Por Patrick Symmes*
El séptimo día descansé. Tendido en la cama con el libro de Víctor Hugo, perdido en la prueba de la bondad del hombre, me podía olvidar durante una hora de que me dolían las encías, de que tenía la garganta llena de saliva.
La Habana estaba cambiando, como lo hacen las ciudades. La zona histórica había sido puesta bajo control de Eusebio Leal Spengler, el historiador de la ciudad. Leal había dado especial prioridad al abastecimiento de la construcción: mano de obra, camiones, herramientas, combustible, canalizaciones, cemento, madera, hasta grifos e inodoros. Pero esa no era la razón por la que la gente lo adoraba. No, me explicó mi amigo, el acceso “privilegiado” a los abastecimientos significaba simplemente que había más para robar.
Un amiga mía estaba reformando su casa con la esperanza de alquilar habitaciones a extranjeros, y ciertamente al cabo de unos pocos minutos se produjo el chirrido de unos frenos de camión y se oyó un fuerte bocinazo. Su marido me hizo una señal urgente y abrimos la puerta de entrada. Un camión de remolque descubierto estaba esperando. En sesenta segundos, los tres descargamos más de doscientos cincuenta kilos de sacos de cemento Portland.
El marido pasó un fajo de billetes al camionero, que no tardó en arrancar y largarse. Había ganado dinero con el cemento destinado a alguna construcción. Nos pasamos media hora llevando los sacos a un rincón oscuro en la sala de atrás y los cubrimos con una lona porque estaban impresos con tinta azul, lo que los señalaba como propiedad del Estado. La tinta verde era para la construcción de escuelas. Sólo el cemento en sacos impresos en rojo podía ser comprado por los ciudadanos, en tiendas estatales, a 6 dólares el saco.
A diferencia de la mayoría de los funcionarios cubanos, Leal había conseguido mejorar la vida de la gente. Leal reconstruyó los viejos hoteles; mis amigos consiguieron más de 250 kilos de cemento para su nuevo bungalow turístico. Leal restauró un museo; ellos robaron láminas metálicas para los tejados. Leal mandó camiones de madera al vecindario; ellos hicieron que desapareciera la mitad de la madera.
El Estado era propietario de todo. La gente se apropiaba de todo. Un sistema de racionamiento al revés. Ayudar a robar el cemento fue mi primer gran éxito. A cambio de media hora de trabajo, recibí un plato lleno de arroz y frijoles, con un poco de plátano y una pequeña porción de picadillo. Al menos 800 calorías.
La segunda semana fue más fácil: tenía mis dos pequeñas estanterías llenas de bolsas de arroz y frijoles, unas cuantas yucas a 80 centavos el medio kilo y una botella de whisky de contrabando todavía medio llena. Tenía nueve huevos, después ocho, después siete, aunque el refrigerador seguía vacío.
Había abandonado por completo lujos como los sandwiches (o sandwich, en singular: había comprado uno, pero el gasto todavía me hace temblar). El décimo día descubrí que me quedaban 100 pesos. Como con los huevos, imaginaba una cuidadosa y lenta reducción durante los veinte días siguientes, pero mi presupuesto y mi dieta podían verse igualmente arruinados por un resbalón que dejara una yema de huevo en el suelo. Todo se reducía a la cuestión de cuánto me duraría el arroz: con solo 5 pesos por día, no podía permitirme compras importantes durante el resto de mi estancia.
Había aprendido a suprimir el apetito al caminar junto a las colas de cubanos que compraban frituras a un peso cada una. Mi único consuelo era una barra de maní molido hecha a mano, que se vendía por 5 pesos en los agros. Con algunas restricciones, esa tableta de maní molido burdamente y muy azucarado me podía durar dos días. Podía verse a la gente más pobre mordisqueando esos turrones y volviendo a envolverlos después de cada bocado.
Otra cosa que yo tenía en común con casi todos los cubanos era que no trabajé absolutamente nada en esos treinta días. Es decir, trabajé mucho y frecuentemente en mis propios proyectos -cargué cemento y moví grava a cambio de dinero, y escribí mucho- pero no era trabajo estatal, ese trabajo que se cuenta en las columnas de la Cuba oficial, en la que más del 90 por ciento de la población es empleada del Estado. ¿Por qué iba a buscar trabajo? Nadie más se tomaba el suyo en serio, y el chiste más viejo de La Habana sigue siendo el mejor: ellos simulan pagarnos, nosotros simulamos trabajar.
De modo que tenía tiempo libre. Esa noche oí música y encontré una serie de escenarios colocados a lo largo de la calle 23 que culminaba en una buena banda de rock que tocaba bajo la luna ascendente. Me senté en el pedestal de algún heroico desconocido, la estatua de una madre que empujaba a su hijo a la batalla. Al cabo de un rato, una niña pequeña, de 7 u 8 años, vino y se sentó en la piedra.
-¿Caramelo?, dijo.
-No tengo.
-¿No?
-No.
-¿Ni uno?
-No.
Después lo habitual: de dónde eres, dónde vives, qué haces aquí. Y de nuevo:
-¿Dinero?
-No tengo.
-Pero los extranjeros siempre tienen mucho dinero.
-Sí, en mi país tengo dinero. Pero aquí vivo como un cubano.
-Dame un peso.
Para mis adentros respondí "No puedo. Estoy jugando, querida. Estoy simulando estar en la ruina. Estoy viviendo un tiempo como tus padres. No he comido en nueve horas. En los últimos once días he ingerido 12,000 calorías menos que en mi dieta habitual. Me duelen los dientes".
-No, le respondí
Finalmente me dirigí a casa para una celebración largamente esperada. Era viernes, y esa noche era la 'comida de carne' semanal. Aunque ese día había sido hasta el momento uno de los peores -menos de 1,000 calorías a las nueve de la noche, tras mucho andar-, estaba determinado a arreglarlo con un festín. Preparé arroz, puse una sola yuca en la olla a presión -conocida por los cubanos como “La que nos dio Fidel”, porque fueron entregadas en un plan de ahorro energético- y serví un precioso vaso de whisky (250 calorías) con hielo, todo acompañado con los frijoles y el arroz de ayer. Necesariamente, las raciones eran pequeñas.
Saqué del refrigerador mis proteínas, una de las cuatro chuletas empanadas del mes. Encendí el fuego sin fijarme y quemé la chuleta hasta dejarla negra, aunque en la mesa demostró estar fría y macilenta por dentro. No era pollo. Ni siquiera era el “pollo formado”. Los principales ingredientes, decía, eran pasta de trigo y soya. Una inspección más cercana reveló que no había nada de pollo. Me estaba comiendo una esponja empanada de sólo 180 calorías. ¡Lo que habría dado por un McNugget!
Al final, crucé la barrera de las 2,000 calorías por primera vez en 10 días, aunque fuera por poco. Quitando los muchos kilómetros caminados y un poco de baile, eso me dejaba en mi meta habitual de 1,700 calorías. Pero tenía el estómago lleno cuando me fui a la cama.
O eso creía. Después de dos horas de sueño, me desperté con insomnio, el compañero del hambre. Me quedé en la cama desde la una hasta el amanecer, cinco horas tratando de matar moscas, dando vueltas y leyendo a Víctor Hugo y Alejandro Dumas.
Con todo, no puedo comparar mi situación con el hambre de verdad. Como señala Víctor Hugo: “Tras el arte de vivir con poco está el arte de vivir con nada”. Me sumergí en miles de páginas de la Francia del siglo XIX, dos autores que describían la Revolución, marchas forzadas y verdadera hambre. “Cuando uno no ha comido –escribe Hugo– es muy raro... Masticas esa cosa inexpresable que se llama hambre. Una cosa horrible, que incluye días sin pan y noches sin sueño.” Y con el amanecer llegó mi duodécimo día.
De repente, fortuna y felicidad. La noche siguiente, cuando estaba sentado delante de mi vivienda contemplando la calle, mi vecino se acercó por el callejón sosteniendo un teléfono. Una llamada. Era una amiga de un amigo que visitaba Cuba con su novio. Eran verificables americanos de pies a cabeza y al instante olí la comida gratis. Habían aterrizado en La Habana y, como no conocían la ciudad ni el idioma, me invitaban a cenar con ellos.
Fuimos a pasear por el Vedado y yo evité cuidadosamente pedir comida, haciéndome el estoico. Decidieron cenar en un restaurante para turistas y por primera vez comí cerdo.
La tarde siguiente nos encontramos de nuevo. Les llevé a ver una iniciación a la santería, una hora de vaporoso tamborileo en un pequeño apartamento con tres actos distintos de posesión. Siguió otra invitación a cenar en un restaurante elegante.
¡Más cerdo! El lechón marinado de los cubanos, el inocente cerdito, con ajo y naranja agria y cocinado lentamente que hasta te lo puedes comer con una cuchara. Junto a la refulgente grasa y la proteína, nos sirvieron un plato de arroz y frijoles, exactamente lo que yo comía dos veces al día en mi cocina. El plato daría para cuatro de mis comidas, expliqué.
-Discúlpame, dijo el novio, sirviéndose. Voy a comerme tu jueves.
Al igual que a los centenares de cubanos a los que se ha dado de comer, algo tuve que hacer a cambio de mi cena. Las tradiciones de los cultos afrocubanos. La historia de edificios que yo nunca antes había visto. Paseos siguiendo los pasos de Capone, Lansky, Churchill y Hemingway. Bromas socialistas. El arte del racionamiento. El secreto del daiquirí. Las dos noches comí cerdo, arroz con frijoles y tomé un par de cocteles.
A pesar de la carne, apenas estaba mejor -sólo 2,100 calorías cada día, comparadas con mis 1,700 habituales. Pero las comidas contribuyeron a mi bienestar psicológico. Había tenido un alivio, unas vacaciones de la consumidora ansiedad de ver cómo mis alimentos se evaporaban.
Foto: Katarina Arias.
* Periodista estadounidense y corresponsal viajero. Autor del libro The Boys from Dolores: Fidel Castro's Schoolmates from Revolution to Exile (Mayo 2008).
Publicado en Letras Libres, enero de 2011.
Estas crónicas de Symmes son simplemente excelente: un americano pasando hambre en Cuba? Inimaginable.
ResponderEliminarEs un retrato duro de la Cuba real, de esa Cuba que no conocen los miembros de la izquierda siniestra de EE.UU, de Europa y de todo el mundo.
Algunas veces pienso que son mongoloides por defender lo indefendible. Convertir a todo un pueblo en ladrones, es la más malvada y perversa de los exitos del comunismo castrista.
Ojalá que Symmes traduzca esto al inglés y lo publique en su país, a ver que piensa Shean Penn o los otros millonarios marxistas.