Por John Carlin
Durante los 20 años transcurridos desde el final de la guerra fría, América Latina ha pasado de ser un continente plagado de déspotas y dinastías políticas a ser uno en el que se impone, de norte a sur, la democracia electoral. Pero lo que no ha cambiado del todo es el ansia de los gobernantes por eternizarse en el poder. Convencidos, como Louis XV de Francia, de que después de ellos, el diluvio, buscan cómo cambiar las reglas del juego para poder presentarse a la reelección. Hugo Chávez, el presidente de Venezuela, ofrece el caso más notorio, pero su némesis, Álvaro Uribe, de Colombia, también da señales de haber caído en la misma tentación. Igual que Daniel Ortega en Nicaragua y, en su día, Alberto Fujimori en Perú y Carlos Menem en Argentina.
Michelle Bachelet, la presidenta de Chile, en cambio, no evidencia ningún interés en prolongar su mandato más allá del límite de cuatro años que impone la Constitución. Pese a que los últimos sondeos le dan un 76% de apoyo popular, un logro mayor en un país hasta hace muy poco partido políticamente por la mitad, la socialista Bachelet no ha sucumbido a la droga del poder. Habrá elecciones en Chile en diciembre y ella abandona la presidencia en marzo, pero afronta los pocos meses que le quedan al mando de su país con filosófica, e incluso risueña, serenidad.
Durante una entrevista con EL PAÍS en el palacio presidencial de La Moneda, y una segunda en su casa dos días después, prefirió no hacer comparaciones entre su forma de entender la política y, por ejemplo, la de Hugo Chávez. Con la cautela y sensatez que caracteriza a su Gobierno y a gran parte de su pueblo, insistió en que "nosotros los chilenos nunca hacemos comentarios sobre otros países". No se cortó, por otro lado, a la hora de definir sus principios, que la colocan claramente del lado no del chavismo bolivariano, sino de la izquierda pragmática que gobierna en Brasil y Uruguay, y tampoco tuvo ningún reparo en sugerir que la patología del poder podría quizá incidir con más virulencia en el hombre que en la mujer.
Doctora en medicina, ex ministra de Defensa de su país, Bachelet, de 58 años, es simpática y humilde, vivaz y pensativa, cualidades que detectan en ella la gran mayoría de chilenos, razón por la cual han adoptado a su primera presidenta de la historia como la primera madre de la nación. Un detalle durante la primera parte de la entrevista, no muy común en personajes poderosos: al entrar un señor con una bandeja de té, ella misma se interrumpió en medio de una frase, le dirigió una sonrisa cariñosa y le dijo: "Buenos días, Miguel. Muchísimas gracias".
Pregunta. Ya que goza de una enorme popularidad entre el electorado chileno, ¿se le ha pasado por la cabeza cambiar la Constitución de tal modo que pueda repetir en la presidencia?
Respuesta. Creo que en la vida como en la política hay que ser ética y estética. Jamás cambiaría yo una situación para beneficio personal. Si yo alguna vez hubiera pensado que hay que hacer un cambio a la Constitución, habría mandado un proyecto de ley que hubiera entrado en vigor desde el próximo gobierno en adelante, no para el propio. Creo de verdad que no es una buena política que las personas arreglen las legislaciones, el mundo político, la autoridad a su tamaño. Los cambios en las leyes, en las instituciones tienen que ser para mejorar la situación del país, no las situaciones personales. Eso no me interesa, y no estoy de acuerdo.
P. Pero, tras vivir cuatro años la pompa del poder, ¿puede entender esa desesperación de algunos por no abandonarlo?
R. No soy un buen ejemplo para contestar eso. Lo único que quiero hacer en los meses que me quedan es cumplir los compromisos con la gente, porque a eso vine. Ahora... algunos dicen que el poder es sexy. Pero a mí no se me ha generado esa droga. El boato no me impresiona, ni los fuegos artificiales. Lo que sí he visto es que tiene que ver en algunos casos con la ambición personal, que puede ser ambición de fama. También he visto que hay en esto algo vinculado al género. No sé si es un tema de la naturaleza, o si es cultural, antropológico o biológico, o está relacionado con el momento de la historia en el que estamos. Pero he visto habitualmente en el trabajo (aunque, debo de insistir, hay de todo) que en general las mujeres se relacionan con el poder más desde la óptica del servicio a los demás.
P. ...Mientras que el hombre...
R. No quiero caricaturizar..., pero... parece ser que en el caso del hombre se ofrece una suerte de atracción fatal más potente por el poder. Le pasa una cosa distinta (aunque insisto en que hablo en términos generales, y hay excepciones). Se le produce una atracción por el poder que vive de manera diferente de una mujer. No estoy hablando de presidentes de la república. Lo he visto en jefaturas diversas, ministerios, muchos sitios: hay gente espléndida, encantadora, que cuando llegan a un cierto cargo se transforman en pequeños dictadores. Algo les pasa con las alturas. Llegan y se marean. No es que no pase con las mujeres, pero mi pregunta es si las mujeres no han tenido todavía suficiente exposición al poder para mostrar estas características, si a lo mejor es sólo un problema de tiempo, os es que hay algo más ontológico.
P. ¿Cuál cree que es la respuesta?
R. Éste es un juicio empírico; no pretendo armar una teoría, pero... Hay una mujer llamada Gilligan que ha hecho estudios de neurociencia basándose en observar cómo el niñito y la niñita resuelven los conflictos en los jardines infantiles. Ella dice que todos quieren resolver el conflicto (por eso no digo que los hombres llegan al poder a hacer una cosa mala y las mujeres una buena), pero las mujeres, cuando resuelven un conflicto, buscan el win-win solution. Buscan que el resultado sea bueno, pero no a costa de muchos heridos en el camino, sino de que ojalá todos salgan ganando. En cambio, los hombres se preocupan más por el resultado que por el proceso. No quiero asegurar que esto sea completamente cierto. (¡Y no digo que las mujeres son mejores que los hombres!). Pero lo que sí quiero decir es que creo que hay que buscar el mejor aporte de mujeres y de hombres, porque aparentemente hay algunos rasgos de liderazgo que pueden ser distintos, y con liderazgo complementario una sociedad puede hacer más cosas.
P. Un rasgo típicamente masculino de su presidencia que los chilenos han resaltado últimamente, tras el regocijo nacional por la reciente clasificación de Chile para el Mundial de Suráfrica el año que viene, es que usted ha invertido más que cualquier presidente anterior en el fútbol, concretamente en la construcción de estadios nuevos. Explique esto.
R. Como médico, entiendo que el deporte es esencial para la salud física y mental. Así se genera una sociedad más sana y más integrada, y por eso mi apoyo al fútbol. Mi percepción es que hay que hacer una sociedad en Chile que garantice derechos, y derechos sociales y económicos, pero también el derecho al deporte, a la recreación, lo que hace que la gente sea un poco más feliz.
P. En los últimos años ha surgido el concepto de la economía de la felicidad, algo intangible más allá de las estadísticas...
R. Es muy importante porque a veces uno mira a un chileno, la imagen que hay de Chile en el exterior, que es la imagen que tenemos de nosotros mismos, y ve que somos hipercriticones. Siempre vemos el vaso medio vacío y no medio lleno. Es un elemento cultural, porque uno va a otros países y ve otras cosas. Le doy un ejemplo. Un embajador de mi país en otro país latinoamericano (prefiero no decir cuál), donde había miles de problemas, mucha pobreza, me dijo que veía a todo el mundo feliz; que su chófer estaba siempre feliz. Le preguntó al chofer: "¿Por qué ustedes son tan felices teniendo tantos problemas?", y el chófer le dijo: "Entonces, ¿usted quiere que, además de pobres, seamos miserables?". ¡Es buenísima la anécdota! En cambio, nosotros somos mucho más serios, tenemos una estructura distinta, y eso tiene la dificultad de que a veces no nos sentimos orgullosos de lo que hemos sido capaces de construir. Pero tiene de bueno por otro lado que somos serios, que respetamos las normas, que somos exigentes con nosotros mismos, que no nos quedamos con las respuestas fáciles ni con los aplausos. Y eso nos ha permitido que las instituciones funcionen. Y si las instituciones no funcionan, hay una crítica lapidaria; y por estas razones, en parte, a Chile le ha ido bastante bien, ha hecho las cosas que ha hecho, ha sido capaz de recuperar la democracia y reconstruir el país.
P. ¿Y capaz de ser feliz también?
R. Es un tema importante. Cuando yo voy al terreno y la gente en la calle me abraza, cariñosa, y me dice: "Sabe que éste es un país al que le ha ido bien, pero nosotros necesitábamos algo más humano, más calentito, más arropadito, como las mamás". En el fondo, eso quiere decir que no nos basta con ser exitosos en la economía, también queremos algo para ser un poco más felices.
P. El presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, dijo hace un par de años que las empresas españolas estaban "a gusto" en Chile porque trabajan en un país "serio y moderno", "un ejemplo para Latinoamérica y para el mundo"... Uno ve a Chile desde lejos y tiene la impresión de que es el alumno prolijo, serio, en una clase en la que hay bastantes gamberros...
R. Esos factores que hacen que Chile sea menos alegre de lo que podría ser también son positivos porque dan un contenido de seriedad, de desarrollo, que nos sirve a la hora de que los inversionistas tienen que elegir en qué países entrar. El chileno es autoexigente, las cosas pasan de manera bastante ordenada, articulada, estructurada, y además hay un nivel educacional muy bueno desde hace muchos años atrás, con altísima cobertura. Entonces los valores se aprenden desde muy chico en el colegio, el valor de la institucionalidad, que es la clave en esto. Una pregunta que me interesa mucho es por qué tiene Chile menos corrupción que otros países. Fuimos todos colonias españolas, las iglesias son las mismas... Pero es una realidad, y es algo muy antiguo: Chile es un país serio y responsable, y desconozco exactamente por qué. Me gustaría estudiar la cuestión más a fondo algún día.
P. En un continente en el que sigue teniendo mucho peso la ideología, su Gobierno parece definirse por el pragmatismo. ¿Cómo definiría su filosofía económica?
R. Si uno quisiera resumirlo en un concepto, diría: crecer para incluir, incluir para crecer. Equilibrio macroeconómico, cuentas saneadas, responsabilidad fiscal: todo esto, claro. Pero, a la vez, con políticas sociales muy fuertes que, a medida que crece el país, van incluyendo a todos, y que al mismo tiempo den confianza e incentivos a la inversión doméstica y externa y a la empresa privada. Siempre, también, con las regulaciones necesarias, luchando contra los abusos y la corrupción. O sea, buscar eficiencia económica, pero a la vez protección. Y entender que en un país de 16 millones no se vive del consumo interno. Tenemos más de 56 tratados de libre comercio con el mundo. Pensamos que es buena la globalización y hay que buscar oportunidades. Creemos que el libre comercio es una oportunidad. Hay países que lo ven como una amenaza.
P. Repitiendo, entonces, ¿el pragmatismo por encima de la ideología...?
R. Para mí, a los 20 años de edad, pragmatismo era una palabra grosera. Pero hoy le doy otro tono. Me encanta lo que decían los griegos: "El pragmatismo es la capacidad de hacer realidad los sueños". ¡Es verdad! Al final, no es cuestión de ser pragmáticos por ser pragmáticos, sino que gracias a ello hemos logrado disminuir fundamentalmente la pobreza, hemos logrado hacer un país que se desarrolla. Yo mantengo los mismos sueños que siempre, pero he aprendido que los instrumentos pueden ser otros. Este pragmatismo ha permitido cambiar la cara de este país.
P. ¿Cuál ha sido el mayor logro político de su presidencia? ¿Tendrá que ver con la unificación de un país que hasta hace muy poco estuvo partido en dos por el fenómeno Pinochet?
R. Hemos avanzado mucho en el reencuentro entre esos dos Chiles. El entendimiento llega a través del diálogo o, cuando el diálogo no es posible, a través de mecanismos democráticos y pacíficos que tenemos para resolver nuestras diferencias. Siempre he sido una persona que ha buscado el diálogo, los puntos en común. Desde chica, incluso. La empatía, ponerse en los zapatos del otro: eso para mí es natural. En unas clases de resolución de conflicto en las que participé en Estados Unidos entendí que una de las cosas que más le costaba a las partes era tratar de entender qué es lo que de verdad estaba pasando, más allá de lo que se decía. Insisto: uno tiene que tratar de ponerse en los zapatos del otro para buscar la fórmula.
P. ¿El resto del mundo político ha entendido el mensaje?
R. Esto para mí es muy importante y muy central. Por eso uno de los proyectos para nuestro bicentenario que estoy haciendo es el museo de la memoria. Se llama La memoria y los derechos humanos y será un museo gráfico, vívido para mostrar lo que pasó en nuestro país. Por un lado, mucha tragedia, dolor y muerte, pero para terminar en un discurso que yo permanentemente señalo: que depende de nosotros cuidar lo que hemos sido capaces de construir, que es un país más aceptador de la diversidad, un país que saca las lecciones del pasado. Los parlamentarios rivales se pueden decir de todo en el terreno político, pero en un partido de fútbol se abrazan. Muchas veces, cuando viajo fuera, llevo parlamentarios de todos los partidos, y así se generan las condiciones para hablar en otro plan. Hay que buscar los espacios para consolidar esta tendencia.
P. Volvamos a su condición de mujer. Usted es una mujer presidente en un continente -un mundo- machista. ¿Habrá sufrido, como Hillary Clinton señalaba, eso de que la gente se fija menos en lo que dice que en su pelo, su ropa?, ¿habrá tenido que soportar actitudes paternalistas o incluso quizá haya sacado ventaja de una tendencia a subestimarla?
R. Ha habido todo lo que usted menciona, ¡por supuesto! Desde críticas al pelo, la ropa, el peso... Aquí ha habido gente de la política, hombres, de un cierto peso, pero eso era sinónimo de poderoso. En cambio, una mujer es una gorda. Si a un presidente, un hombre, en un momento muy emocionante se le llenaban los ojos de lágrimas, era un hombre sensible; en cambio, una mujer era una histérica. Estoy contando lo que salía en la prensa, no fantasías mías. Yo podría contar millones de anécdotas de este tipo.
P. Tremendamente frustrante, ¿no?
R. Sí, pero me doy cuenta de que tiene que ver con lo nuevo, lo inédito, con que la gente se maneja con códigos masculinos para relacionarse con el poder. Si uno daba una instrucción en una voz tranquila, no siempre el que le escuchaba, si era hombre, se daba cuenta de que era una orden. U otros que se resienten claramente, que se resisten a la jefatura femenina. Al comienzo hubo mucha crítica, prejuicio, machismo, subestimación, sin duda. Una vez, uno, creyendo que me estaba diciendo un tremendo piropo, me dijo: "Usted es de lo más inteligente que he conocido como mujer". . Pero yo creo que es la experiencia de todas las mujeres del mundo que trabajan, que son profesionales. Tienen que trabajar el triple y ser triplemente buenas para que las reconozcan. Me pregunto: ¿será la manera en la que las mujeres nos planteamos los temas?, ¿será algo en la estructura del pensamiento para que lo mismo dicho por un hombre suene maravilloso y dicho por una mujer no logra convencer? No sé...
P. Pero ¿se ha avanzado desde aquellos comienzos? Usted ha sido una pionera, la primera mujer en América Latina no casada con un ex presidente que ha llegado a la presidencia. ¿Ha allanado el camino para las que siguen?
R. ¡Sí! Y ha sido maravilloso, y a mí que soy médico -soy pediatra- antes las niñas me decían: "¡Quiero ser como tú, quiero ser doctora!". Ahora me dicen: "¡Quiero ser presidenta!". Ha sido un proceso, paso a paso, día a día. Hoy vemos que ha habido un cambio cultural. Las mujeres tienen la autoestima más elevada. No hay veto ahora. Todo es posible. Y lo interesante hoy es que ya no es un tema. Creo, de verdad, que ya no lo es.
(Publicado en El País el 1.11.09).
Foto: AP
Hola Tania, aqui te dejo un recado:
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TANIA , AMENAZAN DE GOLPIZA A REINA LUISA TAMAYO .
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