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viernes, 27 de febrero de 2009

El encuentro


Un testimonio de Ramón Díaz-Marzo

Al atardecer, Delfín Prats llegó a mi casa y me dijo que a las 9 de la noche tenía una cita con Reynaldo Arenas en la esquina de Radiocentro, en 23 y L. Me habían hablado del personaje por varias vías, que entre sí, aparentemente no tenían relación. Era como si las moiras así lo hubieran dispuesto. Primero me habían dicho de un escritor distinguido con el Premio Médicis (galardón literario anualmente concedido en Francia). Luego me referían la historia de un escritor fugitivo, una suerte de sombra, de fantasma que existía escondiéndose de la policía en algún lugar de La Habana. Y en aquel atardecer, cuando Delfín me dijo que estaba citado con el misterioso escritor le pregunté si podía asistir al encuentro.

No había leído ningún texto de Reynaldo, mi iniciación en la literatura la había efectuado con los maestros rusos y franceses, siempre que intentaba saber quiénes eran los escritores cubanos, la experiencia resultaba insoportable. La única excepción en aquel momento, que me permitió intuir que la literatura cubana estaba salvada, me la proporcionaron Virgilio Piñera y Lino Novás Calvo.

Así que poco antes de las 9 de la noche, Delfín y yo, subiendo por La Rampa, caminábamos en dirección a 23 y L. Una rara alegría me embargaba, se parecía a una nostalgia, y a medida que nos acercábamos al lugar, yo atisbaba en el rostro de los pasantes ¿quién sería Reynaldo? Entonces Delfín, al percibir mi indagación visual se volvía para decirme que aún no. De todas formas, continuaba insistiendo en fijarme en el porte aristocrático de alguien que me recordaba a un miembro de la UNEAC en el destello multicolor de alguna pájara de espanto, en la serenidad policíaca de un rostro patibulario de largas patillas y estatura de enano, en la lascivia indecorosa de unos ojos chismosos... y Delfín me decía que aún no.

Cuando llegamos a un muro de baja altura que servía de cantero de tierra, bordeando la esquina de 23 y L, donde se sentaban los transeúntes, Delfín se adelantó y le estrechó la mano a un ser que llevaba por indumentaria un pantalón acampanado y un viejo saco deportivo, y me dijo, "te presento a Reynaldo Arenas," y mientras estrechaba la mano del escritor, que yo había idealizado como un bandolero de los tiempos modernos, me fijé que su rostro y su porte eran provincianos y me sentí defraudado. Y aunque abrió la boca y escuché sus primeras frases que caían hacia la noche, lenta, lentamente, estirando las sílabas, colocando silencios entre las palabras, abriendo la boca para acentúar las vocales, no supe que su aspecto gris, que en nada le favorecía, no era mas que una escafandra dentro de la cual se ocultaba un condenado.

Reynaldo nos preguntó si nos apetecía una merienda en la cafetería de la CMQ, y mientras hablaba tampoco supe que nos miraba con ojos de náufrago. Que si movía los brazos como un ahogado, era porque su noche se había convertido en la inmensidad de un mar sin horizontes. Tampoco supe que era un niño grande y solitario que habîa muerto por dentro. Sólo ahora que lo evoco, puedo verlo aferrado a su última esperanza, el sexo triste de la promiscuidad efímera.

Dentro de la cafetería, después que el camarero nos tomó el pedido, Delfín nos dijo que saldría a la calle a buscar un teléfono donde realizar una llamada inaplazable. No recuerdo que habríamos hablado Reynaldo y yo en aquel momento, pero sí recuerdo que Delfín se demoraba y Reynaldo comenzó a inquietarse, amén de que la merienda ya la habían servido y tuvimos que empezar sin él. Sin embargo, y contra todo pronóstico para mi estupefacción, de pronto irrumpieron en el local cinco tipos de cívil que sin identificarse nos ordenaron ponernos frente a una pared, apoyando nuestras manos en ella y separando los pies hasta que el cuerpo adquiriera la forma de una equis. Hubo un cacheo sin que tocaran nuestras partes. En aquella época todavía no exitía el carnet de identidad y uno de los policías hurgaba en nuestros bolsillos, depositando sobre la mesa, nuestras pertenencias. Supongo que algunos de los presentes de aquel aterrorizado invierno de 1975, que involuntariamente asistían a la escena, nos tomarían por delincuentes comunes.

El jefe del equipo represivo refiriéndose a Reynaldo leyó un documento que decía "ex-convicto de subversión sexual", y refiriéndose a mi, "ex-convicto de la Ley 1231 contra la vagancia y con un certificado médico de ex-sifilítico". Sintiéndome humillado, me volví hacia la cara provinciana de Reynaldo. Y tampoco me fue posible descifrar que quien me devolvía la mirada era el propio Celestino antes que anocheciera. (Publicado el 7 de mayo de 1998 en Cubafreepress).

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