Mi padre murió de un ataque masivo al corazón a los 60 años, un domingo 7 de septiembre. Padecía de hipertrofia del corazón. Lo habían tratado en la Cruz Roja.
Hoy estuve pensando en eso y por primera vez sentí compasión de la vida que tuvo que llevar. Trabajó veinte años de cobrador de cuotas mensuales para la Clínica La Bondad, en la Calzada del Cerro, cuya oficina inicialmente estuvo en la calle Tejadillo, en la Habana Vieja. Él estaba a cargo de la zona del Vedado, lo que representaba todo un día laboral recorriendo las calles del Vedado a pie, de traje y corbata, al sol: por aquellos años casi nadie tenía carro. Tampoco tenían una caja de retiro profesional a la que contribuir que proveyera una pensión cuando se retiraran.
Hacía dos años y medio le habían diagnostiado lo que llamaban "corazón de toro", que era demasiado grande para la cavidad torácica y estaba oprimiéndole los pulmones. El médico de la Cruz Roja Cubana, que radicaba en la calle Zulueta, le recetó Cuajaní Jordán con Efedrina, que lo empeoró.
Su padre, mi abuelo, era español y había sido voluntario en el ejército durante 17 años, el hermano mayor se hizo abogado y fue el único que tuvo carrera universitaria. Mi padre trabajó de cobrador en la policlínica desde los 40 hasta que murió. Era inteligente, sensato, responsable y trabajador. Nunca supe de qué trabajó los primeros veinte años, desde la adolescencia hasta que conoció en la oficina de Tejadillo a mi madre. Ella me contaba que él había conocido toda la Isla de un cabo a la otra punta. Leía mucho.
Fue representante de unos relojes alemanes Banjo de pared con péndulo y Tambour de mesilla, y al perder toda su inversión en ellos, se volvió muy escéptico. Tuvo la paciencia de enseñarme el alfabeto a los tres años con tronquitos de madera. A los cuatro, hacía conmigo los juegos en el suplemento dominical El País Gráfico, de conectar los números a revelar la figura.
Había trabajado hasta el día anterior, sábado, y esa mañana bajó a buscar el periódico y cayó muerto detrás de la puerta de la calle. Lo recuerdo, tenía cinco años y medio. Mi cuna estaba en la habitación de ellos, contra la pared. Entre mi mamá y el vecino español de los bajos lo trajeron para la cama, y yo me viré hacia la pared y entre las varitas de la barandilla apreté los ojos. Sabía lo que estaba pasando y no he olvidado nunca la impresión ni mis pensamientos.
Razono. Tenía que ser así, habría tenido que trabajar toda su vida, no hubiera podido descansar. Le pido perdón por no haber cavilado antes sobre eso.
Mi tío Ismael
Mi tío Ismael, el mayor materno, fue lo más semejante a una figura paterna que tuve de niña. Era de baja estatura, tenía la nariz fina y recta, escrupuloso. De los seis a los diez años, yo me le sentaba en las piernas y decía que le contaba las canas. Cuando él no quería que le arrugara la raya de los pantalones recién planchados, encendía un tabaco.
Tendría yo seis años cuando se mudaron para una casa a cuatro puertas de nosotras. Tenía plantas de cactus en los poyos de las ventanas, flor de mármol azulosa en macetas colgantes de loza verde y helecho cinta en la galería, y en el cantero del traspatio, claveles, que regaba e injertaba, matizados. Allí pasé con ellos un ciclón cuando tenía ocho años. Era presumido, usaba una sortija con un rosetón redondo de chispas de brillante y un sortijón con un aguamarina; se mezclaba su propio perfume, individual, oscuro, que guardaba en un pomo tallado cuadrado con tapa de cristal en el chifforobe.
Era corredor de aduanas, tenía su oficina en la calle Aguiar entre Amargura y Teniente Rey. Tenía fama entre sus colegas de honesto. Era formal, caballeroso, correcto. Le gustaba tener reuniones en su casa y usaba todas las ocasiones festivas, Nochebuena, su santo, para celebrar, e invitaba a toda la familia. Cuando celebraba uno de esos festejos, preparaba un jamón en dulce, que 'planchaba' con una plancha de hierro y azúcar.
Tenía un surtido de licores cordiales, anís, apricot, crema de cacao, crema de menta, Cointreau. Y una colección de jarras de cerveza y de tapas de botellas de bebida, cabezas de caballo, cascos, sombreros, musicales, que guardaba en la vitrina y les enseñaba con orgullo a los visitantes. Cuando se habían tomado unas copas, cantaban "Yo te daré, te daré, niña hermosa, una cosa que yo solo sé, café". Tenía un encendedor como un timón de barco. Había platos de metal dorado a relieve en el comedor, elefantes con la trompa en alto, y un colmillo de elefante con una aldea china tallada en el marfil.
Por un tiempo, el ómnibus de la escuela me dejaba en su casa por las tardes, y a veces comía allí. Los platos eran de colores enteros, vivos, marrón, azul marino, verde. Recuerdo que dirigía los sobres, en una letra muy bonita, anticuadamente el título solo en una línea arriba a la izquierda y después indentándolo un poco en la próxima línea, el nombre del destinatario. Le ponía un acento a la preposición a.
En aquellas reuniones se me permitía probar los licores dulces, a mí me gustaba en particular la crema de cacao. Una vez en su casa, teniendo unos diez años, fui pidiéndole a cada familiar un poco de licor, cada uno creía que él era el único que me había dado a tomar y después de un rato, me fui para mi casa, a cuatro puertas, escribí una nota que le dejé a mi madre sobre la mesa de comer: "Estoy jalada, tengo hasta hipo" y me acosté. Cuando mi madre se dio cuenta de mi ausencia, me buscó, fue hasta la casa, me encontró durmiendo y regresó con la nota, que le enseñó a los familiares.
Me decía mi madre que mi tío Ismael había estudiado en el Centro Escolar de la Asociación de Dependientes del Comercio. Había anotado celosamente datos de la familia Bello en una libreta, y, cuando comencé a interesarme en mis tíos, él me los facilitó. Recuerdo los apellidos de un par de colegas que yo le oía mencionar a menudo, Pita y Cobo. Cuando una vez le dieron dinero de más en el banco, caminó las cuatro cuadras para ir a devolverlo.
Su hijo, mi primo, que había estado estudiando para arquitecto, fue a trabajar con él y se hizo cargo de los clientes mas nuevos del aeropuerto, mientras mi tío atendía a los antiguos del puerto marítimo. Tres descendientes llevan su nombre, su bisnieto se llama Ismael Javier Bello IV.
Cuando mi tío Ismael tendría unos 16 años, la familia vivía en la calle Salud entre Marqués González y Oquendo. Él era novio de una muchacha vecina, Mercedes Torroella Rooney, de madre irlandesa, que se oponía a las relaciones, porque quería que la hija se casara con un español que tuviera dinero. Era rubia, de ojos verdes, se apodaba Cheché. La familia se mudó para la calle Primelles, en el reparto Las Cañas, en El Cerro y cuando Cheché no supo de Ismael, fue a la casa acompañada de la sirvienta a verlo. Mi abuela María Hortensia se escandalizó de que una muchacha fuera a la casa de un hombre con la criada.
Mi tío también conoció a otra muchacha vecina, que vivía a cuatro cuadras entre la Calzada del Cerro y San Cristóbal. Se llamaba Rosario Ríos, rubia, de ojos verdes, apodada Chicha. Al cabo del tiempo pidió su mano, se casaron y tuvieron un hijo. Vivieron en la calle San Benigno, en Santos Suárez. Después de 28 años de matrimonio, Chicha murió.
Un día, mi tío le anunció a la familia que traía a una amiga a la casa para que la conocieran. Recuerdo que ese día apareció una señora canosa, acompañada de una amiga. Era Cheché. Habían pasado 31 años. Ella había estado casada y tenido una hija. El hijo de Ismael, mi primo, ya se había casado.
Mi tío y Cheché se casaron, fueron a pasar la luna de miel en New York y se mudaron para la misma casa, en la calle Salud, donde ella había estado viviendo todo el tiempo, porque su madre, Mary, se había quedado ciega y conocía la casa. La irlandesa ahora lo apreciaba mucho. Estuvieron casados 17 años, hasta que mi tío falleció.
Mi abuela Hortensia
Mi abuela materna vivía con su hija menor, Cuca, mi tía más joven. Mi abuelo había muerto siendo yo muy chica. Cuando mi tía se casó, fueron a vivir ella y su esposo Paco, con mi abuela Hortensia, primero en la calle Goicuría esquina a Pasaje Norte y después en San Benigno entre Correa y Encarnación, acera oeste, en Santos Suárez.
Cuando mi padre falleció, un domingo 7 de septiembre, el 24 de ese mismo mes, mi mamá y yo fuimos a vivir al doblar de ellos, en la calle Correa entre San Benigno y Flores, acera sur, con una prima de mi padre, Carolina, mayor y su hijo adulto Carlos.
Mi abuela era delgada, tenía las uñas largas, siempre usaba medias, era míope, le gustaba leer los muñequitos y se acercaba mucho la página del periódico a la cara. Había tenido cinco hijos. Había sido pelirroja, pecosa, de ojos verdes, tenía un lunar de sangre en la córnea de un ojo. Era muy religiosa, muy limpia y tenía un gusto muy refinado, en ropa, prendas, muebles. Era experta en crotos y sus diversas especies: grano de oro, pata de gallo, cola de gallo, matizado, entorchado, fideo, batik.
Mi tía Cuca, mi madrina, murió de parto el domingo 11 de enero después de haber dado a luz una niña, Ruth. Al principio, mi abuela fue a vivir con nosotras. Como tenía un juego de cuarto grande de caoba con cama camera y escaparate de tres cuerpos con luna de cuerpo entero en la hoja del centro, se le cedió a ella la habitación más grande y mi madre y yo pasamos a una mas chica, al fondo, con ventana al traspatio.
Mi abuela me regaló un columpio doble de madera de portal. Mientras mi madrina vivía, yo me acercaba bastante a mi abuela, le decía "Agüela", y no recuerdo tenerle temor. Al morir su hija menor, mi abuela cayó en una depresión profunda y pasaba la mayor parte del tiempo acostada, con el cuarto sin ventanas en tinieblas, emitiendo quejidos lastimeros. Mi madre no me dejaba entrar a su habitación. Me decía que a mi abuela no le gustaban los niños, que opinaba que yo era muy majadera, que siempre estaba con que yo tenía el pelo muy pobre y le tomé un poco de miedo. Aquel dormitorio se quedó en mi memoria siempre a oscuras.
Carlos, el hijo de mi prima segunda, me enseñó el reloj, para que pudiera entrar al segundo grado. Un día le dio un arrebato de locura, oí decir que le tiró una azucarera a la madre por la cabeza. Se lo llevaron con camisa de fuerza para un sanatorio para enfermedades nerviosas, no sé si el Galigarcía y su madre, mi prima paterna, se mudó para una habitación en una casa de la acera de enfrente.
A mi abuela la mudaron para un apartamento en la calle Lacret entre Cortina y Figueroa o Juan Bruno Zayas, acera noreste, entre los números 304 y 396. Mi madre y yo nos pasamos para la habitación que Carolina y su hijo habían ocupado, que quedaba más al frente y era más clara. Por otros diecisiete años más, dormí en la misma habitación que mi madre. Cuando mi mamá me recogía en la escuela por las tardes, casi siempre veníamos a pie por la calle Cortina y parábamos en casa de mi abuela. Ella tendía a no sostener la cabeza muy erecta, decían que desde que le habían extraído líquido céfalo-raquídeo para un análisis. Yo la veía de lejos moviéndose en la habitación, pero mi madre no me dejaba acercármele.
Dos compañeras de la escuela, Onelia y Zoraida Soto, vivían en la acera de enfrente y yo me quedaba mientras jugando en la calle, que en aquella época no estaba asfaltada y tenía muy poco tránsito de vehículos, a la rueda y otros juegos, con ellas dos y otras niñas de la cuadra. Algunas compañeras de escuela decían que mi abuela estaba loca, no sabía si sería verdad, el tema me sobrecogía y no me atrevía a aludirlo. Mi primo mayor, Ismaelito, que estuvo mucho mas apegado a ella, le decía "Bebela", mi tía Nohemia le decía "Mere".
Mi abuela murió en el mes de abril teniendo yo ocho años, de algún padecimiento renal. Debe haber tenido alrededor de 69 años de edad, más o menos. Mis primos Cuquita y Julito tenían dos años y siete meses respectivamente cuando ella murió.
Mi tío mayor, Ismael, me dio las prendas que había dejado: un "semanario" de siete pulsos, un par de aretes con una hormiga grabada con un rubí y dos brillanticos, y una sortija que llamaban "viuda", con una franja de esmalte negro, y a los once años, quise que me abrieran las orejas,para poder ponerme los aretes, que aún conservo.
Zilia L. Laje
Foto: Tomada de Deco y Diseño.
Cuatro aclaraciones de Tania Quintero
1) Según el periodista Ciro Bianchi Ross, la clínica La Bondad se ubicaba en el número 1263 de la Calzada del Cerro y se tenía como la decana de las casas de salud del país.
2) Cuajaní es el nombre de un árbol y en Cuba se fabricaban dos patentes: Cuajaní Jodán, por un farmacéutico de Mariel, y Ahogo, que se elaboraba en la farmacia del doctor Campos en Bejucal.
3) El jarabe Cuajaní Jordán, con o sin Efedrina, era muy popular en Cuba en la década de 1940-50. Un comercial decía: "Del catarro a la tuberculosis no hay más que un paso, tome Cuajaní Jordán con Efedrina". Desde niña padecí de bronquitis asmática y siempre me trató el Dr. Labordette, un pediatra negro del Hospital Infantil que por el apellido debe haber sido descendiente de haitianos. Pero no recuerdo si alguna vez me indicó Cuajaní Jordán y si no me lo recetó, mi madre no debe habérmelo dado por su cuenta, pues ella, como buena guajira de Sancti Spiritus, prefería los remedios naturales. Cuando tuve tos ferina, me la curó con 'remolacha al sereno'. La receta, más barata y fácil no podía ser: antes de acostarse, lavaba bajo la pila una remolacha, la cortaba en ruedas, las ponía en un plato hondo de peltre y las dejaba toda la noche en el borde del balcón (vivíamos en un segundo piso). Por la mañana, en ayunas, me hacía beber el zumo que había soltado la remolacha durante toda la madrugada.
4) José Felipe Galigarcía Hernández, neuropsiquiatra matancero, fue uno de los fundadores del Sanatorio Doctor Galigarcía, inaugurado en 1928, en la antigua finca Kokoito, en Aldabó, Boyeros, hoy uno de los quince municipios de La Habana. Actualmente en el lugar radica el Servicio de Psiquiatría del Hospital General Docente Enrique Cabrera. El fallecimiento del doctor Galigarcía en 2004 era recordado en un artículo publicado en la revista del Hospital Psiquiátrico de La Habana.
Ver video de la Cruz Roja Cubana antes de 1959.
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