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sábado, 2 de junio de 2007

MI GENERACIÓN O EL DESASTRE DEL CICLÓN
Por Iván García, desde La Habana

Cuando yo nací en 1965, la revolución de Fidel Castro cumplía seis años en el poder. Desciendo de una familia obrera, humilde y honrada. Mi abuelo, viejo luchador comunista, había sacrificado su vida por un sueño que a la larga fue un desastre. Desde muy temprano, mi madre empezó a tratar de crear en mi un futuro proletario. Inclusive el círculo infantil al que asistí radicaba en la azotea de la CTC y se llamaba Los proletaritos.
Imposible recordar qué estaba haciendo en octubre del 67. Tenía solo dos años. Pero si se da como oficial la hora en que mataron al Che, estaría comiendo o preparándome para dormir. Lo que si sé es que la muerte del mítico guerrillero argentino en la Quebrada del Yuro, en Bolivia, me marcaría de por vida y es, por cierto, el único símbolo de una ideología fallida que aún venero con la misma devoción con que un cristiano adora a Jesús. Perdono los errores garrafales de Ernesto Guevara en economía política, y su amor por la violencia. Pero como arriesgó -y perdió- su vida para demostrar su tesis, merece mi admiración.

En 1975, a raíz del Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, además de apasionarme jugar pelota en calles y solares yermos, me devoraba el Granma, y tenía la rara costumbre -para un niño de 10 años- de ver todas las noches el Noticiero Nacional de Televisión. A esa edad descubrí los criterios y me gustaba opinar. Hasta ese momento la palabra revolución la escribía con mayúsculas, porque todavía la consideraba perfecta.
Para casi todos los de mi generación, Fidel Castro era el Gran Hermano. Me faltaba aún lucidez. No podia discernir que el presidente de mi país estaba al frente de todos los disparates habidos y por haber, y que el Comandante en Jefe dirigía el país como un campamento, con el riesgo de sus peligrosas quimeras y el morbo por la guerra y el desvarío que cosechaba fracasos (el más sonado sería el de la zafra de los diez millones), año tras año, de campaña en campaña, incansablemente.
Al igual que la mayoría de los de mi generación, lloré el crimen de Barbados, las agresiones a los pescadores y a la economía. Entonces no podía entender que a un dictador de izquierda se le oponían energúmenos iguales que él y violentos radicales de derecha, que con oportunismo político e injustificados ataques sirven en bandeja de plata la justificación para que la siniestra contrapartida de La Habana monte su maquinaria de odio para los muchos de su generación que aún quedan en la isla.
Y en eso llegó el 80. Azuzado por la maestra, tiré piedras a mis amiguitos escorias. Iba a cumplir 15 años y ya pensaba y analizaba lo suficiente como para hacerme el firme propósito de no participar jamás en "actos de repudio" a otros que no pensaban como yo. Tuve la dicha de exponerle esa decisión a un profesor de marxismo amigo mío, quien con ojos desorbitados y paranoicos me hizo jurar que no se lo diría a nadie.
Me dijo: "No participes, si quieres no hagas nada. Pero no se lo digas a nadie. Aquí hablar francamente te condena. Siete años después me enteré que se había exiliado como tantos y tantos que han hecho de la emigración la tercera pasión nacional, superada sólo por el sexo y el beisbol.

Después del Mariel ya mi generación nunca más sería homogénea. Se polarizó. Unos serían instructores de la Seguridad del Estado y otros -con la misma edad- sus detenidos. Algunos cayeron en Angola sin saber por qué, y más de uno moriría de un ajuste de cuentas mientras cumplía prisión por un delito común. Se iba a los extremos dentro de un país caracterizado por el extremismo desde 1959.
La última evidencia para mí de que la ideología comunista estaba condenada al fracaso fue en 1987, cuando pasaba el servicio militar en un almacén del Ministerio del Interior. Allí la inmoralidad y el robo autorizado era el pan de cada día. El punto culminante de ese proceso interno fueron la perestroika y Gorbachov. Quitarse de encima ese pesado fardo de ideas que definitivamente no eran las nuestras, fue como una cirugía sin anestesia para muchos de mi edad. Resultó lacerante y es innegable que dejó su huella.

Por eso tengo que hacer un acopio de voluntad muy grande para no convertirme en un zombi o tomar una balsa y huir como hicieron muchos de mi generación. Santiago Feliú, cantautor de la nueva trova, lo definió magistralmente en una de sus canciones: "Ay de mi generación! Quién pagará los desastres de este ciclón?".
(Publicado el 20 de junio de 1998 en www.cubafreepress.org)

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