El último concierto importante de Amy Winehouse se celebró en Belgrado, un mes antes de su muerte. Era junio de 2011. El evento, que se había anunciado como el inicio de su gira de regreso, acabó siendo uno de los desastres de la cantante más tristemente célebres: cuando subió al escenario, estaba tan borracha que era incapaz de hablar con coherencia, incapaz de mantenerse en pie; se tropezó, se puso en cuclillas, se sentó para quitarse los zapatos, se apoyó en el bajista y le dio la mano. El público empezó a abuchearla desde el principio y no dejó de hacerlo. “¡Canta!”, exclamaban los asistentes. “¡Canta! ¡Canta!”.
Sus ojos eran grandes como los de un niño; parecía que le habían impuesto una vida que no tenía la menor idea de cómo vivir. Hacía años que su existencia era algo imposible de gestionar. Y lo curioso era que estaba rodeada de gestores: un promotor, un productor, su padre. Estaba dormida cuando la metieron en el avión que se dirigía a Serbia. Se pasó todo el vuelo dormida, volvió a ser Amy Winehouse al despertarse y oyó que le gritaban: “¡Canta!”. Sus fans la adoraban siempre y cuando ella les diera lo que ellos anhelaban, siempre que se desmoronase para que ellos pudieran observar el proceso, siempre que volviera a recomponerse para que pudiera brindarles su voz. Sus músicos, que llevaban trajes de color naranja, no sabían qué hacer con ella.
Las imágenes grabadas en Belgrado resultan casi inverosímiles, pero son reales y se repiten un sinfín de veces, tantas veces como uno quiera pulsar el botón de repetición que tiene YouTube. Amy camina a duras penas ataviada con un minúsculo vestido amarillo de desiguales franjas negras, como si fuera un plátano magullado. Cuando se cae de un amplificador, la sonrisa del batería pasa a ser algo más parecido a una mueca.
¿Estamos ante uno de esos momentos en que una autodestructiva leyenda de la música pierde los papeles, o estamos presenciando cómo Winehouse se está esencialmente suicidando delante de ti? El músico no sabe muy bien qué cara poner. El público estuvo años sin saber qué cara poner. “Va pasadísima”, dice una voz en el vídeo de YouTube. “No sabe dónde está”. Y a continuación: “Mírala. Mírala”. Llegado cierto punto, el semblante de la cantante cambia. Ya no trasluce confusión ni miedo. Esboza una sonrisita de desdén, que parece transmitir lo siguiente: “Ya me he hartado de esto”. Tira el micrófono. Alguien le da otro. Una voz grita: “¡Canta o devuélveme el dinero!”.
Al final canta, con una voz que apenas se oye en medio de la música, mientras suena la canción que Winehouse había compuesto para transformar su desgarro emocional en algo bello, en algo de provecho, “tu amor desaparece y mi amor aumenta”; suena esa música que la había convertido en protagonista de la prensa sensacionalista, cosa que daba la impresión que ella nunca quiso ser. En determinado momento, su voz ya no se percibe y queda ahogada por el ruido del público, por los sonidos con que los asistentes manifiestan su frustración y su deseo, con unas voces que le recuerdan a la cantante la letra de su propia canción.
Al público le encantaba ver cómo Amy perdía los papeles. Le encantaba odiarla, la encantaba juzgarla, la encantaba sentir pena por ella. También verse reflejado con ella, fueran cuales fueran los términos de ese vínculo entre ambos, porque así los espectadores se sentían más cerca de Winehouse, y lo que más deseaban era tener acceso a la artista. A la opinión pública le encantaba ver cómo Winehouse se desmoronaba. La oscuridad que había en el interior de la cantante siempre acababa saliendo al exterior. Los espectadores recibieron una dosis mayor de la que deseaban: en Belgrado, no pudo cantar para ellos. En Londres, no pudo mantenerse con vida para seguir junto a ellos.
En un concierto celebrado en la isla de Wight, en el que la artista se dedicó a farfullar detrás de un timón en el que aparecía la inscripción “Buque de guerra Winehouse”, cantó Rehab, su desobediente declaración de intenciones, y estuvo bebiendo vino de un vaso de plástico que sostenía cerca de la boca. Tenía que elegir continuamente entre cantar y beber, a un nivel físico y literal: no podía hacer las dos cosas a la vez. Ya estaba borracha. Al final de la canción, lanzó el vaso, un reguero de alcohol se desparramó por el escenario y dejó un rastro, como si fuera pintura. “No, no, no”, cantaba Amy. No pensaba someterse a un tratamiento de rehabilitación. En cambio, se subía al escenario.
Hay miles de comentarios en sus vídeos de YouTube, en los que abundan las empalagosas muestras de conmiseración: “Qué triste es ver así a un ser humano”. O frases implacables y sentenciosas: “Amy es el mejor ejemplo de alguien de baja estofa, ¡tenga buena voz o no! Es una vergüenza para la música y para todos los músicos que trabajan duramente en todo el mundo”. Cincuenta años después de la aparición del modelo de Morton Jellinek que considera el alcoholismo una enfermedad, la gente sigue sin tener claro si esta dependencia se trata de una afección o un pecado: “Un adicto es un retrasado mental… La gente acertó al abuchearla… Mucha gente sueña con ser cantante y estar sobre un escenario y Amy lo tiró todo por la borda”. Otra persona: “Yo veo a alguien con el corazón partido”.
Después del concierto de Belgrado, el presentador de un telediario se preguntó: “¿Por qué siguen sacándola al escenario? Es imposible que no sepan que tiene un problema”. Otro declaró: “En teoría, esto iba a ser su reaparición. ¡Y ha fracasado estrepitosamente!”.Había algo en su adicción que enfadaba a la gente. Pero ese enfado era complejo. La mujer que escribió el comentario de que Amy lo había tirado todo por la borda también había vivido una historia personal: “Lo de las sobredosis por accidente es una gilipollez. Mi padre no tuvo un puto accidente cuando le sufrió una sobredosis de heroína… Mis hermanos y yo nos quedamos mirando cómo el personal de urgencias lo revivía”.Otra persona planteó una pregunta: “Y ahora ¿querrá o no ir a rehabilitación?”.
La versión que presentaba esta historia en clave de telenovela venía a decir lo siguiente: Amy empezó a beber de forma descontrolada después de una ruptura con Blake, su novio tarambana y yonqui; entonces, sus amigos trataron de que se sometiera a un tratamiento de rehabilitación. Ella contestó que “no, no, no”, y a continuación compuso un disco que alcanzó un éxito clamoroso, gracias a ese himno en el que hablaba de su negativa a curarse. Su carrera profesional llegó a lo más alto y Blake se esforzó por recuperarla. Estaban locamente enamorados. Se casaron en Miami y, con una tremenda adicción al crack, volvieron a Londres. En el punto culminante de su consumo, Winehouse gastaba 16 mil libras (unos 18 mil euros) en drogas duras a la semana.
Después de que la cantante estuviera a punto de sufrir una sobredosis, su familia y sus amigos le organizaron una sesión de intervención psicológica en un hotel Four Seasons de Hampshire. El médico afirmó que, si padecía otro episodio semejante, moriría. Sin embargo, ella se marchó de gira por Estados Unidos. Blake y Winehouse siguieron drogándose juntos hasta que él entró en la cárcel. Ella ganó cinco premios Grammy, pero no le permitieron acudir a la ceremonia por culpa de su drogodependencia. En su discurso de agradecimiento (pronunciado en un club de Londres, en el que seguía la gala desde la distancia), dijo: “Para mi Blake, mi Blake que está encarcelado”.
Incluso después de dejar finalmente de consumir drogas duras, Amy siguió bebiendo. Blake y ella se divorciaron, a pesar de sus súplicas. La cantante continuó consumiendo alcohol y también cantando, pero no llegó a crear otro álbum. Dejaba de beber y lo retomaba, dejaba de beber y lo retomaba, hasta que finalmente su cuerpo dijo basta. Cuando falleció, su tasa de alcohol era superior a los 400 miligramos por cada 100 mililitros de sangre, una cantidad cinco veces superior al límite legal permitido para conducir. El forense dictaminó que se trataba de una “muerte accidental”.
Los paparazzis adoraban a Amy. No se cansaban de ella. Les encantaba su belleza, pero les gustaba aún más su deterioro. No solo querían fotografiar su moño alto y cardado; querían que lo llevara despeinado. No solo aspiraban a ver su mirada felina realzada con lápiz de ojos; querían que el maquillaje estuviera corrido. En las fotos, intentaban que se vieran de forma destacada los cortes y los moratones, las lesiones que Winehouse sufría durante las juergas aderezadas de crack y alcohol. Pequeñas heridas que parecían aberturas por las que acceder a lo más recóndito de su intimidad. La cámara se acercaba a su carne húmeda como si intentase entrar en las propias heridas; si las cámaras pudieran follar, lo harían precisamente de ese modo. Los paparazzi querían introducirse hasta el torrente sanguíneo de la artista.
En cierta ocasión, Amy le dijo a su marido: “Quiero sentir lo que sientes tú”. Y eso era lo que el público esperaba de ella: saber lo que sentía, meterse en su piel. Pero los espectadores también aspiraban a salir después del interior de la artista, a ocultarse bajo el manto seguro de la ironía: “¿Qué se le ha colado en el pelo y se le ha muerto ahí dentro?”, preguntó un humorista. “Parece sacada del póster de una campaña para salvar a los caballos maltratados”. El lado de su personalidad adicto y destruido molestaba. Era algo “triste”. También era divertido, “¡y muy fuerte!”.
Sus adicciones no dejaban de presentar pruebas físicas de la vulnerabilidad de Amy, a través de sus moratones, sus heridas y su cuerpo escuálido; los humoristas, a su vez, no dejaban de crear chistes mediante los cuales los espectadores procesaban el horror de lo que estaba sucediendo, como si el proceso fuera un vídeo de cinco años de duración en el que una persona va muriendo lentamente en público. Un paparazzi hizo una foto en la que la artista subía a un coche; a continuación, empezó a sacar otras imágenes en las que se iba centrando cada vez más en la entrepierna de la cantante, y las publicó en internet para demostrar que Amy llevaba pañales, que había empezado a utilizarlos porque era incapaz de controlar sus necesidades fisiológicas. Parecía inagotable esa fascinación colectiva que nos inspiraba la debilidad autoinfligida de una mujer bella.
¿Por qué nos obsesionaba ese himno suyo en que se mostraba contraria al proceso de rehabilitación? Rehab es una canción extraordinaria, sincera y rotunda, descarada y sublime; en ella, la singular voz de Amy suena acrobática, segura y llena de matices, como el vinilo y el cuero; el estribillo llega de forma brusca y sorprendente, rebosante de rebeldía en el momento en que quizá esperaríamos escuchar la melodía desfallecida del victimismo. La canción encuentra esperanza y energía en su propio ritmo. Es un tema en el que no se defiende la idea de cuidar de uno mismo; el “no, no, no” con el que se rechaza la rehabilitación anticipa otra declaración que se produce después: “Sí, he estado mal, pero cuando vuelva lo sabrás, sabrás, sabrás”. El “no” da paso a “lo sabrás”: la resistencia se convierte en conocimiento. No estamos ante un mero rechazo, sino ante la afirmación de una presencia.
La figura del yonqui que no muestra arrepentimiento llevaba mucho tiempo gozando de gran popularidad; constituía la alternativa desbocada de la figura del muchacho bueno y formal. Yonqui, el clásico de culto que publicó William Burroughs en 1953, llevaba el subtítulo de Confesiones de un drogadicto irredento; el libro ofrecía un atractivo antídoto frente al relato oficial sobre las rehabilitaciones. A lo largo de la misma década, mientras la legislación contra los “adictos a los narcóticos” se iba haciendo más draconiana (prescribía penas mínimas y presentaba al adicto como una persona malvada), ciertas personas crearon otra visión del consumidor de estupefacientes, una imagen diametralmente opuesta a la que ofrecían esas medidas moralizantes: la de un individuo que no pedía perdón por nada, que lograba extraer algo contestatario o incluso bello de la oscuridad de su compulsión.
A la escritora Elizabeth Hardwick le encantaba imaginar que Billie Holiday se había enfrentado al desmoronamiento de su vida con una magnificencia exenta de remordimientos. Admiraba la “luminosa autodestrucción” de Holiday y su negativa a acatar las convenciones sociales: “Daba la impresión de que no sentía la necesidad acuciante de dejarlo, de cambiar”. Pero esta idea también es un mito: Holiday trató de desengancharse muchas veces. Es posible que en el caso de Amy, décadas después, el fenómeno de ver a alguien que no quería curarse presentara un elemento liberador; parecía que la artista estaba diciendo: “A tomar por culo, ¡vamos a beber! Hagamos un canuto de papel de plata y fumemos”.
Si Amy fue una adicta irredenta, Rehab fue su grito de guerra: lo entonó en infinidad de ocasiones. Lo cantaba mientras se tambaleaba; lo cantaba mientras bebía; lo cantaba mientras derramaba el vino, mientras se tropezaba con los tacones de vértigo. “No pienso dedicarle a eso diez semanas -decía la letra de la canción-, para que la gente crea que me he reformado”. Era emocionante ver cómo Winehouse rechazaba el consuelo y las respuestas fáciles que brinda la rehabilitación, cómo se negaba a aceptar una redención que se presentaba como un regalo, cómo se resistía a darnos un acto público en el que mostrase que había superado el dolor, que lo había trascendido mediante el arte. Se negaba a curarse.
Aunque es posible que ese carácter irredento no supusiera una alternativa a la fantasía de la rehabilitación, sino que más bien constituyera otra clase de fantasía. Es posible que esa actitud de “a tomar por culo” fuera otra fantasía. Es posible que nuestra visión colectiva de su alquimia, de esa fusión entre dolor y melodía, se basara en un mito que no era del todo real. Tal como lo expresó el poeta John Berryman, hasta él tuvo que luchar contra el “engaño de que mi arte dependía de mi alcoholismo”. Era un engaño que Berryman creía que debía romper si quería llegar a estar sobrio.
Amy lanzó su carrera a partir de esa negativa a someterse a un proceso de desintoxicación, pero lo cierto es que estuvo en rehabilitación cuatro veces. En un vídeo casero grabado durante su primera estancia en un lujoso centro para adictos situado en una isla y llamado Causeway Retreat, Blake le reta a que cante una versión alterada de Rehab.¿Puede Amy entonar ese “no, no, no” mientras está en tratamiento? ¿No debería decir “sí” en la canción? Sin embargo, da la impresión de que a Winehouse el chiste no le hace una gracia especial. Le contesta a Blake: “La verdad es que no me molesta estar aquí”.
Amy Winehouse nació en Londres el 14 de septiembre de 1983, tres meses después de que lo hiciera yo al otro lado del océano. Cuando tenía 27 años, murió por tener una cantidad demasiado elevada de alcohol en sangre. Con la misma edad, yo abandoné por completo el consumo de alcohol. Es posible que estos paralelismos expliquen en parte por qué me acabaron obsesionando tanto la vida de Winehouse y la posibilidad de cómo podría haber sido su vida de haber estado sobria. También cabe la posibilidad de que estos paralelismos no sean más que pedacitos de ella que me gustaría quedarme. A la gente le encanta hacerlo: “Todo el mundo quería un pedacito de Amy”, afirmó su amigo Nick, su primer manager.
Cuando, de forma inconsciente, empecé a notar el deseo de tener ese pedacito de Amy, póstumamente, yo ya llevaba años sin beber alcohol. Pero aún recordaba lo que era la embriaguez, una embriaguez gloriosa y carente de remordimientos, cuando tomaba whisky junto a una hoguera y notaba cómo el chorro de calor me bajaba por la garganta, tan caliente como las llamas que casi rozaba con los dedos.
Recuerdo que me daba la impresión de que beber era una disculpa constante, que una pérdida de conocimiento podía introducirse en tu vida como si fuera un territorio hostil, como si estuvieras detrás de las líneas enemigas; y que emborracharme también me parecía algo absolutamente necesario, la única perspectiva de alivio, como el punto de fuga de un cuadro, el núcleo esencial en torno al cual giraba todo lo demás. También recuerdo que la idea de la sobriedad me presentaba una grisura implacable, después de haber vivido noches luminosas y disruptivas: un horizonte sombrío, una prenda lavada tantas veces que había perdido el color. ¿Podía la línea recta de la rehabilitación ofrecer algo equiparable al oscuro y centelleante torrente de la destrucción?
Cuando me imaginaba la ausencia de alcohol, antes de estar sobria, me venía a la cabeza El Resplandor: Jack Nicholson fingiendo que escribe mientras lucha denodadamente por alcanzar una amarga sobriedad en un vacío complejo vacacional, lo contrario de la rehabilitación, un encierro solitario en vez de estar en compañía; o también podría considerarse una rehabilitación llena de fantasmas, mientras Nicholson se pasa el día tecleando una sola frase en la máquina de escribir, una y otra vez: “No por mucho madrugar amanece más temprano”.
En la noche en que ganó cinco premios Grammy, Amy le confesó a una de sus mejores amigas: “Jules, esto es de lo más aburrido sin drogas”. Una parte de mí quiere decirle: “Te equivocabas. La vida no era aburrida sin drogas. Solo tenías que aprender a vivir sin consumir”. Una parte de mí quiere hablarle de las reuniones en sótanos de iglesias, de citas vespertinas para tomar café, de la emoción primaria que surge al estar delante de una persona que ha sentido una versión parecida de lo que sientes tú: el miedo al aburrimiento, el impulso de huir del dolor, de borrar el yo, o de permitirte el yo; la emoción de oír cómo la otra persona lo dice de viva voz, lo liberador que eso resulta; cuando te rehabilitas, verte reflejado en el otro no es un ejercicio moralizante ni de redención, sino algo que te ayuda a percibir las posibilidades del exterior, que te abre una puerta en un sitio que parecía un muro.
Lo arriba descrito forma parte de mí. Otra parte de mí sabe que también me atrae contemplar cómo Amy se destruye. En un relato breve sobre un alcohólico que acude a sesiones de rehabilitación, Raymond Carver escribe lo siguiente: “Una parte de mí quería ayudar. Pero había otra parte”. La otra parte era la siguiente: las drogas y el alcohol constituían uno de los rasgos por los cuales la vida de Amy resultaba tan interesante, tanto para mí como para todo el mundo. Explicaban parcialmente por qué queríamos acercarnos cada vez más, por qué queríamos sacar las lupas y los microscopios, los teleobjetivos, para obtener una imagen mejor de su desgarro emocional.
Incluso el título del documental que Asik Kapadia estrenó en 2015 sobre la vida de la artista pone de manifiesto nuestro colectivo deseo de cercanía: se titula Amy a secas. Como si todos la conociéramos, o todavía pudiéramos llegar a hacerlo, incluso después de que haya muerto, quizá precisamente por eso. Como si todavía la tuviéramos disponible; como si siempre lo hubiera estado.
Amy. Es ridículo que yo la llame de ese modo. Pero me cuesta utilizar cualquier otro apelativo. El documental recurre a una intimidad ilusoria, pero también la aborda con ironía. En él se ve a un sinfín de paparazzi que gritan: “¡Amy! ¡Amy! ¡Amy!”, como si estas palabras fueran el estribillo de otra canción. Así pronunciado, tal como lo dicen, su nombre no evoca una sensación de intimidad, sino su deformación; no una relación privada, sino su violación. “¡Alegra esa cara, Amy!”, le grita el periodista de un tabloide, después de que ella aparte a empellones a varios de los colegas de este hombre. Después, al cabo de un año, cuando están sacando su cuerpo de su casa de Camden, otra voz dice: “Descansa en paz, Amy”: un perfecto desconocido sigue empleando su nombre de pila.
En todas las historias sobre una chica muerta hace falta que aparezca un villano, y el documental Amy nos presenta a varios sospechosos: es posible que la matara su promotor al impedir que la maquinaria de su fama se detuviese, a pesar de que todo aquello le estaba destrozando el cuerpo. Quizá la mató su padre por no haberle dado el amor que necesitaba de pequeña. A lo mejor la mató su marido por haberle dado aquello que le mitigaba el dolor que ya le había infligido su padre, y por causar aún más dolor que hacía falta mitigar. La cinta nos muestra a Amy como adicta y víctima, a Blake como adicto y villano: ella es la mujer que se vio arrastrada al consumo de crack; él, quien la convenció para que cayera bajo el hechizo de esta droga. No nos resulta necesario romper esa distinción entre el adicto que es una víctima y el que es un villano. Se nos permite proyectar estas ideas en dos cuerpos humanos que, convenientemente, son muy distintos entre sí.
Cuando el documental muestra el momento en que Blake reaparece en la vida de Amy, después de que el disco sobre la ruptura entre ambos haya convertido a la artista en una estrella, visualmente se nos presenta ese regreso como una ascensión literal desde las tinieblas: vemos a Blake en una puerta oscura, a lo largo de toda una serie de imágenes de paparazzi. Parece un demonio que está dispuesto a recuperarla: Back to Black (Regreso a la oscuridad). Un médico que los trató a ambos declaró: “Aquello fue un caso típico de una persona que vive una situación que puede utilizar de forma muy beneficiosa…, que no quiere que la otra persona mejore porque le da miedo perder el chollo del que disfruta”.Con respecto a Amy, el doctor comentó sin más: “Era una mujer muy vulnerable”.
La adicción de Amy la convertía en esa persona vulnerable, mientras que la adicción de Blake lo convertía en depredador de la persona vulnerable. A Amy había que protegerla; en el caso de Blake, había que proteger a los demás de él. Aunque él también recurría al crack por motivos personales: “Literalmente, elimina todos los sentimientos negativos”, afirmó en cierta ocasión. Hablamos de un hombre que, con nueve años, intentó cortarse las venas. ¿No estamos ante otra muestra de vulnerabilidad?
En realidad, el mayor villano del documental es la fama en sí: a Amy la matamos nosotros. La celebridad se convirtió en un aliado de sus adicciones, y en enemigo de su arte. La obligaba a seguir dando conciertos en vez de volver al estudio. El documental de Kapadia mantiene una relación incómoda con los paparazzis a los que muestra. Son los personajes malvados de la cinta (un estallido de amenazas y flashes; los obturadores suenan como los disparos entrecortados de armas de fuego), pero también sus colaboradores. Gran parte de la obra está creada a partir de las imágenes que ellos sacaron. En determinado momento vemos cómo Amy corre una cortina, mientras mira por la ventana con recelo, tapándose para no ser vista. Pero solo podemos presenciar esa violación porque dicha violación nos brindó un ejemplo grabado de su resistencia.
El documental critica el ansia de los paparazzis por tener acceso a Amy, pero al mismo tiempo intensifica esa ansia (de forma efectiva e implícita) cuando nos promete que nos va a enseñar las heridas de Amy con una profundidad mayor que la que jamás logró cualquier paparazzi. Al mostrar el duro resplandor y la invasiva constancia de estos fotógrafos como un acercamiento de cierta índole, despiadado y superficial, la película nos invita a que consideremos que su exploración plantea un acercamiento de otra índole completamente distinta, llena de profundidad y compasión. Queremos que nuestra ansia no nos haga sentir tan mal, pero no deja de ser ansia: seguimos persiguiendo a la cantante, no dejamos de olfatear el rastro de su sangre. Seguimos queriendo estar dentro de ella.
O quizá debería decir que era yo quien lo quería. No es algo que me guste ni que me inspire orgullo, ese deseo. La vida de Winehouse había tocado a su fin, el documental no lo explicaba todo, lo cual solo aumentaba mis ganas de conocer su existencia con una profundidad aún mayor. Mi vida de borracha también había tocado a su fin y, a veces, también sentía ganas de volver a estar dentro de ella. A veces me acometía la sensación de que no había dejado atrás del todo esa existencia. Cuando vi las diez copas de champán vacías y colocadas delante de ella en una mesa, en la isla de Santa Lucía, Amy me dio pena, pero también sentí vergüenza (por ese deseo mío de acercamiento), y asimismo ganas de beber. Hasta las botellas de vodka vacías que atestaban su casa, todo aquello me recordaba la antigua sensación que tenía cuando me decía: “Que se vaya todo a tomar por culo”. Ella había seguido esa sensación hasta llegar a otro lugar.
Cuando vi esa obsesión pública reflejada en la película, ese combustible inagotable que daba vida a la fama que la mató, las manos anhelantes de quienes compraban las revistas que los paparazzis llenaban con sus ávidas imágenes, odié al público. Pero supe que yo también formaba parte de él. El hecho mismo de que el documental existiera casi resultaba repulsivo: habíamos sobrevivido a Amy, pero seguíamos obsesionados con ella. En determinado momento, en el documental se nos muestra, mediante un collage fotográfico, una juerga celebrada después de la primera estancia de Amy en un centro de desintoxicación; aparece con el rostro emborronado por el rímel corrido, y unos hilos de sangre cubren toda la cara de Blake, que lleva los brazos vendados y sostiene unos cigarrillos; en los zapatos planos de Winehouse se observan otras manchas rojas. Él se había cortado con una botella y ella había tenido que hacer lo mismo, porque quería sentir todo lo que sentía Blake; nosotros queremos ver la sangre en el cuerpo de Amy, para sentir también lo que ella sentía, o convencernos de que nos acercamos a ello.
En la cinta se cuenta cómo quedó el baño del estudio de grabación de Amy después de que ésta lo dejara lleno de vómitos; en las toallas blancas se veía un rastro de rímel después de que se limpiara la cara en ellas. En el documental se narran todos estos detalles mientras se muestra un vídeo en el que Amy toca la guitarra en el estudio: bebe compulsivamente y, mediante un proceso de purgación, crea belleza mientras sigue metabolizando el dolor, mientras sigue convirtiéndolo en canciones.
Ver la película me resultó incómodo porque en ella se pone de manifiesto una obsesión y, al mismo tiempo, se explota. Lloré durante su visionado, y quise que terminara. Luego quise volver a verla desde el principio, para poder llorar de nuevo. Me puse el final por lo menos veinte veces, cuando suena una evocadora pieza de piano al mismo tiempo que sacan su cadáver de su casa y lo meten en una ambulancia privada que aguarda en la calle, mientras la voz de un médico plantea la posibilidad de que tantos años de desnutrición, purgas y alcoholismo “hicieran que se le parara el corazón”.
Contemplé cómo quienes lloraban su muerte se congregaban torpemente en la calle después del rito funerario: un hombre que lleva un kipá aparece con la cabeza inclinada por la pena, tapándose el rostro con una mano; la madre de la artista camina con bastón para subir al coche. Pensé: “¿Quién grabó este dolor privado”. Pensé: “¿En qué me convierto yo al ver esto?”. “He muerto mil veces”, canta Amy en una de sus baladas; yo no dejaba de pulsar el botón de rebobinado para ver cómo moría de nuevo.
“Ésa no es Amy. Da la impresión de que han convertido toda su vida en un espectáculo teatral”, declaró su madre en 2007. La cantante siempre se tomó con sentido del humor haber pasado a ser un personaje oscuro, las formas en que se había transformado en estereotipo. Cuando el periódico The Guardian le preguntó: “¿Qué te impide dormir por las noches”, contestó: “Estar sobria”. Era consciente de sus “problemas” y cómo se percibían en público. “¿Cuál es tu costumbre más desagradable?”, le preguntaron en otra ocasión. “Abusar del alcohol”, respondió. Parecía que sentía cierto subidón al incurrir en una especie de autodestrucción irónica, por ejemplo al escribirse el nombre de Blake en el vientre con un cristal roto mientras Terry Richardson lo fotografiaba. Ella declaró que aquello eran “unos garabatos en la tripa”, pero no solo hacía esas cosas cuando había público. Se autolesionó de veras durante años; tenía los brazos llenos de cicatrices.
El rapero Mos Def recuerda haber contemplado cómo Amy fumaba crack y haber pensado: “Estoy viendo a una persona que aspira a desaparecer”. Cerca del final, su médico le preguntó: “¿Quieres morir?”. Winehouse contestó: “No, no quiero morir”. Su guardaespaldas aseguró que la artista se mostraba reacia a ofrecer ese último concierto en Belgrado: “No podía ir a ningún sitio. No podía esconderse en ningún sitio. Amy necesitaba una escapatoria”. El hombre añadió: “Y el alcohol es una vía de escape, ¿no?”.
Cuando observé los cambios de Amy a lo largo del documental, cuando vi cómo el cuerpo le iba menguando con el paso de los años, sentí que estaba contemplando esa desaparición que, según Mos Def, ella anhelaba. Pasó de ser una chica voluptuosa a un ser escuálido; de tener un cuerpo rellenito a otro esquelético. Su moño alto adquirió unas proporciones inmensas; su cuerpo, diminutas. Ese cuerpo minúsculo también formaba parte de su mito exagerado, también nos inspiraba un asombro colectivo que su potente voz, y el caos de sus febriles disfunciones, pudieran estar albergados en un cuerpo que era tan poca cosa.
El reportaje de portada que le dedicó Rolling Stone empezaba mencionando su tamaño: “Situada junto a la torre sin apoyos más alta del mundo, una de las estrellas de pop más diminutas del planeta está en cuclillas al lado de un cubo de la basura, recogiendo una montaña de lápices de ojos y de tubos de rímel”. No falta nada: era diminuta, le obsesionaba su belleza, vivía cerca de la basura. En ese perfil, la artista declara que quería llevar una existencia distinta: “Sé que tengo talento, pero no he venido a este mundo para cantar. He venido para ser madre y esposa, para cuidar a una familia”. A un periódico le contó que quería que la recordasen como una persona “auténtica”.
Es posible que a Billie Holiday la quisieran por lo que Hardwick denominó “la tremenda magnitud de sus vicios, lo escandaloso de éstos”, pero Holiday albergaba otros sueños: quería comprarse una granja en el campo y acoger a huérfanos. En una ocasión trató de adoptar a un niño en Boston, pero el juez no se lo permitió debido a sus antecedentes de consumo de drogas. A Hardwick le encantaba de ella esa ausencia de cualquier “necesidad acuciante de dejarlo, de cambiar”, y le suscitaba admiración que la cantante hubiera hablado con una “fría rabia” de “las diversas curas a las que le habían obligado a someterse”.
Pero Holiday no se mostró del todo reacia a dejar de consumir, ni a las curas. Esa rabia se la despertaba la clase concreta de “cura” en la que se producían arrestos y encarcelamientos, persecuciones por parte de los agentes federales. En tanto que mujer negra, sus adicciones le hacían más susceptible de ser tratada como una delincuente: pasó caso un año en una cárcel de Virginia Occidental y murió esposada a su cama de hospital. Odiaba esa “cura”, pero ¿la droga en sí? Intentó dejarla en multitud de ocasiones. A su pianista le dijo: “Carl, ¡ni se te ocurra probar esta basura! ¡No sienta bien! ¡No te acerques a ella! ¡No te conviene acabar como yo!”.
Si Amy hubiera ido a rehabilitación esa primera vez, cabe la posibilidad de que jamás hubiésemos disfrutado de Back to Black, pero me pregunto de qué podríamos haber disfrutado en su lugar. Me habría gustado muchísimo oírla cantar sobria. No solo después de estar dos semanas sin consumir nada, sino al cabo de tres años, de veinte. “Tenía el mayor de los dones”, aseguró una vez Tony Bennett, refiriéndose a ella. “Si hubiera vivido, yo le habría dicho: ‘La verdad es que la vida te enseña cómo vivirla, si sigues existiendo el tiempo suficiente'”.
Yo nunca viví la vida de Amy, ni ella la mía, pero sé que al verla sobre ese escenario de Belgrado, es como si la cantante hubiera aparecido de repente en un episodio del que ella jamás supo nada, y me acuerdo de ciertos momentos en que yo despertaba después de haberme quedado inconsciente, cuando volvía en mí en un mundo nuevo y extraño, en el cubículo de un baño en México, o en un sótano sucio, con unas esposas, percibiendo el sabor de la ginebra y los cítricos, o en un dormitorio poco aireado en el que era más fácil dejar que un hombre acabara de follarme que frenarlo.
Sé que cuando observo cómo Amy avanza a duras penas por ese escenario de Belgrado, en el que finalmente se pone en cuclillas, inmóvil y callada, con una sonrisa, esperando a que pase algo o a que algo deje de pasar, no siento exactamente que sé lo que le sucede en su interior, sino más bien que su mirada conoce algo que me ha pasado a mí. Me causa tristeza que Amy viviera años de citas anodinas en cafeterías, años en que la gente le dijese: “Te entiendo”, que su destino fuera mantener su carácter singular, tener esa sangre aguada por el vodka y caminar ebria bajo la torre derruida de su moño alto, un peinado que parecía una pagoda en su cabeza, mientras su cuerpo apenas aguantaba el peso, hasta que ése dejó de ser su destino, hasta que su cuerpo dejó de aguantar.
Leslie Jamison*
El País Semanal, 13 de agosto de 2017.
Poster de Amy Winehouse realizado por David de las Heras, ilustrador español. Tomado de El País Semanal.
*En abril de 2018, la escritora Leslie Jamison, publicará en Estados Unidos The Recovering, libro que será editado en español por Anagrama. La traducción del artículo estuvo a cargo de Ismael Attache.
Leer también: Gracias, Amy, por tu voz y tus canciones.
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