De todas las personalidades conocidas durante diez años cubriendo como periodista de la televisión cubana los Festivales Internacionales del Nuevo Cine Latinoamericano, anualmente celebrado a principios del mes de diciembre en La Habana, con las que tuve mejor relación y me resultaron mas simpáticas fue con la familia Barreto, dueños de LC Barreto, con más de 70 filmes producidos en treinta y cinco años, entre los cuales se encuentran Vidas Secas (1964); Terra en Transe (1967; O Rei des Milagres (1970); Tati, a Garota (1972); A Estrela Sobe (1974; Dona Flor e Seus Dois Maridos (1978; Bye, Bye, Bye, Brasil (1980); Menino do Rio (1983); Memórias do Cárcere (1984); India, a Filha do Sol (1984; Aventuras de um Paraíba (1985); O Rei do Rio (1986); O Quatrilho (1995); O que é iso, companheiro (1997); Bossa Nova (1999); Brasil, 500 anos (2000) y O Casamento de Romeu e Julieta (2005).
Al frente de la familia y los negocios está Luiz Carlos Barreto. Y a su lado, su esposa, la productora Lucy Barreto, madre de sus tres hijos: Bruno, Fabio y Paula. Bruno y Fabio devinieron cineastas de renombre y la hija también está volcada en la empresa familiar. Para la LC Barreto han trabajado cineastas de la talla de Cacá Diegues, Walter Lima Jr., Eduardo Escorel, Antonio Calmon, Marco Altberg, Miguel Borgesi, Nelson Pereira dos Santos, Joaquim Pedro de Andrade, Vicente Amorim y Antonio Carlos da Fontoura, entre otros.
Ya era una señora mayor cuando la conocí, pero de la madre de Lucy Barreto, guardo gratos recuerdos. Mujer elegante, culta, sociable y cordial. Acostumbrada a convivir con el peso del apellido familiar, se comportaba con esa naturalidad propia de la gente que no ha hecho de la fama un medio de vida. La última vez que la vi fue a fines de los 80. Había sido invitada por Alicia Alonso a un festival internacional de ballet y se hospedaba en el hotel Presidente. Hablamos brevemente y cuando me iba a despedir, me preguntó si podía acompañarla un momento a su habitación. Tomamos el elevador y ya en su cuarto, de su equipaje sacó un par de medias y me las regaló, aclarándome que eran francesas, de su marca preferida. De su calidad puedo dar fe: fue el par de medias que más usé en Cuba. Y cuando estaba preparando la maleta para viajar a Suiza, las separé para dejáselas a alguna amiga, pero a última hora decidí traerlas conmigo.
Los más probable es que por su edad la madre de Lucy Barreto, esté descansando en paz. Pero su regalo aún lo conservo. Más que un excelente par de medias color gris humo, para mí son el recuerdo de una mujer vital y optimista, sencilla y humana.
Ésa fue la unica vez que me regalaron un par de medias. Lo que más me regalaron fueron jabones, champú, suavizador Neutrox y colonias brasileñas de las marcas Rastro y O Boticario: las fragancias suaves, citricas y florales, casi todas provenientes de la Amazonia, siguen siendo mis preferidas. No soporto los perfumes fuertes, sean de Dior, Chanel o Nina Ricci. Tampoco me gustan las cremas -y menos sí son para las manos- con aromas penetrantes.
En una ocasión mi entrañable amiga Cristina Agostinho, conocedora de la escasez de jabones en Cuba, con un conocido de Belo Horizonte me mandó jabones Palmolive. Ya en La Habana, el brasileño me telefoneó y me dijo si podía pasar por el hotel Riviera a buscar un "encargo" que me había traído. Pensaba que era un pequeño paquete, pero ya pueden imaginar mi sorpresa cuando me entregó un maletín de piel lleno de jabones.
Del hotel a la parada del ómnibus, en la calle Línea, hay casi un kilómetro. Menos mal que era de noche, porque todo ese tramo lo caminé arrastrando el maletín por calles y aceras. Cuando vino la guagua, un hombre que que me ayudó a subirlo en alta voz me dijo:
-Compañera, si no es indiscreción, se puede saber qué hay dentro de ese maletín? Pesa como si estuviera lleno de piedras.
Le hice un guiño y bajito le dije:
-Son jabones, enviados una amiga brasileña.
-¿Tantos para usted sola?, preguntó incrédulo.
-Para mí y mi familia, y también para dar a amigos y vecinos. Mire, siéntese cerca de mí, que yo, con disimulo, voy a abrir el maletín y a regalarle dos jabones. Pero sin que la gente en la guagua se dé cuenta, porque me desvalijan.
Nos sentamos hacia el final, donde estaba medio oscuro. Y en cuanto pude abrir un poco el zipper, extraje dos jabones. Cuando el hombre vio que eran Palmolive no pudo contener una exclamación.
-Compañera, desde antes de la revolución no he vuelto a bañarme con un jabón Palmolive. Cuando llegue a la casa y se los muestre a mi mujer le va a dar un infarto.
Cuando me enviaban un paquete de café, guardaba un poco puro, para una visita que valiera la pena brindarle café brasileiro, y el resto lo iba ligando con los sobrecitos de café mezclado con chícharos que cada dos semanas vendían por la libreta de racionamiento, a razón de dos onzas per cápita.
Una vez vino un periodista para reportar un encuentro de volibol masculino entre los equipos nacionales de Brasil y Cuba. Me encontré con él en el hotel Deauville y entre otras cosas me obsequió dos pulóvers (t-shirts) oficiales, una toalla roja de mano y dos paquetes de café. Mi hijo se quedó con un pulóver y el otro lo vendimos, para tratar de paliar nuestra dificil situación económica. La toalla todavía la usábamos, estaba ya bastante desgastada y la dejé puesta en el toallero el día que salí de Cuba, el 25 de noviembre de 2003. De los dos paquetes de café, uno se lo regalé a Amparo, la vecina que la noche de la inesperada visita de Fernando Valeika de Barros me prestó un huevo y me regaló un tomate.
Si lo regalado no era útil, buscaba la manera de que lo fuera. ¿Ustedes se imaginan que en un país como Cuba, donde las carnes brillan por su ausencia, alguien te regale un juego de cuchillos de acero inoxidable de la marca Tramontina para cortar carnes? Pues eso mismo fue lo que me envió una amiga de Sao Paulo, evidentemente desconocedora de nuestra realidad. Con una persona que vivía en el Focsa, edificio famoso no sólo porque con sus 36 pisos era el más alto de la ciudad, sino porque en él residían muchos técnicos extranjeros, conseguí que una búlgara por los cuchillos me diera dos paquetes de picadillo de carne de res, cuyo costo no sobrepasaba los 8 dólares (probablemente los cuchillos costaron tres o cuatro veces esa cantidad).
Al principio, mi amigo Aparicio Basilio da Silva (1936-1992), quien además de presidente del Museo de Arte Moderno de Sao Paulo, fue dueño de la perfumería Rastro, me enviaba grandes velas aromáticas en envases de cristal. Es verdad que duraban mucho cuando se producían apagones, pero en momentos en que apenas se conseguía jabón para bañarse, esas velas eran un lujo. Con tacto y mucha pena le escribí y le dije la verdad. A partir de ese momento Aparicio comenzó a enviarme jabones. Resbalaban y duraban poco porque eran de glicerina, pero en mi casa todos los adorábamos, por el olor que a uno le dejaban cuando los usaba. De vez en cuando enviaba un frasco de colonia, pero ya no mandó más velas perfumadas.
El regalo más común eran pulóvers de algodón, que ellos llaman camisetas. Las camisetas brasileñas son de las mejores del mundo. En la foto donde aparezco al lado de Luiz Fernando Mercadante, en 1986, en un balcón del hotel Riviera, llevo puesta una camiseta roja de la marca Ellus. Ésa y otra igual, blanca, junto con un jeans de la misma marca -el primero que tuve en mi vida- fueron regalos de Leda Gomes de Oliveira, a quien conocí cuando en 1984, como representante de la firma Ellus, asistió al primer salón internacional Cubamoda. Fernando de Barros me regaló varias camisetas, pero la que más recuerdo era una tipo polo, muy femenina, de color malva, con el cuello y bieses de las mangas en verde claro. La usé muchísimo, casi siempre con una larga falda floreada.
Uno de mis conjuntos preferidos era una saya muy ancha y una blusa sin mangas, de algodón color crema con un estampado negro imitando piel de leopardo. Era muy cómodo y fresco y lo tenía como de "gran vestir" (se puede apreciar en una foto donde aparezco, de espalda, hablando con Pedro Vega y tres músicos más, fundadores de la Orquesta Filarmónica de La Habana, a propósito de la inauguración de una exposición sobre el director austríaco Erich Kleiber, el 28 de marzo de 1993 en el Museo de la Música).
Karen Müller, dueña de una boutique de camisas unisex en Sao Paulo, en una ocasión me envió cuatro, todas de algodón y de distintos colores y diseños. A una, de rayas blancas y amarillas, le corté las mangas y durante mucho tiempo la usó mi hijo. Mi hija se quedó con otra, de óvalos negros, blancos y rojos y también decidió "refrescarla" cortándole las mangas. Yo me quedé con dos: una blanca y otra floreada. La blusa blanca fue la que menos usé, tenía un cuello chino y antes de irme de Cuba se la dejé de regalo a la bodeguera. La floreada solía usarla en invierno, con un pulóver debajo, o cuando tenía que viajar fuera de La Habana (las cuatro veces que fuí a visitar a mi primo, el disidente Vladimiro Roca, a la prisión de Ariza, Cienfuegos, la llevé para usarla por las noches, cuando suele haber menos calor). Predominaban flores en tonos rosa pálido y me combinaba muy bien con un pantalón rosado oscuro, de amplios bolsillos, marca Cherokee, made in USA, comprado en una tienda habanera de ropa reciclada por 50 pesos.
Otra amiga me dejó una blusa de denim azul claro y mangas largas. Es la única que traje, porque tiene su historia. Además de ser la que más me abrigaba en los suaves inviernos cubanos, me acompañó las dos veces que estuve detenida, en enero de 1997 y marzo de 1999. En la segunda detención la usé con una saya de bambula estampada, regalo de mi amiga Cristina Agostinho, encima de una camiseta beige, también brasileira. En el calabozo habíamos dos periodistas independientes y una disidente, una señora ya mayor con la cual tuve que compartir la litera de cemento. Habian cinco mujeres más: cuatro acusadas de jinetear (practicar la prostitución con extranjeros), y la quinta, por un supuesto delito común (y que resultó ser informante de la policía). Las jineteras habían sido detenidas un sábado por la noche y andaban con vestidos muy escotados. Los calabozos policiales, todos construidos en sótanos, tienen la peculiaridad de además de oscuros, son muy calurosos por el día y muy fríos por la noche. Me daba mucha pena verlas temblando de frío, pero solo podía hacer dejación de una pieza. No lo pensé dos veces: me quité el pulóver y se lo dí a la más joven de las jineteras.
Ahora en Suiza, donde hay tanto chocolate como relojes, no olvido lo que en Cuba representaba para nosotros cuando de Brasil nos enviaban una caja de Garoto. Una verdadera fiesta. Con cuidado abría la caja amarilla y vertía los bombones en la mesa, los contaba y los distribuía a partes iguales.
Elcio Costa, de Minas Gerais, estuvo en Cuba en 1991 y fue el primer brasileño a quien le conté la detención de mi hijo Iván por la Seguridad del Estado, en marzo de ese año, junto con tres jóvenes más del barrio acusados de propaganda enemiga. Recuerdo que hablamos en un lugar apartado, en la piscina del hotel Tritón. El mismo día en que se iba, Elcio me pidió que fuera al hotel: me dejó parte de su ropa para Iván y un turrón de chocolate, que no era brasileño sino español. Conservo una foto donde aparecemos los dos en el lobby del hotel.
Tania Quintero
Redactado en 2006 y publicado en septiembre de 2009 en este blog.
Video: 2005. Simone (1949) y Milton Nascimento (1942) en Encontros e Despedidas, de Milton y Fernando Brant.
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