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miércoles, 13 de enero de 2016

Mi "Dama de Blanco"



A Gipsia Cáceres, in memoriam

Cada vez que leo la última noticia acerca de las Damas de Blanco, cada vez que observo en vídeo a esas luctuosas cubanas de todos los colores recorrer a porfía las calles habaneras con sus quejas silentes estampadas en el rostro, bajo miradas curiosas, indiferentes u hostiles, me pongo en la piel de la mía muerta y siento una pena adicional por ella, que no tuvo ocasión de manifestar de esa nobilísima manera el dolor por la falta de libertades en la Isla y la separación forzosa de su marido, ese tremendo doble castigo infligido a la vez al reo y a su amada que es el más cruel de cualquier cautiverio, donde cada recluso se aferra a sus manías.

Gipsia Liduvina Cáceres de la Guardia, mi difunta esposa, era una auténtica hija de Ochún, una mulata atractiva y coqueta como para ella sola, nacida para el amor y el goce de la vida en clave sensual en pleno corazón de La Habana. Para ser más exacto, vino al mundo un 14 de febrero de 1943 en el segundo piso del edificio que hace esquina entre las calles San Rafael y Aramburu, frente al Parque Trillo en la popular barriada de Cayo Hueso.

Nada indicaba que aquella mujer, en la época en que nos conocimos técnica de laboratorio del Instituto de Gastroenterología del Hospital Calixto García, en 25 entre H e I, que, con su hábito de no usar ajustadores bajo la blusa verde, atraía las miradas concupiscentes de más de un varón que venía o no a hacerse análisis; que aquella mujer de carcajada fácil, perturbadora, en apariencia díscola y frívola; aquella Afrodita que elegía sus amantes ateniendo en exclusiva al dictado de sus ovarios, iba a acabar sus días como una fiel, austera Magdalena, asumiendo el calvario de las visitas a un preso político encerrado en la lejana Prisión Provincial de Cienfuegos, más conocida por Ariza, nombre de la aldea donde se alza.

Aquel recluso era yo, desde luego. Nos habíamos conocido en circunstancias que, de un modo retrospectivamente obvio para mí, presagiaba un final lúgubre: justo en el velatorio de Mercedes Montalvo, mi madre, en julio del 81 en la funeraria de Zanja e Infanta. Contemplaba yo ensimismado en la capilla ardiente el rostro rejuvenecido de la autora de mis días cuando, de improviso, la vi a ella, Gipsia, acercarse con un precioso cojín de rosas, crisantemos y gladiolos en las manos.

Desafiante, me clavó la vista en el entrecejo mientras colocaba la ofrenda floral sobre el modesto féretro de pino forrado de burda tela gris reservado a los cubanos de a pie. La expresión en sus ojos se me antojó insolente, fuera de tiempo y lugar. En una palabra, descarada, impúdica. Una rabia asesina me subió del pecho hasta hacerme un nudo en la garganta. Pero no llegó a invadirme la cabeza, pues, vaya Usted a saber por qué, bajé la vista. Noté que el rostro sonriente, sosegado, de mi madre, con los párpados suavemente cerrados, revelaba una extraña complicidad con el convite erótico en los ojos de la seductora intrusa. ¿O la nota erótica la estaba poniendo aquí yo mismo?

Tal vez fuese lo de siempre: la vida retozando sobre las tumbas, el destino, la rebelión de mis hormonas ante el hondo sufrimiento que provoca en los hijos el deceso de su madre, la convicción irrefutable, recóndita, la primera, definitiva evidencia metafísica de ser nosotros mismos también mortales.

Qué sé yo. En todo caso, ni rastro en mí de aquella cursilería lírica a lo "mira cómo se me pone la piel cada vez que recuerdo que soy un hombre casado y sin embargo te quiero" (Rafael de León, 1909-1982). Nunca fui mojigato en asuntos de faldas, pero bajé la vista abochornado ante mis malos pensamientos para refugiarme en, aferrarme a la contemplación del rostro, ¿levemente burlón?, de mi madre inerte.

Mi madre me persuadía -se me ocurrió entonces y quise creer más tarde- de que aquella 'jabada' irreverente que había sabido hacerse querer por ella, colega y amiga de los años de mi hermana mayor Felicia para más señas, contaba con su visto bueno. Gipsia era, en virtud de un enigmático, pero inapelable decreto de mi progenitora, su elegida post mortem para acompañarme en el trance amargo que me aguardaba. Sacudí la cabeza y, por el momento, logré echar tierra sobre aquella críptica imaginería afectiva.

No por largo tiempo porque, una semana más tarde al telefonear, sin segundas intenciones, a mi hermana en el Instituto de Gastroenterología, fue ella, Gipsia, quien contestó a la llamada. Tras una breve sensación de bochorno y un renovado repunte de cólera, rompí el mutismo para exigirle sin más que me pusiera con Fela. En efecto, conversé con mi hermana lo que deseaba o necesitaba, pero ya yo era de nuevo yo y me puse en plan de conquista.

A los tres días, esfumados los últimos restos de vergüenza filial, volví a llamar al mismo teléfono. Con tanta suerte que me volvió a responder su voz: "Hola, ¿quieres hablar otra vez con Fela?", indagó con una hesitación que rozaba la ironía. Pero, dejando a un lado las supersticiones, fui directo al grano: "No, es contigo con quien quiero hablar. Paso a recogerte a la salida del trabajo. ¿Algún inconveniente?". "Jamás para ti, mi cielo".

Pasé a recogerla en el taxi de un buen conecto de mis tiempos de Microbrigada en la ECOA 8 de Alamar. Ya me esperaba en la acera frente al edificio del Instituto. Mientras me reprochaba no haberle dejado tiempo para ir a su casa a acicalarse, le di una orden terminante al chofer: "¡A 11 y 24!" "¡Eh, aguanta ahí, chico, de eso nada! Sin taquicardias que lo nuestro es para largo. Señor, llévenos a mi casa en Aramburu, Parque Trillo. Luego ya se verá". Y entre los tres pusimos a vibrar la carrocería del destartalado Chevy a fuerza de risotadas.

Nuestra dicha comenzó esa misma noche, pero no en una vulgar posada de mala muerte sino en el hotel Vedado (¿o fue el Saint John’s?), gracias a otro 'social' útil. No terminaría hasta su muerte, por cáncer de mama, el 22 de septiembre de 1993. Menos de un mes antes de que el director del penal de Ariza me extendiera la ansiada Carta de Libertad, el 9 de agosto de ese año ambivalente.

Por una cuestión de principios, Gipsia nunca reclamó el divorcio como condición para seguir queriéndonos. En realidad, yo siempre había sido un calavera y, como saben quienes nos conocieron, si me divorcié dos años después, fue más bien por incompatibilidad de caracteres que por exigencia suya. Tan grande era su delicioso desenfado.

Aparte de mis añoranzas, del deseo de rendirle homenaje a la difunta y, como es natural, de la consabida dosis de narcisismo propia de todo ser humano sano, la publicación de esta especie de poemas epistolares escritos durante la convalecencia final de Gipsia mientras, encaramado sobre el tanque de agua de mi celda, contemplaba el paisaje a través de la celosía de hormigón que da al Poniente, no tendrían sentido si no es para aconsejarle encarecidamente a todos los aspirantes a opositores en la Isla que, antes de dar un paso tan crucial como ése, se aseguren de tener al lado una mujer amante de la libertad sin etiquetas y dispuesta a todo por su amante cautivo.

Para esa faena conyugal hace falta una que, como Gipsia Cáceres de la Guardia, a la pregunta de ser o no ser, de si está o no dispuesta a seguirlo a uno en su nuevo, desastroso avatar de disidente activo, planteada a cuatro ojos en la intimidad de la alcoba por alguien a quien conoció como un tipo 'parametrado' con ciertos privilegios apreciables, responda sin demora: "Sí".

Y ante la reiteración de esa interrogante existencial, apriete los dientes y, con los ojos aguados o no, inquiera: "¿Por qué clase de mujer me tomas? ¿Qué te he hecho yo para que dudes así de mí?" Y llegado el momento, cumpla su palabra: durante dos años ("sirigaña", como se dice en el argot de los presidiarios, es decir, nada, como en mi caso), cinco, diez, quince, veinte, como tantas Damas de Blanco antes y después.

Fue mucho lo que Gipsia hubo de soportar durante mis dos años de cárcel: golpes e insultos a la salida del juzgado en Habana del Este, azarosos viajes al centro de la Isla en carreras de relevo empleando los más diversos, estrafalarios y antediluvianos medios de transporte, frías madrugadas de vigilia frente al penal, cuclillas desnuda ante las combatientes del MININT, actos de repudio a domicilio de los que se libraba escapando por la azotea en el último instante... Una vida en permanente zozobra, a salto de mata sobre el asfalto en candela.

Un mediodía, el aviso de la vecina no llegó a tiempo y Gipsia no consiguió escapar. A boca de jarro, se vio delante de un trío de encopetadas señoras con aspecto de funcionarias en el paso de escalera. Venían a verme. "¿Eh! No, créanme que mucho lo siento, pero mi esposo no se encuentra en casa". Lejos de agresivas, parecían amables, gentiles. Le anunciaron que el Ministerio de Educación había decidido premiarme por la edición (traducción y prólogo) de la noveleta del germanooriental Erik Neutsch Dos sillas vacías, en su momento considerada subversiva por el ministro anterior.

"¿Y dónde está el compañero Pomar, por favor? ¿Si no es una indiscreción?" "Preso". "¿Preso! Bueno, cualquiera comete un... ¿Y por qué?". "Por contrarrevolución: propaganda enemiga, más asociación ilícita". No se habían enterado. Tan férreo es el hermetismo de la prensa oficial, que oculta a cal y canto los rostros de los disidentes, el mínimo detalle humano en ellos susceptible de despertar compasión.

Pero lo peor es la brusca ruptura con seres queridos. Una tarde en el Parque Trillo, al ver jugando a su ahijada del alma, una niña de apenas seis años, se le acercó con los brazos abiertos como de costumbre. Para su sorpresa, la chiquilla echó a correr despavorida rumbo a su casa. Gipsia la siguió sin entender los motivos de aquella fuga. Tapizada de verde olivo de pies a cabeza, la mamá, su comadre y compañera de juegos desde la más tierna infancia, le espetó en la cara que, si ella no renunciaba a vivir con un "gusano", con un "traidor", ya podía irse olvidando de haberlas conocido: "¡A mí, a mi hija y a toda nuestra familia! ¡Conque ya estás informada!". Y cerró la puerta. Gipsia regresó a casa llorando a lágrima viva.

Pues, bien, yo tuve ese privilegio, yo también tuve mi Dama de Blanco. Una cubana que antes de conocernos ya tenía razones a granel para lamentar haber desairado a su tía paterna y madre de crianza cuando a principios de la Revolución le propuso a su niña mimada "perderse del Morro para siempre jamás" junto con ella. Porque no es menos importante que su media naranja lo respalde a uno en tales lances de perdición. No sólo por amor sino, ante todo, por convicción propia.

Por eso, no me canso de llorar su muerte. Nunca me cansaré, por más que de nuevo sea feliz y me sonría Cupido en los labios de una valquiria. De hecho, de haber sabido que los dos años perdidos tras rejas y candados (italianos) serían los últimos restantes a ella y a nuestra pasión, seguro estoy de que ésa habría sido acaso la única razón en el mundo capaz de forzarme a aplazar mi rebelión o a elegir el "exilio rosa" al amparo de sus parientes en la Florida, posibilidad que igual estaba a nuestro alcance, gracias a sendas cartas de invitación que su tía nos habría expedido gustosa a la menor señal. Pero repito: a falta de madre, e incluso teniéndola viva, la Dama de Blanco es conditio sine qua non antes de quemar las naves frente al castrismo, que siempre juega fuerte. No olvidarlo, por favor.

Dos de las cartas y el poema (NR: podrán leerlos en el post del viernes 15 de enero) que le escribí a Gipsia desde El Tiburón o El Secadero, como le dicen a Ariza, la tristemente célebre prisión cienfueguera.

Finalmente, un par de datos: el énfasis en el aspecto erótico en estos textos, que por lo demás se correspondía con la realidad de nuestro diario coexistir, era, por lo que respecta al papel, más bien parte de un esfuerzo consciente del remitente por distraer a su amada de su agónico combate con la Parca.

Aún conservo los finos cordeles de henequén con un nudo por cada día transcurrido antes de sus visitas. Nunca me falló, salvo en los últimos meses, cuando la enfermedad se lo impidió. Los sobres de mis cartas los coloreaba y adornaba con fotos de paisajes recortadas de un lexicón Meyer. Dos de mis manías de presidiario nostálgico y sereno. Banalidades que ayudan a soportar el cautiverio. El resto lo explican por si solos los textos, que desde luego no aspiraban a la excelencia poética sino a la comunicación afectiva en circunstancias de extrañamiento.

Jorge A. Pomar
Colonia, 26 de mayo de 2007.

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