Es verdad que es un viaje extraño, singular y doloroso, pero Bebo Valdés (Quivicán, 1918- Estocolmo, 2013) el gran pianista, compositor, director de orquesta y arreglista cubano, encontró con la muerte, es decir con la eternidad, una manera de volver definitivamente a su país. Y de regresar como vivió desde el día que decidió exiliarse y quitarse la dictadura de la cabeza: libre.
Salió muy temprano, a principios de la década del 60, y se pasó más de medio siglo con su piano en un bolsillo interior del saco por México, Estados Unidos, Suecia y España, sin importarle trabajar en el anonimato, por ejemplo, en el escenario de un restaurante de Estocolmo, donde, como dicen los críticos, tenía que amenizar las sopas y los fricasés de los comensales. Unos señores que ni siquiera imaginaban que aquel negro enorme, solemne y serio que tocaba, era uno de los artistas más importantes de la música americana del siglo XX.
Nunca sabremos cómo era su felicidad, su alegría y sus momentos de ternura en ese tiempo de marginación y olvido, aunque el hombre había reencontrado el amor y la familia, su esposa y dos hijos. Y el artista, tenía talento, vocación, oficio y poder para seguir escribiendo música y arreglos. "Cuando hago mis composiciones, las hago porque me gustan. Si no las uso quedarán para mis hijos".
En aquellas tres décadas de silencio, Bebo Valdés sabía muy bien las deudas que tenían con su música, personas como José Antonio Méndez y César Portillo de la Luz, los fundadores del filin (esa poesía cantada en tiempo de bolero), que habían ramoneado en sus sonoridades para hallar la verdad. Y otro tanto y algo más desde México le debía México Pérez Prado, cuando se encontró con el mambo y los compositores del jazz afrolatino, los inventores del son montuno y de todo lo que fuera armonía pura y cadencia criolla.
Valdés escribió mambos, creó un ritmo particular llamado batanga y trabajó como arreglista de los más destacados artistas de su país, como Ernesto Lecuona, Rita Montaner, Xiomara Alfaro, Rolando Laserie y Benny Moré, y de cantantes como los chilenos Lucho Gatica o Monna Bell.
Borrado de la historia de la cultura de su país por el odio de la burocracia, la intolerancia y la incultura, el músico se mantuvo tranquilo frente al piano, creativo, sin dejarse vencer por las tentaciones ni por la nostalgia y fiel a la promesa verbal que le hizo a su madre, horas antes de abandonar La Habana que nunca lo abandonó, de no volver a Cuba mientras existiera el comunismo.
Cuando el saxofonista Paquito D’Rivera lo llamó, en 1994, a su casa sueca para grabar Bebo Rides Again en Berlín y el cineasta Fernando Trueba lo incluyó en su documental Calle 54, Bebó Valdés renació para el gran público y recobró de manera tardía el bullicio y la gestión superficial de la fama. La gloria no lo dejó nunca porque suele tener una complicidad probada con los hombres humildes y discretos.
Antes del viaje final sin voz ni pasaporte, Valdés se había mudado para Andalucía. En el patio de una casa que compró en Benalmádena, Málaga, creía ver mejor el sol y los colores de su querido pueblo, Quivicán, una villa habanera en que él ha vuelto a ser y será para siempre Caballón, un muchacho alto, muy alto, que aprendió a tocar en un piano escorado que costó dos pesos y que amaba la música desde que nació.
Raúl Rivero
Blog de la FNCA, 23 de abril de 2018.Leer también: Mi homenaje a Bebo Valdés y Mis recuerdos de Bebo Valdés.
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