Si en el cielo no hay humoristas, como afirmó Mark Twain, entonces solo el diablo sabe adónde han ido a parar los grandes guaracheros de Cuba, los desbocados del son montuno y de todas las variantes del son, los rumberos, sublimes verdugos de la crónica social cantada, que condenan o salvan con solo un estribillo. La idea de Twain de que todo lo humano es patético, por lo cual la fuente secreta del humor no es la alegría sino la tristeza, parece tambalearse ante el recuerdo de esta tropa de impenitentes sacudidores del esqueleto.
Pero tal vez no sea más que una impresión superficial. Bien repasados los textos de sus composiciones, así como el grupo de asuntos, personajes y circunstancias que las inspiraron, podría concluirse que, efectivamente, mucho de tragedia y remolinante existencial subyace en los orígenes. Y si para redondear sumamos la creencia, bien extendida en nuestra Isla, de que resulta imposible decir algo divertido sin que sea al propio tiempo malicioso, y la aderezamos con el ideario de Jorge Mañach, para quien “siempre fue la burla un recurso de los oprimidos”, pues ya casi no nos van quedando dudas: de la misma manera que no hay un solo género, una tendencia, una sola etapa en la historia de la música popular de Cuba que no esté signada por la herencia de la esclavitud africana, y ya que por igual no hay manifestaciones de esta música donde el humor no intervenga como substancia, o al menos como sazón, tampoco existe una sola pieza de carácter jocoso que no sea expresión del desquite o la riposta del desdeñado, de la chanza de quienes se rebelan contra la autoridad, o del punzante aletazo de los que están abajo.
Choteo sublimado en la envoltura de sabrosas notas, pero choteo al fin, el ingrediente humor dentro de la música popular cubana no solo afinca raíces en los propios fundamentos de nuestra nacionalidad, y es también suma de sus dos surtidores básicos -aunque con muy notable inclinación de la balanza hacia el aporte africano―, sino que debe su desarrollo y su éxito permanente a lo que Jorge Mañach consideró “una relación de recíproca influencia entre el carácter y la experiencia” del pueblo cubano (muy en particular del negro, remarcamos nosotros). Y naturalmente, a nadie habrá que revelarle a estas alturas con cuánto de drama ha sido entretejida, desde el primer día, la historia de nuestra nacionalidad.
Tampoco es para tomar al pie de la letra aquello de que la gracia cubana, y su peculiar espíritu burlón, nacen del medio antes que de la idiosincrasia. Como no hay que otorgarle demasiado crédito a lo dicho por Mañach en cuanto a que la alegría resulta siempre un indicio de comodidad vital. Pero verdaderamente no creo que reste mucha tela por donde cortar una vez que se aparten de la lista de temas inspiradores del humor en nuestra música, desgracias y miserias experimentadas desde siempre por los pobres y, claro, muy especialmente por los negros, tales como la desilusión, el abuso de poder, el engaño, la hipocresía, el efecto de las diferencias sociales y económicas, y el tratamiento de lo erótico, es decir, el relajo, asumido como provocación, como actitud rebelde del que canta. Al final, ya sabemos que el pícaro no es más que un apaleado a quien natura y los palos le encendieron el bombillo de la picardía. Y resulta en realidad difícil hallar otra figura que refleje mejor sus contornos que la del jodedor cubano, negro o mestizo por excelencia, artífice de tanto canto y tanto cuento.
Por lo demás, se identifican tres vías de imprescindible examen para comprender esa comunión de todos los demonios que ha tenido lugar entre el humor y nuestra música popular. Por delante, el auge del teatro de costumbres y tipos criollos, a la vez que el desplazamiento de rumberos, soneros y juglares desde el barracón, desde la manigua, desde el solar y la cuartería hasta el salón de baile, a los medios de difusión, al disco. Por atrás, el modo en que creadores y actores propiamente humorísticos aprovecharon las singulares virtudes de la música popular, así como el hecho de que su público, encima de aportarle motivos y personajes al género, lo enriquece constantemente a través de una particular visión, vinculando lo que se canta con lo que se vive.
En tanto, por delante y por atrás converge el repaso a la obra de algunos contemporáneos creadores del humor en la música, sus aciertos y limitaciones, en estrecha conexión con las desventuras que experimenta esta vertiente (con sus hacedores) en la Cuba de las últimas décadas. Tal vez no sean las únicas vías, pero sí las más visibles y, por ello, las escogidas para ilustrar nuestro leve acercamiento al tema, sin ánimos de proferir la última palabra, sin aburrida disertación, sin mayor interés que el de chapotear en torno a lo que muchos conocen aunque no siempre recuerdan y lo que (vaya usted a saber si por conocido) no ha logrado acaparar completamente la atención de los críticos de la música popular, especialidad que prolifera como el romerillo dentro y fuera de la Isla.
Hay quien sostiene que la guaracha del siglo pasado, aquella que surgió como variedad eminentemente teatral, nada tiene que ver con este tipo de música que hoy todos reconocen por el mismo nombre. Es un criterio peregrino. Tanto como el de quien alguna vez creyó que el bolero cubano proviene de su homólogo español, debido a la simpleza de que comparten igual nomenclatura. Por otro lado, admitir que el género musical guaracha clava raíces en nuestro primer teatro (españolizante) del siglo XIX, no equivale necesariamente a negar su segura influencia africana. En arte los partos nunca son tan secos como el de la gallina. Y menos en el Caribe, donde todo es fruto de la acumulación de experiencias, conocimientos, tradición, memoria, de seres distantes y distintos que el tiempo y un ganchito fundieron en un solo cuerpo. Decir lo contrario a estas alturas sería como aceptar que el viento es la única causa de que las telarañas no cubran el cielo.
Ni la mismísima guaracha primigenia del teatro vernáculo, que viajó en vuelo directo Madrid-La Habana, se encuentra al parecer libre de contaminaciones y sospechas: “La alternancia del coro y el solista, haciendo este cuartetas o pasajes variados, es muy antigua en nuestra música”, ha escrito al respecto el destacado musicólogo cubano Argeliers León. Para agregar de inmediato: “La pueden haber traído los españoles, pero también es una forma de cantar muy característica de África”. Controversias al margen, lo importante para el caso queda fuera de toda incertidumbre, y es que aquella primera guaracha se iría desplazando poco a poco desde el escenario a los salones de baile, a la vez que cambiaba su estructura de copla y estribillo por una sección de canto y otra coreada, dejando atrás la alternancia para asimilar formas de la canción binaria, pero conservando su carácter más sólido, que es la crítica social y el reflejo de lo cotidiano como temas de contenido, rociados siempre con el doble sentido, la sátira, el choteo. Y es justamente ese carácter lo que indica por dónde le entró el humor, como blasfemia, como provocación, a la música popular de Cuba. Claro que nos referimos a una de las dos derivaciones de la guaracha teatral, la más auténticamente criolla, pues hubo otra afluencia hacia la canción lírica amorosa que no es motivo de interés en estas páginas, por más que también podría aportar revelaciones no suficientemente comentadas por los estudiosos, o no por todos.
A lo largo de casi todo el siglo XIX fue sentando plaza en La Habana nuestro teatro vernáculo, que sustituía los personajes populares del tonadillesco español por negritos, mulatas y venduteros del patio. Así la oportunidad se pintó sola para la guaracha. En 1868 estrenaba su primera temporada la compañía de Bufos Habaneros, en cuyas obras eran intercaladas con regularidad tales delicias del canto y la broma, compuestas especialmente como parte de cada función. Y fue tanto lo que llegó a gustar entre los espectadores, que su número y frecuencia de salidas debía elevarse por días, en respuesta a la creciente demanda. No pocas de aquellas piezas se conservan, por lo que es fácil constatar lo dicho acerca de la utilización del sarcasmo, la coña, como contragolpe de los oprimidos.
Por ejemplo, una que se titula El masca vidrio extiende este consejo al pobre, al derrotado, al pesimista: Uno que esté condenado/ se puede muy bien salvar/ masque vidrio entusiasmado/ y a la gloria irá a parar. Otra, llamada El carnaval, descubre a los hipócritas con su insistente estribillo: Todos desean/ el disfrazarse/ sin acordarse/ que ya lo están /Puede que sean/ más intrigantes/ esos semblantes/ que ocultos van. Mientras que La Guabina introduce la doble intención, el relajo, proyectados como desafío a las “correctas maneras” de la gente chic, blanca por fuera y oscura por dentro, como el cigarrillo: La mulata Celestina/ le ha cogido miedo al mar/ porque una vez fue a nadar/ y la mordió una guabina.
Precisamente esta última pieza provocó un gran revuelo entre esa 'gente bien' de La Habana, donde no pocos cronistas la emprendieron contra el género por considerarlo africanizado, vulgar, violento. Uno de ellos se atrevió incluso a exigirle a los directores de las compañías bufas que “blanquearan” la música de sus obras. Hoy su reclamo nos parece un chiste, teniendo en cuenta que lo formuló a nombre de la cultura y del buen gusto. Además, se trataba de una pataleta tardía, en términos históricos, pues esta otra aportación de los descendientes de África no solo había empezado a ser elemento cultural nítidamente definido como nuestro, sino que también estaba siendo ya proyectado, desde la Isla, a otras culturas del continente. Argeliers León anota en su libro Del canto y el tiempo que: “En el negro cubano, esta forma de cantar coplas octosílabas alternando con estribillos fue una costumbre tan extendida, que en el siglo XVIII pasó a México, donde ya existía el tema del negro en villancicos, cantares, danzas y en décimas. Ante el Tribunal de la Inquisición fueron denunciados las coplas y estribillos con que eran acompañados los bailes conocidos por El Chuchumbé y El Sacamandú. El Chuchumbé se describe llevado a Veracruz por negros de Cuba, penetrando rápidamente en el país y representándose en tonadillas. El Sacamandú lo llevó un negro de La Habana, confinado en el castillo San Juan de Ulúa”.
Con todo, aquella forma primaria de contar cantando las travesuras e indocilidades del negro y, por extensión, del común mortal de Cuba, continuaría en ascenso hasta lograr su máximo esplendor en el teatro Alhambra, donde, ya en pleno siglo XX, se consagraron autores de leyenda, representados en el dueto Jorge Anckermann/Federico Villoch. Al mismo tiempo, la guaracha extendía su alcance y se desarrollaba, más allá del proscenio, con una primera sección de carácter expositivo y una segunda más movida, con la alternancia copla-estribillo, con la picardía en los textos y, en fin, con esa fórmula rítmico-temática que lleva el indiscutible color de la noche y que hoy despierta la curiosidad, la simpatía y el estudio de millones de seres en el mundo.
Otro antecedente insoslayable es la zarzuela cubana, con obras repletas de tipos, costumbres y expresiones marcadamente negros que destilan gracia y picante por los cuatro costados. Sus bases se identifican a mediados del siglo XIX, cuando algunos autores residentes en la Isla publican piezas todavía apegadas a los cánones de España. Poco más tarde, el habanero Francisco Covarrubias introdujo elementos de cubanía en sus sainetes. Pero es sabido que el momento de auge para este género no tiene lugar sino a partir de finales de los años veinte del siguiente siglo, que es cuando la zarzuela cubana se ilumina “oscureciendo su piel”.
En 1927, Ernesto Lecuona y Eliseo Grenet estrenan la zarzuela Niña Rita o La Habana en 1830, con el debut de la inefable mulata Rita Montaner, en el teatro Regina. Lo demás es historia. Una historia en la que están inscritos con mayúscula nombres como los ya citados, o como los de Gonzalo Roig y Rodrigo Prats; junto a títulos imprescindibles a la hora de repasar los pilares de ese humor (descarnado, dolorido, a veces agrio y desafiante) en nuestra música: Rosa la China, Amalia Batista, El submarino cubano, María La O, Cuando La Habana era inglesa…
Igualmente los soneros orientales de las postrimerías del siglo XIX utilizaron la chanza y el doble sentido de la idiosincrasia con raíz africana, empleándola como arma contra el poder colonial de España. Aún se recuerdan estribillos de entonces, en versiones renovadas, como la de “mamoncillos dónde están los camarones”, aludiendo a las temibles huestes de los Voluntarios, cuyos miembros vestían de rojo o El caimán. También se mantienen vigentes títulos decimonónicos de corte similar, como Pájaro lindo voló.
Así, todos estos caminos esenciales de lo popular, lo negro, lo mestizo cubano, expresado en música, humor y pataleo social, se entrecruzan y se nutren desde las propias bases de nuestra nacionalidad. Es la semilla. Mientras que el fruto ha llegado a ser tan diverso y rico como diverso y rico es el patrimonio sonoro de la Isla.
Por ello, igual que no hay un solo género de nuestra música popular donde no esté representada en todo su esplendor la caracterología, el ingenio y las costumbres del descendiente de esclavos, tampoco hay uno solo entre cuyos ingredientes no aparezca ese humor de tipo retozón, atrevido, y es muy difícil hallar compositores o intérpretes de gran talla (negros en mayoría, pero aun siendo cual fuera el color de su piel, actuaron y actúan siempre bajo los signos de identidad ya mencionados) que por lo menos alguna vez no incursionaran en esta vertiente. Desde Anckermann hasta Sindo Garay y Ñico Saquito; desde Rosendo Ruiz hasta Juan Formell; desde Matamoros hasta Chano Pozo y Willy Chirino; desde Ignacio Piñeiro, Arsenio Rodríguez hasta Lily Martínez; desde Enrique Jorrín hasta Pedro Luis Ferrer; desde Eliseo Grenet hasta Chucho Valdés; desde Benny Moré hasta Bola de Nieve; desde Orlando Guerra (Cascarita) hasta Elena Burke; desde Rita Montaner hasta Pío Leyva, Celia Cruz y La Lupe.
A ese portento de combinaciones rítmicas, gracia y cubanía que hoy reconocemos por el nombre de guaracha, le hubiese bastado con la brillantez que a lo largo de una buena parte del siglo XX le prodigan juglares de guitarra, tres y güiro, como Faustino Oramas, El Guayabero o Antonio Fernández, Ñico Saquito. Sin embargo, debido precisamente a sus altos niveles de comunicación con la audiencia y con el bailador, el género fue asimilado en jacarandosa mezcla por casi todos los demás. Así, junto a inveterados temas del humorismo en la música, como Cuidadito, compay gallo y Menéame la cuna, Ramón, Contigo mi china y Cómo baila Marieta, hay decenas, cientos, de otras muestras en variantes guaracha-son, guaracha-cha, guaracha-rumba, guaracha-bolero, guaracha-mambo, guaracha-sucusucu, guaracha-dengue…
De modo tal que ninguna de las agrupaciones más relevantes en la historia de la música de Cuba, desde dúos y tríos hasta orquestas, ha dejado de incluirlo en sus repertorios. Es una lástima que por motivos de espacio resulte imposible relacionar no ya todos los temas, autores e intérpretes, sino una selección siquiera algo más que mínima con los mejores títulos de este género de humor en nuestra música, un humor que es eco, desprendimiento (y hasta quizá consecuencia) de los plañidos de la esclavitud, y es representación rotunda de lo que podríamos llamar el desquite de los perdedores.
Hasta los danzoneros hicieron lo suyo, aun cuando no cantaban, sin escribir una sola palabra. Tal vez el caso más representativo, por su trascendencia histórica, sea la pieza El bombín de Barreto. de 1910, que recrea las características físicas de un negro notable y además muy popular por su pequeña estatura y las tremendas dimensiones de su cabeza. Ya es sabido que con este tema José Urfé otorgó al danzón su forma definitiva, aportándole elementos rítmicos derivados del son.
Y si del son se trata, Miguel Matamoros e Ignacio Piñeiro, dos lumbreras, tendrían que encabezar hasta las más superficiales referencias. Entre veintenas de temas que fijan pautas, pertenecen, al primero, Regálame el ticket, Bolinchán y El paralítico; y al segundo, La cachimba de San Juan, En la alta sociedad y Aurora cabo de la guardia. Cita obligada será igualmente la de Rosendo Ruiz, uno de los padres de la trova cubana y además gloria del son, dentro de cuya estructura creó divertimentos al estilo de Acuérdate bien, Chaleco.
En general, nunca faltó lo retador, lo pícaro (tan propios, tan determinantes de lo negro y lo popular) entre las piezas de los grandes fundadores, reformadores, propagadores de esta vertiente de humor en la música, incluidos aquellos legendarios sextetos de los años veinte, llámense Habanero, Boloña u Occidente. Mención muy especial merecería el Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro, que ha continuado cultivando el humor durante más de siete décadas, a través de diversas formaciones, y que hoy exhibe en su repertorio auténticas joyas del atrevimiento y la jarana, como El plato roto, de Rafael Ortiz.
A los dúos soneros del tipo Los Compadres también corresponde una cita por sus múltiples recreaciones del gracejo negro, en piezas como Jala leva o Rita la caimana. Y otra muy especial merecen los tríos, que son tantos y de tan vital importancia, desde el Matamoros hasta el Servando Díaz. Por cierto, este último grabó discos dedicados íntegramente a temas que abordan el choteo, la picaresca, el doble sentido, dejando un sello de identidad que es posible apreciar en gozadas como El lechero. Pero en sentido amplio, a los tríos cubanos hay que reconocerle una labor distinguida en el tratamiento a la guaracha, como el Trío La Rosa en Chencha la gambá, de Ñico Saquito. Es justo lo que deslinda su trabajo del resto de los tríos almibarados de México y Puerto Rico que inundaban el éter en la época oro de esta clase de agrupaciones.
Podría afirmarse, incluso, que tal labor en torno al humorismo bocón y transgresor, de inspiración africana, le garantizó a nuestros tríos una permanente vigencia, de la cual no han disfrutado sus iguales de otras tierras. Por su parte, también los cuartetos de son dejaron memorables ejemplos de esa gracia y mordacidad. Baste recordar Comentario en el solar, del Cuarteto Maisí con Matamoros, o Trabalengua, del Cuarteto Caney de Fernando Storch. Y en cuanto a los quintetos, cómo pasar por alto a Los Guaracheros de Oriente, con su interpretación de La fiesta no es para feos, de Walfrido Guevara.
Los años 30 marcan época de cosecha para el significativo trabajo de rescate que desarrollaba Fernando Ortiz en torno a los componentes afros de nuestra identidad. Son además testigos del nacimiento de los poemas-sones de Nicolás Guillén, un feliz matrimonio entre géneros que implicaba a la poesía, el humor y la música de la Isla, todo mezclado, como en cazuela de cimarrones. No es raro entonces que haya resultado propicio para que los compositores cubanos enriquecieran sus repertorios con un sinnúmero de tangos, congas y guarachas de sabrosa ocurrencia en los que el negro es protagonista. Precisamente Guillén escribió por esa época una certera y desenfadada sátira donde da cuenta del fenómeno, vacilando, con el tono mordaz que le era característico, la manera en que a los descendientes cubanos de África les resultaría imposible (aun en el poco probable caso de que lo intentaran) desentenderse del son con su raigal componente zumbón.
Goza el poeta recreando: “Era un grupo de negros enemigos del son. Temían que esa música llegara a constituir una deshonra “para la raza”, y decidieron celebrar una asamblea, a fin de adoptar orientaciones salvadoras frente al problema. El día de la junta, el presidente les explicó a los reunidos cuál era el motivo de aquel acto. “Señores -dijo una voz punteada por la emoción- para nadie es un secreto que el son está tomando demasiado incremento entre nosotros; y aunque sé que una gran parte repudia esa manifestación de atraso, es nuestro deber interesarnos por los infelices entregados a tal desenfreno y a tal ignominia. ¡Abajo el son, y mueran sus bailadores!”. Aquella exclamación produjo el efecto deseado. Un 'muera' seco, apretado, fuerte, coreó las últimas palabras del presidente, que exclamó enseguida: “Muy bien, así me gusta. Ahora mismo voy a redactar un manifiesto al país, explicándole nuestra actitud”. Sin embargo, un espíritu previsor que había entre los reunidos entendió que era preciso comprobar por modo efectivo si todos estaban de acuerdo en que el son desapareciera, por lo que pidió, tímidamente, que se efectuara una votación nominal. Accedió la junta, y el presidente llevó a cabo el escrutinio. A cada uno le fue preguntando si deseaba la supresión del baile maldito: “¿Usted está conforme?”. “Sí, señor”. “¿Usted está conforme?”. “Sí, señor”. “¿Usted está conforme?”. “Sí, señor”… Así fue desenvolviéndose la votación, pero cuando la cosa llegó al último negro, los demás habían “levantado” un son formidable, en coro unánime y caliente: “¿Usted está conforme?”. “Sí, señor”. Afortunadamente, aquellos desdichados no habían podido desmentirse”.
La afilada ironía y el ocurrente desparpajo de Nicolás Guillén, que muy bien dominaba, porque eran suyas, las esencias de lo negro cubano, ilustran con eficacia su rico legado a nuestra cultura también en lo relativo al humor dentro de la música, como Tu no sabe inglé en coautoría con Emilio Grenet, un éxito en la voz de Ignacio Villa, Bola de Nieve. En el caso específico del son y sus variantes de la época, sobran ejemplos, pero tal vez sea suficiente con recordar algunas resonancias en la voz de Rita Montaner, como Ay mamá Inés, de Eliseo Grenet; La chismosa, de Juan Bruno Tarraza, o hasta Lupisamba o yuca y ñame, de Sindo Garay. Otros temas con esta misma influencia servirían más tarde a Celia Cruz para la conquista de una celebridad planetaria e imperecedera: El negro Tomás, Facundo, Ven Bernabé, Mi coquito y Caramelo a quilo (ver video al inicio del post).
También la tercera década del siglo XX ve crecer a compositores como Moisés Simons y a intérpretes como Bola de Nieve, responsables de que el pregón Chivo que rompe tambó sea hoy un clásico del humorismo en nuestra música, como lo es Mesié Julián, de Armando Oréfiche, otro que crecía en los 30 y que contó igualmente con la inmortal complicidad del Bola a la hora de representar los ecos de África. Asimismo, es esta la etapa en que comienzan a surgir las orquestas jazz band, con nuevas formas de expresión y nuevas sonoridades para lo típico cubano, incluida la guaracha. Una de las primeras y más legendarias será la Casino de la Playa, fundada en 1937. Por ella iba a pasar la crema y nata de la interpretación, vocalistas que se convirtieron en verdaderos fenómenos de popularidad, como Cascarita o Miguelito Valdés, Mister Babalú, dejando grabadas más de una gema del humor en ritmo de jazz band, dígase Negra Leonó, Ven acá, Tomá, El limpiabotas y Atesando el bastidor.
Particularmente notable fue la vena humorística de Orlando Guerra, Cascarita, con timbre y estilo impares para cantar las cosas y casos del negro y mestizo de a pie, con lengua de espada para el doble sentido y chispa para la colocación en órbita guarachera de cuanto dicharacho corrió en sus días por las calles y solares de La Habana. Pero en realidad Cascarita alinea entre la artillería pesada de los años 40, cuando su espíritu jaranero y su voz peculiar hicieron época no solo con la orquesta Casino de la Playa, sino también con la de los Hermanos Palau y la de Julio Cueva. En 1947 y 1948, una comisión nacional lo declaraba el cantante más popular de Cuba. En 1946, había echado a rodar una de las más atrevidas y mejor logradas piezas de choteo político que se han producido en la Isla: El pin pin de Chano Pozo, ídolo inmortal y arquetipo de lo negro cubano. Esta pieza estaba dedicada nada menos que a la Segunda Guerra Mundial (Pin pin, cayó Berlín. Pon pon, cayó Japón). También Machito and his Afro-Cubans la grabaron y popularizaron ese mismo año en Nueva York.
Los 40 traen el boom de los conjuntos, vehículos de privilegio para la guaracha y otros géneros. El Casino, Sonora Matancera o el de Arsenio Rodríguez, son representativos. Todo está dicho ya acerca de los singulares aportes de este tipo de agrupación dentro del panorama de la música popular cubana. Así que tal vez resulte suficiente con la relación de algunas de sus humoradas representativas de la psicología del negro y del mestizo cubano llamados del montón. En el primer caso, se recuerdan grabaciones como la de El bobo de la yuca o El baile del pingüino. La Sonora Matancera, que antes de ser conjunto fue sexteto, septeto, y luego sería orquesta, logró muchos hits con piezas emblemáticas, en las voces de distintos intérpretes, entre ellos, El tíbiri tábara, Bigote de gato o El buñuelo de María, con Daniel Santos; Ave María Lola, con Carlos Argentino, y El gallo, la gallina y el caballo. A su vez, Arsenio Rodríguez, con el más trascendente de estos conjuntos, tocaba las nubes no solo mediante ocurrencias suyas, como El reloj de Pastora, Dile a Catalina, sino también con piezas de su pianista, Lilí Martínez, autor de Quimbombó que resbala o de la polémica y deliciosa Las cositas de mami.
Otro famoso de la época que solía emplear el humor como sustancia en sus composiciones es Julio Cueva, autor de El golpe bibijagua, El marañón o Camisa sin botones. Curiosamente uno de los cantantes de su orquesta, Manuel Licea, fue bautizado por el público como Puntillita, debido a su éxito en la interpretación de El son de la puntillita. Mariano Mercerón y sus Muchachos Pimienta también derrocharon gracia y sazón con exteriorizaciones de lo popular, lo negro, lo mestizo, como Tú eres bretera, El barbero loco o Coco pelado. Y de la etapa de Benny Moré con la Orquesta Mercerón: Salomón, Candelaria Alé y La chola, entre otras.
Y Electo Rosell, que le sabía al bonche y al costumbrismo de herencia africana desde su estancia en la Compañía Teatral Arquímedes Pous, puso en la cima, con la orquesta Chepín-Chovén, divertimentos tales como El platanal de Bartolo. Mientras, la Orquesta de Arcaño y sus Maravillas (devenida radiofónica en 1944), aun cuando no las cantara, dejaba caer al ruedo formidables chanzas como Hueso y pellejo y Caballeros coman vianda. Y Belisario López con su charanga francesa recreaba, a golpe de instrumentos, ciertas cuchufletas cuya intención se delata desde el título: Yo no tumbo caña y Yo vine pa'ver. En fin, tal y como quedó advertido en los inicios, tampoco aquí aparecen todos los que son durante la cuarta década del siglo XX, pero al menos los que están son.
Lo mismo habría que decir acerca de la legión de autores e intérpretes que en los 50 bendijeron su música con la picardía del negro callejero. Sin ir más lejos, en 1951 surge La engañadora, y, con ella, el furor del chachachá, creado por Enrique Jorrín. Este ritmo, y en particular los temas de su creador, representan una forma un tanto más comedida y hasta más elegante de abordar la jodedera (los tiempos no transcurrían de balde), pero a fin de cuenta llevan en la esencia de sus asuntos ingredientes similares a los de la guaracha. La Orquesta América, y luego Jorrín con su orquesta, popularizaron varios a los que nadie negaría el obvio legado de los ancestros esclavos, así como tampoco sería posible negarles el calificativo de clásicos del humor en nuestra música popular: Los marcianos, Poco pelo y El túnel, entre otros. La Aragón hizo zafra con el chachachá, inmortalizando temas de sonrisa suave, como El bodeguero, El paso de Encarnación y Pare cochero. Y no menos consiguieron otras famosas agrupaciones de mediados del siglo, con la versión de Me lo dijo Adela por la Charanga Rubalcaba o La brocha, de Estrellas de Chocolate.
José Hugo Fernández
Neo Club Press, 10 de febrero de 2014.
Video: Celia Cruz y la Sonora Matancera en Caramelo a quilo, de Cheo Marquetti. "Quilo" le dicen en Cuba a la moneda de un centavo, no confundir con kilo, abreviatura de kilogramo.
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