Hubo una fiesta de Navidad en la oficina de Columbus Realty Investment Company. A instancias del Sub-gerente pretencioso, había sido de vino y queso. A Walkiria no le gustaba, pero participó como si le encantara.
El timbre del teléfono la despertó. Contestó.
—¿A qué hora vienes?, le preguntó la voz de su madre, en tono impaciente. Regina se había quedado con Victoria porque estaba de vacaciones por Navidad y estaban esperándola para ir a comer en el restaurante Las Culebrinas.
Miró el reloj. Eran las 3.
—Estoy ahí en media hora, contestó tratando de sonar alerta.
Estaba desnuda. Se levantó y fue a la sala. La puerta de la calle estaba abierta de par en par. Su cartera estaba en el piso frente a la puerta. Miró afuera. Su carro no estaba en la entrada. ¿Dónde estaba su carro? Fragmentos del día le cruzaron como relámpagos por la mente. El bar Stuft Shirt. ¿Estaría allí? ¿Cómo había llegado a la casa? Se lavó los dientes y se vistió. Llamó un taxi. Se peinó y se puso brillo de labios.
En el taxi recordó cuando estaba entrando a otro, ayudada por alguien, el chofer había dicho, “¿Ella no irá a vomitar, no?” A éste le pidió ahora muy sobriamente: "Al Stuft Shirt de la Avenida Brickell y el Veinticinco Road, por favor".
Al chofer del otro taxi cuando se había sentado le había dicho con la voz más diabólica que podía proyectar: “Ahora es que voy a vomitar”.
¿Por qué había ido al bar? Le parecía haber ido sola. ¿La fiesta de la oficina se había terminado? El gerente, que la había empleado hacía año y medio, regresaba a Columbus en enero. ¿Habría ido con otros compañeros del trabajo? No se sabía si el sub-gerente quedaría en el cargo. Recordó haberse sentado a la mesa de dos extraños que estaban solos. No quería estar sola. No quería ir para su casa.
Había ido al salón de señoras. Su cara le lucía extraña en el espejo. Se sentía muy cansada. Se había sentado en el suelo recostada a la pared delante de los lavamanos. Una mujer, alguna empleada, quizás una camarera, trató de levantarla. “Déjeme aquí. Estoy cansada. No quiero levantarme. Quiero descansar”. “Llámale un taxi”, dijo la voz de un hombre, tal vez el administrador. “Estaba sola”, dijo otro.
Nadie la conocía. No había adornado un arbolito. Martín había ido a Cancún por las Navidades con su prometida. Su prometida. La gente divorciada de 33 años de edad no tenía prometidas. A ella la había llevado a Paradise Island un fin de semana hacía diez años, cuando le habían dado el ascenso.
Cuando llegaron, le pagó al chofer,
—Gracias, le dijo el hombre. Felicidades.
—Gracias, igualmente.
Entró al parqueo, vio su Cougar y se dirigió a él sin mirar al empleado. ¿La recordaría? Le parecía que no era el mismo que antes, más temprano. Le tendió un billete y el hombre le dio vuelto.
Se encaminó a la casa de su madre en Brickell Estates. Después que nació Victoria, no iban más que a Mattheson Hammock y no habían vuelto a viajar mas lejos de Disney World. Las frondosas higueras sombreaban Coral Way. Delante de la iglesia Ortodoxa Griega Santa Sofía había un Nacimiento tamaño natural. Había asistido a la boda de una compañera de trabajo ahí hacía año y pico. A unas yardas la seguía la Congregación Beth David. Hanukkah había ya terminado hacía más de dos semanas. El hijo de sus vecinos asistía a la escuela elemental Gordon. En esta área había tres templos religiosos a seis cuadras de distancia.
Había enviado unas cuantas postales por correo; no la cantidad que mandaba cuando estaban casados. Los regalos de Victoria estaban envueltos, guardados en el closet de su habitación, una Barbie bailarina y un juego de bordado a medio punto de margaritas. Martín le traería un par de patines, una pelota de balón-volea o un salvavidas. Walkiria había matriculado a Victoria en la escuela St. Hugh, en desacuerdo con Martín, que quería que asistiera a escuela laica, y su madre, que quería que fuera a Sts. Peter & Paul.
Regina la recibió.
—Tú ni te pusiste rímel. Ella se había arreglado el pelo en la peluquería.
—Me puse sombra, respondió Walkiria, cansada. Y brillo de labios.
Su madre había adornado un arbolito, frente a la ventana de la sala.
—Pero es una lástima que no resaltes esos ojos tan lindos. Desperdiciados.
Victoria tenía puesto un sweater rojo y pantalones acampanados, no el vestido a cuadros verde que ella quería, y tenía expresión disgustada.
—¿Me cambio?, aprovechó para preguntar Victoria.
—No, ya quédate así. Te lo pones mañana, para casa de tía Diamela y tío Wayne.
Ellos vivían en South Miami y celebraban una fiesta en el patio al día siguiente. Iba a haber lechón, congrí, yuca con mojo, plátanos verdes fritos, ensalada de lechuga y rábanos, turrones, dátiles, sidra y ron con Coca-Cola. Era un día en el que las tradiciones de Wayne quedaban subordinadas a las cubanas. Diamela decía que las de él se honraban el día de Acción de Gracias, cuando ella asaba pavo con relleno de pan, servían boniato con altea, maíz en mazorca, pastel de calabaza y de “mincemeat”. Tomaban ponche de huevo con canela y whisky.
Carol, su hermana menor, aportaba su cacerola de habichuelas tiernas con almendras, y Mrs. Gardner contribuía con su puré de papas. Y para el atardecer todos quedaban comatosos de comida, mirando el juego de balompié.
—¿Y si hace frío?, preguntó Regina.
—Mañana va a estar a setenta y si hace frío,se pone un sweater por arriba.
—¿Un sweater?
—Rojo, para que esté a tono por Navidad.
Diamela era la juiciosa y sobria de la familia y había tenido la suerte de encontrar un hombre sensato y responsable, contador de oficio. Le gustaba cocinar, se llevaba bien con la suegra y la cuñada. Se había convertido a la religión metodista y tenían un niño de nueve años. Walkiria se consideraba la alocada, la descabellada, y había tenido el desacierto de enamorarse de un hombre atolondrado y errático. Mientras estuvo casada, cocinaba porque le gustaba comer en familia y Martín cooperaba. Hacía dos años había preparado un plum pudding, pero ahora prefería comer en restaurantes siempre que podía, o pedía comida para llevar al salir del trabajo. El Blue Plate en la Calle 1ra. vendía comida por libras. Carol se había casado también con un cubano, Fernando, y estaban esperando su primer hijo.
En el restaurante en Flagler, Regina pidió pechuga de pollo a la plancha, Walkiria ordenó camarones al ajillo y Victoria quiso comer picadillo. Walkiria sabía que lo hacía para no tener que picar la carne, pero Regina objetó: "Eso es igual que comer hamburger".
—Deja que coma lo que quiera. La comida ahí era excelente, pero el lugar era chico y las mesas estaban un poco próximas.
—Eso no alimenta.
Walkiria vio que Victoria empezó a bajar la cabeza y pronunciar el labio inferior.
—Que la carne esté molida no le afecta la nutrición, insistió.
Regina no interfería con Diamela porque Wayne se daba su lugar y ella no se atrevía a inmiscuirse. Su hermana había bautizado a su hijo Dwayne con el nombre del padre y la inicial de ella delante. Su madre le había puesto a su hermana mayor el nombre de una flor y ella albergaba una leve sospecha furtiva de que a ella le había confundido el nombre con el de la wisteria y la había yerrado por vida con el rótulo de amazona. Ella misma no había sabido el significado hasta que la maestra de sexto grado se lo había dicho a los once años.
Carol era un poco reservada, no se sabía qué opinaba, ni quien le caía bien, su sonrisa era siempre la misma. Carol era cuñada de Diamela, Diamela era concuña de Fernando, que creía era de apellido Quiñones y llevaba ocho años en el país, trabajaba de vendedor de bienes raíces y vivían en Westchester, pero ella no estaba emparentada con Fernando. Le parecía que había oído decir que era de Bauta.
—Mami (la voz de Victoria la sacó de sus cavilaciones), ¿puedo comer turrón?
—Hoy no, mi amor, le contestó su abuela, eso es mañana.
—Yo no creo que aquí tengan turrón hoy, le dijo Walkiria. Yo no vi nada de Nochebuena en el menú. ¿Quieres buñuelos o crema catalana?
—Buñuelos habrá en casa de Diamela, insertó Regina.
—Crema catalana, dijo Victoria. ¿Ésa es la que le pegan fuego?
—No, no le pegan fuego, rectificó Regina, le queman el azúcar.
—Sí, rió Walkiria, viene con la bomba de incendio. ¿Quieres eso?
Victoria asintió entusiasmada. Le gustaba todo el floreo que acompañaba a la crema catalana. Regina tomó café solo.
—Dos vasos de leche, por favor, le pidió Walkiria al camarero. Es bueno con los mariscos, explicó.
El miércoles, con su vestido verde, Victoria fue directamente para la casa de Diamela y Wayne. Regina había ido sola, más temprano, para ayudar. Estaban cerca del hospital, la universidad, el centro comercial Dadeland. Tenían la tienda Belk's por departamentos, un par de peleterías pequeñas en Bird Road y Picnic's diner cerca, en la 57 Avenida y estaban celebrabando la feria agrícola, donde vendían conservas de guayaba elaborada por norteamericanos. Le gustaba esta zona.Era acogedora como un pueblo familiar. Pero prefería vivir más cerca del centro. Además, cerca del modelo de la familia hubiera sido difícil cumplir las expectativas establecidas por su hermana.
Había seis carros parqueados delante de la casa. Tenían luces de colores colgadas en el patio. Walkiria fue saludando a todos. Estaban allí Carol y Fernando, un compañero de trabajo de Wayne, Hal, y la esposa, Charlotte; los vecinos, Hank y Mae. Su madre estaba sentada hablando con Mrs. Gardner; Mildred había estado en las WAVES en la Segunda Guerra Mundial. Hubo abrazos, besos, apretones de mano y algunas palmaditas compasivas en el antebrazo. El perfume flotaba en el aire de la tarde mezclado con el olor a cigarrillo.
Victoria y Dwayne se dirigieron hacia las hamacas. Esta tarde serían inseparables porque no había mas niños. Una mesa grande con mantel de flores de Pascuas ocupaba un espacio a un costado cerca del seto de santa rita, había sillas de aluminio en la hierba. De la casa venía la música navideña, “Esta noche es Nochebuena y mañana es Navidad”, “Deck the Halls with boughs of holly”. En la sala resplandecía el arbolito, natural. Ella era la única de su generación sin pareja.
—Te queda bien el pelo así, miermana, le dijo Diamela. ¿Martín va a venir?. Todos simpatizaban con Martín.
—No, él está en Cancún hasta el lunes. No mencionó a “la prometida”, porque hubiera parecido un despecho.
—A mí me parece que ese muchacho metió la pata, opinó Fernando en tono sincero. ¡Estaba tan bien!... Él va a arrepentirse (esta palmadita compasiva fue en el hombro). Pero aquí tú nos tienes a nosotros para cualquier cosa. Walkiria no contestó.
—Tú estás bien, ¿verdad?, confirmó Wayne, en actitud positiva, y Walkiria sonrió.
—¡Como ha crecido Victoria!, dijo Carol, con su sonrisa perenne. Llevaba una “granny gown”.
—Ya está en tercer grado, respondió Walkiria. ¿Y tú para cuándo?, le preguntó, porque era lo que se esperaba.
—Para principios de mayo, contestó, acariciándose el abdomen, como acostumbraban las americanas.
—Niño de primavera, dijo Walkiria.
—Petirrojo (ave) de primavera, respondió Carol.
—Le ponen Robin. Carol sonrió.
Wayne y Fernando colocaron el lechón asado sobre la mesa. Wayne comenzó a servirlo. Al olor de la comida, Victoria y Dwayne regresaron de las hamacas. Eran trece personas. ¿Quién era la décima-tercera? Ella. Diamela y Carol sirvieron el congrí, plátanos verdes fritos, yuca con mojo, ensalada de lechuga y rábanos tallados en rosas. No cabía en los platos, plásticos con flores de Pascuas similares al mantel. Un día de excesos. Wayne y el compañero de trabajo, Hal, sirvieron la sidra y prepararon los tragos, ron Matusalem con o sin Coca-Cola, Coca-Cola sola para los niños. Hal había traído Scotch. Wayne le puso un ron con Coca-Cola en la mano. Walkiria no iba a tomar delante de la familia. Dejó su vaso disimuladamente sobre la mesa y no volvió a recogerlo. Ella y su madre repartieron los turrones de Jijona, Alicante y yema picados en trozos, dátiles, nueces y avellanas. Fernando se aprestó a cascarlas. No había buñuelos, ni higos.
—¿Qué es ser cubano?, estaba diciendo Fernando. Un cubano puede ser blanco, negro, amarillo.
—O mulato, agregó Carol.
—¿O indio?, conjeturó Hal.
—No, dijo Wayne. En Cuba no quedan indios. Predominan los descendientes de canarios.
—¿Mestizo? — aventuró Hank. Nadie le contestó.
“Pichones de gallegos”, pensó Walkiria, pero no lo verbalizó. Sentía náuseas. Probablemente mas tarde bailarían, Fernando seguramente querría. El sol hoy iba a ponerse a las 5:37. ¿Se vería desde allí? Los primeros meses de casados, Martín y ella trataban de mirar la puesta de sol siempre que podían. En Cancún él podría ver ahora el amanecer sobre el golfo. Wayne y Diamela irían mañana con Dwayne a la casa de Hal y Charlotte en Kendall a un almuerzo de Navidad. Ni ella ni Carol o Fernando estaban incluídos.
Tenía sed, pero no quería tomar refresco con efervescencia. Entró a la casa, estaba oscura, sólo la cocina había quedado encendida. Tomó un vaso del estante. Había una docena de platos plásticos sucios apilados en el fregadero y vasos plásticos agrupados en la meseta de formica. Diamela tendría bastante que fregar. Wayne secaría. Los ayudaría empezándolos, pensó. Abrió el refrigerador. No había agua fría. Se dirigió al fregadero y la sorprendió oír la voz de Hank, el vecino, a su espalda.
—Tanta comida da sed. ¿Por qué no te tomas un trago? ¿Qué hacía este hombre aquí en la casa? Habían cruzado pocas palabras. Tenía entendido que era un chofer de rastra a larga distancia.
—Ya yo tomé ron con Coca-Cola, pero quiero agua. Walkiria abrió la pila.
—No, lo que necesitas es un disparo de bourbon. Se le acercó. Walkiria retrocedió. Oí de tu divorcio. Lo siento.
—Gracias.
—Una mujer joven no debe estar sola.
—Yo estoy bien.
—Necesitas romance.
Se le encimó y colocó las manos en el borde de la meseta, a ambos lados de Walkiria. Ella quedó acorralada contra el fregadero. Trató de escurrírsele por debajo de los brazos, pero él los bajó para impedírselo. Intentó empujarlo por el pecho para apartarlo, pero él era mucho mas fuerte. Su esposa estaba afuera en el patio. No podía darle una bofetada, gritar, dar un escándalo, formar un espectáculo, sería un papelazo. Apretó los labios. Hank se inclinó a besarla. Walkiria volteó la cabeza. El beso aterrizó en la quijada. Forcejeó por zafarse de su constricción. Hank reforzó su presión. Logró librar los brazos en alto. Oyó un ruido apagado. Miró por encima del hombro de Hank. Enmarcados en la puerta de la cocina estaban Fernando y Mae con los ojos dilatados.
* Luisa Domínguez es el seudónimo de la escritora cubana residente en Estados Unidos.
Foto tomada de la revista Sommelier.
No hay comentarios:
Publicar un comentario