Por Tania Quintero
Cuando el ómnibus se detuvo en Vía Blanca y 10 de Octubre, esquina que en esta ciudad es conocida como Aguadulce, el señor que iba a mi lado me preguntó si yo sabía lo que quería decir "timonel". "¿Por qué?", le respondí- "Es que no entiendo lo que quieren decir en ese anuncio". Y me señaló hacia un mural, situado en el parquecito aledaño al cine Florida. Con el fondo blanco, el cartel resaltaba tres palabras en rojo EL RUMBO FIJO. Debajo, en letras azules, FIRME EL TIMONEL. Las seis palabras fueron ubicadas encima del yate Granma, navegando sobre un mar que, al parecer, por falta de pintura, lo pintaron de negro. En ese mar oscuro pusieron "Desembarco XLII del Granma".
En medio de los empujones propios de un ómnibus repleto de personas --un rutero 4, un lunes, a media mañana--, trato de explicarle el significado al señor, que es de la raza negra y parece un obrero en edad de jubilación. Sin dejarme terminar el señor me dice: "Así que el hombre... es el timonel. Cada día uno aprende algo..." Una señora de rasgos indiados y pelo muy negro, que ha estado escuchando, quiere saber si yo soy maestra. "No, soy periodista. ¿Por qué?" "Ay, compañera, a mi me da pena decirlo pero no sé qué significa esa X, con esa L y esos dos palitos..." "Ese es el número 42 en números romanos", le digo. "Es que, usted sabe, yo no terminé el tercer grado, allá en mi pueblo, Campechuela, en la antigua provincia de Oriente. Pero me acuerdo como si fuera hoy todo lo que vivimos después del desembarco del Granma".
El 1ro. de enero de 1959 hacía menos de dos meses que había cumplido 16 años y, sinceramente, apenas recuerdo aquellos días. Lo que más retuvo mi memoria fue la imagen de los barbudos, con sus trajes verde olivo desgastados, sus espesas barbas, sus fusiles de diversa procedencia y en el cuello collares rústicos, hechos de peonías y unas cuentas blancas, parecidas a las judías, llamadas santajuana.
Como todos los años, ese 31 de diciembre había ido con mis padres a Luyanó a esperar el año en casa de Matilde, mi abuela paterna, una mulata de piel clara que medía 6 pies y pesaba más de 200 libras, de caminar lento y hablar pausado. Después que dieron las 12 de la noche, habíamos brindado con sidra y comido las doce uvas tradicionales, mis padres y yo fuimos a buscar la ruta 9 o la 10, dos de los ómnibus que pasaban por la Calzada de Luyanó y nos dejaban cerca de la esquina de Tejas, en la barriada del Cerro, donde vivíamos.
Serían cerca de las 2 de la mañana cuando nos acostamos y antes de las 7, una vecina tocó a nuestra puerta para que pusiéramos el radio, un viejo RCA Víctor, heredado de Pancha, mi abuela materna. Estaban dando la noticia de que Batista había huido por la madrugada, en un avión. Mi padre, que era militante del Partido Socialista Popular, y tenía responsabilidades dentro de la estructura clandestina a la que se vieron obligado a sobrevivir los comunistas a partir del 26 de julio de 1953, se vistió apresuradamente y sacó de su escondite su pistola, una Colt 45, la misma que durante años le sirvió para cuidar la vida de Blas Roca: desde la década del 30 él fue su guardaespaldas.
Ahí los recuerdos se desvanecen y su lugar lo ocupan una serie de escenas difusas, incompletas, como si fueran flashbacks cinematográficos. Una de las pocas rememoraciones que mantengo es de fines de diciembre de 1958, cuando fui con mi madre a visitar a una amiga de ella, que vivía a la entrada del túnel de la bahía, por la Habana Vieja, en una casa desde cuya azotea se divisaba claramente El Morro y La Cabaña. Desde allí se podía ver el gran movimiento de tropas, preparándose para partir hacia el frente y detener la ofensiva final que había desatado el Ejército Rebelde, en las montañas de la Sierra Maestra, en el oriente del país. Muchos de aquellos soldados habían sido movilizados a última hora. Eran los famosos "casquitos". Por esos días, en la ciudad, y en toda Cuba, el ambiente era muy tenso. Ni siquiera el hecho de ser época de Navidad lo relajaba. Todo el mundo hablaba en voz baja, mirando a un lado y a otro porque proliferaban los informantes o "chivatos", popularmente identificados como 33,33: esa cantidad en pesos era lo que les pagaban.
Como todas las jóvenes de la época usaba sayas anchas: era la moda. Una de mis artistas preferidas era Kim Novak, varias veces la había visto en Picnic, junto a William Holden. Entre los actores mi favorito era Marlon Brando. Su película Sayonara hizo época en La Habana. La vi durante su estreno en el cine Rodi, en Línea entre A y B, Vedado. Pero el filme que siempre identificaré con el triunfo de los guerrilleros será Orfeo Negro, un largometraje francés que tenía una música preciosa, la trama se desarrollaba durante un carnaval en Río de Janeiro. La vi en 1959 en el cine Acapulco, Nuevo Vedado.
Entonces no podía imaginar que en lo adelante ésa sería la barriada de los "pinchos" o "mayimbes" (altos dirigentes de la revolución), como el pueblo llamó desde el principio a los revolucionarios que desalojaron del poder a una sólida burguesía nacional para convertirse en los nuevos dueños y que en estos años han devenido una muy sui generis clase social y política. (Continuará).
(Publicado en Cubafreepress en enero de 1999).
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