Por Bárbara Celis, Nueva York
Esa imagen de Nueva York que el cine, la literatura, el arte y la música del siglo XX cincelaron en el imaginario colectivo del planeta ya no existe en el mundo real. Hoy es simplemente leyenda, nostalgia y mitomanía.
La tragedia del 11-S, indirectamente, marcó un punto y aparte en la vida cultural de una ciudad que en los años previos a aquel ataque ya había puesto rumbo al orden, el control y la dictadura del dinero -tres conceptos siempre inherentes al alma de Manhattan, pero de los que una gran parte de la cultura siempre había conseguido zafarse gracias a la existencia de barrios sin ley dentro de la isla.
Pero tras el 11-S la ley se impuso, el proceso se aceleró y ya no hubo escapatoria. Entre el estado policial que se creó en Nueva York durante los años que siguieron a los ataques y la lluvia de billetes que caracterizó la mitad de la década, con el consiguiente boom inmobiliario, la isla a la que le cantaron Bob Dylan, Lou Reed, Patti Smith o Leonard Cohen fue sacudiéndose de encima todos los resquicios de su pasado bohemio y transformándose en un lugar cada vez más inaccesible para la cultura no avalada por instituciones, tarjetas de crédito o celebridades.
Por eso era solo cuestión de tiempo que los grandes templos del underground de antaño fueran eliminados sistemáticamente a medida que Manhattan se llenaba de edificios residenciales, restaurantes caros, boutiques coquetas y hoteles con bares de moda en sus tejados. La sustitución de unos por otros ha durado exactamente una década.
Las víctimas son más que célebres: el CBGB, que vio nacer el punk rock y Los Ramones; el Tonic, donde John Zorn experimentó con el ruido; la Amato Opera, donde los amantes de ese género podían asistir a funciones por unos pocos dólares... El motivo siempre era el mismo: el precio de sus alquileres había subido demasiado y los dueños ya no podían pagarlo.
En su lugar ahora hay odas arquitectónicas al cristal y tiendas de lujo, protagonistas del paisaje del Manhattan de hoy. En el mes de julio, dos de los últimos vestigios del siglo XX cerraban sus puertas para entrar en el mundo de la nostalgia: el hotel Chelsea y el Mars Bar.
Del hotel Chelsea, hogar de poetas, cantantes y artistas rebeldes de múltiples generaciones (de Dylan Thomas a Allen Gingsberg), se ha dicho y escrito todo. Su futuro parece unido a su venta y reconversión en un edificio de apartamentos de lujo, como le ocurrió al hotel Plaza.
El Mars Bar, en el East Village, fue parada obligada de espíritus indómitos cuando los taxistas no se atrevían a ir más al este de la segunda avenida a mediados de los ochenta por miedo a ser asaltados. Fue antro oscuro de grafitis roñosos, cerveza barata, olor a orín, rock clásico y clientela excéntrica, una isla en un barrio hoy entregado a los locales con velas perfumadas y chicas con mechas y bolsos de Louis Vuitton. En su lugar pronto habrá un rascacielos con apartamentos para millonarios.
La cultura underground neoyorquina viajó del West Village en los sesenta, al Soho en los setenta, al East Village en los ochenta y los noventa. Pero no es necesario llorar del todo su muerte: las nuevas fronteras están ahora al otro lado del East River, en Queens y en Brooklyn, donde florece la cultura alternativa del siglo XXI y los artistas aún pueden hacer locuras en libertad.
Quizás dentro de 100 años alguien escriba un artículo llorando su pérdida, pero para entonces ya habrán nacido Los Ramones, Gingsberg o Basquiat de este siglo. Y su historia se habrá escrito en esos nuevos barrios que también son Nueva York.
El País, 7 de agosto de 2011
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