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lunes, 7 de marzo de 2011

Treinta días viviendo como un cubano (VI)


Por Patrick Symmes*

La mañana siguiente encontré a una mujer rebuscando en mi basura. Quería botellas de cristal o cualquier cosa de valor: le di mis pantalones rotos. Tenía 84 años, la misma edad que mi madre, y vivía con una pensión de 212 pesos al mes, un poco más de 8 dólares. Buscaba en la basura cosas -para furia de mi casera, que consideraba que la basura era un recurso suyo- y trabajaba como “colera”, haciendo cola para cinco familias de la manzana.

Llevaba sus libretas de racionamiento a la bodega, recogía y entregaba el abastecimiento del mes y recibía a cambio un total de 133 pesos por ello. Sorbía un inhalador para el asma que costaba 20 pesos, unos 75 centavos de dólar, pero solo el primero tenía ese precio: los demás tuvo que comprarlos en el mercado negro por varios dólares cada uno.

A cambio de mis pantalones, mencionó que la panadería “por la libre” tenía pan. Se trataba de la panadería que operaba fuera del racionamiento, donde cualquiera podía comprar una hogaza. El precio era cuatro veces el de las panaderías del racionamiento, pero tenían mucho más pan. Cogí una bolsa de plástico, caminé ocho cuadras (pasando frente a tres panaderías de racionamiento vacías) y compré una hogaza por 10 pesos.

Mientras caminaba de vuelta a casa, una mujer que iba en dirección contraria me preguntó:

-¿Tienen pan?

Apresuró el paso. Después, cuando pasé junto a un juego de ajedrez a la sombra de una higuera, un hombre alzó la mirada y me preguntó lo mismo.

-Sí, hay pan, le dije.

Derribó las piezas, enrolló el tablero y ambos jugadores se marcharon hacia la panadería.

El desayuno había sido un pequeño plátano duro comprado a un hombre en un callejón. Con café y azúcar, eran menos de 200 calorías. La comida era un huevo y dos rebanadas del nuevo pan, 380 más. Tenía tres dólares en la cartera y 17 días por delante.

Un error catastrófico. Había andado a pie toda la tarde, el azúcar de mi sangre estaba descendiendo y al pasar por un callejón vi un pequeño pedazo de cartón en el que decía pizza, me detuve y me compré una. La pizza básica -un disco de masa de treinta centímetros con catsup y una cucharada de queso- costaba 10 pesos. Pero impulsivamente pedí la versión con chorizo, que costaba 15 pesos.

En mi apartamento, puse sobre la mesa la pequeña pizza y la miré horrorizado. Quince pesos eran unos increíbles 60 centavos de dólar que echarían por tierra mi presupuesto. Me podría haber comprado kilos de arroz por esa cantidad. Mirando ese redondel raquítico, más pequeño que una sola porción en Estados Unidos, me puse a temblar. Tuve que sentarme. Después me eché a llorar. Lo hice durante unos buenos diez minutos, maldiciéndome. ¡Idiota! ¡Estúpido! ¡Imbécil!

Impulsivamente, me había gastado una quinta parte del dinero que me quedaba. Ahora solo tenía 64 pesos para sobrevivir durante los diecisiete días siguientes. ¿Qué iba a ser de mí? ¿Cómo iba a comer cuando me quedara sin frijoles, de los que ya no había muchos? ¿Y si cometía otro error? ¿Y si me robaban? ¿Cómo llegaría al aeropuerto el último día si no tenía ni unos cuantos centavos para el billete de autobús?

Llorar no sólo libera tensión y miedo, sino también endorfinas. Cuando la pizza se hubo enfriado, también lo había hecho yo. Comí con cuidado, con tenedor y cuchillo, y me bebí un vaso de agua helada. Esa “comida” duró menos de dos minutos. Era el punto bajo de mi mes.

Una hora más tarde llamaron a la puerta. La hija de uno de mis vecinos estaba fuera y gritaba ¡Patri, Patri!. Salí. Me dio una caja de zapatos. Pesaba y estaba cubierta de cinta aislante. Alguien se había detenido -otro americano de visita en Cuba- y la había dejado. En la cocina corté la cinta, la abrí y encontré una nota de mi mujer y mi hijo pequeño y tres docenas de galletas de té hechas en casa.

Me comí diez galletas. Emboscada para escapar. Lágrimas para la paz. Maldición para la alegría. Racioné el resto de las galletas: cinco por día hasta que se reblandecieran; después dos al día, y al fin desarmé la caja con un cuchillo y me comí las migas.

Una vez al día cedía a mi vanidad, me quedaba sin camisa delante de un espejo y miraba al hombre que no había visto en quince años. Había perdido dos, luego tres, luego ocho kilos. Pero el estómago y la mente se ajustan con una aterradora facilidad. La primera semana había estado asustado y muerto de hambre. La segunda, dolorido y hambriento. Ahora, en mi tercera semana, comía menos que nunca pero estaba bien física y mentalmente.

Había pasado mi peor día hasta el momento, con sólo 1,200 calorías. Eso era lo que comía un prisionero de guerra americano en Japón durante la Segunda Guerra Mundial.

Volví con mis amigos los ladrones de cemento y, después de mucho esperar, la mujer me hizo una cena generosa, riéndose a carcajada batiente de “mi experimento”. Había frito (en aceite robado de una escuela) un poco de pollo molido (comprado a un amigo que lo robó) que me sirvió con el arroz “feo” de una ración y una única y minúscula remolacha. Después de la comida, hasta me hizo un ponche, a la manera cubana: una sola cucharada en una taza de café expreso. También hubo algunas cucharadas de papaya (a un peso cada una, en un mercado barato que me recomendó) cocinada con jarabe de azúcar.

“Es imposible”, dijo de mi intento de ser oficialmente cubano. Para sobrevivir, todo el mundo tenía que tener “un extra”, algún ingreso fuera del sistema. Su marido alquilaba una habitación a un turista sexual noruego. Su vecina vendía comida a los trabajadores que habían perdido el almuerzo gratuito de las cantinas. Su madre vagaba por las calles con jarras de café y una taza, vendiendo dosis de cafeína. Su amigo de la esquina robaba el aceite de cocina y vendía a 20 pesos el medio litro. Otro vecino robaba pollo molido y vendía a 15 pesos el medio kilo. (“Buena calidad, a muy buen precio, deberías comprar”, y lo hice.)

Su comida fue la única que tomé aquel día y las calorías se consumieron en un asombroso paseo de una punta a otra de La Habana, y sus alrededores, más allá de una gigante circunvalación hasta llegar a las calles purulentas, pasando por los grandes hoteles, las casas oscuras, entre gente que dormía sin techo, sentada en cajas de embalar, siempre hacia adelante, horas en rotación durante el mediodía, la tarde, el anochecer, en anchas avenidas y estrechos callejones, por Plaza, Vedado, Centro, Habana Vieja, Cerro, por Plaza de nuevo, Vedado de nuevo, cuatro, seis, ocho, diez, doce kilómetros, junto a la estación de autobuses, el estadio de deportes, agujeros ardientes en mis zapatos, después la cama.

Me dolían los pies. Pero no sentía la menor queja de mi estómago. Yo tenía por costumbre decir que un 10 por ciento de todo era robado en Cuba, para ser revendido o reutilizado. Ahora creo que la cifra real es un 50 por ciento. El delito es el sistema.

Un día, en la acera, delante de mi tienda de racionamiento, vi a un adolescente con corte de pelo punk paseando en su brillante Mitsubishi Lancer y jugando con lo que tomé por un iPhone. “Esto no es un iPhone, me corrigió. Es un iTouch.”

Se venden por 200 dólares, 5,300 pesos. Algunas personas tienen dinero, incluso aquí. La única certidumbre es que no han conseguido ese dinero legítimamente.

Caminé hasta el Hotel Riviera, donde la sala de juego fue nacionalizada un año después de su apertura. (Meyer Lansky, el propietario dijo que la había “cagado”.) En el gimnasio me pesé: 95 kilos. En 18 días había perdido cinco kilos, un ritmo que en los Estados Unidos conlleva hospitalización.

De camino a casa, una mujer me preguntó dónde se cogía el autobús P2. Farfullé la respuesta.

-Oh, creía que era cubano, dijo.

Pierdes peso y cambias de nacionalidad. Me reí por su error y seguí caminando, pero un instante después ella me perseguía.

-Eh, invíteme a comer, dijo. Donde sea.

Negué con la cabeza.

-A comer, me gritó. A cenar. Como quiera.

En casa, abrí el refrigerador y conté: cinco huevos.

Como la mujer que buscaba el P2, me volví directo. Caminé tres kilómetros hasta Cerro, un mal barrio. Eso me llevó directamente a un callejón en cuyos lados había sendas líneas de camiones oxidados, junto a un estadio de deportes que se caía a trozos, por un parque dejado y una arboleda, hasta la puerta de entrada del Ministerio del Interior.

Es el famoso edificio con un gigante Che Guevara. Estaba vigilado por un par de soldados con boina roja. El edificio del Minint es fotografiado constantemente por la singular escultura del Che, pero no quieres estar dentro. Ignoré a los guardias y seguí hasta el vasto y descuartizado asfalto de la Plaza de la Revolución.

En el otro lado, caminando con cuidado, pasé junto a la entrada de un edificio bajo, pero inmenso, situado en la cima de una grandiosa entrada. Era el Consejo de Estado, el núcleo del sistema revolucionario, en el que Raúl Castro supervisaba a los funcionarios de mayor rango. Soldados de fuerzas especiales con pistolas y porras vigilaban la rampa de entrada; el gobierno se siente suficientemente seguro como para que solo un par de pistolas se interpongan entre Raúl y yo.

Foto: Jamshid, Flickr.

* Periodista estadounidense y corresponsal viajero. Autor del libro The Boys from Dolores: Fidel Castro's Schoolmates from Revolution to Exile (Mayo 2008).

Publicado en Letras Libres, enero de 2011.

1 comentario:

  1. Esto es de lo último más fuerte que se ha escrito sobre Cuba.

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