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viernes, 1 de mayo de 2015

Las primeras presas políticas cubanas (XV y final) Gisela Sánchez y Melba de Feria



Gisela Sánchez y Melba de Feria

Testimonio tomado del libro Todo lo dieron por Cuba, de Mignon Medrano, Miami, 1995.

Fue en 1976 que arrestaron a Gisela Sánchez y a su tía Melba de Feria. Ya habían pasado más de quince años de haber sido institucionalizados la tortura y el terror como sistema del tenebroso Departamento de Seguridad del Estado, primero en Quinta Avenida y 14, Miramar, y después en Villa Marista, en el Reparto Sevillano.

Gisela cursaba la escuela primaria en un convento de monjas en Antilla, Oriente, y vivía en casa de sus abuelos. Las hordas castristas habían arrasado con todas las propiedades de la familia, entre ellas las fincas dedicadas a la ganadería, cría de puercos, cañaverales y cosecha de frutas. En su casa existía una oposición abierta contra el gobierno, pero no fue hasta que Gisela comenzó en la secundaria básica, cuando ella pudo comprobar cuánta razón tenía su familia. El adoctrinamiento que ella recibía, debía impartirlo a otros estudiantes. Además, estaba el programa obligatorio conocido como 'la escuela al campo': niños y jóvenes de los dos sexos eran trasladados a vivir en rústicos albergues campestres, aislados de sus padres y familiares.

Gisela apenas tenía 16 años cuando pasó a estudiar al preuniversitario en Holguín y comenzó a trabajar con la CIA, para ayudar a derrocar al infame gobierno. Su tía Melba encabezaba uno de estos grupos, pero era a otro jefe a quien Gisela pasaba datos sobre la escuela al campo y la carga que entraba y salía del puerto de Antilla. Al finalizar el preuniversitario, Gisela se mudó para el domicilio de sus tías Melba y Esther en La Habana. Al no pertenecer a organizaciones juveniles comunistas ni a comités de defensa de la revolución ni a federaciones femeninas, fue declarada 'antisocial' y no le permitieron seguir estudiando. El grupo con el que trabajaba mayormente se componía de jóvenes católicos, pero a veces se incorporaba alguien de quien se desconfiaba.

Durante uno de los frecuentes viajes a Oriente, en busca de información, a Gisela le avisan de Inmigración que tenía aprobada la salida para España. Decide regresar a La Habana y cuando aborda el avión, la Seguridad del Estado le ordena desembarcar, argumentando que su puesto es para una emergencia. Aquello fue un aviso de que debía andar con cautela. Sus cuidados no le valieron de mucho. Se encontraba acostada, con pijama y bata de casa, debido a una fuerte gripe y fiebre de 40 grados, cuando de pronto se vio rodeada por un grupo de milicianos negros, que habían subido hasta su cuarto como si persiguieran a un criminal. Sin dejarla preguntar y ni siquiera vestirse, el jefe del grupo le puso el revólver al pecho y le dijo que no podía moverse. Molesta, de un empujón, Gisela se quitó aquella mano de encima, provocando que la agarraran con más fuerza y se la llevaran sin despedirse de sus tías.

Meses más tarde, se enteraría que después de un exhaustivo registro, a su tía Melba también se la habían llevado detenida. Fueron incontables los esfuerzos de la Seguridad del Estado para convencer a Gisela de que cooperara con ellos. Su hermano estaba integrado a la revolución y a él le encomendaron reclutarla. Querían que trabajara para la Seguridad en Cuba o en Estados Unidos.

Durante semanas, permaneció en Villa Marista con la misma pijama y bata de casa con la que fue arrestada, sin darle oportunidad de asearse. La comida solía ser un perro caliente con moho en los extremos, unos espaguettis secos o un pedazo de pan duro. Una vez al día, en un vasito le servían dos dedos de agua. Con un alambrito, sacado del bastidor donde dormía, iba rayando en la pared lo que ella calculaba era el final de cada día. A veces durante los interrogatorios, sobre la mesa del teniente Briera, lograba ver un almanaque que la orientaba con respecto a las semanas transcurridas.

Aún hoy (recordar que el libro se publicó en 1995), Gisela es una mujer de llamativa belleza. Alta, rubia, tez muy blanca y enigmática sonrisa. Afirma que nunca la tocaron, pero cuando la guiaban en la oscuridad le murmuraban 'aquí estás sola y no te puedes defender, te podemos hacer lo que queramos', amenazándola con violarla y abusar de ella si no cooperaba con sus captores. Un día, angustiada por no poder comunicarse con su tía Melba, cuyos pasos sentía cuando la llevaban por el pasillo, con una cuchara decidió rayar una bandeja y puso: 'Tía, estoy bien, preocupada por ti', esperanzada en que un día la bandeja llegara a la celda de Melba, como en efecto ocurrió. El castigo no se hizo esperar, Gisela fue llevada a una celda helada. Creyó que iba a morir congelada, la sacaron en un estado tal que no podía mover la mandíbula, ni hablar y los pies y las manos tan entumecidos que estaban insensibles al tacto. Gracias a ese castigo supo que su mensaje le había llegado a su tía.

Sorpresivamente, le permitieron recibir ropa interior, un pantalón y una blusa para sustituir la pijama y la bata de casa. La ducha a la que tuvo acceso era un tubo por el que salía un chorrito de agua que cuando apenas comenzaba a salir, la cerraban. Cuando trataba de dormir, venían a decirle que la iban a entrevistar y se volvían a ir. Al poco rato volvían de nuevo. Según Gisela, las custodias mujeres eran peores que los hombres, las vejaban e insultaban con las peores obscenidades. Después de tormentosos meses en Villa Marista, aún sin juicio, le dijeron que la iban a sacar de ahí. Varios después, la llevaron para la granja América Libre, en El Cano, en las afueras de La Habana.

"Me trasladaron en una jaula, yo sola, encerrada por completo. Llegué a las 12 de la noche, me dieron un uniforme de presa, un par de tenis tres números mayores que el mío y un colchoncito enrollado. Me llevaron para el pabellón de las presas comunes y allí me dejaron nueve interminables meses, como castigo por mi actitud en Villa Marista. Antes de entrar, desde el segundo piso, donde estaban las criminales y las lesbianas, me gritaban: 'Carne fresca, carne fresca'. Estaba entrando en un mundo donde una siente que está cayendo en un abismo infinito, como hundirte en el vacío. Al llegar al pabellón, la combatiente me dijo: 'Tu vas a dormir aquí'. El lugar estaba lleno de mujeres negras, la única blanca era yo. En un pasillo había decenas de mujeres tiradas sobre el piso, porque no había camas, solo literas y colchones malolientes. Todo estaba sucio, el mal olor era insoportable. Y aquella cantidad de mujeres alrededor tuyo, mirándote, gritándote, era horrible. Agarré mi colchón y sin zafarlo lo tiré al piso para sentarme. Así pasé la noche. Por la mañana vino otra militar para llevarme a un lugar donde podría dormir.

"Ese lugar era más infernal aún que la Seguridad del Estado: allí te torturan sicológicamente, pero sabes donde estás, qué te rodea. Aquí no. Te rodea un mundo del que no sabes qué te puede pasar. En la oficina se encargaron de explicarme todo lo que me podía pasar. Y en más de una ocasión tuvo que venir una guarnición para controlar a las homosexuales, que querían picarme la cara. Aquellas mujeres me hicieron pasar momentos muy difíciles, porque querían violarme, eran unas salvajes, aunque en las comunes y las militares no todas eran tan malas.

"Cinco meses más tarde llegó mi tía Melba al pabellón de las comunes. No la reconocí, mi espanto al verla fue tal que solo atinaba a gritar insultos: 'Nunca los voy a perdonar, ustedes son unos asesinos'. Pesaba solo 90 libras, el pelo larguísimo y desaliñado, con muy mal color en la piel y una expresión que parecía un fantasma, como si hubiera salido de un electroshock. La habían destruido. Asela Pelayo, una negrita flaquita que era malísima, se portó de lo mejor, le cedió su cama y no permitió que yo le dejara mi cama a mi tía. Regalándoles cigarros y comida que mandaban de casa, mi tía logró granjearse la amistad de algunas en aquel vendaval de presas extrañas. Llegaron inclusive a alertarla cuando iban a usar drogas: 'Tía, esta noche no baje, porque tenemos un toque'.

"Mientras, el teniente Lester Rodríguez seguía presionándome, él o a través de mi hermano, para que colaborara con ellos. Fueron nueve meses infernales, con unos baños asquerosos y oscuros que no te dejaban ver ni lo que ibas a pisar. Cuando ponían el agua, tenías que bañarte con los zapatos puestos. La droga estaba a la orden del día, la tomaban, la olían, se tomaban los desodorantes con benadrilina. La guarnición tenía que venir, esas mujeres acababan con cualquiera, hasta las camas las tiraban. Ni dormir podías, con un ojo cerrado y el otro abierto, siempre a la defensiva, para que no te roben, no te piquen, no te maten. Estás en la cama y se te tiran encima, te rompen la ropa, te golpean, te halan el pelo, te cortan con las cucharas afiladas que tienen. Entre ellas, todos los días había sangre, por robo, por droga. Pasé dos sustos grandes, pero gracias a Dios, nunca llegaron a cortarme.

"Logré unirme a un grupo de comunes presas por robo, mujeres que eran administradoras de mercados que habían desfalcado o robaban para revender y ganarse unos pesos en la calle. Así no estaba tan sola y lograba cierta protección contra las otras. Finalmente, a los nueve meses y aún sin juicio, a tía Melba y a mí nos llevaron con las presas políticas. El cambio fue un bálsamo. Un año más tarde nos llevaron a juicio. Un juicio muy singular, porque no puedes hablar. Y te endilgan 25 años y no puedes objetar nada. Después de la sentencia, me siguieron hostigando y amenazando con mi familia. Me ayudó mucho una presa, Onelia Izquierdo, una bellísima persona. Era una presa de años y me dio consejos que nunca he podido olvidar.

"Tuve experiencias contrastantes. Una reeducadora, Modesta Hernández, es echó a llorar cuando le hablé de verdad, al corazón. Era una buena mujer. Pero otra militar negra, Angela Caly, que parecía un hombre, te insultaba y te trataba como un perro. Para hacer una requisa, te sacaba al patio, al sol hirviendo y te dejaba allí a su gusto, sin agua, varias horas. Al regresar, te lo habían destruido todo, solo por maldad. Ya en el exilio, vine a saber que Ana Lázara y otras dos estuvieron cinco años en celdas tapiadas. Cuando nosotras llegamos, ya no existía el plan de las plantadas y fuimos a reeducación. Creo que solo quedaban 15 o 20 plantadas, no recuerdo todos los nombres: Polita Grau, Georgina Cid, Aleja Sánchez, América Quesada y la Niña del Escambray, con quien pude hablar. Recuerdo su retraimiento, siempre silente, su cara triste, la volvieron loca para el resto de su vida. Pobrecita, pobrecita.

"En diciembre de 1978 fue el primer indulto, el segundo en enero de 1979 y el tercero en marzo del 79. En este último nos liberaron a mi tía y a mí, el 13 de marzo de 1979, con la condición de que teníamos que irnos del país. Tan pronto salimos de la cárcel, yo me casé con mi novio de entonces, que me visitaba en la cárcel y cargó conmigo la cruz de mi encierro. Años después nos separaríamos".

Es ahora Melba de Feria quien tercia en la conversación. Con setenta y pico de años, apenas cinco pies de estatura y frágil apariencia, no es precisamente el prototipo de una desafiante. Pero vibra en ella la sangre mambisa de su padre y con firmeza añade:

"Jamás hubo en Cuba un presidio político de mujeres tan grande y tan abusivo. A mí me negaban la comida y me interrogaban hasta casi matarme, porque como jefa de grupo, yo sabía lo que no sabía mi sobrina. Pero la conciencia de estar cumpliendo con un deber, te mantiene en pie. Un día, el teniente me dijo: 'Tu padre se hubiera abochornado de ti'. Y le riposté: 'No, mi padre hubiera estado orgulloso de mí, porque yo estoy presa por luchar contra los comunistas como él luchó contra los españoles'.

Leer también: Segunda parte de la serie Cuba: enfrentando la autocracia verde olivo, dedicada a Martha Frayde, ex prisionera política, fundadora del movimiento cubano de los derechos humanos y una mujer que al igual que las primeras presas políticas, también todo lo dio por Cuba. Martha falleció a los 93 años, el 4 de diciembre de 2013 en Madrid.

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