy la nieta y me desdoblo a partir de la representación del propio juego que hacían ella y la abuela”, explica la actriz.
Condicionada por una economía casi minimalista, la pieza, de tan solo 45 minutos, asesorada por Yudd Favier y con diseño de vestuario del experimentado Eduardo Arrocha, se sirve de la publicidad de los 50 -jingles de la propia tienda - para energizar la dramaturgia del espectáculo, “que por eso es muy visual”.
Dos personajes mediáticos son imprescindibles. La radio, “que se encarga de ayudarme en sentido figurado a recordar todo lo que era el juego de ellas y que devuelve el sonido de la época, hasta con scratch”, y la televisión, entonces en su alborada, a partir de un corto del programa Aquí todos hacen de todo, con Germán Pinelli, en el que se promocionan los aparatos Capehart.
El llamado teatro de papel no es una novedad en el mundo. En Cuba, tal vez. Deudor del teatro de sombras para niños, técnica de las antiguas culturas en Egipto, Grecia, Roma y sobre todo en Asia, donde actualmente se siguen ofreciendo representaciones, incluso para adultos, esta especialidad registró en Occidente su primer atisbo en la caja escénica de Martin Englebrecht en el siglo XVIII, un artefacto que cien años más tarde se conocería como diorama por Louis Daguerre en 1822, precursor de la fotografía.
De acuerdo con la investigadora española Lucía Contreras Flores, el teatro de papel se vio favorecido por las estampas de las obras impresas en los programas de mano, que se convirtieron en objetos de deseo y colección para jóvenes aficionados. Según Contreras: “El interés que suscitaban hizo pensar a William West, un impresor británico, en la posibilidad de convertir la afición de los jóvenes en un negocio, y en 1808 encargó a uno de sus aprendices, John Kilby Green, la primera producción de estampas de teatro juvenil. Las llamaron Juvenile Theatrical Print y en muy poco tiempo se convirtieron en uno de los juguetes de más éxito en la historia de Inglaterra. En 1812, viendo cómo prosperaba el negocio de su patrón, Green decidió probar fortuna por su cuenta creando el primer frontal o proscenio de teatro y copiando y editando las obras de su antiguo jefe. Nacía el Toy Theatre”.
Los teatros de papel o de juguete han sido defendidos por escritores y artistas encumbrados, desde Robert Louis Stevenson hasta Charles Chaplin. Andersen, por ejemplo, desarrolló sus fantasías infantiles jugando con un teatrito, en tanto Lewis Carroll ofrecía a sus amigos representaciones domésticas no aptas para todos los públicos y Frida Kahlo fabricaba sus propios sets.
La investigadora española afirma que Oscar Wilde, Ibsen, Chesterton, Strauss, Goethe, Picasso, Dickens, Orson Wells, Laurence Olivier, Ingmar Bergman y Andrew Lloyd Weber, también manifestaron su gusto por los teatros de mesa. En España, Jacinto Benavente, premio Nobel de Literatura en 1922, respondía así a un periodista sobre cuáles eran sus juguetes predilectos. “Los teatritos. Llegué a reunir no sé cuántos. Yo me inventaba las comedias y movía los monigotes con alambres, y hacía diabluras”.
Pese a que le sobrevivieron sus seis sucursales provinciales, El Encanto de La Habana creó toda una mitología en torno suyo. Merecida. Sobre todo a partir de la década de 1950, donde se define su cénit. Fue una tienda pionera en muchas de las técnicas comerciales que aún perviven, entre ellas el uso tarjetas de crédito y certificados de regalos a sus clientes. Incluso a los más distinguidos se les hacía sus entregas a domicilio.
Fue la primera tienda por departamentos en Cuba y aunque era el templo de las élites, cada martes comercializaba variedad de productos por debajo de cinco pesos. Toda la ropa que se vendía salía de sus propios talleres, con tal de ofrecer garantías al cliente y controlar la calidad que establecían en sus productos textiles.
Sus empleados tenían una etiqueta de vestuario: en el invierno se vestían de negro y de blanco durante todo el verano. Las empleadas siempre debían usar medias largas, tener el pelo arreglado y estar bien maquilladas. De sus filas surgieron emprendedores que de vuelta a España fundaron cadenas de alto impacto, como Galerías Preciados y El Corte Inglés.
Ni hablar de las celebridades que pasaron por sus departamentos. En sus escasas horas habaneras, Albert Einstein fue obsequiado con un sombrero jipijapa para atemperar el sol caribeño. Tyrone Power protagonizó un comercial de la tienda. Ava Gardner se maravillaba de sus escaparates y el cowboy John Wayne mandaba a confeccionar sus camisas a la medida en las sastrerías de la tienda. Una caprichosa Miroslava exigía en sus contratos, en el momento de rodar un filme, que sus vestidos fueran adquiridos en El Encanto mientras que la diva María Félix solía recrearse en el Salón Francés del inmueble. El gurú de la moda Christian Dior, quien tenía pavor a los aviones, cruzó el Atlántico para visitar los almacenes, en los cuales se exhibían sus modelos exclusivos, algo que solo sucedía en París y La Habana. ¡Olvídense de Nueva York!
Pero no muchos saben un dato cortejado por la intimidad de la historia. La chaqueta que Che Guevara llevaba puesta en la despedida de las víctimas del vapor La Coubre, volado por la CIA en 1960 en el puerto de La Habana, y que Alberto Díaz, Korda, captara con su Leica, fue comprada por el comandante en El Encanto, para entonces un proveedor de ropa verde olivo.
Y con esa foto, la más reproducida del siglo XX, y tal vez de todos los tiempos vividos, un mínimo de la mitológica tienda sobrevive a su trágico final, desde el anonimato de una prenda y la memoria de unos pocos.
Ángel Márquez Dolz
On Cuba Magazine, 28 de septiembre de 2018.
Video tomado de Diario de Cuba. En las dos fotos, hechas por el autor, aparece la actriz Ederlys Rodríguez.
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