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miércoles, 25 de febrero de 2009

La frontera de la limosna


Por Raúl Rivero

Cuba está entrando en el siglo XXI con la mano tendida frente al Morro de La Habana, pero no es un gesto gentil de bienvenida: esa mano metafórica tiene la palma hacia el cielo.

Cierto. Son las ya casi dolorosas donaciones, que siguen llegando, y que pueden ser desde una aspirina hasta una guagua de uso. Esa práctica de esperar que alguien envíe algo es lo que permite la imagen dramática del párrafo anterior.

Y es que, bajo el control de este Estado del Hortelano -que ni produce ni deja producir- se impuso, como tabla de salvación, la fea manía de pedir. Por eso grandes grupos de cubanos se han amparado en la dudosa cobija de las donaciones.

Siempre supe que esas ayudas, esos actos solidarios, tienen un carácter transitorio y de urgencia, dictado por una catástrofe. Un fenómeno imprevisto que sorprende y devasta a una familia, un pueblo, un país.

No creo que nadie asuma para siempre, por ejemplo, la manutención de una familia, el suministro de ropa a una comunidad, de medicinas a un hospital,o de transporte a una ciudad.

Viviríamos, de ser así, no en una nación, sino en una (do)nación.

El placer de ayudar a un semejante en apuros se convierte en una carga agónica y molesta si se eterniza, se extiende y se hace obligación.

Lo que fue un acto de claros valores humanos pasa a ser -por lo menos ya lo es en el caso de Cuba- un proceso de humillación permanente que alcanza al receptor y al donante.

"A veces, me dijo un médico hace unos días, siento una rara inquietud cuando voy hacia mi casa, en Guanabacoa, en un ómnibus que lleva en un costado un letrero enorme que dice Donación del Municipio tal de Andalucía al pueblo de La Habana. Será que soy muy orgulloso."

No sé si es muy orgulloso este doctor. Sé, sin embargo, que la línea estatal de esperar los milagros de las donaciones ha alcanzado niveles asombrosos, y se enraíza y vive también en la población.

Los cubanos, la gran mayoría, lo único que piden permanentemente son medicinas. Cualquiera solicita a un amigo que viaja, a un extranjero -incluso a un extranjero desconocido- un remedio para un familiar. Pedir otra cosa, ya es más trabajoso, pero creo que también se ha ido enraizando en la costumbre de algunos sectores de la sociedad, acomodados a esperar que la familia o alguna institución de Holanda o Suecia les haga llegar algo para subsistir.

Para algunos núcleos -cada vez más, sobre todo en las zonas donde no circula el dólar, que es en la mayoría del mapa cubano- sobrevivir sin el dinero de Miami, o ropa o medicinas de donaciones resulta imposible.

Hay otro grupo humano, más reducido y localizado: los limosneros. Ha ido creciendo y folklorizándose y cada sitio de La Habana, donde se vende con divisas extranjeras, puede decirse que tiene "asignado" su pedigüeño.

Cuba es uno de los pocos países que blasona de un pordiosero, el Caballero de París, inscrito para siempre en la memoria popular y en la cultura por su honorable filosofía de nunca pedir nada en su largo peregrinaje por los portales de La Habana.

Los herederos del Caballero, expulsados del paraíso de los trabajadores sólo con el estruendo del derrumbe del mundo socialista, son más exigentes, y algunos cuando no reciben la dádiva (donación), insultan al comensal, al empleado y a los paseantes.

Una suerte de "limosna con escopeta" causada por un discurso igualitario, escuchado por casi cuarenta años y que ahora (en el extraño universo social en que vive y muere) produce en el individuo un desgaste soberano.

En La Habana Vieja, en el Vedado, en Miramar y en otras zonas de la capital, se han hecho familiares esos hombres y mujeres que revisan los basureros, se acercan a las mesas, inventan historias tristes con parientes enfermos o largos viajes a provincia por un muerto.

Los hay cuerdos y locos, todos en harapos. Cerrados en su mundo de hambre y delirio, sin entender qué pasa, pidiendo algo a alguien aunque ese alguien tampoco entienda mucho.

Son los herederos de aquel hombre que pasó su vida en La Habana y ahora duerme en el cementerio de Santiago de las Vegas. Es la saga del Caballero. La gente los llama simplemente "los Compañeros de París."

Foto: elchurro, Flickr
(Publicado el 2 de julio de 1998 en Cubafreepress)

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