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lunes, 30 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XVIII) - De mi padre a mi madre


Por Tania Quintero

El 23 de abril de 2001, una semana después de haber enterrado a mi madre, escribí un testimonio titulado De mi padre a mi madre. A continuación lo reproduzco.

José Manuel Quintero Suárez, mi padre, nació en Palmira, Cienfuegos, el 21 de diciembre de 1908. No llegó a cuarto grado. Tenía dos oficios: panadero y barbero. Pero el 'Gordo' Quintero -medía 6 pies y pesaba más de 200 libras- fue más conocido por una labor incomún: guardaespaldas.

Desde la década de los 30 y hasta el 26 de julio de 1953 su misión principal fue cuidar de la vida de Blas Roca Calderío, secretario general del Partido Socialista Popular, de tendencia marxista-leninista.

Era mulato. Su físico escondía un hombre extremadamente flemático, disciplinado y bonachón. Si la cosa se ponía fea, no vacilaba en sacar la pistola. Una Colt 45, que yo siempre le quitaba al llegar a la casa y guardaba en el escaparate de caoba comprado en los años 40. Tampoco le temblaba la mano para propinar un derechazo a cualquier impertinente.

La anécdota me la hizo Francisco Martínez Morell, intelectual que dedicó muchos años de su vida a trabajar con Juan Marinello. Martínez Morell me contó que mi padre se encontraba sentado en los jardines del Capitolio Nacional, esperando a Blas (en ese momento uno de los redactores de la Constitución de 1940) cuando se le acercó Caramés, a la sazón jefe de la policía en La Habana, un tipo temible. Caramés trató de provocar verbalmente a mi padre. Y éste, sin decir una palabra, le propinó un piñazo histórico.

Después de 1959, el 'Gordo' Quintero pasó a las filas del Ministerio del Interior, no por haber sido guardaespaldas, sino para dedicarse a la reeducación de menores. Pese a su bajo nivel escolar, se puso a estudiar la obra del pedagogo soviético Anton Makarenko. En 1962-63 comenzó a sentirse mal. Él nunca se enfermaba. Solía decir: “Estoy hecho de una madera especial”. Y el hecho de no fumar, ni tomar café ni ingerir bebidas alcohólicas (sólo vino tinto el 24 de diciembre y sidra el 31) hacía pensar que viviría mucho más de lo que vivió, 57 años.

Fue al médico de su clínica, el Centro Benéfico Jurídico de Trabajadores. El doctor se lo dijo sin tapujos: estás embarrado de salsa de tomate con mermelada de mango. El corazón y el hígado. En 1964 su organismo padecía una combinación mortal: diabetes, hipertensión, cirrosis hepática. Después de tres años de gravedad, el 7 de octubre de 1966 falleció en el Jurídico. Fue enterrado al día siguiente, en la bóveda de la familia de Blas Roca. Llovía torrencialmente.

Lo velamos en la funeraria Rivero. Él hubiera preferido la funeraria Caballero, en La Rampa, pero ya había dejado de ser sitio mortuorio. El ataúd era de caoba con agarraderas de bronce. Mi padre había ido guardando dinero para que sus funerales fueran de primera. Y para que ni mi madre, su viuda, ni yo, su única hija, tuviéramos que depender en ese momento de poninas (colectas) de familiares y amigos.

Tenía una filosofía muy particular sobre la vida y la muerte. No creía en el luto ni en la veneración a los muertos. Acostumbraba a decir: “No voy a los velorios de quienes no me invitaron a sus fiestas”.

Durante su enfermedad tuvo una excelente atención médica. No le faltaron los medicamentos y semanalmente tocaba a la puerta de nuestra casa en Romay 67, en el Cerro, un militar con una caja de viandas, frutas, carne de res, pollo y pescado, enviada por Ramiro Valdés, entonces ministro del Interior.

En Granma salió una nota sobre el deceso del “viejo luchador revolucionario”. La redactó Blas Roca y él mismo la llevó al linotipo, a la hora del cierre. A su manera, mi padre fue comunista. Aunque nunca militó en el Partido Comunista de Cuba ni fue propuesto para ninguna condecoración. Ni siquiera fue reconocido post mortem como Combatiente de la Clandestinidad.

Treinta y cinco años después, el 15 de abril, el último día de la Semana Santa de 2001 y Domingo de Resurrección, dejó de existir mi madre, Alejandrina del Carmen Antúnez Aragón, nacida el 24 de marzo de 1915 en Tuinucú, Sancti Spiritus.

Hija de pichón de canario y cubana con raíces valencianas, en el registro oficial aparecía como de la raza blanca, pero ella ni ninguno de sus siete hermanos eran realmente blancos, sino mestizos. Del tipo que en Cuba llaman jabaos, rusos o capirros. Mi madre era hermana de Dulce María Antúnez, esposa durante más de cincuenta años de Blas Roca. Fue en la casa de ellos donde conoció a mi padre.

A diferencia de mi padre, mi madre era delgada y baja de estatura. Autoritaria y voluntariosa, de pequeña fue a menudo castigada por su mal genio. Vino joven a La Habana, pero según allegados “nunca se bajó del caballo”. La capital no ejerció demasiada influencia sobre ella, a no ser el hechizo del béisbol.

Con frecuencia asistía al Estadio del Cerro (hoy Latinoamericano), cercano a la casa. Sobre todo cuando jugaba Habana y Almendares y también después, cuando se enfrentaban Industriales y Villa Clara, su equipo (de vivir más tiempo, sería fan de los 'gallos' de Sancti Spiritus).

Ella fue quien aficionó a la pelota a Iván, su único nieto varón. Recuerdo a mi madre con un cigarrillo en la boca casi a toda hora: fumaba desde los 12 años. Tenía otro vicio: apuntar a la bolita o charada y comprar billetes de lotería. Antes de 1959, casi todos los cubanos apuntaban a la charada, representada por un chino en cuyo cuerpo, de pies a cabeza, estaban colocados íconos con los números del 1 al 100 (después de la revolución el juego fue declarado ilegal, pero la bolita o charada se sigue jugando y se ha incorporado al habla popular: desde 1959 a Fidel le llaman “el caballo” porque en la charada el número uno corresponde a ese animal, también le dicen “el one”).

Hasta el final de sus 86 años afirmaba: “La gente que lee mucho se embrutece”. Con malos ojos veía mi afición por la lectura y, peor aún, habérsela trasladado a mis dos hijos. Para colmo, mi hija Tamila, su nieta, se hizo bibliotecaria. Tenía animadversión por los libros. Unos días antes de morir, el 4 de abril, Yania, la única bisnieta que pudo conocer, recibió el diploma Ya sé leer, otorgado a los alumnos de primer grado (casi dos años después de su fallecimiento, el 3 de febrero de 2003, nació Melany, su segunda bisnieta).

Mi madre también fue comunista. A su manera. Dos días antes de caer en coma vio el NTV y leyó el “Grama”, como lo llamaba, sin pronunciar la ene. Creía todo lo que en el televisor y el periódico se decía. No soportaba a “la gente de los derechos humanos” y nunca aceptó que yo hubiera dejado el periodismo oficial y me hubiera convertido en periodista independiente. En más de una ocasión me auguró varios años de cárcel.

Sin embargo, la revolución en la cual creyó le dio la espalda. Los 80 pesos de la pensión que cobraba (por mi padre) no le alcanzaban para las cajetillas de cigarros Populares que mensualmente se fumaba. Murió sin que el médico de la familia, una de las tantas quimeras emprendidas por la revolución, ni el doctor de guardia en el policlínico Luis de la Puente Uceda, pasaran a verla el día en que perdió el conocimiento, el 14 de abril.

Ese día, Sábado de Gloria, hasta las 3 de la tarde se esperó por una ambulancia que el director del policlínico prometió a mi tío Luis que mandarían a la casa, para trasladarla a un hospital. No fue hasta las 5 de la tarde, gracias a las insistentes llamadas de una vecina, cuando en una ambulancia del SIUM (servicio de urgencia) llegamos al cuerpo de guardia del hospital La Dependientes, en el Cerro.

A las 9 de la noche fue llevada a la sala de terapia intermedia. Alrededor de las 3 de la mañana pudo entenderse claramente uno de sus quejidos. Nunca fue creyente, pero gritó: “Ay, Jesucristo”. A las 6.30 de la mañana del día en que Jesús resucitó, mi madre murió.

La primera corona que llegó a la funeraria de Santa Catalina, en la Víbora, fue la encargada por René Gómez Manzano, a nombre de Los Cuatro, como era conocido el Grupo de Trabajo de la Disidencia Interna, sobre todo después de que sus integrantes (Martha Beatriz Roque Cabello, Vladimiro Roca Antúnez, Félix Bonne Carcassés y el propio René) redactaran y divulgaran en junio de 1997 La patria es de todos, uno de los documentos más coherentes emitidos por un grupo opositor cubano.

Mi madre tuvo diez coronas en total, la décima parte de las que tuvo mi padre en 1966. Hasta el último momento pude comprarle lo que apetecía: gelatinas, helados, jugos y “botellitas de Coca Cola”, en realidad un refresco de producción nacional conocido por Cola Fiesta, pero para ella ese tipo de gaseosas eran “Coca Cola”.

Si algo no ha podido borrar la revolución de la cabeza de los más viejos han sido las marcas capitalistas: a los refrigeradores les dicen “frigidaire”, al detergente en polvo “fab”, al jabón de lavar oscuro “candado” y al blanco “oso”. Para ellos, los mejores radios siguen siendo los RCA Victor, los mejores jabones de tocador los Palmolive y Camay y la mejor pasta dental la Colgate.

Mi madre fue enterrada el 16 de abril, Lunes de Pascua ese año. Le hicieron un responso en la capilla del Cementerio de Colón. Con los cinco ramos de flores a nombre de las cinco personas que vivíamos con ella, bajaron la caja de madera gris, fea, miserable, igual a la que le “toca” a todos los cubanos de a pie. Y allí quedó, en una bóveda estatal, colectiva, socialista, similar al acto que unas horas después tendría lugar a pocos metros de su sepultura, en 12 y 23.

Si en 1966 en el periódico Granma se informó de la muerte de mi padre, en el 2001 la noticia del fallecimiento de mi madre estuvo a cargo de Radio Martí, emisora que ella odiaba. Otra paradoja: a pesar de que vivió ajena al progreso, alguien colocó una nota necrológica en internet.

Confío que allá, en el cielo, los dos se hayan reencontrado. Y permanezcan en paz, esperándome.

Mañana: Nikita y el tigre de papel.

2 comentarios:

  1. Tania cuantos recuerdos y con que precision recuerdas cada detalle,seguro estan juntos y en paz,son seres tan queridos que nunca se podran olvidar

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  2. Voy leyendo tu libro con fruición, en este post te dejo comentario, un muy sentido post, qué dolor la muerte de la madre, y de los padres.

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