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miércoles, 28 de octubre de 2015

Deconstruyendo al Chori (II y final)


A pesar del tiempo, desde 1930 El Chori se había mantenido como un fenómeno perdurable de interés constante en La Choricera, Los Tres Hermanos, El Niche, La Taberna de Pedro… La Playa de Marianao, con toda la retahíla de antros y espacios de nombres imposibles seguía siendo un lugar imprescindible para tomarle el pulso a la música cubana más popular, más auténtica. No pocos músicos que luego serían trascendentes, empezaron o pasaron por esos sitios.

La asiduidad de músicos cubanos y extranjeros a la cueva del Chori constataba su proverbial genialidad percusiva y escénica. No hacía falta que los principales diarios de la época insertaran anuncios ni crónicas: Radio Bemba -así los cubanos le decimos al pase de la noticia de boca en boca- se encargó, antes de que él mismo lo hiciera de puño y letra, de amasar con cariño y elogiosa complacencia el mito del Chori.

La leyenda se nutrió también del reto perenne que envolvía al Chori con otro buen timbalero: Marcelino Teherán dueño también de su pedacito de fama en otro precario espacio de la Playa de Marianao. Poco se sabe de Teherán, salvo tres datos brumosos: vivió un tiempo en Nueva York, fue tamborero de Estela y tocó con relativo éxito en el Cotton Club, en la época de Duke Ellington y Cab Calloway.

Teherán era punto fijo también de la Playa de Marianao y con historia contada suficientemente atrayente como para ser él mismo otro mito, pero a quien, al parecer, la gracia y el talento no le alcanzaron para tan siquiera igualarse o vencer la fama del Chori. La contienda se hizo permanente y duró hasta que en los sesenta aquellas dos manzanas de la Playa de Marianao pasaran a otra vida, y de ello dio fe Orlando Quiroga, al contar sobre el show del Chori en La Taberna de Pedro en 1961:

“Al lado, también el tam-tam frenético del caballeroso Teherán -su apellido, en realidad, es Terán- que brilló en Broadway en la época de Cab Calloway, cuando comenzaba a perfilarse el milagro de Ella Fitzgerald. Teherán, hoy, toca ante un público de gente elegante y gente sencilla en su primario Niche Club, sosteniendo la eterna, eterna guerra con El Chori, por el cetro del mejor timbalero de Cuba.”

Comenzaba 1959 y el primer día de enero al Chori le amaneció en su cueva playera, lo mismo que a su rival Teherán. Allí estuvieron sin que nadie los perturbara demasiado durante los primeros años de la década de los sesenta. Incluso en 1960, una de las primeras ediciones del Noticiero ICAIC Latinoamericano, dirigido por el gran documentalista Santiago Alvarez, le dedicó un reportaje de dos minutos aproximadamente, al timbalero mayor. Sin embargo, la historia de aquellos cabarets de mala muerte tenía ya fecha de caducidad.

En julio de 1963 se inició y concluyó lo que se dio en llamar 'el plan de saneamiento de la Playa de Marianao', emprendido con prisa, pero sin pausa por el entonces Instituto Nacional de la Industria Turística (INIT), y fue la causa de la desaparición de El Niche, La Taberna de Pedro y otros antros memorables en aquella zona de la diversión y la gozadera, junto a otros menos tolerables donde por décadas coexistieron en buena vecindad, músicos, bailarinas, vividores, friteros, proxenetas, traficantes, turistas y escritores, periodistas, poetas y pintores, y los más disímiles especímenes que esperaban que avanzara la noche sobre aquella zona agreste y sórdida anexa a la lujosa Quinta Avenida, para ser ellos mismos.

Como era previsible, los medios de prensa respaldaron la iniciativa sustentada por el gobierno. Lapidaria, la revista Cinema anunciaba: “El Niche y La Taberna de Pedro quedaron en la página dos: no reunían las apropiadas condiciones para ofrecer espectáculos decorosos. El Pennsylvania sigue viento en popa, ahora bajo administración del INIT".

Resultaba paradójico, porque una de las zonas más endemoniadamente turísticas de La Habana, hasta los inicios de la década de los sesenta, fue la Playa de Marianao con el Chori como portaestandarte. Como inexplicable contradiccion, al establishment burgués siempre le convino no tomar en serio a Silvano Shueg Hechevarría, era mucho mejor que fuese sólo El Chori, un showman a quien más valía tener por payaso que encomiar sus dotes musicales, encerrado en un bar marginal y sin perspectivas de dar el gran salto que le valiera ser reconocido no como un 'excéntrico musical' –título con un tufo demasiado evidente a subestimación-, sino como el gran percusionista que fue, desde el empirismo más visceral.

Pero la nueva clase en el poder tampoco aceptaba al Chori, no lo tomó en serio, se avergonzaba de personajes como él y de entornos como la Playa de Marianao, y preferiría optar por la táctica de tierra arrasada: tampoco el triunfo revolucionario le permitió disfrutar del reconocimiento al que era ya merecedor el gran rey del timbal, no desde una perspectiva de atracción turística, sino desde la constatación de su genialidad como músico y figura singular del espectáculo.

La mutilación de la Playa de Marianao ocurría a poco menos de dos años de aquellos intensos debates y el cisma que, entre la intelectualidad y sobre todo, entre los cineastas, motivó el documental PM, de los realizadores Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante. Para cualquier habanero, un día cualquiera de trabajo, estudio, entrega a la construcción y defensa de la nueva vida que comenzaba, podía terminar, para “despejar”, en los bares del puerto o de la Playa de Marianao. Eso fue lo que trataron de mostrar, en la línea del free cinema, los realizadores del controversial cortometraje. Pero la lectura fue otra y la historia, ya la sabemos.

El fin de la Playa de Marianao y el documental serían hechos inconexos si la figura del Chori no hubiese permeado a PM de la fuerza telúrica de su genio y sus timbales, como expresión de un mundo músico-visual que sugería, y lo que fue peor entonces: representaba un patrón de disfrute en exceso lúdico y banal para un país que virtualmente estaba en pie de guerra, inaceptable según el pensamiento de quienes decidieron el destino de aquel cortometraje, que ya no sería visto en las pantallas de nuestros cines.

Muchos años tuvieron que pasar para que yo pudiera saber qué cosa fue PM. Y, decantado por la inexorabilidad del tiempo, sentir al verlo que no comprendía por qué nunca pude, hasta ese día, ver al Chori, baquetas en ristre, en 35 mm. La presencia del Chori en PM no era gratuita: su imagen, el sonido de los múltiples artefactos que completaban cada vez de un modo diferente sus mágicos timbales, estaba enraizada no sólo en la perspectiva de realidad y gozadera de la noche habanera menos circunspecta –con relajo incluído-, sino también en el imaginario de intelectuales y artistas del más diverso signo de notabilidad, que siguieron desde 1930 la ruta hacia la Playa de Marianao, frecuentando desenfadados aquella zona.

Pero sobre todo, yendo a ver al Chori y legando después, desde diferentes ópticas y modos de expresión, el testimonio de aquella peculiar manera de aprehender la diversidad noctámbula en La Habana, y sobre todo, su relación de elogio y cercanía con ese músico inverosímil y auténtico.

Acerca del affaire PM, Alfredo Guevara reconocería años después: “No soy ajeno al mundo que recoge PM. Titón, Guillermo Cabrera Infante y yo, con Olga Andreu y alguna que otra vez con Villo Olivares estuvimos en El Chori, un cabaretucho de la playa que impregna con su experiencia el hilo conductor del documental; los bajos fondos, la embriaguez (y la mariguana), la música quejumbrosa que acompaña al alcohol y el abandono de sí mismo".

En su novela Calembour (1988) el escritor cubano César Leante, transfiere a la literatura lo que pudo ser la línea argumental de PM, narrada de modo resumido a través de uno de los personajes y donde es inevitable referirse al Chori:

"Un individuo vive en Regla y viene a divertirse a La Habana un sábado por la noche. Se toma una cerveza o un ron en algún bar de la Avenida del Puerto, se da una vuelta por el Prado y luego coge una guagua para venir a la playa de Marianao. Aquí se mete en el Coney Island, se pone a ver bailar junto a las parejas de Mi Bohío, juega al tiro al blanco y por fin viene aquí, al Chori, donde pasa el resto de la noche. Esta sería la secuencia más larga y la aprovecharía para filmar al Chori: tocando sus botellas, sus sartenes, sacando la lengua y tirándole trompetillas al público, en fin, trataría de captar todo el ambiente que hay aquí. La película terminaría con el individuo regresando a Regla en la lancha que se aleja por la bahía ya casi amaneciendo".

La narrativa cubana continuó siendo, en alguna medida, deudora del Chori, a la hora de representar el imaginario de la diversión y la originalidad musical más raigal, a través del que se expresaban ciertos sectores sociales, incluso alejados del mundo marginal. Casi cinco años después de su muerte, el inefable timbalero vuelve a aparecer en la novelística cubana, mencionado por Alejo Carpentier en La consagración de la primavera (1979):

“Pasaban los días en esta busca de mis raíces -harto olvidadas durante años- y siempre aplazaba la fecha de la inevitable visita a la Condesa, con la cual tenía que tratar, por lo demás, de cuestiones tocantes a mi economía. 'Mañana'. Siempre lo dejaba para mañana. Pero un día en que había dormido hasta más allá de la hora habitual, por haberme trasnochado en la Playa de Marianao, oyendo con Vera -entusiasmada por la novedad- la orquesta de Chori, fui devuelto al ineludible presente por una voz imperiosa que me alcanzaba tras de reiterados timbrazos telefónicos”.

El Chori se convirtió, para ciertos segmentos de esa narrativa, en un paradigma del divertimento, una especie de fenómeno sociológico portador de la identidad de una zona citadina, de un comportamiento. No pocos escritores a partir de la década de los sesenta decidieron tener al Chori en las páginas de sus cuentos y novelas: baste citar como muestra a Miguel Mejides (Las ciudades imperiales); Antonio Benítez Rojo (El escudo de hojas secas, A la gente le gusta el azul) y Abilio Estévez (Tuyo es el reino).

Tengo la impresión, no la certeza -y aquí invito al debate esclarecedor- de que el graffiti autógrafo del Chori, cuyo lema era “el artista que se anuncia solo” se hizo obsesión multiplicadora en el célebre personaje a partir del momento en que hicieron desaparecer, lo que para él era su medio natural: los bares y cabarets calificados de 'mala muerte' de la Playa de Marianao, esa zona enraizada para siempre en la historia musical y antropológica, en la fisonomía misma de La Habana del siglo XX.

No olvidemos, sin embargo, algo esencial: ni siquiera pudo con El Chori, la contienda sempiterna que le planteaba su eterno rival Marcelino Teherán. Tampoco pudieron sacarlo de allí los ofrecimientos tentadores que, según reza la leyenda, le hizo Marlon Brando para que viajara al Norte en pos del vellocino de oro. Muchos menos, según dicen, los ruegos y bondades de su amigo Miguelito Valdés para que dejara los cabaretuchos y se convirtiera en una estrella del Sans Souci.

Sólo pudo lograrlo una ordenanza arrasadora en el epicentro de la gozadera barata. Se decidió que ya no más, y el mítico timbalero perdió su hábitat nocturno y tuvo irse con su timbal, sus botellas y demás cacharros, literalmente con su música a otra parte, aunque él mismo no supiera a dónde. Sólo así El Chori abandonó la Playa de Marianao. O más bien, la Playa abandonó al Chori a su suerte.

Me habría gustado encontrármelo por alguna calle de La Habana Vieja, o de Centro Habana, o incluso en ese Vedado que, quizás, no le gustaba mucho, pero al que necesariamente tuvo que ir cuando el mexicano Alfonso Arau, afincado en Cuba por esa época, lo invita a su recordado programa El Show de Arau, de gran popularidad a inicios de los 60. Todo indica que era la primera vez que El Chori entraba en un estudio de televisión, puede que incluso haya sido la primera vez que se acercara al flamante Radiocentro, y por supuesto, sería la primera vez que sus baquetas, sus ojos saltones y su lengua sobresaliente apareciera en la pantalla de un televisor.

El cronista Orlando Quiroga fue uno de los pocos -aunque quizás haya sido el único- que dio espacio al Chori por ese tiempo en La Habana noche tras noche, su sección en la revista Bohemia, y sin escatimar espacio también para Teherán,su eterno contrincante:

“Busque, por allí La Taberna de Pedro y El Niche Club. En la primera, erguido sobre su trono de madera, con un gran crucifijo de madera y un pañuelo en el cuello, está El Chori, el más grande timbalero de Cuba, sonando estruendosamente su batería, mientras una multitud homogénea baila sobre el piso de cemento, o cantando Frutas del Caney, con una voz cuyo poder no han vencido los años. Al lado, en El Niche, el rival del Chori: Teherán. Más moderno, pero menos genial; incapaz de sacarle la lengua a sus admiradores, como hace El Chori, Teherán tiene su público, y tiene a Yimba, último ejemplar de una raza de rumberas que desaparece".

Fue este su breve segmento de fama mediática en su propio país, donde figuras como Arau, periodistas como Orlando Quiroga, y los realizadores de PM aquilataban su talento histriónico y musical. Pero El Chori quedó, virtualmente, sin un lugar donde trabajar. Con comparaciones algo hiperbólicas, Quiroga llegó poco después, desde su sección en Bohemia, a llamar la atención sobre la situación de 'desempleo' en que habían dejado al Chori tras el cierre de los cabaretuchos de la Playa de Marianao:

“Aunque luzca insólito, El Chori, nuestro más grande timbalero, al que Brando, la Baker, Spencer Tracy y Martine Carol calificaron de 'genius' y fueron a ver hasta su cueva en La Taberna de Pedro, no se está presentando en La Habana de noche. El, que es de la raza de los Beny y las Rita, cuyos valores universales son, en cada partícula, cubanos hasta la médula, tiene que ser uno de los rostros que la gran ciudad de las Antillas muestre a sus visitantes.”

Sin los pequeños cabarets que llenaban aquellas dos manzanas de la Playa de Marianao, y con más de sesenta años en las costillas, lo que ocurrió con el mítico timbalero fue como un viaje a la semilla. El Chori, que en cuanto a su formato y repertorio siempre estuvo dentro del son y la rumba, en sí mismo había evolucionado y su estilo dicen que se había trasmutado, con todas las implicaciones, en algo indefinible y descargoso, donde la improvisación seguía marcando la esencia de su entrega. Comenzó a frecuentar los encuentros dominicales de viejos trovadores y soneros que se reunían en una herrería de la calle Santa Rosa 211 entre Infanta y Cruz del Padre, en la barriada del Cerro, animada por su dueño, Alfredo González Suazo, Sirique.

El Chori se hizo habitual de la famosa Peña de Sirique, a la que también acudían, ya como un alto al final del camino, un casi centenario Sindo Garay, y los ya ancianos Miguel Matamoros, Graciano Gómez, la actriz Blanquita Becerra, y muchos otros trovadores y soneros. Cuenta Lino Betancourt:

“Cuando Sirique fundó su peña en 1962 decidió formar un conjunto musical integrado por viejos soneros jubilados, que en otros tiempos fueron verdaderas estrellas en los sextetos o septetos que integraron. A ese peculiar conjunto lo llamó jocosamente Los Tutankamen, y su lema era: 'un maestro en cada instrumento y en conjunto un hogar de ancianos'. Lo dirigía el experimentado bongosero Manolo Pla, antiguo director del sexteto El botón de Rosa, y entre sus principales atracciones figuraba el percusionista Silvano Shueg Hechavarría, un verdadero showman, conocido por El Chori".

Sobre la voz del Chori, la trovadora Hilda Santana diría a Leonardo Padura:

“Era una voz gruesa, así, profunda, de este gordo, y hacía uno de los mejores segundos que he oído en mi vida, y yo he oído bastante. Y eso que cuando lo oí bien ya él estaba viejo. Y fue en los años 60, cuando nosotros coincidíamos mucho en la peña que tenía Sirique en su taller del Cerro, un lugar donde se reunían los mejores trovadores de Cuba. Hasta Sindo Garay iba. Allí conocí al Chori, lo oí cantar y lo vi tocar en un lugar que Sirique había preparado especialmente para él, con sus sartenes y botellas, y lo recuerdo como un hombre cómico, con un chiste siempre en la boca, aunque pensándolo bien, a veces se quedaba serio, pensativo, como si de pronto se pusiera muy triste".

La imagen del Chori, ahora espectador, pero con la misma gestualidad que lo caracterizó, quedó fijada en el documental La herrería de Sirique, realizado en 1966 por Héctor Veitíaque agradecemos al director cubano Héctor Veitía, y es el último de los cuatro momentos en la filmografía del famoso timbalero.

Ese mismo año, aparece en la revista Bohemia el reportaje Chori, firmado por Fernando G. Campoamor, después de franquear el acceso restringido que el inefable timbalero había puesto, a golpe de cerrojo, a su cuarto en el solar de la calle Egido, en el número 723. El periodista tuvo que valerse de Chinolope, para poder llegar hasta El Chori en su cuartucho de La Habana Vieja. Chinolope era su amigo, punto casi fijo en la Playa desde los años de gloria para el timbalero y hoy sabemos que muchas de sus mejores fotos fueron tomadas por ese chino sin edad. Es la obra de un artista que supo apresar gestualidad, instrumentos y genio de otro artista.

Otro gran fotógrafo cubano, Ernesto Fernández, captó al Chori a finales de los cincuenta en trance de pleno alcohol, y como si presintiera la cercanía inevitable del aburrimiento. Ya en los sesenta, Panchito, fotógrafo de la revista Bohemia, realizó tomas conocidas del timbalero. Ahora en los sesenta, el rostro del Chori parecía el espejo que devolvía las trazas de que sus mejores años ya eran pasado perfecto. Su historia la había escrito en aquellos antros de mala muerte con la genialidad convertida en golpes de baquetas sobre el timbal, en muecas y ocurrencias inimitables y versiones personalísimas y hasta teatrales de sones, rumbas y canciones trovadorescas, combinados siempre con los sonidos endiablados que era capaz de sacarle a cualquier objeto.

No supo, no quiso o no pudo salir de aquellos lugares, de aquel ambiente. No supo, no quiso o no pudo organizar su paso por este mundo, poner precio y validar su talento y carisma como seguro vitalicio. Quizás en esa libreta en la que escribía, nunca sabremos si como un diario o como unas memorias septuagenarias, estarían sus arrepentimientos o por el contrario, sus afanes de volver a vivir, si se pudiera, la misma vida. Nunca lo sabremos, porque el Chori partió sin avisar a nadie, sin nada, con las mano vacías, su Changó gobernando aquellas cuatro paredes del cuarto en el solar de Egido, y su vida gozada como quiso, pródiga en ciertas cosas, y mezquina al final, en que lo dejó morir en la más horrible de las soledades.

Al encontrar al occiso azulado y rígido como nunca estuvo, varios días después del deceso, en lo que menos pensó nadie fue en rescatar aquella caja grande de cartón que atesoraba, rebosante de recortes de viejos periódicos y revistas, y aquella libreta, cuidada con celo, escritura de remembranzas y obsesiones, que habrían sido testimonios invaluables para la posteridad de un mito que se resistía a morir.

Excitada, llena de sueños que se empecinaban en dejarse alcanzar a través de un camino de carencias de todo tipo, obligada a una vida signada por múltiples batallas en un decenio gris, La Habana ya nunca sería la misma después que el olor a fritanga, el vaho de alcohol y marihuana, el sudor de cuerpos recién salidos de contiendas sexuales, de rumba y son, desaparecieron de la Playa de Marianao, llevándose de un plumazo la vida irrepetible del Chori.

Silvano Schueg Hechavarría, El Chori, murió en La Habana, en 1974, sin que haya podido precisarse el día exacto de su partida. Al menos en dos obras musicales se le reconoce su autoría: los sones Hallaca de maíz y La Choricera.

Hasta donde se sabe, nunca grabó un disco: su genialidad no interesó a ninguna de las casas discográficas ni antes ni después, y sólo se conserva en estos cuatro momentos fílmicos su imagen y el sonido que supo sacar a cuanto elemento percusivo se le pusiera por delante.

Agradezco a mis amigos Iván Giroud, Jaime y Alba Jaramillo, Chinolope y José Galiño por su ayuda inestimable.

Rosa Marquetti Torres
Desmemoriados. Historiados de la Música Cubana
14 de mayo de 2015

Video inicial: Fragmento del documental PM dedicado al Chori. El documental completo, aquí.

Ver más fotos y datos en Desmemoriados.

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