Por Raúl Rivero
Arrastró tres nombres por su vida de 35 años. Renovó la ranchera y le dio su voz y un tono singular para que conquistara las ciudades. Después, la hizo más leve, más íntima, cálida y sentimental cuando la fundió con el bolero. Murió en Ciudad de México en 1966, pero en América, Javier Solís no se va a quedar callado nunca.
Nació en Sonora, en 1931, y lo inscribieron como Gabriel Siria Levario. En su adolescencia se presentaba en las carpas de barrios a cantar con el nombre de Javier Luquín, y ya en la antesala de las fiebres ambivalentes que dan la fama, se puso ese Solís. Se supone que por alta conveniencia del comercio porque hasta ese momento sólo se había ganado de la materia vana un par de zapatos vaquetetumbo y unas clases de canto pagadas por un carnicero aficionado a la música que le tenía empleado.
Tuvo que salir a buscarse un sitio en la canción mexicana en el mismo tiempo en que cantaban Jorge Negrete y Pedro Infante. Y en medio del concierto diario de aquellas voces casi sobrenaturales, hallar la suya e imponerla en los escenarios con sus mariachis sin brillo y a pesar de las acusaciones y los debates sobre su supuesto carácter de imitador y segundón.
Grabó más de 300 piezas, hizo 33 películas, después de un itinerario complicado, errático que terminó, por fin, con sus canciones en todas emisoras de radio del continente y en las máquinas traganíqueles de los bares y los clubes, en los repertorios de las orquestas porque algunas de sus piezas -Sombras, Cuando tú me quieras, Mi último bolero, Échame a mí la culpa, Dios no lo quiera y Amor mío- se hicieron himnos del desamor.
La década del 60 era la del cambio para el cantante mexicano, pero la muerte la partió en dos. Grabó en Estados Unidos un disco con boleros titulado Javier Solís en Nueva York y, más tarde, otros de los más importantes de su obra: Fantasía española y Trópico, con piezas de Agustín Lara.
Javier Solís permanece en esa eternidad sin reposo que se le destina a los grandes artistas. Allí está como el Rey del bolero-ranchera, porque en aquella zona subyace una misteriosa inclinación por las monarquías.
Yo creo que quienes mejor lo recuerdan son Jesús Flores y Escalante y Pablo Dueñas. Con estas líneas finales de una nota retratan a Solís como el cantante de la noche. Éste es el texto:
Nació en Sonora, en 1931, y lo inscribieron como Gabriel Siria Levario. En su adolescencia se presentaba en las carpas de barrios a cantar con el nombre de Javier Luquín, y ya en la antesala de las fiebres ambivalentes que dan la fama, se puso ese Solís. Se supone que por alta conveniencia del comercio porque hasta ese momento sólo se había ganado de la materia vana un par de zapatos vaquetetumbo y unas clases de canto pagadas por un carnicero aficionado a la música que le tenía empleado.
Tuvo que salir a buscarse un sitio en la canción mexicana en el mismo tiempo en que cantaban Jorge Negrete y Pedro Infante. Y en medio del concierto diario de aquellas voces casi sobrenaturales, hallar la suya e imponerla en los escenarios con sus mariachis sin brillo y a pesar de las acusaciones y los debates sobre su supuesto carácter de imitador y segundón.
Grabó más de 300 piezas, hizo 33 películas, después de un itinerario complicado, errático que terminó, por fin, con sus canciones en todas emisoras de radio del continente y en las máquinas traganíqueles de los bares y los clubes, en los repertorios de las orquestas porque algunas de sus piezas -Sombras, Cuando tú me quieras, Mi último bolero, Échame a mí la culpa, Dios no lo quiera y Amor mío- se hicieron himnos del desamor.
La década del 60 era la del cambio para el cantante mexicano, pero la muerte la partió en dos. Grabó en Estados Unidos un disco con boleros titulado Javier Solís en Nueva York y, más tarde, otros de los más importantes de su obra: Fantasía española y Trópico, con piezas de Agustín Lara.
Javier Solís permanece en esa eternidad sin reposo que se le destina a los grandes artistas. Allí está como el Rey del bolero-ranchera, porque en aquella zona subyace una misteriosa inclinación por las monarquías.
Yo creo que quienes mejor lo recuerdan son Jesús Flores y Escalante y Pablo Dueñas. Con estas líneas finales de una nota retratan a Solís como el cantante de la noche. Éste es el texto:
«Su voz era el pendón de la tristeza; por lo tanto, en casi todas las cantinas y loncherías del país, al unísono con sus canciones, se berreaban las penas amorosas... Además, hasta el tono bravío del mariachi se hizo llorón, y los tradicionalmente épicos acordes de la trompeta se volvieron alcahuetes de la pena amorosa... Pero qué bueno que logró convertirse en ídolo cantor del pueblo mexicano, porque de ese modo no estaremos más solos en el dolor de la querencia».
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