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lunes, 17 de agosto de 2009

La casa de los muertos


Por Tania Quintero

Está considerado uno de los cementerios más artísticos del hemisferio occidental. Rectifico: estaba. Porque ahora, para descubrir las esculturas fúnebres y los valores arquitectónicos del Cementerio de Colón hay que caminar despacio y con la mirada atenta por sus enumeradas callejuelas, sorteando lápidas destrozadas, malas yerbas y brujerías. Lo siguen incluyendo entre las excursiones turísticas por la capital. Pero hace tiempo que la casa de los muertos de los habaneros perdió su glamour. Y es hoy un lugar tan abandonado como el resto de la ciudad.

A partir del entierro de mi madre, el 16 de abril de 2001, varias veces al año iba, a ponerle flores en una jardinera que a nombre de su hija, sus dos nietos y su bisnieta le mandé a hacer y coloqué sobre una lápida gris en el área destinada a las tumbas estatales. Flores que un empleado después se encargaba de botar, como medida "sanitaria" para evitar que el mosquito Aedes aegypti se procreara en el agua donde éstas se colocaban.


En 2001 todavía se vivía en "período especial" y las personas habían ido perdiendo la costumbre de ponerle jardineras a sus muertos. Por los robos, y porque en el mercado no se encontraban vasijas adecuadas, mucha gente lo que hacía era recortar por la mitad un "pepino" (pomo plástico de agua mineral o refresco, de litro y medio de capacidad) y utilizarlo como florero. Talladas en mármol, a las jardineras en la parte de alante se le grababa una dedicatoria. Detrás, un espacio para colocar un recipiente con flores. Pesaban alrededor de cinco kilos y su precio promedio era de 300 pesos, unos 12 dólares.

En un país donde conseguir un clavo es una odisea, pensé que me sería muy difícil encargar la realización de una jardinera para mi madre. La intuición me llevó a un grupo de sepultureros, quienes vestidos con monos azules, sus uniformes de trabajo, aguardaban por la entrada de nuevos carros mortuorios. Enseguida me remitieron al "decano": Julio López, negro bajito y zambo, con más de 70 años, orgulloso porque uno de sus bisabuelos fue sepulturero en la primera necrópolis que tuvo La Habana, el Cementerio de Espada, inaugurado el 2 de febrero de 1806.

Desde 2001 y hasta mi salida de Cuba, en noviembre de 2003, cada vez que iba al Cementerio de Colón localizaba al viejo Julio y hablaba un rato con él -de esas visitas y esas conversaciones me dieron para varias crónicas, cuando desde La Habana escribía como periodista independiente. Sebastián, uno de sus hijos, también era sepulturero, y gracias a él pude hacer una exhumación digna de los restos de mi madre, el 16 de julio de 2003, el mismo día de la muerte de Celia Cruz en Nueva York

Mi última visita al Cementerio de Colón fue para ponerle unas flores a mi madre y recoger una jardinera que le había encargado a Julio, para ponérsela a una tía fallecida un mes antes. Aquel día, la mañana había amanecido nublada y lluviosa. Julio me esperaba en el pasillo por donde están las oficinas y de ahí fuimos a un panteón abandonado. Pese a su estado ruinoso, uno podía imaginar su pasado, cuando sus dueños residían en la Isla y con amor lo cuidaban. Pero ahora se había convertido en el lugar donde Julio y otro constructor de ornamentos funerarios, guardaban sus materiales, herramientas y obras terminadas. El principal cementerio capitalino es objeto de frecuentes saqueos y profanaciones, y por ello Julio y su compañero mantenían cerrado a cal y canto su "taller".

De pronto empezó a tronar, el cielo ennegreció y cayó uno de esos aguaceros tan habituales en noviembre, último mes de la temporada ciclónica en Cuba. Y yo allí, con un poco de frío y con los huesos de los antepasados de una distinguida familia cubana bajo mis pies. Me faltaba una semana para viajar a Suiza y a la mente me vinieron las "señales" narradas por Paulo Coelho en El Alquimista. Julio adivinó mis pensamientos y con palabras sencillas, pero filosóficas, me dijo que no había que tener malos presagios, que no se debía tener miedo de los camposantos ni de los muertos (su padre también había sido sepulturero y desde pequeño lo traía a Colón, para que le ayudara a mantener limpias las bóvedas, tarea por la que se buscaban un dinero extra).

La lluvia aflojó y nos sentamos en unos escalones afuera del abandonado panteón. Julio siguió contándome de su vida, su familia y su pasión, el Cementerio de Colón. Una hora más tarde, cuando por fin escampó, cogió la jardinera y la colocó encima de la lápida, también gris y colectiva, donde había sido enterrada mi tía.

En Lucerna, he conocido cementerios de pueblos, ubicados al lado de la iglesia local. En nada se parecen a los cubanos, por sus pequeñas dimensiones y por lo bien cuidados que están. Sin embargo, les falta ese pedigrí que aportan las historias de familias de sepultureros como la de Julio López.


Foto: analista 55, Flickr

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