Por Raúl Rivero
Lo vi allí, sentado en un sofá, enorme y tranquilo, enredado en una historia de final abierto. Él la filmaba, plano por plano, con una cámara invisible que tenía en las manos. Enfocaba al techo y luego bajaba hasta una cama que debía de estar donde estaba la mesa de centro, dos búcaros, unos libros y un portarretrato con la foto de Lola en Alicante. «Está enfermo de irrealidad», me dijo el cineasta Orlando Jiménez Leal, «Germán Puig tiene el síndrome de Stendhal y le dan vahídos y sirimbas por sobredosis de belleza».
Nadie lo interrumpió durante esa filmación que convirtió en un estudio la sala de la casa madrileña de Jiménez Leal y Lola, su mujer. Le dejamos que pusiera el letrero de «Fin» y regresara, muy cansado, a su vaso y a la noche de España, a la espesura real y amable donde un grupo de amigos había ido a ver en persona, a disfrutar, a escuchar, a tocar a ese gozador cubano de la imagen y de la vida.
Germán Puig nació en Sagua la Grande (1928), un pueblo de la costa norte de Cuba en el que debió de jugar a béisbol en una esquina con Wifredo Lam. Estudió pintura y escultura en La Habana, ciudad donde halló, además, unos hombres cercanos que le han acompañado siempre: Guillermo Cabrera Infante, Néstor Almendros, Edmundo Desnoes, Carlos Franqui y Ramoncito Suárez.
Fundó la Cinemateca de Cuba y filmó los cortometrajes Sarna, El visitante y Carta a una madre. Se fue a París a estudiar Artes Visuales y se hizo compañero de todo el mundo. Sólo que su viaje no tenía el futuro y la modernidad como destino. Puig buscaba al hombre. Sus esencias y su pureza.
Lo supieron quienes lo comprendieron y le apreciaron siempre. Personas como Henri Langlois, Manolo Altolaguirre, Susan Sontag, Octavio Paz, Man Ray y José Bergamín.
Puig vivió en España en los 60, pero regresó a Francia asfixiado por el franquismo. Después volvió y vive, armado siempre con cámaras reales o imaginarias, en la ciudad de Barcelona. La película de su vida está inconclusa y sin editar en su cabeza blanca.
La escritora mexicana Elena Garro lo quiso mucho. Ella dejó escrita esta nota sobre el trabajo de Puig como retratista del desnudo masculino: «Él busca al hombre. Lo despoja de sus atributos modernos, de sus harapos, para esculpirlo con su lente. Y lo esculpe con sus músculos, nervios y arterias a flor de piel. Sus fotografías están más cerca de la escultura que de la fotografía».
Foto: Germán Puig
Hice una presentación de él en Mallorca, a pedido suyo, gran fotógrafo, poeta del desnudo masculino.
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