Por Belkis Cuza Malé
Fue el 27 de abril de 1971. Han pasado 39 años.
Como flechazos de luz recuerdo la escena. Estoy en Miramar, en la saleta del poeta Pablo Armando Fernández. Hay otros alrededor, alguien que quizás llega y dice que las agencias de prensa ya tienen un documento que ha escrito Heberto, que la Seguridad del Estado está difundiendo en esos medios. Es un documento de autocrítica.
La luz que se filtra a través de las ventanas parece opacar mi visión. Pablo habla pero yo no entiendo nada, mueve las manos, va y se sienta en el mullido sillón. Maruja trae unas tazas con café. Yo me marchó más confusa que cuando llegué. No sé qué está pasando. No puedo imaginar de qué están hablando ahora las agencias de noticias, especialmente aquel señor corresponsal de France Press, que muchos aseguran era un colaborador de la policía cubana, el tal Chango, argentino.
En mi apartamento tengo de visita a mi amiga Elkes Arjona, va a quedarse por un día o unas horas, no lo recuerdo. Ha llegado de Santiago y está usando el pequeño cuarto de María Josefina. Es un día extraño del que vuelan los recuerdos. Anochece pronto o lo imagino así. Miro por la ventana y el hotel Saint John está a oscuras, mejor dicho, estamos a oscuras, la noche ha caído sobre La Habana, pues por extraño sortilegio, se ha producido un apagón, el primero del que se tenga noticia. La ciudad está completamente a oscuras. Luego lo veré como un símbolo de lo sucedido aquella noche.
Hace un rato, todavía con electricidad, el teniente Gutierrez, de la Seguridad del Estado, ha llamado por teléfono y dice que dentro de una media hora estará aquí y que trae a Heberto. No puedo creerlo. Treinta y seis días incomunicado en las celdas de Villamarista, y salvo los 15 minutos que me permitieron verlo el 4 de abril, no he tenido otras noticias suyas. Ahora lo traen, y de pronto recuerdo que Elkes está en casa, y que sabrá Dios qué dirán si la ven. Por eso le pido que no salga del cuarto cuando toquen a la puerta.
La ciudad, repito, está a oscuras. Súbitamente a oscuras. Camino como sonámbula por el pequeño apartamento, hasta que siento que tocan y luego de advertirle de nuevo a Elkes que permanezca encerrada, voy y abro. Ha llegado la luz como por arte de magia hace unos minutos, y allí, de nuevo, hay unos hombres extraños en la puerta.
Hombres de la Seguridad del Estado. He olvidado si el teniente Gutiérrez viene de uniforme, sólo lo recuerdo como un tipo de mediana estatura, flaco, de rostro serio, que inspiraría confianza si no fuera de la policía política. Se hacen a un lado y dejan entrar primero a Heberto. Nos abrazamos, yo con más nerviosismo que nada, incapaz de creer que al fin se haya producido el milagro y Heberto esté de regreso en casa. Gutiérrez dice algo que tiene que ver con alguna cita futura y da media vuelta, le siguen los otros y se marchan.
Lo habían traído directamente a casa desde el Hospital Militar, según me contó luego. Allí pasó las últimas dos semanas de su prisión, enfermo de los riñones, a consecuencia del pentotal que le inyectaban en las venas. Todavía lo recuerdo sacando de sus bolsillos varios pedacitos de lápices con los que, dijo, había escrito la primera versión de la autocrítica, en la Seguridad. Estaba pálido y más delgado, pero casi tranquilo.
Cuando se cierra la puerta, ya a solas, se lleva el índice a la boca y me pide silencio. Vamos en busca de un papel y usamos aquellos pedacitos de lápices. Esa noche nos escribimos como si se tratara de cartas a algún ausente. Hay que mantener la boca cerrada y comunicarnos por escrito: las paredes tienen oídos. Luego, a mi lado, allí en el sofá-cama en el que entonces dormíamos, apretados uno junto al otro, como en uno de sus poemas, nuestros cuerpos son tablas de mutua salvación.
Al otro día, temprano, lo oigo hablando en el teléfono con María Luisa, la esposa de Lezama, y luego de una breve conversación con el autor de Paradiso, se dirige a la casa de Trocadero. Va a explicarle lo que ha pasado y lo que sucederá esa noche en la UNEAC: pero no hay necesidad de convencerlo, porque Lezama comprendió al instante lo que la Seguridad del Estado había tramado.
Sobre las siete de la tarde vamos ya en camino a la sede de la UNEAC, no lejos de nuestro apartamento en O y Humboldt. No sé en qué tiempo, ni cómo, pero Heberto ha informado también ese mismo día a los poetas Pablo Armando Fernández, César López y Manuel Díaz Martínez de la situación y de lo que la Seguridad exigía a cambio de no proseguir la cacería de brujas contra ellos. El precio: la autocrítica.
Mientras atravesábamos en diagonal el parque de H, le digo que yo también quiero hablar, que voy a hacerlo. Pero me dice que no, que de ningún modo. Al final cede ante mi insistencia y soy yo, no él, quien decide que debo ser incluida en la autocrítica.
Subimos los amplios escalones de la mansión: en la puerta, lista en mano, un empleado de la UNEAC se encargaba de chequear a los que iban llegando. Sólo ciento cincuenta miembros habían sido "invitados" al espectáculo de degradación de aquella noche. Espectáculo único que pasaría a la historia como capítulo central del "Caso Padilla".
La sala Martínez Villena -que hacía las veces de galería de arte, y que en tiempos de Gelats era el garaje, con apartamento de servidumbre en lo alto- estaba repleta. Pero en medio de los escritores y artistas que parecían clavados ya a sus sillas, se movían unos extraños personajes, de traje y corbata, y cuyos rostros conocía de sobra, los policías de la Seguridad del Estado. Las cámaras de cine del ICAIC ya estaban debidamente situadas frente a una mesa a la entrada, de espalda al jardín, mientras el público ocupaba el resto del salón, como en un teatro.
Sereno, como calculando lo que pronto sucedería y que él parecía conocer al dedillo, Heberto permanecía a mi lado, mientras se abría el espectáculo con las palabras de José Antonio Portuondo, excusando a Nicolás Guillén por no sé qué enfermedad. Era obvio que Nicolás no deseaba estar presente, y que debía tenerle miedo a la Historia. Portuondo, por su parte, carecía de escrúpulos al asumir su papel de presentador, en calidad de vice presidente de la UNEAC.
El antiguo rector de la Universidad de Oriente, y promotor de un grupo de jóvenes poetas de la provincia, entre los que me encontraba, había sido también mi profesor de Estética en la Universidad de La Habana. A pesar de ser un viejo marxista, tenía aspecto y maneras de burgués, siempre vestido con elegancia, al igual que su esposa, una señora de porte distinguido a quien recuerdo en su casa de Vista Alegre, rodeada de comodidades y cierto lujo.
Cuando Heberto tomó la palabra, un extraño silencio estremeció la sala, como si las víctimas de los Procesos de Moscú revoletearan en el techo, pero pronto dominó la escena con su fabulosa capacidad de improvisación. Las cámaras del ICAIC lo seguían como espías malévolos; los agentes secretos de la Seguridad no le quitaban los ojos de encima.
Heberto hablaba sin necesidad de echar mano a papeles o a guía alguna. Parecía un actor repitiendo un texto previamente aprendido. Se repetía a sí mismo. Repetía, con pelos y señales, el libreto previamente escrito en la Seguridad del Estado y que sus carceleros habían aprobado, luego de tachar y corregirle ciertas líneas. Incluso leyó un poema escrito en prisión, dijo él, en homenaje a la primavera.
Un poema absurdo que era parte del espectáculo. El tono de la autocrítica era de por sí una denuncia al totalitarismo, a la dictadura. Una acusación que cualquiera podía ver a simple vista. Una trampa, en que Heberto hizo caer al propio Fidel Castro.
Si alguien duda de las verdaderas intenciones de su autocrítica, debería detenerse y analizar a fondo todo lo allí dicho, y leer entre líneas, porque incluso tuvo la habilidad de dejar bien claro el papel de informante de la Seguridad que había jugado Norberto Fuentes en aquello. Tres días antes de nuestra detención, Norberto -que no era amigo de Heberto, sino mío- se había presentado en nuestro apartamento con el pretexto de hablarle de la situación en torno al fotógrafo francés Pierre Golendorf, detenido recientemente. Y luego de tres días de conversaciones, el viernes 19 de marzo, también se apareció en el Hotel Riviera, donde Saverio Tuttino, corresponsal italiano de la Unitá, se había citado con Heberto y Jorge Edwards para despedirse.
Pablo Armando Fernández, César López, yo y Manuel Díaz Martínez, fuimos ocupando uno a uno el banquillo de los autocriticados. ¿Qué dije? Ya ni lo recuerdo, pero sí que me acusaba a mí misma de hablar mal del gobierno y ser una desafecta y una malagradecida, incapaz de ver todo lo que, como escritora y ser humano, le debía a la Revolución, y cómo había yo influido negativamente en Heberto.
Todavía resuena en mis oidos la voz del poeta haitiano René Depestre, su español afrancesado, lleno de emoción, quien entre incrédulo y asombrado, con auténtico candor, se pone de pie y saluda. ¿Cómo no iba Depestre a reconocer la farsa? La respuesta la da cuando poco tiempo después se marcha de Cuba para no volver jamás.
Las luces se van apagando, los "actores" reciben abrazos, saludos, confraternización, como si allí no hubiera pasado nada, como si las aguas bautismales nos hubieran librado para siempre del pecado cometido contra la Revolución.
Los policías se escurren entre la multitud, y el ICAIC recoge sus cámaras y artefactos y se marchan todos. Santiago Alvarez, director del Noticiero ICAIC, lleva bajo el brazo la cinta maldita de la grabación. Fidel Castro lo espera impaciente en su despacho para verla. Al menos, piensa, ha conseguido humillar a Heberto, hacerle que se trague sus propias palabras, y avergonzarnos al resto.
Pero días después la respuesta de los intelectuales europeos y latinoamericanos más importantes de la época, desde Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, hasta el propio García Márquez, lo hizo despertar de su sueño. La autocrítica de Heberto Padilla se había convertido en un boomerang , y dañaría para siempre la imagen de la Revolución en el mundo.
Publicado en el blog de la autora. Foto de Laycen Chuey, Berlin 1975, tomada del blog de Zoé Valdés.
Menos mal que está Belkis con la memoria intacta.
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