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viernes, 22 de octubre de 2010

España y Cuba: ¿una relación muy especial? (IV y final)

Por Joaquín Roy

Como se ha mencionado al inicio, la atención prestada a Cuba puede tener la clave en la pregunta irónica expuesta por Alexander Watson, subsecretario de Estado de EEUU para Asuntos Interamericanos (el “alto funcionario del Departamento de Estado”, aludido anónimamente por Jordi Solé Tura), cuando preguntó a los diputados españoles en Madrid si Cuba era un asunto interno para España.
La respuesta provisional debiera ser un “sí” condicional, con el especial detalle de que amenaza con convertirse en el único objeto de polémica en política exterior entre el Gobierno y la oposición.
Solé Tura expresaba el punto de vista de muchos españoles para los que Cuba es uno de los países latinoamericanos más queridos; en segundo lugar, porque “ha tenido una historia singular y ha encarnado muchas esperanzas” en España; en tercer lugar, porque las fronteras entre las políticas internas y externas son hoy borrosas; y en cuarto lugar, porque las discusiones acerca de Cuba están coloreadas por perspectivas ideológicas, con el resultado de que el papel de España se convierte en una confrontación interior, con beneficio para los radicalismos.
Todos los aspectos multidimensionales tratados en las páginas anteriores convergen en un consenso expresado por diferentes opiniones emanadas del Ministerio de Asuntos Exteriores y en términos más precisos incluídos en el informe redactado por el ex ministro de Economía, Carlos Solchaga.
Los principales parámetros de los informes de los diplomáticos con experiencia en Cuba son los siguientes:
- La posibilidad de que haya un cambio contra Castro en Cuba es mínima; cualquier evolución de la situación política debe pasar por sus decisiones; la presión desde el interior del régimen será neutralizada por Castro.
- Se debe conservar un espacio de maniobrabilidad con otros Gobiernos como el de España para los que un soft landing es el resultado deseable; ésta es la razón por la que España no está de acuerdo con la política de presión de Washington, porque entre los resultados previsibles está una emigración más violenta, como la del verano de 1994.
- El escenario favorito en los círculos diplomáticos es la gradual delegación de los asuntos cotidianos en manos de los subordinados de Castro, mientras éste se mantiene en la posición de garante de las bases del sistema; esta tesis coincide con la de los reformistas en Cuba y los moderados en el exilio; sin embargo, el tiempo se está acabando.
El Gobierno español persistía en su línea y la ampliaba. El 11 de noviembre de 1994 España firmó un nuevo convenio de cooperación cultural y científica. José Luis Dicenta, secretario de Estado, declaró en La Habana que España daría prioridad a la educación de futuros funcionarios preparados para el proceso de transición.
Paralelamente, Dicenta se reunió discretamente con miembros del exilio en Miami para aclarar los planes de España y, en otra visita oficial a Miami, en octubre de 1995, repitió los contactos a plena luz.
En este contexto tienen pleno sentido las palabras de Solchaga: “No somos indiferentes a nada de lo que ocurre en aquel país”.
El desarrollo de lo que debe considerarse como la opinión más diáfana de lo que Cuba debiera hacer, a juicio del Gobierno español, se remonta al otoño de 1993, cuando el ministro de Asuntos Exteriores de España, Javier Solana, se reunió con su colega Roberto Robaina durante las sesiones de las Naciones Unidas y ambos acordaron que una delegación visitaría Cuba “para discutir las reformas económicas”.
El proyecto fue discutido por Castro y González durante la III Cumbre Iberoamericana celebrada en Salvador de Bahía. Fragmentos del informe se filtraron a grupos selectos y medios de comunicación. Se sabía que el informe reflejaba el temor del Gobierno español de que la crisis económica cubana degenerara en caos generalizado.
En las primeras semanas de 1994, el Gobierno cubano habría rechazado el contenido del informe. El Gobierno español prosiguió la línea de presión y en febrero invitó a Carlos Lage y José Luis Rodríguez a que se reunieran e intercambiaran puntos de vista sobre las reformas económicas. En marzo La Habana expresó la voluntad de aceptar nuevas recomendaciones procedentes del Gobierno español.
A finales de junio, Solchaga viajó de nuevo a Cuba y el resultado del viaje fue un informe ampliado, que se generaría precisamente mientras las tensiones en Cuba producían el espectacular éxodo de balseros.
En la cresta de la nueva crisis, Solana pidió públicamente a Castro que acelerara la reforma y encarara el proceso de transición, al tiempo que reiteraba la oposición española al embargo. Como en la ejecución de los militares acusados de tráfico de drogas en 1989 o en la invasión de la embajada al año siguiente, la ausencia de noticias que se produce durante la temporada veraniega hizo que una serie de críticas sobre el Gobierno cubano ocuparan las páginas de los diarios, reflejando la alarma de corresponsales y columnistas sobre el deterioro del régimen.
El informe de Solchaga (al menos su versión pública) es sorprendente, no sólo porque incluye juicios políticos, sino porque es claro y carente de la vaguedad de los documentos diplomáticos o la oscuridad del lenguaje técnico. Parece, al menos la versión conocida, que está no sólo redactado para el Gobierno cubano, sino para una audiencia más amplia.
Delineaba las medidas más básicas que el régimen cubano debe ejecutar inmediatamente para resolver sus más urgentes problemas empeorados por la pérdida de la industria, la especulación, la latente inflación, el exceso de mano de obra, la escasez, la falta de insumos y la dificultad de exportación, entre otros déficits.
Según el economista español, Cuba debiera encarar la inexorable internacionalización de su economía para sobrevivir no sólo como Estado, “sino también como nación”. Más tarde, en otra intervención, advertía que se produciría “una desvertebración social” y “un estallido incontrolable” si no se llevaban a cabo las reformas. Predecía que de crecer la economía un 4% anual, sólo llegaría al nivel previsto para 1989 en el año 2005: “demasiado tarde”.
Pero las reformas necesarias deben tener también un efecto político. Respondiendo a los que consideran que las medidas sirven para apuntalar al régimen cubano, se les recuerda que la experiencia muestra que donde no ha existido libertad económica tampoco ha existido libertad política, con el resultado de que la democracia ha desaparecido.
Cuba no es un gran país como China y está situada a sólo noventa millas de los Estados Unidos. La liberalización económica y la inversión extranjera resolverían dos de los problemas más graves: la reconciliación de los cubanos y el final del embargo de los Estados Unidos. En lugar de provocar la asfixia de la economía cubana, se proponen las reformas que producirían una gradual reforma política.
Lógicamente, Solchaga consideraba que el Gobierno cubano está actuando correctamente para facilitar los contactos con la oposición, al mismo tiempo que reafirma la inconveniencia del embargo, al que considera un obstáculo para la transición. Cuba encara un dilema: ejecutar las reformas económicas, para financiar y consolidar sus logros sociales bajo circunstancias diferentes, o arriesgarse a la bancarrota total y la pérdida de apoyo social.
El informe recordaba que España “tiene algo que decir tanto desde el punto de vista político como moral”. En primer lugar, España “reclama una misión en Latinoamérica”, especialmente en los países que tienen pendiente una transición política con afinidades con la experimentada en España desde 1975. En el marco de la Comunidad Iberoamericana, la Unión Europea y las Naciones Unidas, España ha jugado un papel notable en la reestructuración de la deuda, la pacificación y el desarrollo.
Numerosos países latinoamericanos creen que España puede tener un destacado papel en la transición cubana, precisamente por “su mayor autonomía con respecto a la política de los Estados Unidos en el hemisferio”. Solchaga era muy preciso: “el liderazgo, una vez alcanzado, hay que ejercerlo. A riesgo de fracaso, cuando este liderazgo es moral su ejercicio no es, ni puede ser, desarrollado mediante la imposición del mismo, sino mediante la persuasión y el diálogo, que es lo que España está haciendo en este momento en relación con Cuba”.
Acorde con lo anterior, no resulta sorprendente que Javier Solana anunciara que España aumentaría la ayuda a Cuba destinada al adiestramiento, para que sea útil en el futuro con el fin de evitar las carencias experimentadas en la Europa oriental. Resumiendo la relación “especial” con Cuba, Solana dijo al Congreso de los Diputados que la Cooperación entre Cuba y España es más grande que la de los Gobiernos, “el de ellos y el nuestro”.
Con la perspectiva temporal del fin de 1995, se abren paso tres líneas de evidencia.
En primer lugar, que el progresivo aislamiento de Cuba y el deterioro de sus condiciones socioeconómicas han obligado al Gobierno a moverse en direcciones antes impensables (reformas económicas, campañas de relaciones públicas); en este terreno, España sigue siendo un vínculo que Castro no se puede permitir el riesgo de romper, a pesar de la objetiva modestia tanto de la ayuda como del comercio.
En segundo término, España (tanto la “oficial” como la “real”) no ha mostrado signos de desembarazarse de esa especial atención que tiene hacia Cuba.
En tercer término y por último, el deterioro alarmante de los indicadores económicos de Cuba y la creciente polémica que las relaciones entre Madrid y La Habana han creado en el ambiente, ya de por sí enrarecido, de fines de 1994 y principios de 1995, indican que existe un cambio cualitativo en la actitud de España hacia Cuba que, sea del grado que sea, sólo puede inclinarse por un ajuste, una dureza o una imposición de condiciones con resultados negativos para el Gobierno cubano.
El “cansancio” diplomático ha sido implacablemente sustituido por la frustración, de la que sólo puede derivar la alarma y la presión de toma de medidas más drásticas, pero sin llegar a lo que no se prevé que ocurra con respecto a la naturaleza de las relaciones cubano-españolas: el abandono.
Obsérvese, por tanto, que la caracterización de la política exterior española hacia Cuba, como microcosmos de la general hacia América Latina, habría pasado por varias etapas. De ser parte de una política exterior de “sustitución” durante el franquismo, habría evolucionado hacia una de “legitimación” en los tiempos de la UCD de Adolfo Suárez, necesitado de un protagonismo internacional para su coalición.
Luego sería sucedida por una política de “presión”, por la que el PSOE jugaría sus bazas tanto en el escenario latinoamericano delante de los Estados Unidos, como para hacer valer la relación iberoamericana para el ingreso en la Comunidad Europea.
Las declaraciones oficiales que justificaban tanto la notable atención a América Latina como la continuación del trato hacia a Cuba como legado de la historia, convertirían a la política española en Iberoamérica en una “obligación”.
En contraste, justificar las inversiones y el comercio con el régimen de Cuba sobre la base del realismo económico, a falta de otro calificativo, equivalía a explicarlo por una política de “negoción” para el sector privado y de “frustración” para el ministerio de Asuntos Exteriores, que veía impotente cómo los acontecimentos eran dominados por la inercia.
Con toda la precaución aconsejable, convendría efectuar una síntesis (no imposible) entre, por una parte, los impecables argumentos arriba mencionados de Solchaga y Solana, y por otra sopesar las ya frecuentes declaraciones de algunos diplomáticos españoles.
“Todavía hay imbéciles, dentro y fuera de la Administración española, interesados en que el régimen cubano cambie lo más despacio posible”, escribía insólita y públicamente Jorge de Orueta, ex-consejero de la embajada de España en Cuba en línea similar a las palabras de José Antonio San Gil, unos meses después de su dimisión: “Estamos haciendo una política que a buena parte de la población cubana le parece una política de apoyo decidido a Fidel Castro”.
Esta idea central fue ampliada en un artículo sin precedentes publicado no en las usuales páginas de
ABC, sino en El País . San Gil ofrecía tres conclusiones .
En primer lugar, que “las reformas económicas en Cuba nunca fueron toleradas por Castro más que para consolidar su régimen”. Segundo, que la colaboración perjudica “gravemente a la imagen, prestigio e intereses de España en Cuba”. Por último, que “la actitud del Gobierno español con Castro hace tiempo que reclama revisión... se ha descartado oficialmente la intención de hacerlo”.
En el contexto del final de la legislatura en España, ya anunciadas las elecciones para el 3 de marzo de 1996, conviene insertar aquí las explícitas declaraciones de la oposición.
Los líderes del Partido Popular (PP) y otros sectores del
establishment político acrecentaron su campaña de acoso contra el Gobierno por su política cubana en un período pre-electoral.
Como muestra de cómo podría ser la política de España hacia Cuba en caso de una victoria del PP en las elecciones, resulta aconsejable una relectura de las opiniones de su líder. En 1990, José María Aznar publicaba un artículo en el que advertía acerca de dos sendas que debían evitarse: descartar a los cubanos como dueños de su futuro político y considerar a Cuba como diferente, de modo que la apuesta por el desarrollo del turismo “pueda justificar el mantenimiento del régimen cubano”.
Diputados, portavoces y posibles ministros advertían que una victoria del PP cambiaría la política hacia Cuba. Javier Rupérez, portavoz del partido y miembro de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso, denunciaba el agotamiento de la política de “acomodo, abrazos y consultorías”.
Otras voces conservadoras recordaban la necesidad de cambiar la política hacia Cuba “para evitar la falsa interpretación de estar respaldando a la Revolución y no al pueblo cubano”. Al mismo tiempo, la compensación acordada por las expropiaciones, uno de los acuerdos logrados tras la visita de González en 1986, fue considerada como inaceptable.
Estas actitudes fueron actualizadas con el preludio de una insólita intervención del diputado del PP Guillermo Gortázar en un seminario celebrado en La Habana.
En una de las raras visitas de líderes conservadores a Cuba (el antecedente sería la participación del eurodiputado Fernando Suárez González en un simposio organizado por IRELA en La Habana en diciembre de 1993), sus palabras fueron extremadamente duras y marcadas por amenazas claras mezcladas por ofrecimientos.
Después de calificar a Cuba como “víctima de la economía no competitiva y subsidiada por la URSS”, Goirtázar denunciaba la creación mediante los complejos turísticos de “una suerte de apartheid”. Y textualmente declaraba:
“Para ese viaje no cuenten con el Partido Popular... no queremos contribuir en absoluto a prolongar un solo día más la situación de excepcionalidad que vive la República... cuatro años después del desembarco en La Habana de algunos inversionistas españoles y de otros países, las cárceles cubanas retienen cientos de presos políticos, los grupos de disidentes políticos son permanentemente hostigados...
"No estamos planteando un intercambio de apoyo político por la liberación de ‘algunos’ presos... Hoy es necesario un gesto político de calado... El PP apoyará un acuerdo Cuba-UE tan pronto como sea concedida la amnistía y se proceda a la reforma del Código Penal de modo que abandonen las cárceles los presos llamados de conciencia, cuyo único delito ha sido intentar ejercer derechos básicos reconocidos en la declaración de Derechos del Hombre”.
En lo que fue una visita con perfiles de oficial a Miami, el líder del PP, José María Aznar, ofrecía un mensaje similar a diversos sectores del exilio cubano y de regreso a Madrid, con motivo de la presentación de un libro del escritor cubano residente en Madrid, Carlos Alberto Montaner, reiteraba el mensaje:
“España debe ser una nación promotora de los Derechos Humanos. Creemos en las libertades civiles, en la eficacia del mercado como forma de conseguir el progreso material, en el estado de Derecho, en la tolerancia cultural y en el respeto a la pluralidad política. Es decir, todo aquello que niega el régimen cubano desde hace casi 37 años. Y no vale la doble moral de pensar que lo que es bueno para nosotros, no lo deseamos activamente para los demás...
"La posición de España, y la política de España en relación a Cuba, no debería ser una cuestión de partido... no queremos contribuir en absoluto a prolongar la situación de excepcionalidad que vive esa República... Sólo apoyaremos los acuerdos que supongan avances concretos y verificables para el pueblo de Cuba...”
Como parte del balance provisional, tratando de sintetizar las muchas y frecuentemente contrapuestas opiniones, y en previsión de posibles enfrentamientos electorales o correcciones drásticas de este apartado de la política exterior española, tiene vigencia el análisis de Ignacio Rupérez, ex-consejero de la embajada española en La Habana, bajo la impresión de la nueva crisis de los balseros:
“Se examinará nuestra presencia y nuestra actuación en la Cuba revolucionaria, quizá con tanto apasionamiento como el que nosotros hemos derrochado... como actores principales, pero también con papeles poco dignos en un drama donde cada cual se ha movido a su gusto. Se debería desconfiar de ese mensaje tardío, a partir de 1990, en que se presenta a la revolución como defensora del legado español frente a los norteamericanos, y a España como sucesora de la URSS en el apoyo incondicional a Cuba. Cien años después puede repetirse un pequeño 98, renovándose el sentimiento de que ‘Más se perdió en Cuba” .

CONCLUSIÓN
La evolución de la relación entre España y Cuba deberá tener los siguientes perfiles en un futuro inmediato.
En primer lugar, los vínculos históricos (sobre todo en la cercanía de la conmemoración de 1898) seguirán siendo un argumento para la continuación de la relación especial y seguirán contribuyendo a justificar el mantenimiento de los lazos diplomáticos y económicos que, en circunstancias difíciles, podrían haber sido causa de cese de una relación estrecha.
En segundo lugar, el papel de España en la transición política de Cuba dependerá de las medidas que tomen los sucesivos Gobiernos españoles y el grado de impacto que el cambio ideológico (en caso de un triunfo del PP en las elecciones) tenga en los apartados de la cooperación y de la actuación en foros internacionales u organizaciones de perfil supranacional, como las Cumbres Iberoamericanas o la Unión Europea.
A pesar de las advertencias, habrá que esperar al establecimiento de un nuevo Gobierno en Madrid para comprobar si el tema de Cuba se convierte en un polémico “asunto interno” (por la posible actitud militante que tome el PSOE desde una hipotética oposición) o simplemente quede en unos pequeños retoques de detalle.
En tercer lugar, el vínculo económico dependerá del grado de ambición empresarial y recursos a su alcance, en el momento en que la liberación de Cuba pase a una fase decisiva, o por lo menos supere la etapa modesta de la actualidad. En cuanto el capital internacional, respaldado por el Fondo Monetario Internacional, tenga las condiciones y las garantías de intervenir libremente, podrá verse si las inversiones actuales han servido como eficaz “cabeza de playa” o deberán contemplarse como una nota al pie de la historia.
Finalmente, todo lo anterior, examinado en el contexto de un cambio drástico del régimen cubano, rebasa la perspectiva meramente especulativa con las limitaciones de finales de 1995. Se deberá esperar a que se cumplan las “condiciones sucesorias” y sobre esa base efectuar un juicio de valor sobre lo que España ha hecho en estas últimas décadas.

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