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domingo, 4 de abril de 2010

Racismo y marxismo

Hortencia by Chico Almendra.

Por Juan F. Benemelis*

¿Eran racistas Marx y Engels? ¿Es el racismo consustancial a una ideología que superpone las diferencias de clase sobre cualquier otro? ¿Explica eso, en parte, que Adolf Hitler afirmara que “No soy únicamente el vencedor del marxismo… soy su realizador”?

Para Marx y Engels la subyugación de pueblos de diferente origen étnico no era nada extraño o reprobable en la práctica del marxismo. Lo que es, sin embargo, poco conocido es que el racismo ha sido consustancial con los principios marxistas, a partir de lo que el propio Marx (conjuntamente con Engels) dijeron sobre el tema.

La feminista Michele Barrett, en su Women's Oppression Today, publicado en 1988, reconoce el fiasco de las feministas marxistas para analizar adecuadamente el papel teórico y político de las razas en la perpetuación de las divisiones sociales. Barrett enuncia que el modelo determinista del marxismo clásico falla en teorizar la subjetividad, aferrándose a los simplistas términos clasistas.

Marx declaró en su folleto Zur Judenfrage, que "una revolución proletaria emancipará al mundo del judío y de su usura". Hasta el propio Hitler hubiera podido hacer uso de esta referencia. En cuanto al antisemitismo de ambos "clásicos del marxismo" se halla bien documentado. Dice Marx: "No busquemos el secreto del judío en su religión, sino en el judío real. ¿Cuál es el fundamento profano del judaísmo? La necesidad práctica, el interés personal. ¿Cuál es el culto profano del judío? El tráfico. ¿Cuál es su dios profano? El dinero (...) La emancipación social del judío, es la emancipación de la sociedad respecto del judaísmo". Lo que impacta es que, a partir de tales criterios, sería legítima la propuesta de Adolf Hitler de la exterminación industrial de los judíos.

En ocasión del Manifiesto comunista, Marx se expresó sobre la cuestión de la raza de una manera muy claramente definida y en un mismo artículo agrupó a minorías y razas juntas, sobre todo la eslava, caracterizándolas como "deshechos étnicos". El pangermanismo residual de Engels se manifestaba en su negación a retractarse de su opinión desfavorable de los eslavos occidentales. A eso se suma la visión ingenua de Marx y Engels en el Manifiesto acerca de que la interconexión entre las naciones a través del comercio propiciado por el capitalismo pronto provocaría la superación de los conflictos nacionales.

Por su parte, Marx exaltó la conquista llevada a cabo por los pueblos "racialmente superiores" y se mostró despectivo con los esfuerzos nacionalistas de los "pueblos inferiores". Por ello elogió a los húngaros por su actitud de prolongada contención de los eslavos y atribuyó esto a la “superioridad” de la raza húngara.

Pese a que en su época, la trata y esclavitud africana y el racismo eran puntos escandalosos incluso en Europa, Marx y el marxismo se centraron en las relaciones de clase marginando como derivativas las raciales. W. E .B. Du Bois se enfrentó a esta categorización marxista argumentando que las relaciones raciales no eran una variable dependiente, un epifenómeno de procesos sociales subyacentes, sino un principio estructurador irreductible de las relaciones sociales, culturales y políticas en el mundo moderno.

La equivocación de Marx fue creer que el capitalismo de esa época creaba espacios donde las relaciones de producción tomaban la forma de modos de producción precapitalistas (la plantación esclavista). Todo para no aceptar que el esclavo en las plantaciones tropicales rompía todos sus esquemas de clase y que su reivindicación en nada estaba vinculada a la del proletariado. Cuando era todo lo contrario, pues esta supuesta producción precapitalista determinaba la formación de un vasto espacio geoeconómico que iba desde la cacería del africano hasta la venta del azúcar en la bolsa.

En los textos de Marx abundan los criterios discriminatorios contra los mexicanos, los judíos, los indios y los chinos. Al escribir sobre la anexión de California por parte de Estados Unidos luego de la guerra con México, apuntó lo siguiente: "Sin violencia jamás se ha conseguido algo en la historia". Y, seguidamente se preguntaba: "¿Es una desgracia que la espléndida California fuera arrebatada a los vagos mexicanos, que no sabían qué hacer con ella?". Por su parte, Engels añadía: "Hemos sido testigos de la conquista de México, y nos hemos alegrado. Es en interés del propio México que quede bajo la tutela de Estados Unidos”.

Los dos artículos importantes sobre el pan-eslavismo, publicados en la Neue Rhenische Zeitung, en enero y febrero de 1849 se sabe que fueron escritos por Engels, y estos reportajes contienen la mayoría de las caracterizaciones doctrinarias de las naciones eslavas más pequeñas que fueran abandonadas de una manera explícita en la literatura marxista posterior. En un artículo publicado en 1852, en la misma revista Neue Rheinische Zeitung, Marx se preguntaba cómo librarse de esos "pueblos moribundos", es decir, los bohemios, los dálmatas, los carintios: "Con la excepción de los polacos, de los rusos y de los eslavos de Turquía, ninguna nación eslava tiene futuro, puesto que los eslavos no poseen las bases históricas, geográficas, políticas e industriales que son necesarias a la independencia y a la capacidad de existir. Los pueblos que no han tenido jamás su propia historia, que apenas han alcanzado el grado más bajo de la civilización, no son capaces de vivir y no podrán jamás alcanzar la menor independencia".

En carta a Pavel Annenkov, del 28 de diciembre de 1846, Marx exponía lo siguiente: “La esclavitud directa es un pivote de nuestro industrialismo actual, lo mismo que las máquinas, el crédito, etcétera. Sin la esclavitud, no habría algodón y sin algodón no habría industria moderna. Es la esclavitud lo que ha dado valor a las colonias, son las colonias lo que ha creado el comercio mundial y el comercio mundial es la condición necesaria de la gran industria mecanizada. La esclavitud es por tanto una categoría económica de la más alta importancia. Sin la esclavitud, Norteamérica, el país más desarrollado, se transformaría en un país patriarcal. Si se borrara a Norteamérica del mapa del mundo, tendremos la anarquía, la decadencia absoluta del comercio y de la civilización moderna. Pero hacer desaparecer la esclavitud equivaldría a borrar a Norteamérica del mapa del mundo. Le esclavitud es una categoría económica y por eso se observa en cada nación desde que el mundo es mundo”.

El análisis de Marx sobre la formación nacional es injusto también en el caso brasilero, al enfatizar que fue problemático el proceso pacífico de transición de colonia a república, puesto que, a diferencia del caso en otras regiones de América Latina, la aparición de un mito de democracia racial estuvo ligada a conflictos sangrientos entre patriotas y realistas. Por ende, los marxistas ubicaron al movimiento antiesclavista como un conflicto primordialmente de carácter social.

Por su parte, en 1849, Engels llamaba a la exterminación de los húngaros que se habían rebelado contra el Imperio de los Habsburgo. Pero Engels no paró ahí, y aconsejaba la eliminación de los serbios, de otros pueblos eslavos, de los vascos, los bretones y los escoceses, por considerarlos también "inferiores". Para Marx y Engels, los supuestos promotores de la sociedad igualitaria del futuro, guías incluso de la política del Estado cubano y de otros, la raza por sí misma es un factor económico, y para ellos, la superioridad racial de los pueblos "blancos" era algo "científico". Marx nunca debatió cómo sus ideas racistas llegaron a entrar en conflicto con la supuesta emancipación socialista. Por eso no extraña que en su juventud, tanto Adolf Hitler como Benito Mussolini no encontraran extraño al marxismo y se declarasen socialistas.

En una carta que dirigió en julio de 1862 a Engels, Marx se refería a su rival político Ferdinand Lassalle, como "negro judío" quien siempre “tapa su cabello lanoso con todo tipo de aceites y maquillaje”, y que “es perfectamente obvio, por la forma de su cabeza y el tipo de cabello, que es descendiente de negros”. Asimismo, agregaba: "Para mí está completamente claro ahora, como lo prueban la forma de su cráneo y su pelo, que desciende de los negros de Egipto, suponiendo que su madre o su abuela no se mezclaran con la negrada. Esta unión de judaísmo y germanismo sobre una base negra tiene que producir un producto peculiar. La protuberancia del colega es, asimismo, la propia de la negrada".

Engels, a su vez, no se quedaba atrás en su filosofía racial. En 1887, el yerno de Marx, el mulato cubano Paul Lafargue, se postuló para concejal en un distrito parisino que contaba con un zoológico. Engels sostenía que Lafargue tenía "un octavo o un doceavo de sangre de negrazo". En una carta fechada en abril de 1887 y dirigida a la esposa de Lafargue, Engels escribió lo siguiente: "Al estar, en su calidad de negro, un paso más cerca del reino animal que el resto de nosotros, sin duda es el representante más adecuado para ese distrito".

En el Anti-Dühring, Engels da por sentada la superioridad racial de los blancos, como si fuese una verdad científica: “Si, por ejemplo, los axiomas matemáticos son en nuestros países perfectamente evidentes para un niño de 8 años, sin ninguna necesidad de recurrir a la experimentación, es como consecuencia de la ‘herencia acumulada’. Por el contrario, sería muy difícil enseñárselos a un bosquimano o a un negro de Australia”.

Los asuntos de género y raza no existen doctrinariamente en el marxismo al estar incluidos en el análisis global de clase y por tal razón nunca han podido lidiar adecuadamente con las experiencias hombre-mujer y blanco-negro.

Pero el racismo sobrepasa a las ideologías políticas. Así, eminentes marxistas mostrarían su fobia racial. Asombra que a estas alturas se piense (al igual que el cubano Esteban Morales) que con la sociedad gestada por el marxismo es posible resolver los conflictos raciales. Los clásicos del marxismo (Karl Marx y Friedrich Engels) nunca ocultaron su apoyo a la raza blanca y su desdén por los negros, y los portaestandartes de tal teoría en la práctica, Vladimir I. Lenin, Josef Stalin, Mao Zedong, Josip Broz Tito, etcétera, se mostraron implacables en sus políticas estatales y sanguinarios ante las minorías étnicas dentro de sus territorios.

Ahora bien, dentro de las teorías marxistas tradicionales, el concepto de cultura no tenía ese sentido. El concepto que más se acercaba a él era el concepto de ideología que Marx había vinculado con el concepto de modo de producción capitalista. Esta famosa metáfora del edificio nos muestra una sociedad conformada por dos partes: una estructura (fuerzas productivas / relaciones de producción) sobre la cual se construye un edificio (super-estructura): formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en suma, ideológicas, dentro de las cuales los hombres toman conciencia.

A este fin, debemos recordar que Htiler le confesó al general Otto Wagener que sus desacuerdos con los comunistas son “menos ideológicos que tácticos”, y que el problema de los socialistas alemanes es “que no han leído a Marx”. No sólo fundó un partido al que llamó nacional-socialista, sino que, como señaló el economista austríaco Ludwig von Mises, en su obra Estado omnipotente, Hitler, una vez en el poder, implementó ocho de los diez puntos del programa de emergencia propuesto por Marx en el Manifiesto Comunista, “con un radicalismo que hubiese encantado a Marx”.

Como resultado, Hitler estaba en lo correcto cuando le contó a Hermann Rauschning (tal como lo relata Rauschning en su libro Hitler me dijo) que: “No soy únicamente el vencedor del marxismo… soy su realizador”, para luego proseguir: “No voy a ocultar que he aprendido mucho del marxismo… Lo que me ha interesado e instruido de los marxistas son sus métodos. Siempre he tomado en serio lo que habían imaginado tímidamente esas mentes de tenderos y mecanógrafas. Todo el nacional-socialismo está contenido en él. Fíjese bien: las sociedades obreras de gimnasia, las células de empresa, los desfiles masivos, los folletos de propaganda redactados especialmente para ser comprendidos por las masas. Todos estos métodos nuevos de lucha política fueron prácticamente inventados por los marxistas. No he necesitado más que apropiármelos y desarrollarlos para procurarme el instrumento que necesitábamos”.

Un marxista como Gramsci tomó otra vía diferente a la de Marx para explicar los mecanismos sociales, como la jerarquía entre las ideologías orgánicas o esenciales (claro está, el marxismo es la “orgánica” del proletariado) e ideologías “inorgánicas” o parias. El hecho de reducir supone en sí la existencia de una razón y de ciertos valores para juzga lo que es accesorio y lo que no lo es, lo que la realidad es (razón) o lo que debe ser (ética). El fracaso del Poder se encuentra en el corazón mismo del reduccionismo. Su simplificación arbitraria de la realidad no llega a someter a la realidad; lo que obtiene el reduccionista es un fetiche.

Sería Gramsci precisamente quien más se acercó al papel que en las sociedades desempeñan las razas y los grupos étnicos, al llevar a cabo su análisis sobre la separación entre dos modos de dominación: la coercitiva y la hegemónica. Para Gramsci, ambos son modos de dominación, pero basados en formas distintas de control. En la dominación propiamente dicha, el control es político y directo, y se ejerce a través de la coerción y, en última instancia, a través del recurso a la violencia física. Pero ni este poder coercitivo, ni el poder propiamente económico que deriva de la relación de explotación, son suficientes para mantener y reproducir el sistema social. Es necesaria la dirección político-ideológico-cultural, en el cual una clase o sector logra una apropiación del poder, admitiendo “espacios” donde los grupos subalternos (no hegemónicos) desarrollan sus prácticas.

El problema de la legitimidad de la reducción se plantea, pues, cuando nos interrogamos en nombre de qué, de quién, a partir de qué base puede una razón concreta afirmarse como universal. Para los reduccionistas, este problema está resuelto por el poder: como Gramsci indica, la imposición es el fundamento de toda legitimidad pues tiene la razón quien vence y consigue aplastar al otro.

Frente a esta montaña de evidencia, los izquierdistas modernos han elegido defenderse argumentando la pureza de sus intenciones: la construcción de un mundo justo y perfecto de armonía social. Y han dicho, y continúan diciendo, que los crímenes cometidos por los gobiernos comunistas del siglo XX no son propios a la esencia del comunismo, sino una “desviación” de estas intenciones y, por tanto, son una “degeneración” o una “perversión” de las ideas socialistas originales. Sin embargo, esta defensa queda desmontada tras un análisis imparcial y completo de la literatura socialista. En efecto, el análisis de dichos textos indica que el racismo, el genocidio y el totalitarismo son características consustanciales al pensamiento socialista original.

Como lo señaló Jean-Françoise Revel en su libro La gran mascarada: “Es en los orígenes más auténticos del pensamiento socialista, en sus más antiguos doctrinarios, donde se encuentran las justificaciones del genocidio, de la depuración étnica y del estado totalitario que se blanden como armas legítimas indispensables para el éxito de la revolución y la preservación de sus resultados. Cuando Stalin o Mao llevaron a cabo sus genocidios no violaron los auténticos principios del socialismo: aplicaron, por el contrario, esos principios con un escrúpulo ejemplar y con una total fidelidad tanto a la letra como al espíritu de la doctrina”.

La teoría de clases es una aplicación del darwinismo social a la historia y se halla, por su noción de clase escogida, emparentada con la de nación y raza elegida. Si el comunismo de Marx sólo es aplicable a las sociedades desarrolladas (las dirigidas por élites blanco-europeas), se halla implícita una teoría racial del devenir histórico. No por gusto George Watson escribía que el genocidio era una teoría propia del socialismo. De ahí que tanto Marx como Engels, darwinistas y mendelianos además, considerasen que el colonialismo implicaba un progreso histórico y que existían razas, grupos étnicos y naciones superiores e inferiores.

Si bien el marxismo se insertó en el lenguaje de muchos movimientos anticoloniales, como ideología no estableció raíces significativas, y sólo un puñado de obras de relieve se produjeron, como Ensayos de interpretación de la realidad peruana, de José Carlos Mariátegui, y Los Condenados de la Tierra, de Franz Fanon.

La trampa de los “espacios” que se consiente a los grupos no hegemónicos (minorías étnicas y raciales), es que tal consenso legitima de manera permanente al poder hegemónico que no se ve desafiado por fuerzas contrahegemónicas o hegemonías alternativas. A la diferenciación económica y política que separa a los hegemónicos (dominantes) de los no hegemónicos (dominados), hay que sumar una tercera diferenciación, la simbólica o cultural que determina dos tipos de humanos: hegemónicos y subalternos.

Sólo si existe una lucha por la hegemonía —en base a la búsqueda de la diferenciación dentro de la homogeneidad, del abandono de la creación de consenso por la creación de nuevas formas de distinción— pueden los “espacios” admitidos a los grupos subalternos desarrollar prácticas autónomas no funcionales para el sistema. Sólo por la importancia que tuvo el proceso de descolonización, se produjeron cambios en la mirada de Occidente sobre el “otro” y, específicamente, la mirada que tenía la antropología sobre las “otras” culturas.

Fue a partir de la descolonización afroasiática y de la revolución por los derechos civiles en Estados Unidos, en los 60, que algunos teóricos marxistas europeos, aguijoneados por Jean Paul Sartre, buscaron acomodar el tema de la liberación de las minorías negras dentro del marco de la ideología.

Pero el fenómeno del multiculturalismo conlleva el peligro de que sea sólo un cínico reconocimiento del dominador para con los que domina, como lo ejemplifica Edward Said en su interesante texto Cultura e imperialismo. Según él, es el excolonizador, ahora "civilizador", quien otorga sentido a la historia y la existencia del excolonizado, al ser el único en capacidad de conferir reconocimiento a los pueblos que no habían logrado superar la descolonización.

En el caso de las sociedades sin clases (Cuba, por ejemplo), supuestamente las relaciones de producción sólo pueden apelar a una superestructura ideológica, es decir a un sistema de representación que refleje las relaciones de sus condiciones reales de existencia. La construcción del “otro” por la desigualdad social, la desigualdad cultural dentro de sociedades occidentales, no occidentales u occidentalizadas, o las desigualdades entre culturas fueron temas abordados en los 60 y 70 del siglo pasado por George Balandier, Maurice Godelier y García Canclini.

Para preguntarse sobre las razones de dominio en una supuesta sociedad sin clases, Maurice Godelier no tenía que recurrir a las sociedades precapitalistas; tenía los ejemplos de los estados-naciones del bloque soviético —de composición multiétnica, pero de dirección monoétnica—, y si no quería sondear en los “impuros” socialismos tribales africanos y árabes, pudo asomarse a Cuba, en la cual existían “razas” diferentes. Tanto el análisis clásico como el de Godelier tienen un punto flaco: que “las condiciones reales de existencia”, por las cuales se asume legitimidad para controlar, es el imaginado por los individuos que precisamente ejercen ese poder. Esto implica una participación desigual del negro y del blanco en las altas instancias del poder político y económico, que se refleja en la distribución, el consumo, los niveles de vida.

Al estar basada la sociedad socialista cubana en un sistema racial desigual, reproducirá ese sistema desigual a través de maneras y formas desiguales. La diversidad como la diferencia en la población cubana son hechos empíricos verificables; en este caso, la desigualdad del negro vis a vis el blanco es una realidad más allá del tiempo o del espacio pero no está dada de manera “natural”, sino como producto de un constructo histórico que viene de la esclavitud.

(*) Juan F. Benemelis nació en Manzanillo, Cuba, en 1942. Graduado en la Universidad de La Habana en Derecho Diplomático y Consular, así como en Historia. Premio UNEAC 1978 por el ensayo Africa, una reinterpretación histórica. Premio Historia de la Sociedad Cubano-Arabe 1979 con la obra La Arabia Félix. Desertó en los 80. Libros publicados fuera de Cuba: Castro, subversión y terrorismo en Africa (1988); Juicio a Fidel (1989); El último comunista (1992); Las guerras secretas de Fidel Castro (2003) y Paradigmas y fronteras (2004), entre otros. Regularmente publica en medios de diversos países. Conferencista en universidades e instituciones de Estados Unidos y Europa. Actualmente reside en los Estados Unidos.

Foto: Chico Almendra, Flickr

1 comentario:

  1. El autor de este "escrito" no sabe que Marx era judío???

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