Por John Carlin
El plan era que yo iba a invitar a comer a Bill Gates. Habíamos quedado en Barcelona a las 14.30 el jueves 3 de junio y, sí, yo pagaba. Tendría una contraportada de El País y una historia para aburrir a mi familia y amigos hasta el fin de los tiempos. Mis nietos se la contarían a los suyos. "Mi bisabuelo invitó una vez a comer al hombre más rico del mundo". Bueno, el mexicano Carlos Slim le acaba de relegar al segundo puesto, pero en lo que va de siglo el megamillonario número uno ha sido el dueño y fundador de Microsoft, el omnívoro gigante de la informática.
Cuanto más extravagante la comida, mejor. Es verdad que sólo me iban a conceder 25 minutos, y hay un límite en lo que uno se puede gastar en un tapeo, por muy bueno que sea el jamón o el caviar. Pero el gesto hubiera tenido su puntito filántropico, ya que el dinero, en vez de gastárselo él se lo podría haber ahorrado para alimentar la que es hoy la pasión de su vida, la Fundación Gates, que opera en 100 países y ha invertido más de 33 mil millones de dólares (27.500 millones de euros) procedentes del patrimonio de Gates y su esposa, Melinda, para combatir la pobreza y su hermana gemela, la enfermedad.
Pero la comida se canceló. Se le estropeó el avión (privado, obviamente) antes de despegar de Nueva York y llegó a Barcelona, en otro avión privado, el jueves por la noche. No fui el único damnificado. Unas 600 personas citadas a mediodía del jueves para oírle dar una conferencia, también se quedaron colgadas. Y ni hablar de la pobre gente que se había pasado meses preparando el gran evento.
Algo, al final, logramos montar: un hueco de 10 minutos para mí a las 9.40 del viernes 4 de junio. Con lo cual no había tiempo ni siquiera para comprarle un café. La posibilidad de lograr una exclusiva mundial, de revelar algo sobre los gustos gastronómicos de Bill Gates, se esfumó.
Entré en un saloncito del Museo de la Ciencia de Barcelona acompañado de una inglesa, encargada de comunicación para la Fundación Gates, otro señor que no se identificó, y Gates, vestido de traje claro y corbata amarillenta. Desde el principio al fin de la (breve) entrevista, ni la inglesa ni el otro dejaron ni un instante de tomar, frenéticamente, apuntes. Relajado y sonriente, como aparentemente inconsciente del torbellino de actividad nerviosa que generaba a su alrededor, Gates no podría haber estado más tranquilo, como si yo fuera un invitado a tomar el té un domingo por la tarde en su casa, sin límites de tiempo. Lo cual fue un problema. Intenté explicarle cuando empezamos que, como disponíamos de poco tiempo, y tenía unas 15 preguntas, que intentara calibrar sus respuestas. Logré hacerle seis.
La primera, ¿qué porcentaje de su tiempo dedica a la Fundación? "Más del 90 por ciento". La segunda, ¿por qué lo hace, para buscarse una recompensa en el cielo? ¿Por qué no se dedica a comprar caballos de carreras o clubes de fútbol ingleses, como hacen los demás super ricos del mundo?
"Mucho me temo que no disfrutaría de eso", responde, riéndose, y esquivando el aspecto religioso de la pregunta. "Todos los trabajos tienen sus recompensas. Este trabajo es tan amplio. Puedo de repente encontrarme pasando el día con Rahul Gandhi (hijo del asesinado primer ministro hindú, Rajiv), que sabe muchas cosas que yo no sé. O con el doctor Alonso (Pedro Alonso, médico español), que ha dedicado su vida a la malaria. Una persona extraordinaria. Este trabajo tiene mucha variedad. Aprendo, hay grandes desafíos y me siento bien haciéndolo. Conseguí esta enorme fortuna con mi trabajo en Microsoft y no creo que dársela a mis hijos fuera bueno para ellos, o bueno para la sociedad. Realmente es un trabajo divertido y me hace sentir bien saber que va a tener un impacto positivo. La riqueza de lo que hago me entusiasma cada día".
Gates, a diferencia de otras personas famosas que uno entrevista, no da ninguna sensación de aburrimiento, de que preferiría estar haciendo otra cosa, en otro lugar. Se concentra, utiliza su tiempo con seriedad y transmite aquella combinación de inteligencia hiperactiva y entusiasmo juvenil, ilimitado, que define a los estadounidenses triunfadores. Tiene 54 años pero parece poseer la energía vital de un joven de 24, listo para comerse el mundo. Da la impresión de ser un hombre satisfecho y feliz.
¿No se pregunta a veces si realmente es tan necesario lo que hace, ya que la gente de un país rico como Suiza no es siempre tan feliz como los pobres a los que ayuda, por ejemplo, en Tanzania? Todos nos morimos, la vida es dura de diferentes maneras, ¿por qué no dejar las cosas como están?
-Una cosa que sabemos sobre la felicidad es que cuando te tienes que preocupar por si tus niños van a vivir o morir o, si no tienes suficiente para comer, la vida es muy dura. Ahora, una vez que llegas a cierto nivel de ingresos y esas cosas no te preocupan, el tema se complica. Pero mientras estés tratando estas cuestiones básicas, como, ¿mi hijo conseguirá su medicina? ¿Tendremos suficiente para comer? Es otra cosa. Hay una parte que no se acaba de explicar de por qué los adultos en los países pobres mueren tan jóvenes, y probablemente tenga que ver con el estrés bajo el que viven.
¿Dejará dinero a sus hijos?
-Les dejaré dinero, pero el porcentaje será muy bajo. Mi mujer y yo hablamos bastante de lo que podría ser la cantidad indicada. El objetivo sería dejarles lo suficiente para que sientan la necesidad de trabajar y hacer algo, pero sin sentir que se tienen que preocupar. Ahora (sonríe), ¿existe un número que corresponda con ese mágico equilibrio?
Hablando de números, ¿le ha molestado ver que este año ha descendido del primer puesto de los más ricos del mundo?
-Bueno, es fantástico que otra persona tenga dinero y que, esperemos, busque formas de devolverlo a la sociedad, y disfruten de hacerlo. Carlos Slim está empezando a hacer una filantropía muy buena y es buenísimo que tenga los medios para poder hacerlo. Cuanto más, mejor, sobre todo si vamos a poner el dinero a trabajar para el bien.
¿Y su caída en los rankings?
-(En su respuesta Gates delata un sutil, y algo inesperado, punto de vanidad). He donado tanto de mi dinero que seguiré cayendo en los rankings. Si no hubiera donado mi dinero tendría casi el doble de lo que tengo.
La inglesa nos interrumpe, en este preciso instante, para decir que me queda una pregunta. Con lo cual lo que le quería preguntar sobre el cambio climático, la crisis económica, su fe (o no) religiosa, qué le gustaría hacer que no ha hecho en la vida, si Steve Jobs tiene razón cuando dice que la era del PC se está acabando, si la tecnología realmente ha hecho un mundo mejor, si el futuro de los periodistas y gente como yo que nos dedicamos a vender palabras está condenado a la extinción tendrá que esperar para otro día. Porque quería saber algo de su vida personal. Y estuvo bien que apunté por ese lado ya que Gates reveló que, más allá de su filantropía, su genialidad científica, su talento para los negocios y su pragmatismo también es un hombre romántico.
Había leído que en el techo de la biblioteca de su casa en Seattle tenía escrita una cita de El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, una novela de millonarios y grandes amores. Jay Gatsby, el protagonista, se enamoró de Daisy cuando eran jóvenes, pero se separaron, ella se casó con otro y, aunque él ganó una enorme fortuna, nunca la olvidó. Pasados los años, se compra una casa frente a la de Daisy, al otro lado de una bahía. Hay una luz en el muelle de la propiedad de Daisy. De noche, Jay observa la luz, añorando a su viejo amor.
"A mi esposa y a mí nos gustó El Gran Gatsby. Cuando nos conocimos (ella trabaja en Microsoft) teníamos una rutina. Ella prendía una luz verde en su despacho cuando estaba libre y yo pasaba a verla. En El Gran Gatsby, Daisy tenía esa luz en el muelle que él miraba desde su hermosa casa. La cita del libro que se me quedó grabada fue: "Había venido de tan lejos para realizar su sueño, que no podía fracasar en su intento de conseguirlo" (He had come so far to realize his dream, he could hardly fail to grasp it). Así que, sí, la cita tiene que ver con mi esposa y aquella luz verde.
La ternura del momento lo interrumpió la inglesa. Se acabó la entrevista. Habían pasado ocho minutos y 39 segundos. Ella se puso de pie, Gates también y no hubo posibilidad de insistir, como tampoco hubo oportunidad de saber qué le gusta comer al magnate más famoso del mundo, mucho menos de pagarle una comida. Había agua, zumo, refresco y unas galletas en el saloncito. Pero Gates, atento a mis pobres preguntas, ni siquiera las vio.
Cuanto más extravagante la comida, mejor. Es verdad que sólo me iban a conceder 25 minutos, y hay un límite en lo que uno se puede gastar en un tapeo, por muy bueno que sea el jamón o el caviar. Pero el gesto hubiera tenido su puntito filántropico, ya que el dinero, en vez de gastárselo él se lo podría haber ahorrado para alimentar la que es hoy la pasión de su vida, la Fundación Gates, que opera en 100 países y ha invertido más de 33 mil millones de dólares (27.500 millones de euros) procedentes del patrimonio de Gates y su esposa, Melinda, para combatir la pobreza y su hermana gemela, la enfermedad.
Pero la comida se canceló. Se le estropeó el avión (privado, obviamente) antes de despegar de Nueva York y llegó a Barcelona, en otro avión privado, el jueves por la noche. No fui el único damnificado. Unas 600 personas citadas a mediodía del jueves para oírle dar una conferencia, también se quedaron colgadas. Y ni hablar de la pobre gente que se había pasado meses preparando el gran evento.
Algo, al final, logramos montar: un hueco de 10 minutos para mí a las 9.40 del viernes 4 de junio. Con lo cual no había tiempo ni siquiera para comprarle un café. La posibilidad de lograr una exclusiva mundial, de revelar algo sobre los gustos gastronómicos de Bill Gates, se esfumó.
Entré en un saloncito del Museo de la Ciencia de Barcelona acompañado de una inglesa, encargada de comunicación para la Fundación Gates, otro señor que no se identificó, y Gates, vestido de traje claro y corbata amarillenta. Desde el principio al fin de la (breve) entrevista, ni la inglesa ni el otro dejaron ni un instante de tomar, frenéticamente, apuntes. Relajado y sonriente, como aparentemente inconsciente del torbellino de actividad nerviosa que generaba a su alrededor, Gates no podría haber estado más tranquilo, como si yo fuera un invitado a tomar el té un domingo por la tarde en su casa, sin límites de tiempo. Lo cual fue un problema. Intenté explicarle cuando empezamos que, como disponíamos de poco tiempo, y tenía unas 15 preguntas, que intentara calibrar sus respuestas. Logré hacerle seis.
La primera, ¿qué porcentaje de su tiempo dedica a la Fundación? "Más del 90 por ciento". La segunda, ¿por qué lo hace, para buscarse una recompensa en el cielo? ¿Por qué no se dedica a comprar caballos de carreras o clubes de fútbol ingleses, como hacen los demás super ricos del mundo?
"Mucho me temo que no disfrutaría de eso", responde, riéndose, y esquivando el aspecto religioso de la pregunta. "Todos los trabajos tienen sus recompensas. Este trabajo es tan amplio. Puedo de repente encontrarme pasando el día con Rahul Gandhi (hijo del asesinado primer ministro hindú, Rajiv), que sabe muchas cosas que yo no sé. O con el doctor Alonso (Pedro Alonso, médico español), que ha dedicado su vida a la malaria. Una persona extraordinaria. Este trabajo tiene mucha variedad. Aprendo, hay grandes desafíos y me siento bien haciéndolo. Conseguí esta enorme fortuna con mi trabajo en Microsoft y no creo que dársela a mis hijos fuera bueno para ellos, o bueno para la sociedad. Realmente es un trabajo divertido y me hace sentir bien saber que va a tener un impacto positivo. La riqueza de lo que hago me entusiasma cada día".
Gates, a diferencia de otras personas famosas que uno entrevista, no da ninguna sensación de aburrimiento, de que preferiría estar haciendo otra cosa, en otro lugar. Se concentra, utiliza su tiempo con seriedad y transmite aquella combinación de inteligencia hiperactiva y entusiasmo juvenil, ilimitado, que define a los estadounidenses triunfadores. Tiene 54 años pero parece poseer la energía vital de un joven de 24, listo para comerse el mundo. Da la impresión de ser un hombre satisfecho y feliz.
¿No se pregunta a veces si realmente es tan necesario lo que hace, ya que la gente de un país rico como Suiza no es siempre tan feliz como los pobres a los que ayuda, por ejemplo, en Tanzania? Todos nos morimos, la vida es dura de diferentes maneras, ¿por qué no dejar las cosas como están?
-Una cosa que sabemos sobre la felicidad es que cuando te tienes que preocupar por si tus niños van a vivir o morir o, si no tienes suficiente para comer, la vida es muy dura. Ahora, una vez que llegas a cierto nivel de ingresos y esas cosas no te preocupan, el tema se complica. Pero mientras estés tratando estas cuestiones básicas, como, ¿mi hijo conseguirá su medicina? ¿Tendremos suficiente para comer? Es otra cosa. Hay una parte que no se acaba de explicar de por qué los adultos en los países pobres mueren tan jóvenes, y probablemente tenga que ver con el estrés bajo el que viven.
¿Dejará dinero a sus hijos?
-Les dejaré dinero, pero el porcentaje será muy bajo. Mi mujer y yo hablamos bastante de lo que podría ser la cantidad indicada. El objetivo sería dejarles lo suficiente para que sientan la necesidad de trabajar y hacer algo, pero sin sentir que se tienen que preocupar. Ahora (sonríe), ¿existe un número que corresponda con ese mágico equilibrio?
Hablando de números, ¿le ha molestado ver que este año ha descendido del primer puesto de los más ricos del mundo?
-Bueno, es fantástico que otra persona tenga dinero y que, esperemos, busque formas de devolverlo a la sociedad, y disfruten de hacerlo. Carlos Slim está empezando a hacer una filantropía muy buena y es buenísimo que tenga los medios para poder hacerlo. Cuanto más, mejor, sobre todo si vamos a poner el dinero a trabajar para el bien.
¿Y su caída en los rankings?
-(En su respuesta Gates delata un sutil, y algo inesperado, punto de vanidad). He donado tanto de mi dinero que seguiré cayendo en los rankings. Si no hubiera donado mi dinero tendría casi el doble de lo que tengo.
La inglesa nos interrumpe, en este preciso instante, para decir que me queda una pregunta. Con lo cual lo que le quería preguntar sobre el cambio climático, la crisis económica, su fe (o no) religiosa, qué le gustaría hacer que no ha hecho en la vida, si Steve Jobs tiene razón cuando dice que la era del PC se está acabando, si la tecnología realmente ha hecho un mundo mejor, si el futuro de los periodistas y gente como yo que nos dedicamos a vender palabras está condenado a la extinción tendrá que esperar para otro día. Porque quería saber algo de su vida personal. Y estuvo bien que apunté por ese lado ya que Gates reveló que, más allá de su filantropía, su genialidad científica, su talento para los negocios y su pragmatismo también es un hombre romántico.
Había leído que en el techo de la biblioteca de su casa en Seattle tenía escrita una cita de El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, una novela de millonarios y grandes amores. Jay Gatsby, el protagonista, se enamoró de Daisy cuando eran jóvenes, pero se separaron, ella se casó con otro y, aunque él ganó una enorme fortuna, nunca la olvidó. Pasados los años, se compra una casa frente a la de Daisy, al otro lado de una bahía. Hay una luz en el muelle de la propiedad de Daisy. De noche, Jay observa la luz, añorando a su viejo amor.
"A mi esposa y a mí nos gustó El Gran Gatsby. Cuando nos conocimos (ella trabaja en Microsoft) teníamos una rutina. Ella prendía una luz verde en su despacho cuando estaba libre y yo pasaba a verla. En El Gran Gatsby, Daisy tenía esa luz en el muelle que él miraba desde su hermosa casa. La cita del libro que se me quedó grabada fue: "Había venido de tan lejos para realizar su sueño, que no podía fracasar en su intento de conseguirlo" (He had come so far to realize his dream, he could hardly fail to grasp it). Así que, sí, la cita tiene que ver con mi esposa y aquella luz verde.
La ternura del momento lo interrumpió la inglesa. Se acabó la entrevista. Habían pasado ocho minutos y 39 segundos. Ella se puso de pie, Gates también y no hubo posibilidad de insistir, como tampoco hubo oportunidad de saber qué le gusta comer al magnate más famoso del mundo, mucho menos de pagarle una comida. Había agua, zumo, refresco y unas galletas en el saloncito. Pero Gates, atento a mis pobres preguntas, ni siquiera las vio.
Foto: Susanna Sáez
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