Por Patrick Symmes*
Paseando, a veces en círculos, pasé por Cerro y otros vecindarios hasta que encontré la casa de Oswaldo Payá, uno de los disidentes más importantes de Cuba. Hablamos sobre política, cultura, neoliberalismo y derechos humanos, pero lo que me llamó la atención fue su economía personal. “Mi salario es de 495 pesos al mes. Eso son diez comidas para cuatro o cinco personas. Los sueldos no cubren una quinta parte de nuestras necesidades alimentarias. Un sandwich de 10 pesos y una bebida de 1 peso es la mitad de mi salario diario. Entre el ir y venir del trabajo, y el viaje a la escuela de mis tres hijos, nos gastamos 12 pesos al día en transporte, es decir, un 50 o 60 por ciento de nuestros ingresos totales”.
Payá sobrevivía gracias a un hermano en España que le mandaba dinero. “La paradoja es que los trabajadores son los más pobres de Cuba. Todos estamos peor que el tipo que vende perritos calientes en la gasolinera de la esquina (una empresa de divisas)”. La mayoría de la gente no tenía CUC y pasaba hambre cada noche. “No digo que todo en Cuba sea malo, o terrible. Porque tenemos planes de distribución para alimentar a los pobres, para dar beneficios. Pero hay otra forma de dominación, mantener a la gente eternamente pobre. Si me liberan las manos, abriré una empresa y me alimentaré por mí mismo”.
Le pregunté dónde podía alguien conseguir dinero para un iPod Touch, o cualquiera de esos aparatos, bienes de lujo, coches modernos, sistemas de sonido y ropa elegante que eran cada vez más comunes en Cuba. “Un salario... es igual a pobreza. Todos tienen que robar al sistema para sobrevivir. Es la tolerada corrupción de la supervivencia”.
Una pequeña clase media había emergido: “Hombres de negocios, la mayoría ex funcionarios, gente que tienen restaurantes. Todos del régimen. La mayoría ex militares o del Ministerio de Exteriores, y demás. Todos tienen conexiones. Todos están dentro del sistema. Son intocables”. Y había un tercer grupo, increíblemente pequeño, pero “indescriptiblemente” rico en el interior del liderazgo, “con grandes casas, viajes al extranjero, todo. El pueblo cubano sabe que ese grupo existe, pero nunca los verás, es imposible”.
Durante nuestra charla de una hora, su mujer, Ofelia, otra activista pro derechos humanos, me trajo un vaso de jugo de piña. Oswaldo dio fin a la conversación y me dijo que volviera a comer y tomar otro jugo cuando quisiera. Me quedé en la silla. Toda esa charla sobre comidas me había llenado la boca de saliva. Ofelia lo vio y no tardé en oír cómo freía pollo en la cocina.
Comimos sopa, tomates, arroz y unas lentejas amarillas (chícharos). Sirvió un poco de proteína, un puré gris que tomé por picadillo del gobierno porque sabía a soya y pedazos de algo que en el pasado había sido un animal. Pero Ofelia sacó el envoltorio de la basura. Era carne de pavo “separada mecánicamente” de Cargill, en Estados Unidos, que formaba de los cientos de millones de dólares en productos agrícolas vendidos a Cuba cada año bajo una exención del embargo. Era casi incomible, incluso en mi estado hambriento, pero Ofelia estaba refulgente. “Es mucho mejor que el pavo que teníamos antes”, dijo.
De camino a la salida, Oswaldo trató de darme 10 pesos. “Todos los cubanos harían esto por usted”, y me dijo que me lo gastara en comida, pero lo rechacé apartando los billetes. No podía recibir dinero de una fuente, aunque no había tenido escrúpulos con la comida. Insistió. Al final, para evitar volver a casa caminando, acepté una moneda de un peso para el autobús.
Oswaldo me acompañó por su arenoso vecindario, lleno de adolescentes, hasta una parada de autobús.
-Póngase pantalones largos. Sólo los turistas andan por ahí con pantalones cortos, fue su último consejo.
Hacía mucho tiempo que se me había acabado el whisky y no me era fácil disfrutar de Cuba sin una copa. Había llegado el momento de conseguir algo de licor. El único alimento que tenía en abundancia era el azúcar. Ni siquiera me había molestado en recoger mi asignación de azúcar prieta, porque en tres semanas apenas había consumido la mitad de dos kilos y cuarto de azúcar refinada.
El proceso de hacer ron es simple, al menos en teoría. Azúcar más levadura es igual a alcohol. Destilación es igual a alcohol más fuerte. Nunca había destilado antes, pero recientemente había visitado la destilería Bushmills en Irlanda del Norte y, reconfortado por las notas de Chasing the white dog, de Max Watman, me abrí paso hacia la felicidad.
El primer paso era preparar una solución con bajo contenido alcohólico. Ya tenía el azúcar. Fui a la panadería por la libre, donde una muchedumbre decepcionada esperaba que las máquinas produjeran otra hornada de pan. En la puerta de atrás, le hice un gesto a una panadera y le pregunté si podía comprar un poco de levadura. “No. No tenemos suficiente para nosotros”, me dijo. En un ritual ahora familiar, insistí un poco, charlé con ella, y no tardó en sacar media bolsa de levadura -hecha en Inglaterra- por la reja. Traté de pagarle, pero se negó.
Después traduje la prosa de Watman con una calculadora y convertí las medidas al sistema métrico con la esperanza de acertar. Un kilo de azúcar requeriría poco menos de cuatro litros de agua. Como era propio de La Habana, el agua era el mayor obstáculo: el agua del grifo de la ciudad contiene mucho magnesio. Mi casera tenía un purificador de agua coreano, pero estaba roto. Tardé treinta y seis horas en colar cuatro litros de agua purificada. Después limpié a conciencia mi olla a presión, la probé, reparé sus sellos de goma, la esterilicé y eché en ella el agua y el azúcar. Watman no menciona cuánta levadura usar, decidí que “la mitad” con la idea de que si metía la pata seguiría quedándome lo suficiente para un segundo intento.
Mezclar, cerrar, esperar. En cuatro horas la olla a presión -“la que nos dio Fidel”- casi rezumaba una espuma marrón cuyo olor era mortal. Destilar requiere un alambique. Lo intenté en una ferretería de un centro comercial de divisa fuerte en el Malecón, después en una ferretería shopping, y al final le pregunté al dependiente de una gasolinera.
Me dijo que buscara a un hombre que estaba junto a una pequeña mesa de cartas. Después de mucha discusión sobre el alcohol, ese hombre cubierto de brillantina, un fontanero del mercado negro me dio casi un metro de mugriento tubo de plástico. Me pasé dos horas tratando de limpiar la grasa endurecida del tubo. Calor, jabón y una percha desmontada no sirvieron de nada. No podía permitir que mi alcohol supiera como un viejo Chevy.
Finalmente le pedí a un jardinero que trabajaba en un jardín del vecindario, si podía conseguirme un tubo que sirviera para destilar aguardiente. Le pareció que esa petición era la cosa más natural del mundo y volvió en media hora tras haber despojado alguna manguera del jardín. Durante los dos días siguientes comprobé la espumilla de estanque de mi olla. Atraía a las moscas y emitía un débil silbido.
Los dioses sonreían, y también lo hacían las prostitutas. Durante más de una semana había estado despertando las atenciones de una joven dama que caminaba frente a mi vivienda. Era un clásico ejemplo de la economía en acción: pantalones apretados, cadenas de oro, sombra azul de ojos, sandalias con plataforma y uñas acrílicas pintadas con los colores de la bandera cubana.
-Pst, me decía, llamando mi atención sobre esos atributos. Con frecuencia me sentaba fuera de mi pequeño apartamento para aliviarme de la sensación de estar atrapado dentro. Ella me miraba a través de la verja de hierro que había junto a la calle y me llamaba.
Me resistí. Pero ella era, como la mayoría de las prostitutas cubanas con las que hablé, una superviviente encantadora y lista bajo las toscas proposiciones jewwanafuckeefuckee. Habíamos hablado en una ocasión y volvimos a hacerlo unos días después, y nuestra tercera conversación duró mucho tiempo. Seguía intentando meterse en mi apartamento, con el pretexto ¿tenía fuego para su cigarrillo?, ¿café?, ¿una cerveza o un refresco? -y yo seguía dándole cuerda, disfrutando con sus historias.
Su escote había empezado a sonar y ella sacó un celular. Siguió una conversación enconada en inglés. Cuando colgó, dijo: “Quiere cogerme el culo.”Los cubanos, especialmente las prostitutas, son muy directos con el sexo. También con la raza. “Los negros siempre quieren hacerlo por el culo. No me gustan los negros, aunque yo me considero negra. Soy la más clara de mi familia, mi madre es negra, mi hermana es negra, pero yo creo que la gente negra huele mal. Ese chico tiene mucho dinero. Es alguien importante en las Islas Caimán, un hombre muy rico. Me ha ofrecido 150 dólares, pero le he dicho que no. Ahora dice que me va a pagar 300 solo para cenar.”
-No lo creo, dije.
-Lo sé. Le digo que llame a mi prima. A ella le encantan los negros.
Todas nuestras conversaciones empezaban y acababan con una proposición. Como durante una semana la había rechazado repetidamente, me dijo: “Creía que eras un 'pato'”.
-¿Un qué?
- Un maricón. Gay. Homosexual.
Era una enfermera de 24 años de Holguín. Trabajaba turnos de doce horas para conseguir vacaciones, y después, durante cuatro o seis meses, iba a La Habana para “dedicarme a esto”. En un raro eufemismo, decía que era una dama de compañía.
-La mayoría de las chicas tienen chulos, pero yo no, así que tengo que cuidarme.
Además del teléfono, su escote escondía una pequeña navaja que abrió y agitó de un lado a otro.
-¿Sabe por qué hacemos esto, verdad? Es la única forma de sobrevivir. Tengo una hija. La quiero mucho, es preciosa. La echo de menos. Así que hago esto por ella. ¿Por qué no me da un billete de 100 y vamos arriba ahora mismo? (Finalmente me ofreció el “precio cubano” de 50 dólares.)
Le dije que no tenía dinero. Le expliqué lo que estaba haciendo. El racionamiento. El salario. Que ya había perdido cinco kilos. “No tengo un peso”, le dije. Me pidió un bolígrafo, escribió su número de teléfono y me lo dio. Después sacó de uno de los minúsculos bolsillos de sus apretados pantalones una sola moneda de un peso y me la dio.
-Para que puedas llamarme, dijo.
Ese fue otro día terrible para la comida, el peor hasta el momento. Entre el amanecer y la media noche comí arroz, frijoles y azúcar que sumaban un total de 1,000 calorías. Me desperté a las tres de la madrugada y me acabé el arroz. No quedaba más que un puñado de frijoles, dos yucas, unos cuantos plátanos, tres huevos y una cuarta parte de la calabaza.
Y quedaban nueve días. Fui a la tienda de racionamiento, encontré a Jesús y compré café, medio kilo de arroz y un poco de pan, todo a precio cubano, 14 pesos en total, alrededor de 60 centavos de dólar. Ese fue el fin del dinero. Pero con restos de comida y la generosidad de varios cubanos y un estómago encogido hasta el tamaño de una nuez, sería suficiente. Sabía que iba a conseguirlo.
Al día siguiente caminé hasta la casa de Elizardo Sánchez, el activista pro derechos humanos. Una hora y diez minutos cada trayecto.
-Todo está bien ahora -dije, delirando por el bajo nivel de azúcar en la sangre. Hasta las prostitutas me dan dinero. Estuve en su casa una hora. Me ofreció un vaso de agua.
Finalmente había llegado el día de la gran huida. No mi marcha, para la que todavía faltaban ocho días, sino el alcohol. El líquido fermentado marrón había dejado de borbotear tras cuatro días: cuando el contenido alcohólico alcanza el 13 por ciento desactiva el resto de la levadura. Esterilicé la manguera del jardín y, utilizando una percha doblada, la fijé sobre la rejilla de la olla a presión. Encendí una cerilla y en diez minutos tenía vapor de alcohol, y después un goteo regular de condensación hacia el interior de la botella de whisky vacía que tenía en un cuenco con hielo.
Era un ignorante y una deshonra para mis raíces en Virginia porque calenté demasiado el líquido fermentado y no conseguí deshacerme del primer vino de baja graduación, un alcohol áspero e incluso tóxico. Pero después de cuatro horas, el alambique había producido un litro de bebida lechosa y yo tuve la ingenua idea de dejarlo antes de que los posos la envenenaran. Debería haber procedido a una segunda destilación, para refinarlo, pero me daba igual. A las cuatro de la tarde finalmente me senté con un vaso de alcohol blanco y tibio.
Treinta segundos después de empezar a beber me dolió la panza. El contenido alcohólico era bajo, pero también lo era mi tolerancia, y no tardé en marearme. Vino el jardinero y probó un poco, con una expresión triste. Me desperté a medianoche con dolor de cabeza y así seguí la última semana de mi estancia. Dolor de barriga instantáneo, levemente borracho, dolor de cabeza. Las primeras dos o tres horas valían la pena. Cuando me fui de La Habana no quedaba una sola farola encendida.
Tampoco quedaba mucho de mí. A mediados de febrero me encaminé una última vez al Riviera y me pesé en el gimnasio. Había perdido seis kilos y cuarto desde mi llegada. Más de seis kilos en treinta días. Había perdido unas 40,000 calorías. A ese ritmo, en primavera estaría tan delgado como un cubano. Y muerto en otoño.
Acabé con unas pocas comidas pequeñas -lo que quedaba del arroz feo, una última yuca y una cuarta parte de una calabaza. El día antes de mi marcha irrumpí en mi alijo de emergencia y me comí los palitos de sésamo del avión (60 calorías) y abrí la lata de refresco de fruta que había llevado de las Bahamas (180). El sabor del líquido rojo me estremeció: amargo con ácido ascórbico y lleno de azúcar para imitar los sabores del zumo de verdad. Era como beber plástico.
Mis gastos totales en comida fueron durante todo el mes de 15.08 dólares. Al final había leído nueve libros, dos de ellos de unas mil páginas, y escrito la mayor parte de este artículo. Había estado viviendo con los ingresos de un intelectual cubano y, de hecho, siempre escribo mejor, o al menos más rápido, cuando estoy en la ruina.
En mi última mañana no desayuné después de no haber cenado. Utilicé la moneda de la prostituta para coger un autobús al aeropuerto. Tuve que caminar los últimos minutos hasta mi terminal y casi me desmayo en el camino. Se produjo un momento tragicómico cuando un hombre de uniforme me apartó de la fila en los detectores de metales porque un agente de inmigración creía que me había quedado más de los treinta días que me permitía el visado. Fueron necesarias tres personas, contando repetidamente con los dedos, para probar que seguía en el trigésimo día.
Cené y desayuné en las Bahamas y gané dos kilos. De vuelta en Estados Unidos, engordé otros tres y medio. Cambias de nacionalidad y cambias de peso.
Foto: Cualquiera de estos platos de un Bahamian Breakfast bastaron a Patrick Symmes, para empezar a recuperarse tras su experiencia de vivir treinta días en La Habana como un cubano de a pie.
* Periodista estadounidense y corresponsal viajero. Autor del libro The Boys from Dolores: Fidel Castro's Schoolmates from Revolution to Exile (Mayo 2008).
Publicado en Letras Libres, enero de 2011.
Traducción de Ramón González Férriz.
Traducción de Ramón González Férriz.
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