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viernes, 16 de mayo de 2014

¿Nos duele menos si los muertos son inmigrantes?



El 6 de febrero de 2014 murieron Ibrahim Keita, Armand Debordo Bakayoko, Oumar Ben Sanda, Ousman Kenzo, Yves Martin Bilong, Daouda Dakole... Y así hasta 15 hombres, según informaciones oficiales. La mayoría eran de Camerún y ninguno superaba los 26 años.

Intentaban llegar a Ceuta a nado desde Tánger. La Guardia Civil española y unas bolas de goma se lo impidieron. Mientras se aclaran las circunstancias, entre versiones que cambian y videos manipulados, queda el dolor.

Una semana después de la tragedia, cientos de personas se manifestaron en varias ciudades de España para protestar por la actuación de las fuerzas del orden y exigir que cesen las muertes en las fronteras. Allí estaban Djeumbe, senegalés de 28 años, y su compatriota Mustafá, de 27. Aunque ahora los dos tienen residencia legal, se conocieron en la Asociación de Sin Papeles de Madrid, que trabaja por la integración de la gente migrante. Tristes e indignados a partes iguales, coinciden en que, si los muertos hubieran sido españoles, la movilización habría sido mucho mayor.

"No solamente todos los subsaharianos, sino toda la población tendría que haber estado allí, porque a todos nos duele si se muere un familiar, y los muertos son familia de alguien, son humanos. Nadie se merece esto", se lamenta Djeumbe.

"Me duele que suceda esta matanza, que nadie diga nada y que muchos medios de comunicación lo escondan. Tenemos que darle visibilidad a esta tragedia. Un ser humano es un ser humano, da igual de dónde venga", reivindica Mustafá. Nadie responde ni llora por los muertos.

Parece inevitable plantearse por qué no se llenan las calles de gente exigiendo responsabilidades por la muerte de 15 personas en circunstancias confusas. ¿Nos duele menos el dolor de 'los de fuera'? ¿Estamos tan centrados en nuestros propios problemas que los de los demás nos importan menos?

Ramón Muñagorri, abogado y secretario de la Coordinadora de ONG para el Desarrollo, cree que "es indudable que en estos momentos, una de las coartadas del sistema es generar una especie de enfrentamiento entre los excluidos de aquí y de allí, argumentando que no podemos ayudar a África cuando tenemos pobreza aquí, diciéndonos que primero van los nuestros y después los otros".

"En Melilla hay una consigna no escrita en todos los niveles de la Administración y es la de la no tolerancia. Y, si se puede hacer la vida más difícil al inmigrante, mejor, para que sepa que aquí no tiene sitio, que aquí no le va a ir bien", sostiene José Palazón, profesor y miembro de la ONG Prodein. Palazón añade que "casi todo el mundo en Melilla vive de la Administración, y está mal visto manifestarse a favor de las personas inmigrantes. Prácticamente sólo se hacen manifestaciones en su contra".

Además, destaca la actitud racista de la policía: "Cuando vamos a llevar comida a los nuevos inmigrantes, con tono despectivo nos dicen: '¿Es para los negros?'. Yo les contesto: "Es para los pobres, no me había fijado si eran blancos o negros".

Débora Ávila es profesora de Antropología en la Universidad Complutense de Madrid y participa en Ferrocarril Clandestino, una "red de apoyo mutuo entre gente autóctona y gente migrante". Junto con Marta Malo, iniciaron un proceso de reflexión colectiva sobre las fronteras internas que nos separan dentro de las ciudades, "que están generando que gente que convive en un mismo barrio se encuentre dividida".

Ellas sostienen que estas fronteras invisibles son en realidad la forma de gobierno del neoliberalismo. "Si uno analiza cualquier política neoliberal (educativa, sanitaria y, por supuesto, de extranjería), se da cuenta de que las distintas normativas van generando derechos diferentes para distintas categorías de personas", explica Débora.

En este contexto, según la antropóloga, la crisis es un escenario ideal "para dar otra vuelta de tuerca a unas políticas que llevan pensadas mucho tiempo": si a la desigualdad se le suma "el discurso de la escasez, obtienes una sociedad en la cual las personas de un grupo quieren ser como las que están más arriba y ven a los de abajo como aquéllos que les quieren quitar su puesto".

Una realidad que reconocen Djeumbe y Mustafa, y que el primero resume así: "Al principio me llevaba muy bien con la gente, pero al llegar la crisis muchos empezaron a culparnos de la situación y a mirarnos con otros ojos. Es doloroso e injusto".

Este tejido social fragmentado que describe la antropóloga, sustentado en el miedo al otro y en la rivalidad en lugar de en el apoyo, sería la razón de fondo para que los problemas de las personas inmigrantes resultaran lejanos a una gran parte de la población. A lo que, en el caso de las muertes de Ceuta, la profesora añade la huella colonial, "que en España está muy presente": no es lo mismo que muera un negro a que muera un blanco.

Para José Palazón, esta guerra entre pobres, alimentada desde las autoridades y exacerbada en tiempos de crisis, es "lo que se oye", pero la mayoría de la gente en su vida cotidiana es muy solidaria. Y pone como ejemplo que en Melilla es habitual que alguien le deje las llaves de su casa o del coche a un inmigrante para que lo ayude en tareas domésticas a cambio de un dinero, "cosa que creo que en la península no se hace mucho".

El integrante de la ONG Prodein menciona lo sucedido en 2005, cuando, como ahora, se vivieron situaciones muy violentas en la frontera: "Los inmigrantes que habían saltado la valla corrían por la ciudad sangrando y llorando, y todo el mundo empezó a meterlos en sus casas y en sus coches", para protegerlos.

El abogado Ramón Muñagorri, secretario de la Coordinadora de ONG para el Desarrollo, observa también esta dualidad entre la lógica oficial y la actitud de una gran parte de la sociedad. Se muestra optimista cuando recuerda que, según las encuestas, "los ciudadanos españoles siguen pensando que tiene que haber una cooperación con países que están en procesos de desarrollo". Y va más allá. Cree que esta crisis, "que está agudizando la desigualdad a nivel planetario, pero también dentro de los países que antes se llamaban desarrollados", está teniendo como consecuencia un mayor grado de sensibilidad de la ciudadanía hacia problemas comunes.

"Antes, la gente pensaba que los problemas estaban fuera y que pequeñas ayudas eran suficientes para tranquilizar la conciencia. Ahora vemos que la voracidad de este sistema, basado en la acumulación de riqueza y en la exclusión, no tiene límites, expulsa a la gente de sus tierras allí y de sus casas aquí", argumenta Muñagorri, quien considera que "enemos que enfrentar juntos problemas que suceden en muchos sitios, pero que nos afectan a todos".

En la misma línea, la antropóloga Débora Ávila apunta que "los movimientos sociales han sabido aplicar una relectura de la crisis y elaborar un discurso político que señala muy claramente al culpable: los bancos, la corrupción". Esta identificación de un enemigo común, permite que funcionen ciertas redes de solidaridad: "Como está claro que están desmontando la sanidad, ya no es el inmigrante el que ocupa mi turno y me obliga a esperar".

A pesar de estas iniciativas solidarias, "que de alguna manera alumbran puntos de esperanza", Ávila dice que la lógica individualista de la competencia está "muy dentro de nosotros". Lo que por ejemplo explicaría, el hecho de que habiendo una gran movilización en defensa de la sanidad pública, no sea una reivindicación la recuperación de la tarjeta sanitaria por parte de los más de 800 mil inmigrantes sin papeles que se han quedado sin atención médica.

Ramón Muñagorri, no cree que la gente en España sea indiferente ante las muertes en Ceuta o la expulsión de la asistencia sanitaria a los sin papeles. "Para mí lo que hay es una sensación de impotencia, de que es muy difícil combatir un sistema tan depredador, a lo que se suma el hecho de que es complicado estar saliendo a la calle todos los días por cientos de causas que nos están convocando".

Los movimientos de contrapoder y de defensa de derechos surgidos en los últimos años –propios de "una sociedad madura", como la define Muñagorri– estarían evitando en España el ascenso de la ultraderecha como está ocurriendo en otros países europeos, a pesar de que esos grupos "de ideología ultra o fascista, amparados en políticas anti-inmigración, están siempre ahí, muchos en el marco de partidos conservadores".

"Yo sí creo que el surgimiento del Movimiento 15M en España y de las movilizaciones sociales en respuesta a la crisis, ha amortiguado un aumento del racismo que temíamos en este contexto, como ha sucedido en Francia, Austria o Suiza", coincide Ávila, que, sin embargo, avisa: "El problema es que esta manera de gobernar cada vez nos empobrece más. Hay quien dice que después de una crisis económica vienen doce años de crisis social. Si efectivamente se prolonga mucho la crisis social, y no hay una respuesta política por parte de los movimientos sociales, no es impensable un repunte de las posturas xenófobas".

El sacerdote Antonio Freijo, director de la ONG Karibú, dedicada a la atención y acogida de inmigrantes subsaharianos, menciona a los 240 voluntarios que sostienen su asociación para defender "que hay un espíritu de comprensión de la realidad en la población". Pero muestra una gran preocupación por cómo en ciertas personas cala esta retórica que enfrenta a los de dentro con los que vienen de fuera.

Un argumento que Freijo considera injusto, ya que "la mayor parte de la inmigración viene en la mejor edad para trabajar y aporta su esfuerzo y su talento al desarrollo del país como cualquier ciudadano". Y califica decirle a un inmigrante africano que los españoles también somos pobres "es insultarlo a la cara".

Todos estos razonamientos, según el sacerdote, se basan en la ignorancia, puesto que "nosotros (los españoles y los europeos) explotamos las riquezas de sus países, así que lo que puedan conseguir aquí no es ningún regalo". Y se propician actitudes poco razonables, como dejar enfermar a una persona –que "en vez de un catarro tendrá más adelante una neumonía, mucho más cara de curar"– en lugar de "exigir una asistencia sanitaria universal e igualitaria".

Antonio Freijo fue misionero en Burundi hasta que en 1987 lo expulsaron. Y demuestra conocer bien la realidad del continente africano cuando enumera los enfrentamientos tribales, hambrunas, genocidios o guerras que se han ido sucediendo en África y que han ido obligando a la población a huir a lo largo de las últimas décadas. También cuando define una característica propia de la inmigración africana: "Es muy individual. Suelen venir solos, en busca de una salida para ellos, pero sobre todo para sus familias que se quedan en el país".

Es el caso de Djeumbe, que con 21 años en 2006 llegó a España en un cayuco, para "buscar una vida digna". Ha trabajado repartiendo publicidad y en una agencia de figuración. Ahora no tiene empleo, así que no puede mandar dinero a los suyos tan a menudo como le gustaría. "No estoy muy contento, pero no me puedo quejar", dice con tono triste.

Mustafá, en cambio, disfrutaba de una vida algo más acomodada –"no nos faltaba para comer"– pero tenía un sueño: ser futbolista. Por eso, como muchos otros jóvenes africanos, con 19 años decidió dejar a su familia y su país y venirse a España cruzando el estrecho en patera. Ha trabajado como jardinero y, cuando ha podido, ha seguido formándose. Destina casi todo lo que gana a ayudar en los estudios a sus tres hermanos en Senegal. Como su compatriota, está sin trabajo. "No suelo ser pesimista pero, tal como está todo, creo que tendré que irme".

Y cuenta que hasta en el Servicio Público de Empleo le dicen que si sale algo se lo darán antes a un español que a él, cosa que "no les pasa a los futbolistas famosos que vienen de fuera, que también son inmigrantes", dice Mustafá con cierta rabia.

Por lo que sabemos, Ibrahim, Armand, Oumar y el resto de los hombres que perdieron la vida intentando entrar en Ceuta venían también solos a buscar una vida mejor para ellos y sus familias.

Probablemente sus historias sean muy similares a la del Pichi, mote de un muchacho que llegó a Melilla desde Malí. Cuenta Palazón que sus circunstancias eran especialmente dramáticas: una de sus hijas había muerto de una enfermedad común porque no tenían dinero para pagar a un médico. Mientras estaba de camino, supo que su otra hija también había fallecido. En Mali quedaban esperándolo su mujer y un niño.

Palazón recuerda la determinación en la cara del Pichi: "A este chaval no lo para nadie", pensó. Se lo encontró años después en Níjar, Almería. Estaba trabajando en un invernadero y, aunque le contó que no ganaba mucho y que vivía mal, estaba contento porque podía mantener a su familia en Malí.

A Ibrahim, Armand, Oumar y los otros los pararon unas bolas de goma. Sus muertes merecen una explicación. Y nuestro dolor.

Paz Vaello Olave
El Diario, 17 de febrero de 2014
Foto: Rostros de algunos de los 15 inmigrantes muertos en Ceuta, mostradas en un homenaje realizado en Barcelona. Más fotos en Ground Press.

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