Por Iván García
Aún estando preso, si tienes dinero, puedes tener una chica. A tu gusto. La familia se encarga de los detalles. Les cuento la historia. Raimundo, 48 años, fue condenado a 20 años por el delito de sacrificio de ganado. Lleva 6 años tras las rejas.
No había cumplido un año de su sanción, cuando recibió dos noticias. Después de doce años de matrimonio, su esposa y madre de sus dos hijos, le envió una carta de tres pliegos argumentando las razones por las cuales lo abandonaba.
“Era joven y bonita, no estaba para el ajetreo de tener que venir cada 45 días a la visita y la preocupación de llevarme una pesada jaba de comida y aseo. Además, no le dejé un centavo. Optó por el camino más fácil, dejarme. Mi primera reacción fue de matarla cuando estuviera en libertad. Hombres con muchos años tras los barrotes me calmaron y me dijeron que al 60 por ciento de los presos, las mujeres los dejan cuando caen en el talego (cárcel)”, cuenta Raimundo durante una visita familiar.
La otra noticia, que su hermano Oscar, un tipo solvente gracias a innumerables negocios turbios, estaba nadando en dinero. “No te preocupes, brother, yo te busco una chica cuando te toque pabellón", le dijo para alegrarlo.
Con una duración entre 3 y 12 horas, según el régimen penitenciario otorgado al recluso, el 'pabellón' es una visita para que en una habitación dentro de la propia cárcel, tengan sexo. A las mujeres les realizan un chequeo médico previo. Se han dado casos de muchachas a quienes le han detectado el SIDA u otra enfermedad venérea como la gonorrea o la sífilis. Y para comprobar que no estén embarazadas.
Lo que más desea un hombre en prisión es una mujer. A falta de hembra se consuelan con la sodomia. “No hay nada de tanto valor en una galera como un homosexual”, confiesa Raimundo.
Pero no todos son sodomitas. Y calman sus ardores sexuales con revistas pornográficas, que dentro de la cárcel cobran un valor exagerado. “Por el alquiler de una hora por una Playboy, a cambio tengo que diez cajetillas de cigarros o cinco vasos de azúcar prieta”, explica Raimundo.
Los que tienen plata, ya sea por tener parientes adinerados o porque cuando los atraparon dejaron una pasta clavada en algún sitio, sufren menos los rigores de la soledad sexual. Es el caso de Raimundo. Cada 45 días sale al 'pabellón' perfumado como un galán de cine. Siempre a la expectativa para ver qué chica le escogió su hermano.
“El muy cabrón tiene buen gusto. Las cinco hembras que han venido, blancas, negras o mulatas, han estado muy buenas”, señala pasándose la lengua por la comisura de los labios.
Eso tiene su precio. Según Oscar, el hermano de Raimundo, cada puta le cuesta de 10 a 20 pesos convertibles (8 o 18 dólares). “A esto súmale que tengo que pagarle el transporte de ida y vuelta, el almuerzo o cena y una merienda de regreso a su casa”, dice con su pinta de gánster.
A otros presos, sus familias también les contratan putas, para que puedan paliar la falta de novias o esposas. Incluso hay casos de jóvenes dedicadas a ligar hombres en las cárceles. Rafael, 34 años, conoció a su actual pareja de esa manera. “Existe el mito de que los presos tenemos un insaciable apetito sexual”.
Los reclusos suelen hacer conquistas amorosas enviando cartas a señoras que desean tener un amigo. Otra opción es enviar misivas a las féminas que cumplen sanciones en la prisión de mujeres.
“Pero no es fácil. Lo normal es que cuando a uno lo abandona su esposa, tenga que estar masturbándose o caer en la sodomia”, dice Raimundo. Después de todo, él ha tenido suerte.
Foto: Pholleto's, Flickr
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