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lunes, 26 de octubre de 2015

Deconstruyendo al Chori (I)


Sobre la franja derecha de la Quinta Avenida en la Playa de Marianao -viniendo desde el centro de La Habana- pesa desde hace décadas una maldición que presiento será eterna. Los que lo vivieron cuentan que de aquel aire de guaracha perenne con olor a fritanga y aguardiente, ya no queda nada. La grisura se ha apoderado irremisiblemente de la Playa de Marianao. Ya no estará más El Chori.

Chori. Vida, pasión y muerte del más celebre timbalero cubano, libro que deberemos siempre agradecer al inmenso Leonardo Padura, fue quizás el aguijón que espoleó mi interés por este personaje, aunque me temo que la gran mayoría de los que se sienten seducidos por las historias que sobre él se cuentan –tengan sólo una referencia tangencial, cercana a la tradición oral, y nunca le hayan escuchado ni visto en acción, o quizás, ni siquiera un foto.

Al principio, lo único que sabía era que alguien con una inacabable tiza en mano tapizaba las paredes de la capital con una caligrafía sorprendente, impecable, mostrando su peculiar apelativo. Ahora no tengo dudas: como lo calificara el cronista y crítico Orlando Quiroga, El Chori fue, además, un precursor del automarketing o autopromoción. Casi todo lo que tenemos del Chori es lo que nuestra imaginación ha prefigurado a partir de una escasa información escrita y de referencias orales que nos han llegado, casi siempre como anticipo del mito.

Relatos como éste, nos lo describen así: "El excéntrico Chori, de atuendo estrafalario, pañuelo colorado y cruz al cuello, montaba un show escalofriante con música sacada de botellas llenas de agua y sartenes y gritos selváticos (…) El rumbero se volvía rugiente león, tigre malabarista, leopardo escurridizo, creando con tambores y gritos una ilusión de jungla misteriosa, en medio de la escenografía bantú o carabalí, de güira y guano".

Hoy sabemos que era algo más que un excéntrico: era un percusionista con un sentido nato del ritmo e ingenio musical. En la libreta que mostró al periodista Fernando G. Campoamor un día de 1966, Silvano Shueg Hechavarría escribió de su propia mano y ortografía: "Nací el 6 de enero de 1900 en buelto en un pellejito en la calle Trinidad 56 entre Reloj y Calvario. Soy de Santiago de Cuba. Mi mamá Eloysa Hechavarría. Mi padre hijo reconocido Silvan S. France. Mi aguela Severiana Hechavarria. Mi aguelo Agustin Lebeque. Mi hermana por parte de padre Carmita Shueg".

Ya Chinolope -que sirvió de introductor y de fotógrafo inestimable para aquella única entrevista- lo sabía, pero ahora el mismísimo Chori se lo contaba a Campoamor, quien escribía: "A los veinte años comenzó con canciones, como los prosistas comienzan con versos. Y se apoderó del timbal como de un chivo. Corona y Sindo Garay lo conocieron entonces en su tierra caliente".

Llegó a La Habana en 1927, y sus primeros toques se escucharon en la academia de baile Marte y Belona, que se ubicaba en la confluencia de las calles Monte y Amistad, pero enseguida recaló en la Playa de Marianao, primero con Ernesto González en Los Tres Hermanos, donde dicen que “debutó con un concierto de botellas llenas de agua que dejó perplejos a los parroquianos.” Luego sería en La Choricera, El Pennsylvania, El Niche, El Paraíso, Rumba Palace, La Taberna de Pedro… conviviendo con chinchales variados y dicen que hasta con exitosos burdeles. Locales que en esos primeros años eran un amasijo de precarias construcciones de tablas de palma, maderas nada nobles, pisos de cemento pulido por los pies de los bailadores, y techos de guano, con olor a manteca refrita y sudor agridulce, que pronto comenzó a ser conocida por lo que sería después una denominación de origen: Las Fritas.

Desde sus inicios, la moral de una sociedad enferma estigmatizó al ala este de la Quinta Avenida, acusándola de lo mismo que seducía sin sosiego a los entes masculinos que la integraban. Y así, con tales componentes aderezados con una música sublime que se hacía cada vez más popular -el son- comenzó a dibujarse el mito y la historia de Las Fritas, la Playa de Marianao y, en el rol protagónico, su santo y seña: El Chori.

La referencia más antigua de El Chori que encuentro data de 1930 y está relacionada con tres grandes nombres de la poesía universal; que nos permite ubicarlo con un formato sonero en la Playa de Marianao ya en ese año. En los primeros meses de 1930, un joven poeta norteamericano Langston Hughes, desembarcaría en La Habana, para encontrarse con su amigo Nicolás Guillén. Con evidentes similitudes respecto a la obra creativa de su amigo cubano e idénticas motivaciones y orígenes raciales, pasó días fructíferos y felices en la capital.

“En Cuba se aplatanó enseguida -escribiría Nicolás Guillén-, y fuimos compañeros de algunas inocentes juergas nocturnas. Desde los primeros momentos simpatizó con los pequeños cabarets de los alrededores de la playa de Marianao, llamados Las Fritas. En uno de ellos oficiaba un cantante negro muy simpático, llamado El Chori, que hasta hace poco tiempo encontrábamos en La Habana, escribiendo su nombre en los lugares públicos; sólo ponía Chori, como queriendo recordar que su fin estaba próximo, o por lo menos no tan lejano como él quisiera.

"Langston se entusiasmaba con un espectáculo montado por El Chori, y el cual consistía en una especie de caricatura de un juzgado correccional; allí El Chori, que fungía como juez, celebraba un juicio cada noche con las más diversas infracciones, faltas y hasta delitos, y era interesante darse cuenta de que todo aquel aparato tan ingenuo, tan gracioso, estaba alimentado por un son, cuyo estribillo era: Se acabó la choricera/ Bongo camará/ Un chorizo solo queda/ Bongo camará. Recuerdo que una noche, estando con Hughes, me pidió que le prestara cinco pesos. Aunque me sorprendió la petición, le di el dinero, que era lo único que yo tenía encima. Langston tomó el billete y se lo pasó al Chori, con lo cual nos quedamos los dos sin un centavo".

Es muy relevante que sea, precisamente nuestro Poeta Nacional, quien aporte la constatación fehaciente, en calidad de fuente primaria, de la presencia del Chori en Las Fritas de la Playa de Marianao tan temprano como en los primeros meses de 1930 y del tipo de espectáculo que presentaba entonces, con elementos dramáticos de sainete cómico, además de la música.

Era viernes aquel 7 de marzo de aquel año y arribaba al puerto habanero, precedido ya de reconocimiento, un joven poeta y dramaturgo español que respondía al nombre de Federico García Lorca y que sería recibido por lo más granado de la intelectualidad citadina con todos los mimos y honores pertinentes, pero también por otra Habana, le abrió sus brazos para propiciarle, en ambientes de una seductora marginalidad, el descubrimiento de un disfrute hasta entonces desconocido. El son no había penetrado aún los espacios musicales en Estados Unidos, si bien había sido apreciado por ejecutivos de casas discográficas, como la Víctor, que se apresuraron a realizar los primeros registros sonoros, llevando a músicos cubanos, a grabar en sus estudios de Nueva York y haciendo lo mismo en La Habana, incluso con equipos portables de cierta rusticidad.

Justo por esos meses en que Antonio Machín (1903-1977) con la orquesta de Don Azpiazu asombra a la Gran Manzana con su versión de El Manisero, de Moisés Simons (1889-1945), y comenzaría la 'cuban fever' de esa década en tierras norteñas. Mucho menos conocido, era el son en España, aunque ya se hacía fuerte en ciertos espacios nocturnos que luego serían icónicos en París. Pero Lorca lo descubre, al parecer, al pisar tierra habanera. Es el musicólogo y crítico Adolfo Salazar, amigo del poeta y compañero de sus aventuras habaneras en aquella visita, quien narra ocho años después, el encuentro de Lorca con el son y la Playa de Marianao:

“Se había hecho amigo de los morenos de los sextetos y no había noche que la excursión no terminase en las “fritas” de Marianao. Primero escuchaba muy seriamente. Luego, con mucha timidez, rogaba a los soneros que tocasen éste o aquel son. Enseguida probaba las claves, y como había cogido el ritmo y no lo hacía mal, los morenos reían complacidos haciéndole grandes cumplimientos. Esto le encantaba: un momento después, Federico acompañaba a plena voz y quería ser él quien cantase las coplas”.

El investigador matancero Urbano Martínez Salazar, refiriéndose al encuentro de Lorca con el son, comentaba: “Esa música estaba -y entraba- por todas partes, desde los solares arrabaleros hasta los bares y cafetines modestos, donde trasnochaban intelectuales, marineros y gente humilde del pueblo. Sin embargo, su principal centro difusor se localizaba en las famosas “fritas”, conjunto de humildes y sencillos cabareses en los cuales el frescor de la nocturnidad se combinaba con la incitación de los juegos, los bailes y las variadas comidas. Los sones escenificados de El Chori -dueño de uno de los establecimientos montados allí- atrajeron público en demasía y fueron espectáculo sensacional y único durante varias décadas.”

Basándose también en testimonios de fuentes primarias, el escritor y editor Pío E. Serrano en su ensayo Lorca en Cuba escribiría: “Si en la zona portuaria Lorca descubrió la fuerza raigal y el encanto rítmico de la música popular cubana -entonces recién llegado a La Habana el son de Santiago de Cuba- fue en los bares marginados de la playa de Marianao donde Federico fue recibido como uno más entre los soneros negros y mulatos, sorprendidos por la gracia y la espontaneidad de aquel blanquito 'gallego' que, primero los escuchaba con seriedad y atención para, a continuación, tomar el ritmo con las claves y hacer coro con los enardecidos intérpretes, ebrios de ritmo y de ron.

"Sin duda, entre aquellos bares modestísimos y populares, donde mejor se sintió Federico fue en el bar del Chori -Silvano Shueg Hechevarría-, aquel mestizo enorme, santiaguero, de labios protuberantes y expresión inmutable, con un pañuelo rojo atado al cuello, poseedor de un inexplicable talento musical, capaz de extraer sorprendentes armonías de timbales, botellas, sartenes y bocinas. La autenticidad del espectáculo debió de estremecer a Federico".

Según la investigadora española Carmen Alemany, Nicolás Guillén afirmaba: "A Lorca le gustaba irse en las noches a las 'fritas', a los cafetines de Marianao, donde ya está el Chori, y allí se hizo amigo de treseros y bongoseros". Alemany, refiriéndose a Lorca, concede relevancia aún mayor al encontronazo con el son y esa inusitada preferencia del poeta andaluz: “Creemos que su contacto con los soneros o con los reyes de la rumba en las playas de Marianao y en los barrios populares de La Habana, como Jesús María, Paula o San Isidro, le ayudaron a completar su 'teoría del duende', como también le ayudaron los músicos negros del barrio de Harlem (en Nueva York) con el jazz".

Sin duda, la impronta del timbalero de Santiago de Cuba y su hábitat en la Playa de Marianao, que disfrutó junto a sus cicerones noctámbulos -que Pio Serrano identifica en el poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1901-1992), el propio Salazar y el pintor mexicano Gabriel García Maroto (1889-1969-, quedó grabada en días de calor y euforia de un son que para Federico debió haberle bastado de pretexto salvador para dejarle anclado en tierra y no zarpar hacia la muerte.

Dos años después, en febrero de 1932 el célebre compositor norteamericano George Gershwin llegó a La Habana con un grupo de amigos. Se hospedaron en el hotel Almendares y según contó después, “disfrutó el ocio, tomó el sol y también trasnochó”. Ya entonces tenía un vivo interés en la música cubana: al decir de su biógrafo Howard Pollack, citando al Havana Post -diario capitalino editado en inglés-, éste fue el motivo primordial de su periplo: “El llamado sensual de las sirenas de la música cubana con sus viejos ritmos y seductoras melodías, ha conquistado a George Gershwin… y lo han llevado a La Habana en busca de nueva inspiración”.

Según asegura el músico y compositor cubano Bobby Collazo, "Gershwin se sintió tan atraído por la vida musical capitalina que visitó desde el Summer Casino hasta La Choricera, de la que se hizo asiduo en breves días. Eran los años del son y en los cafetines de la Playa de Marianao lo hacían sonar de lo lindo, y se hablaba ya de la locura que era El Chori ante los timbales".

Es muy probable que Collazo haya estado en lo cierto, a juzgar por la confesión que hace el célebre músico norteamericano en carta a su amigo el financista George Pallay -citada por Pollack- sobre sus vacaciones en Cuba aquel año: “Pasé dos semanas histéricas en La Habana, en las que, insomne, apenas dormí, pero la cantidad y calidad de la diversión que experimenté lo valían… Cuba resultó de lo más interesante para mí, especialmente por sus pequeñas orquestas de baile, que tocan los más intrincados ritmos de la manera más natural. Espero volver cada invierno, si esto es posible, pues justo ese clima cálido debe ser lo que necesita mi sistema para relajarse".

Al mencionar a las 'pequeñas orquestas de baile', Gershwin se refería a los sextetos de sones tan de moda entonces y obviamente, el sitio más popular para verles y escucharles, no eran las noches de gala del hotel Almendares, sino la Playa de Marianao. Estremecido aún por sus experiencias habaneras, meses más tarde Gershwin compone su pieza sinfónica Cuban Overture, en la que incluye fragmentos de los famosos Echale Salsita, de Ignacio Piñeiro, y El Manisero, de Moisés Simons, cuyas versiones más impactantes, probablemente escucharía en la Playa de Marianao, incluso con El Chori.

Los músicos norteamericanos venían con frecuencia a La Habana, y los cabarets de primera habían comenzado a contratar a algunos famosos, aunque concedo la mayor importancia al encuentro del Chori, en febrero de 1957, con un músico de fama mundial, con el que compartía el mismo instrumento y que, quizás como pocos, podía ponderar la real valía de Silvano Shueg como instrumentista: el famoso timbalero puertorriqueño Tito Puente (1923-2000), voz autorizada como pocas, quien en el recuento de su vida no ocultó la fascinación que le produjo estar en presencia del mítico timbalero cubano, ni las reiteradas ocasiones en que acudió a verle. Puente no vaciló en calificarlo como “lo nunca visto, lo mejor”.

En varios libros, Tito Puente y sus biógrafos hacen referencia al Chori, y en uno en particular, el propio músico dedica amplio espacio a narrar sus cuatro visitas a la Playa de Marianao para presenciar el show del Chori: “Como es natural, yo estaba interesado en ver tocar a timbaleros cubanos. Es gracioso, pero en Cuba, los timbaleros no hacen solos en los números musicales, éstos están reservados únicamente a los que tocan las tumbadoras y el bongó. Pero yo había oído hablar de aquel tipo, uno que le decían El Chori. Me habían dicho que era el mejor timbalero de Cuba”, contó Puente a la investigadora norteamericana Josephine Powell (1919-2007), cuando ésta lo entrevistó en 1998.

Ya antes, en 1995, había narrado a la Powell: “Solía ir a ver al Chori. Me habían dicho que era el mejor timbalero de Cuba. Miguelito Valdés me llevó la primera vez. Fuimos a La Playa, le llamaban Coney Island. Todos los turistas iban allá. La segunda vez fui con Luis Yáñez, el compositor cubano que era vicepresidente de la unión de compositores. La tercera vez fui a ver al Chori con Walfredo de los Reyes". Al respecto, Walfredo comenta: "Era fenomenal, a veces, en el ritmo, no repartía, solamente marcaba el ritmo de la rumbera, y era simplemente perfecto, genial. Tito Puente me decía: !Oye eso!, era una sola nota, pero la ponía donde era, ahí está la belleza de lo cubano, en la perfección de la clave y el tiempo, en ese oficio que es aprendido y casi nato".

Tito Puente sigue contando: "Y volví, la cuarta vez, con Marcelino, otro timbalero. Conocía a Marcelino porque él había sido tamborero con Estela y René. Nos conocimos en New York. Marcelino tocaba también en La Playa. Fui cuatro veces. La primera vez, cuando me llevó Miguelito, estuvimos en una especie de balcón y El Chori estaba borracho y me hizo una mueca cuando Miguelito me presentó. Quise agarrarlo, pero ellos me pararon. Tiempo después, cuando volví con Marcelino, El Chori estuvo genial esa noche: nunca vi nada igual. Los cubanos tenían un montón de timbaleros y tocadores de tumbadoras, pero El Chori era el mejor. Le decían 'El marca', que quería decir que era él quien marcaba a la rumbera, para que los siguiera y a su alrededor todos se movían. Es lo que hacía la bailarina. Como hacía Estela, la reina.

“Pero aquel club era muy pequeño, muy estrecho, del tamaño de la salita de una casa, pero allí iban todos. Todos los bailarines, los músicos, los percusionistas, los turistas, los grandes bailarines y los grandes drummers. El club estaba afuera y tenía pequeñas mesas con velas. Era pequeño, y el piso tenía hoyos, pero cuando el show comenzaba y el Chori empezaba a tocar, reinaba el silencio. Chori acompañaba a la rumbera, una gorda grande, y la seguía por completo. Alguien me dijo que la rumbera era su mujer. Entonces, vi aquella cruz que llevaba colgada al cuello aquel tipo grande, con una cadena de oro. Le ofrecí un poco de dinero, pero dijo que no. Así que Marcelino le hizo una apuesta. Yo contra él. Se quitó el reloj grande y lo puso sobre la mesa. Marcelino dijo: 'Deja que este muchacho se siente a tocar. Me dijo que no. Pero él se quejó, se quitó el reloj. 'Apuesto esto!', dijo y me subió. Era un trío, creo. Con una trompeta. Tocaron para mí, así que yo también tenía que hacer lo mío. Marcelino había apostado por mí, pero sólo fue un voto, porque no sólo me hizo la marca, sino que también me hizo esos redobles. Eso era algo diferente. Toqué realmente bien, con mucha técnica. Y gané el reloj.

Recuerda Marcelino: "Hicimos una apuesta sencilla: Chori tenía que darle un número determinado de golpes al timbal y a una llanta de neumático que tenía, y Tito haría lo mismo según lo acordado. Entonces, si Chori perdía, perdería el reloj. Si, por otro lado, Chori era el que ganaba la apuesta, sería quien perdería todo el dinero que tenía en el bolsillo, y que ya para entonces lo había colocado sobre la mesa. Tengo que decirte que aquel cubano grande, sudoroso, negro, lo que hizo con los timbales fue algo endemoniado. El número era muy largo. Contuve la respiración todo el tiempo. Y cuando El Chori terminó, yo estaba absolutamente exhausto. Luego se sucedieron los turnos de cada uno para tocar, y un breve descanso cada vez. Fue pura resistencia. El Chori estaba empapado de sudor, y yo también. Y cuando él golpeó todas esas botellas, aquello sonó como una verdadera banda, como una orquesta. Te digo, yo nunca vi nada igual en mi vida. Y cerrando la anécdota con todas esas loas hacia El Chori, Tito Puente concluyó sorpresivamente: Bueno, fui yo quien gané la apuesta, y eso fue lo más destacado de mi viaje".

Que un músico de su mismo instrumento, con una inmensa fama como Tito Puente, en las postrimerías de su vida reconociera la importancia que tuvo para él la interacción con El Chori, sería más que suficiente para rechazar que se reduzca al mítico timbalero cubano a la figura de un mero excéntrico musical… y nada más. Puente sabía de lo que hablaba y de lo que se nutría. Hoy, a más de sesenta años de aquel encuentro,, valdría la pena preguntarse si la gestualidad que caracterizó el desempeño escénico posterior del gran Tito Puente -los malabares con las baquetas, la lengua afuera, los movimientos de los ojos, el histrionismo y algunos trucos- no tuvo su génesis en aquella Playa de Marianao, donde un Chori ebrio, irreverente y genial, le dejó para siempre una huella didáctica e imborrable.

La celebridades extranjeras que fueron a conocerle en plena acción desde la década de los años 30 del pasado siglo XX es quizás lo más conocido de su historia y es, en esencia, la levadura que fue acrecentando la leyenda del Chori: Ava Gardner y Toña La Negra, María Félix y Agustín Lara, Gary Cooper, Lucho Gatica, Josephine Baker, Linda Darnell, Imperio Argentina, y hasta Tennessee Williams.

Todo parece indicar que fue Cab Calloway el primer jazzman que actuó en La Habana. Vino contratado por el cabaret Montmartre en 1949 y se presentó también en teatros capitalinos. Fue tal el éxito que regresó de nuevo al año siguiente, pero esta vez firmado para Tropicana. El bajista Sabino Peñalver tocó con el Chori, inicialmente, por los años 40, en El Ranchito y en otros sitios y contó a Leonardo Padura, que una vez apareció Cab Calloway y se sentó muy junto a la tarima donde tocaba el timbalero: “Y estaba embobado con la música del Chori, que también tenía una voz tremenda. Y de pronto empieza Chori con sus monerías y le agarra con dos dedos así, como si fuera una tenaza, la nariz a Cab Calloway y seguía tocando con la otra mano, y Cab Calloway sin poder zafarse de los dedos del Chori. Y bueno, pa’ que contarte, se acabó la amistad del Chori y Cab Calloway. Qué Choricera ese!.”

Marlon Brando (1924-2004), de quien dicen que ya desde Nueva York, le gustaba tocar tumbadora, llegó a La Habana sólo por tres días en marzo de 1956, y si no hubiera sido por la deliciosa crónica escrita para la revista Carteles por G. Caín, titulada Marlon Brando, un amigo, no nos habríamos enterado de mucho más de su visita. Guillermo Cabrera Infante -semioculto tras aquel G. Caín con cierto sabor a malevolencia- en ua pieza periodística de memorable frescura, deja constancia, entre otras muchas impresiones y hechos casuales, reales y otros al parecer ficticios, del modo en que el afamado actor se enroló en una excursión a los bajos fondos de la Playa de Marianao para ver tocar al Chori. Dicen que eso fue en su segunda noche habanera, con su amigo Clemente 'Sungo' Carrera, pelotero cubano de Grandes Ligas, como lugarteniente y cómplice.

Dicen que Brando cumplió su sueño de tocar con el Chori en La Choricera, ante el asombro receloso del cubano, que no veía en el actor alguien capaz de medirse con él. Como la estrella era Brando, el final no podía ser otro: una salida estrepitosa y rápida, abandonando el lugar, presumiblemente al ser reconocido y sentir que el tibio escozor de la fama, a veces molesta. Pero en todo caso, a la otra estrella, El Chori, Caín le hizo, quizás sin saberlo, el gran favor de inmortalizarlo, con aquel escrito. El Chori, como Freddy, la gorda-mito, inmortalizada como La Estrella en las novelas de Cabrera Infante, sería también un alma viviente de la mitología citadina del escritor, que en su caso le hacía abandonar los sitios del Vedado omnipresente en su obra narrativa para regodearse en la decadente Playa de Marianao. A él volvería años más tarde, una y otra vez, en páginas de memoria sobre una Habana que permanecía intacta en su recuerdo y que como nadie supo describir y universalizar.

Ya en cuenta regresiva, Marlon Brando escribiría Las canciones que mi madre me cantó, sus memorias, en las cuales dedica un espacio importante a su breve estancia en La Habana, en busca de unas tumbadoras, y las peripecias que incluyeron el encuentro con El Chori.

La concurrencia de directores, actores y técnicos cinematográficos extranjeros a la Playa de Marianao, motivó a su vez que un segmento del show del Chori fuese incluido en dos filmes extranjeros rodados en Cuba en la década del cincuenta. En la primera mitad de 1954 se rueda en La Habana durante siete semanas el filme mexicano Un extraño en la escalera del director argentino Tulio Demicheli (1914-1992) con Arturo de Córdova (1908-1973) y Silvia Pinal en los roles principales. Filmada enteramente en locaciones habaneras, el encuentro con El Chori debió haber sido impactante para que el equipo de realización decidiera incluirlo como un momento musical en la cinta.


Algo similar le ocurrió al actor norteamericano Errol Flynn (1909-1959) cuando llegó a La Habana, en mayo de 1956 junto al equipo de realización del filme The Big Boodle, titulada La pandilla del soborno en español, I falsari di Cuba en italiano y Jagd durch Havanna en alemán. Dirigido por Richard Wilson, fue rodado íntegramente en locaciones habaneras y Flynn asume uno de los papeles protagónicos junto a Rossana Rory (Italia 1927) y el mexicano Pedro Armendáriz (1912-1963), y con apariciones de Guillermo Álvarez Guedes (1927-2013) Aurora Pita, Velia Martínez (1920-1993) Carlos Mas y Josefina Henríquez (trágicamente fallecida en 1992), entre otros actores cubanos.

Quizás otros cineastas extranjeros de visita en Cuba, acudieron a ver al Chori, pero, al menos sabemos que el gran guionista italiano Cesare Zavattini (1902-1989), dejó constancia escrita de aquel encuentro. Lo trajo a La Habana la celebración en 1953 de la primera Semana de Cine Italiano en la capital, en pleno auge del neorrealismo, y a la que asistió en compañía de las actrices Mónica Belli y Silvana Mangano (1930-1989), entonces una rutilante estrella, adorada por los cubanos por el cuerpo exhibido en su filme Arroz amargo, al punto de inspirar a Pérez Prado quien a un mambo le puso Silvana Mangano. Raro título para un tema musical.

Silvana viajó acompañada de su esposo, el productor Dino de Laurentis (1949-1988). Pero a decir verdad, los cubanos se sintieron decepcionados al ver su delgada figura, muy distante de las curvas que le admiraron en Arroz amargo. En una escena de Mambo, cinta de Robert Rossen (1954), con ella y Vittorio Gassman (1922-2000) y Raf Vallone (1949-1988) en los roles principales, la Mangano 'baila mambo'. Ya en 1951, había 'cantado y bailado' El negro zumbón en Anna, película de Alberto Lattuada (1914-2005), donde de nuevo compartió protagonismo con Gassman y Vallone. Originalmente escrita en español, El negro zumbón fue compuesta por los italianos F. Giordano y Armando Trovaioli. En el filme, Silvana Mangano dobla la voz de Flo Sandon, nombre artístico de Mammola Sandon (Italia 1924-2006). Entre las versiones de El negro zumbón más conocidas se encuentran las de Pérez Prado y la de la estadounidense Abbe Lane acompañada por la orquesta de Xavier Cugat.

De ese viaje a la Isla, la revista italiana Cinema Nuovo publicó un artículo de Zavattini con sus impresiones y que sería reproducido bajo el título de Zabattini y Cuba (sic) por la revista cubana Nuestro Tiempo, órgano de la sociedad homónima, a la que pertenecían algunos de los que recibieron a Zavattini en La Habana, entre ellos Alfredo Guevara. Además de sus impresiones sobre los encuentros con los jóvenes de la Sociedad Nuestro Tiempo, sobre la vida en la ciudad y sobre ella misma; su sensible reacción ante los grandes contrastes encontrados en la capital cubana y la constatación de la existencia de zonas de pobreza extrema, el cineasta italiano escribiría:

“Dos cosas muy bellas en Cuba fueron los encuentros con Clelia Bellochio y con Panebianco. Mi querida Clelia pinta retratos de cubanos y ahorra un poco de dinero como una hormiga para comprarse un hotelito en la isla de Giglio, y envejecer bien, y juntos fuimos al Chori, un negro que toca el jazz de una manera inspirada.” Curiosa clasificación la que hace Zavattini del género o estilo del Chori, quien probablemente, a esas alturas ya improvisaba más allá del son, y muy cercano a la libertad que sólo podía ofrecer el jazz. Ya para entonces, el lugar donde reinaba El Chori había perdido su razón social y comercial, y era conocido por el apelativo de su figura estrella, el mayor 'gancho' que podía tener para atraer a la variada clientela.

Durante la década de los 50, no amainó la peregrinación de famosos a la Playa de Marianao en busca del Chori. Tampoco de escritores, poetas, periodistas… Guillermo Cabrera Infante regresaría al Chori más de una vez, ahora sin su amigo Brando, y me atrevería a asegurar que como ningún otro narrador y novelista dotó a Silvano Shueg Hechavarría de un lugar singular, como personaje de persistente presencia, en sus cuentos y novelas y en la narrativa cubana. Este aspecto de la obra de Cabrera Infante y de la asimilación reiterada del impacto citadino de la historia del Chori, merecen una aproximación más detallada y profunda.

Baste por ahora sólo una muestra: sería G. Caín quien iría con otro amigo, Tomás Gutiérrez Alea, Titón, a ver el espectáculo del genial timbalero, y de ello, y de la similitud por los apodos en la que reparaba el cronista, quedaría constancia en su novela La Habana para un infante difunto:

"De allí transporté a Titón en la alfombra mecánica de una guagua al barrio de San Isidro, a la misma calle San Isidro (que debía serme familiar por razones que olvido), a mostrarle una casa de dos pisos donde había un letrero grande que anunciaba: “Academia de Rumba.” Titón admitió ignorar hasta ese momento que la rumba se podía enseñar como una asignatura. Pero le dije, ¿no se enseña el ballet, esa rumba conpas en vez de pasillos, tiesa, que sustituye la gracia por la gravedad? Además, agregué, hay varias asignaturas en el curriculum: Rumba Columbia, de ritual para iniciados, Rumba Abierta (para toda la compañía) y Rumba de Salón. Pero no pude por menos imaginar qué diría Platón de esa akademia de rhumba, helenizado el nombre para que lo comprendiera mejor la sombra del filósofo de anchas espaldas que tenía en común con muchos músicos negros habaneros el ser conocido por su apodo: Chori, Chano Pozo".

De aquí, probablemente, surgiría la motivación para que Titón insertara imágenes del Chori en una de las ediciones de Cine Revista que dirigió en 1957, aunque por alguna razón decidió no conservar el sonido original, sino sonorizarlo con una versión ajena de Son de la Loma, según nos explicó el experto José Galiño Martínez.

Antes, en Tres Tristes Tigres, Cabrera Infante señalaba al Chori, como uno de los sitios de frecuente concurrencia con sus amigas y amigos, además de categorizarlo, como lo consideraba: “¿A dónde llevarla? Eran más de las tres. Estaban abiertos muchos sitios, ¿cuál era el apropiado para esta niña rica? ¿Uno miserable, pero sofisticado como El Chori?".

Rosa Marquetti Torres
Desmemoriados. Historias de la Música Cubana
14 de mayo de 2015

Video inicial: El Chori, en una escena de The Big Boodle, de1956. En primer plano, Errol Flynn y Rossana Rory.

Ver más fotos y datos en Desmemoriados.

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