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martes, 29 de mayo de 2007

Mis 15 años
Tania Quintero

En Cuba la edad de celebrar son los 15 años. Exclusivamente las muchachas: ellos, en todo caso, son preparados por padres, tíos o abuelos en el arte de ligar y llevarse a la cama a una mujer, por lo regular mayor que el quinceañero. Antes eran putas, ahora no es necesario llevarlo a un burdel o casa de citas: casi todas las chicas a esa edad hace rato han dejado de ser señoritas (vírgenes) y están preparadas para darle al inexperto chamaco una verdadera lección.

A pocos cubanos -por no decir ninguno- les importa la connotación sexista de lo que en realidad no son más que presentaciones en sociedad, con recursos mayores o menores. Según un historiador consultado, "la costumbre data del Medioevo, cuando reyes y príncipes, terratenientes y mercaderes, aguardaban el momento de la pubertad (coincidente con el inicio de la menstruación y, por ende, con la edad fértil reproductiva) para sacarle partido a sus hijas. Había llegado la hora de exponerlas públicamente ante los ojos golosos de futuros maridos. Y entre éstos, seleccionar no al más guapo o de edad apropiada para la joven casadera, sino el que pudiera ofrecer una dote superior".

Antes de 1959 las fiestas de 15 eran celebradas por adineradas familias cubanas y reportadas en las páginas de la crónica social en diarios de amplia circulación. Los pertenecientes a la clase media trataban de no quedarse atrás. Y aunque con menos bombo y platillo, también solían tirar la casa por la ventana para que su niña no fuera menos que las demás de su entorno.

Las hijas de los obreros y empleados públicos rara vez podían hacer celebraciones. En 1957, cuando cumplí los 15, mi familia se encontraba casi toda en la clandestinidad. "El horno no está para pastelitos", me dijo mi padre. Y me dio 30 pesos. Ese dinero tenía que alcanzarme para comprarme una muda ropa y un par de zapatos, el regalo de él y mi madre. Y debía tratar de que me sobrara.
Es la cantidad que ahora cualquier abuelo le da a un nieto para que vaya al cine y después se coma una pizza. Pero yo tuve que arreglármelas con 30 pesos, que entonces, debo decir, era un dineral, si se tiene en cuenta que subsistíamos con un peso o dos diariamente ganados por mi padre como barbero ambulante: su militancia comunista no reportaba un centavo. Por el contrario, vivíamos en una zozobra perenne, con registros y detenciones de las fuerzas represivas del dictador Fulgencio Batista.

Con 15 pesos me compré un juego de dos sweaters, uno de manga corta, cerrado, y otro de manga larga, abierto. Eran de orlón, rosa claro. Ocho pesos me costó un par de zapatos de taconcitos de charol negro, y una carterita haciendo juego. Y con 6 pesos compré en Muralla, a un tendero judío, dos metros de fieltro gris con anchura suficiente para que Delia, la mamá de mi amiguita Gladys, me hiciera una saya acampanada, que ella adornó con un paisaje de los Alpes suizos, tomado de una revista.
A esa combinación le dí tremendo fuete. Con ella baile rock and roll (con Elvis Presley, off course) en el cumpleaños de Enilda, una compañera de estudios. Fui a un concierto del cantante chileno Lucho Gatica, mi preferido junto con Nat King Cole, Frank Sinatra, María Teresa Vera y Vicentico Valdés. Asistí al cine Rodi (teatro Mella actual) al estreno de una película de Marlon Brando, mi actor favorito. Disfruté del circo Ringling Bros, en el Palacio de los Deportes (ahora Ciudad Deportiva) y del espectáculo de Sonja Heine, famosa patinadora sobre hielo, en la pista congelada del teatro Blanquita (hoy Karl Marx). En febrero del 58 todavía había frío y me puse la saya de fieltro y el juego de sweaters para ir a los paseos del Carnaval, por el área de Monte y Prado, en pleno centro de La Habana.

Ah, olvidaba: el peso que sobró de los 30 que me dio mi padre, cuando fui a devolvérselo, para sorpresa mía me dijo: "Cómprate algo que te haga falta para la escuela". Lo desobedecí. Y me fui al Ten Cent de Galiano y me compré una libra de chocolate con almendras, una delicia que vendían a granel (99 centavos costaba el kilogramo, pero para mi sola con medio kilo fue suficiente). Los quilos sobrantes los guardé para ir a las tandas en el cine Valentino, situado al lado de la valla de gallos, en la Esquina de Tejas (los miércoles había funciones a 10 centavos la entrada).

En aquellos años vivíamos en el Cerro, en Romay entre Monte y Zequeira, y andaba a pie por toda La Habana. Solamente cogía guagua cuando iba a visitar a mi familia en Luyanó, Marianao o la Víbora. Porque a las clases de corte y costura, en casa de mi tía Cuca, en 21 entre F y E, Vedado, también me iba a pierruli, para con los 20 centavos que me daban mis padres, poder merendar por el camino (una botella de Coca-Cola costaba 5 centavos y con 5 centavos más me podia comer dos pastelitos, de guayaba, coco, carne o queso). O comprarme en la esquina de Infanta y San Lázaro o en 23 y L, una Vanidades o alguna revista en ingles: Life, Good Housekeeping, Lana Lobell, que traía patrones, pues ya a los 15 años había vencido los cuatro años de enseñanza del ingles en una escuela pública de las muchas que había gratuitas en La Habana, y había aprobado los exámenes clasificatorios para cursar el primer año de contabilidad en la Escuela Profesional de Comercio de La Habana.

Eran otros tiempos, cuando el peso tenía la misma equivalencia del dólar y la vida se veía -y se vivía- con otra dimensión, desde otra perspectiva. Se tenían otras aspiraciones. Para mí, a los 15 años, lo máximo, como ahora se dice, era que Batista se largara y se estableciera un gobierno democrático, que trajera paz y prosperidad a todos los cubanos, sin marginarnos a nosotros, comunistas, negros y pobres.
(Publicado en la revista Encuentro de la Cultura Cubana, No. 24/Primavera de 2002)

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