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jueves, 9 de junio de 2011

Las máquinas y el tiempo


Por Raúl Rivero, Madrid

Lo leí en la columna de Pedro G. Cuartango, colega de El Mundo,y me inscribí en silencio, más viejo que nunca, en la lista de nostálgicos. En la nómina de los hombres y las mujeres que tenemos de pronto, con el cierre en Bombay de la última fabrica de máquinas de escribir, otra razón para rechazar a la muerte presumida.

Así es que salí a buscar una nota que escribí en La Habana, en la última Olivetti que me confiscaron, en 2003, unos días antes de ir a la cárcel. Es una traición anunciada. Y la renuncia por adelantado al placer de contar las cosas como recuerda Cuartango que se contaban antes. Con ruido y con furia.

Esta es la crónica. «Estaba ahí, negra y misteriosa. Me parecía un ingenio complejo, sobrecogedor, su teclado blanco lleno de letras y signos y mi tío Julio César con la mirada fija en el rodillo. Era una Underwood con aroma de aceite fino. Fue la primera máquina que traté, la primera que aprendí a querer, la que me enseñó el compás metálico que arrulla el avance de la tinta sobre las hojas.

Tuve una relación sensual con la poderosa Underwood, que, en los momentos iniciales, solo me permitía sacarle de su mecanismo barroco estos dos esquemas primitivos: qwert, poiuy. Ese contacto me condenó y una buena parte de la sanción estaba destinada a hacerme feliz.

Comenzó para mí, en la provincia cubana de los años 50, una etapa extraña que me hacía valorar a los adultos por el hecho pueril de que tuvieran o no máquina de escribir, aunque, como solía pasar, no las usaran nunca.

En las vidrieras, en el Instituto de Segunda Enseñanza, en la Escuela de Comercio, en las Academias de Mecanografía, me fascinaba el espectáculo de las máquinas mudas todavía y ordenadas como si esperaran la entrada de los mecanógrafos para dar un concierto.

Tuve muchas prestadas, alquiladas, cedidas por 15 días o un mes.

La mía, la personal, la que sentí más cerca, se llamaba Maritza y era búlgara, arisca, quebradiza y voluble. Con ella preparé mis primeros libros de poemas, unos reportajes celebrativos y propagandísticos y algunas crónicas que volvería a publicar si tuviera dónde.

Me acompañó en las buenas y las malas, pero en los 90, cuando se declaró en Cuba el "período especial", un eufemismo para ocultar la pobreza absoluta y el empecinamiento por el poder, la vendí con hambre y rabia.

Vino después una Cónsul, fabricada con patente francesa que me regaló un amigo que no puedo mencionar y me confiscó la policía política en el verano de 1997, junto a decenas de artículos y fotos familiares y de amigos.

Me recuerdo, candoroso y humillado, pidiéndole a un oficial de la Seguridad del Estado: 'La máquina no, devuélvemela, de todas formas me voy a conseguir otra, pero ésta y yo ya nos conocemos, es noble y fuerte, dócil y, desde luego, inocente».

El policía fue implacable. Por un momento, al final, la vi allí, entre los archivos de la agencia Cuba Press, algunos libros y folletos, gris y nacarada, ajena, involucrada ya en el inventario de un preso.

Tuve otras aventuras ligeras, pero la memoria humana es parcial y caprichosa y sólo me alcanza ahora para llegar hasta el teclado verde botella de una Smith Corona eléctrica y hermosa, precisa y rápida de la que me separé no sé por qué asunto baladí.

Hay también una Robotrón alemana, enorme y ruidosa con la que tuve un matrimonio pendenciero y estable, hasta que la vida nos separó con acusaciones mutuas de infidelidad.

De todos modos, hay muchas que habitan mis provincias oscuras en la memoria. Calladas y quietas, como de paso, con aire de prostitutas, fáciles y disponibles, con el teclado siempre abierto a cualquier mano en las salas de redacción.

Ahora que en el mundo las máquinas de escribir comienzan a pasar al olvido, las he querido recordar, sobre todo las mías, porque me siento un traidor potencial. No he renunciado a ellas porque en mi país está prohibido tener computadoras, navegar en internet y tener correo electrónico.

Sueño con el silencio de una laptop, pero guardo un sentimiento de gratitud y amor por esos aparatos tratados hoy como chatarra, objeto de burlas, material de desecho».

El Mundo, 13 de mayo de 2011

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