Por Tania Quintero
Nananina, dijo mi padre cuando le dije que quería dejar los estudios para empezar a trabajar. Nananina significa "de eso nada" y era una expresión muy usada por mi padre y muchos cubanos de su generación. Mi padre, José Manuel Quintero Suárez, hombre de pocas palabras y mucha flema, era conocido por "El gordo Quintero".
Accedió cuando le propuse continuar estudiando en un curso nocturno y, por el día, argumenté, trabajaría "para serle útil a la revolución". Lacónico, me respondió: "¿Qué tu sabes hacer?". Mi curriculum en ese momento incluía cuatro años de inglés en una escuela pública y una propuesta de beca para formarme como maestra en ese idioma en los Estados Unidos. Había terminado el primer año en la Escuela Profesional de Comercio de La Habana, y había aprendido a coser durante la huelga estudiantil de 1958, cuando mi padre determinó que no podía permanecer ociosa el año que duró la protesta. Y me hizo ir tres veces por semana a casa de mi tía Cuca, que vivía en 21 entre F y E, Vedado. Mi tía era una de las cuatro hermanas de mi padre, se ganaba la vida como modista de alta costura y dando clases de corte y costura en su casa tres veces por semana.
La solución a mi insuficiente preparación -según mi padre- fue matricular en la sucursal de la Havana Business Academy que quedaba al doblar de nuestro domicilio, en Monte entre Romay y San Joaquín, en la barriada de El Cerro. Por ocho pesos al mes recibía dos horas diarias de clases de mecanografía y taquigrafía en inglés y español. No había un plazo límite de aprendizaje, por lo que mi padre, que se caracterizaba por su austeridad, me dijo que aprendiera rápido pues "no podía pagarme ocho pesos mensuales indefinidamente". Matriculé en marzo de 1959 y al concluir abril, un mes más tarde, ya me sentía en condiciones de trabajar como mecanógrafa.
Mientras aparecía el apetecido puesto de secretaria, ayudaba a pasar en limpio materiales para el semanario Mella, órgano de la Juventud Socialista. El local quedaba por la calle San Miguel, en el centro de La Habana, muy cerca de tiendas de renombre como El Encanto, Fin de Siglo, La Época, El Bazar Inglés, Roseland, Flogar y otras que con sus vidrieras bien arregladas y sus almacenes siempre surtidos, contribuían al cosmopolitismo que distinguía a la capital de Cuba de otras del Caribe y América Latina.
La oportunidad llegó en agosto. Mi padre, que todavía usaba su Colt 45 por debajo de la camisa -ya no para cuidar a Blas Roca, quien ahora tenía escoltas provenientes de un incipiente batallón de seguridad personal- se enteró que Aleida, la oficinista del Comité Nacional del Partido Socialista Popular (PSP), que estaba embarazada e iba a salir de licencia por maternidad. Al día siguiente estaba yo tecleando una Underwood como la de la foto.
Mi jefe inmediato era Secundino Guerra, más conocido por Guerrero, su seudónimo de la clandestinidad. Blas Roca, era secretario general del PSP y esposo de mi tía Dulce (mi padre había conocido a mi madre en los almuerzos diarios que hacía en la casa de Blas, a fines de los años 30). Quedó acordado que trabajaría de lunes a domingo, sin horario. El salario fue ajustado en 46 pesos, cantidad que me pareció muy poco, pero me dijeron que "era suficiente desde para una muchacha que todavía no había cumplido los 17". En la práctica todos eran "jefes" y lo mismo tenía que pasarle en limpio una poesía a Manuel Navarro Luna, que un documento sindical a Lázaro Peña. Los más caballerosos eran Juan Marinello y Salvador García Agüero. Salvador era un negro fino y elegante. Famosos eran sus panegíricos en el Capitolio Nacional los 7 de Diciembre, día de la caída en combate de Antonio Maceo. Maestro de profesión, García Agüero poseía una rara cualidad: sus buenos modales no le impedían compartir con los personajes del barrio, fuera el vendedor de periódicos o el de frituras de bacalao.
Marinello era el presidente del partido, pero nadie lo llamaba por su apellido. Todos le decíamos Juan. Él y Pepilla, su esposa, eran personas sencillas y gentiles. A Juan le debo haberme convertido en una mecanógrafa de primera: cuidaba tanto el formato como el contenido. Fue siempre muy exigente con sus trabajos y no admitía ningún error o chapucería. Lo mismo le debo a Paco, como en familia le decíamos a Blas Roca, un autodidacto que había participado en la redacción de la Constitución de 1940. Carlos, Carlos Rafael Rodríguez, tenía otra personalidad. Mis recuerdos se centran en textos económicos que él redactaba y en toda la etapa de tensión de cuando los norteamericanos suspendieron la cuota azucarera. Carlos estuvo en el centro de los vínculos -entonces super secretos- con los soviéticos. Aníbal Escalante era el hombre fuerte que tenía contactos -igualmente secretos- con la cúpula del Movimiento 26 de Julio y personalmente con Alejandro, nombre con el cual se identificaba a Fidel Castro. Todos eran hombres cultos, una característica de los comunistas de antes del triunfo de la revolución. (Continuará)
(Publicado en Cubafreepress en enero de 1999)
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