Muchos sienten nostalgia por el lugar donde nacieron y se desea volver a esos sitios de la niñez y la adolescencia, cuando estamos lejos. Ese sentimiento de añoranza me atrapó hace unas semanas e hizo que retornara a aquel barrio habanero en el cual viví mis primeros años: El Pilar.
Nací hace 69 años en la clínica San Juan Bosco (actual policlínico Abel Santamaría), en la Calzada de Monte entre Romay y Fernandina. Del otro lado de la calzada se extendía el barrio de El Pilar. Hasta los 12 años residí en un modesto apartamento de un edificio situado el número 61 de la calle Zequeira.
En el barrio de El Pilar se hallaba la parroquia donde ejerció su ministerio eclesiástico Ismael Testé, el sacerdote que me bautizó.
La primera visita que hice en El Pilar fue al inmueble donde nací. Con sorpresa encontré que las dos altas puertas de madera de su entrada principal desaparecieron. Los portones fueron sustituidos por rejas anacrónicas y mal hechas. El techo del zaguán que da paso al pasillo y la escalera al primer piso tiene en varios lugares las cabillas al aire, pues ha perdido casi por completo el repello. Otras partes de la construcción se encuentran en similares condiciones, y la escalera de caracol que conduce a la azotea da la impresión de que se derrumbará pronto.
Los establecimientos que había en la cuadra donde habité se esfumaron. Existía una bodega en cada esquina. Frente a un puesto de chinos había una carnicería. También había una lavandería y una barbería. De la escuela pública tampoco queda rastro. Solo quedan las casas particulares, y eso porque sus moradores se las arreglan como pueden para mantenerlas.
Encaminé mis pasos hacia la histórica Esquina de Tejas, dos cuadras de mi antiguo domicilio. Allí ya nada queda. El bar-cafetería y panadería, situado en una de las esquinas, donde mis padres adquirían los gigantescos sándwiches de aquella época para tres personas por un peso con veinte centavos, y que eran de los mejores de La Habana, está en peligro de derrumbe.
El cine Valentino -al cual los muchachos llamábamos “el palomar de Bartolo” por su estructura—, la valla de gallos y la florería fueron demolidos. El espacio lo ocupan hoy dos edificios de 20 plantas, que ya presentan problemas de deterioro debido a la falta de mantenimiento.
En la cuadra que se encuentra entre la Esquina de Tejas y San Joaquín, recuerdo que había otra excelente panadería, el estudio fotográfico Roxy, una joyería, un tostadero de café donde se compraba este producto molido al instante, una ferretería, una bodega y un bar, entre otros comercios. Todo esto se fue a bolina.
La antigua Casa Mimbre, donde mi padre adquirió el juego de cuarto que aún conservo, fue reconstruida en su totalidad, tras desplomarse parte del inmueble. Hace más de seis décadas contemplé en sus vidrieras un tren eléctrico de juguete que me hizo soñar con él por mucho tiempo. Ahora, en La Casa Mimbre venden cualquier cosa, excepto muebles de mimbre.
En la acera de enfrente había una tienda que vendía efectos electrodomésticos, donde por vez primera en mi vida vi un televisor a color. En la misma cuadra había dos peleterías, otra mueblería, un bar y una bodega. Todo esto en solo unos cien metros.
Otros establecimientos que existieron en Monte entre Romay y Fernandina, fueron las tiendas El Almacén, La Defensa (tejidos y confecciones), la Casa Bulnes (quincalla) y La Casa Roja, en la misma esquina de Monte y Fernandina. Dos cuadras más abajo, antes de llegar al Mercado Único se encontraba la famosa Casa de las Liquidaciones, más conocida por la Casa de los Tres Quilos. Hoy casi ninguno de esos locales existe y los que quedan en pie ya no son los comercios que eran.
En el piso de un portal en la Calzada de Monte, existió un comercio cuyo nombre fue Cuba Libre. En ese espacio, hoy en ruinas, personas provenientes del interior del país improvisaron viviendas al estilo llega y pon. ¡Qué ironía del destino!
La tristeza y estupor que me produjo ver tamaño desastre me hace pensar en lo difícil y costosa que será la reconstrucción de aquella gran Habana en una Cuba democrática. Ojalá Dios me dé vida para verlo.
Texto y foto: Jorge Luis González Suárez
Cubanet, 2 de marzo de 2018.
Nota.- En la foto aparece el tramo de la Calzada de Monte entre Romay y Fernandina. Antes de 1959, en el inmueble blanco descolorido con columnas en carmelita radicaba la Clínica San Juan Bosco, donde nació el autor y hoy radica el policlínico Abel Santamaría, que en los años 60 estuvo en los altos de la mueblería La Casa Mimbre. A la izquierda, en los bajos, había una panadería-dulcería donde vendían unas sabrosas torrejas, y en los altos quedaba la Academia De La Nuez, que ofrecía cursillos preparatorios para presentarse a los exámenes de ingreso a la Escuela Normal de Maestros, en San Joaquín entre Pedroso y Amenidad, y la Escuela Profesional de Comercio, en Ayestarán y Néstor Sardiñas, las dos en la ciudad de La Habana.
En 1957, di un cursillo de tres meses que costó 30 pesos, un dineral entonces y que a regañadientes mi padre pagó -y me hizo prometer- que iba a obtener una plaza de ingreso a la Escuela de Comercio, que tenía la ventaja que si uno no obtenía una buena calificación para ingresar en el primer año, podía presentarse al pre-comercial. De las 100 plazas para el primer año, obtuve la número 47. Volviendo a la foto. En la casa a la derecha, pintada de azul y rojo, una de las más viejas de la zona, vendían máquinas de coser Singer, que siempre exhibían en el portal. Desde 1944 hasta 1979, cuando nos mudamos para La Víbora, junto a mi familia viví en Romay 67 entre Monte y Zequeira, una cuadra que entonces como ahora pertenecía al barrio El Pilar y al municipio Cerro.
A propósito de la Academia De La Nuez me gustaría aclarar que De La Nuez era profesor de matemáticas, un mulato de ojos claros de unos 50 años. Como tantos otros en aquella época, al margen de su labor como maestros, podían tener ese tipo de escuelas privadas. En la misma esquina de Monte y Romay, en los altos, hubo un colegio particular llamado Toledo y que también ofrecía cursillos preparatorios, un poco más caros. En mi cuadra, en Romay entre Monte y Zequeira, cuando llegaban las vacaciones escolares (junio, julio y agosto), dos hermanas que eran maestras y los vecinos les decían "las maestricas", en la sala de su casa montaban una especie de aula de repaso a la cual asistían niños del vecindario. Costaba un peso mensual, había dos sesiones, mañana o tarde, y podías ir solo una semana, quince días, un mes, dos o tres. Para aquellos padres que los dos trabajaban, era un alivio poder tener al hijo o hijos en 'escuelitas de barrio' los tres meses de receso escolar. A diferencia de las escuelas públicas y privadas cubanas, donde era obligado ir de uniforme, a esas 'escuelitas' se iba con ropa de calle (Tania Quintero).
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