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lunes, 23 de mayo de 2011

Periodista, nada más (XI) - Cuando un amigo se va




Por Tania Quintero

-Hace una semana que llegué a La Habana y tengo una sensación muy rara, me dijo Alberto Sotillo, enviado especial de ABC para darle continuidad a los reportes de Santiago Córcoles desde La Habana.

Estábamos a principios de septiembre de 1994 y caminábamos por el Paseo del Prado, luego de haber ido yo a recogerlo al Sevilla, hotel donde se hospedaba.

-¿Sientes miedo? ¿Crees que nos siguen?, indagué.

-No, no es nada de eso. Me siento como si cada día caminara sobre la lija de una caja de cerillas (fósforos). Y en cualquier momento fuera a estallar.

Una sensación exacta. Después del Maleconazo, de la estampida en balsas y tras los acuerdos migratorios firmados el 8 de septiembre (día de la Virgen de la Caridad, Patrona de Cuba), La Habana era un hervidero. Un barril de pólvora. Pero el gobierno y sus cuerpos represivos se encargaron de que no estallara.

Cada vez que caminaba por las calles de la Habana Vieja recordaba a Sotillo. Y sentía el mismo desasosiego. Las condiciones de vida en la capital son infrahumanas. Y al pésimo estado de las viviendas se une la promiscuidad. Y junto con ella, la marginalidad, caldo de cultivo del delito, la prostitución, el alcoholismo, la drogadicción y la violencia doméstica.

Donde uno menos se lo imagina viven niños, ancianos, embarazadas, enfermos de sida o sífilis, lisiados y retrasados mentales. Se hacinan por igual habaneros, orientales y nacidos en otras provincias, para quienes las precarias condiciones de vida en la capital son más llevaderas que en el interior de la isla. Una habitación puede ser el hogar de un estibador del puerto o una artista, un militar o un gastronómico, un homosexual o una jinetera, un expreso común o un militante del partido, un santero o un disidente.

Cualquiera tiene el 'privilegio' de vivir en precarias condiciones en la zona colonial. Aunque hay que reconocer que en los últimos años, la Habana Vieja ha ido mejorando gracias a Eusebio Leal Spengler. Para muchos habaneros, Leal es más que el historiador de la ciudad, es un alcalde extraoficial.

Por esa Habana cachicambiada y travestida he caminado acompañada de cientos de periodistas y amigos extranjeros. Prefiero no nombrarlos, la lista es extensa, pero a todos los recuerdo con cariño.

Mi amistad con brasileños amerita un libro aparte. A modo de homenaje póstumo quiero mencionar a Aparicio Basilio da Silva, dueño de la firma Rastro, de jabonería y perfumería, y director del Museo de Arte Moderno de Sao Paulo. Lo conocí en 1984, a raíz de la convocatoria a Cubamoda, salón de modas auspiciado por La Maison, bajo la tutela de Cachita Abrantes, hermana del entonces poderoso ministro del Interior, José Abrantes, quien cayó en desgracia en 1989 y dos años después muriera de un supuesto infarto.

Aparicio y los seis o siete brasileños asistentes a Cubamoda'84 se hospedaron en el Habana Libre, sede del evento. Conversábamos largas horas. Todo les llamaba la atención: la forma chea o naíf de vestir del cubano, los viejos coches americanos, los Lada rusos -nunca sabían cómo cerrar las puertas, si suavemente o tirándolas con fuerza- y las rejas que ya comenzaba a poner la gente para proteger sus casas (todavía la rejamanía no alcanzaba visos de delirio ni denotaba el miedo generalizado, cuando el robo se volvió algo demasiado cotidiano y peligroso).

Homosexual confeso, Aparicio se mantenía al margen de esas conversaciones. Era muy alto y parecía estar siempre distraído. Prefería pasear solo o ir en busca de artesanías y obras de arte. Especial predilección sentía por la música cubana. Compraba casetes y los escuchaba en una grabadora que había traído.

Una tarde, lo veo venir por el lobby del Habana Libre, vestido con bermudas y camiseta. Estaba alegre. Acababa de descubrir a Elena Burke y estaba fascinado con esta cantante cubana, una de las fundadoras del feeling. Me pidió le hablara de la mujer que, en su opinión, -y no se equivocaba- poseía una voz fabulosa. Así nació nuestra amistad.

A su regreso a Brasil, esporádicamente supe de los otros, pero Aparicio con cualquier conocido me mandaba jabones, talco, colonias y velas perfumadas de Rastro, marca brasileña por él creada. La fragancia era exquisita, de aroma cítrica. Sobresalía tanto que cuando me montaba en la guagua la gente empezaba a olfatear. No se desvanecía luego de uno bañarse con uno de sus jabones de glicerina, de color anaranjado. Decían: “¡Qué olor más rico! ¿Qué perfume será ése?”. Me hacía la desentendida, como si conmigo no fuera.

Porque hasta la despenalización del dólar en julio de 1993, el cubano de a pie tenía que conformarse con la cuota de Nácar que le “tocaba”, cada cierto tiempo, por la libreta de racionamiento. Probablemente los jabones para perros fabricados en otros países olieran mejor que el cubanísimo y revolucionario Nácar. Antes de 1959, las marcas de jabones más usadas por la población eran Palmolive y Camay.

La distribución del Nácar era tres o cuatro veces al año. Uno per capita, a 0,25 centavos de peso la pastilla, sin envoltura y sin olor. Quienes recibían dólares, cogían el Nácar para lavar la ropa. O bañar al perro. Pero a una cantidad elevada de cubanos no le quedaba más opción que utilizar el Nácar -y otros jabones, peores, artesanal y clandestinamente elaborados.

A Aparicio lo mataron en Sao Paulo. De 97 puñaladas. Monstruoso. La noticia salió en la prensa brasileña. Un crimen pasional gay. Ese mismo año asesinaron también a Sergio Grandi, dueño de una pizzería. Venganza de un hermano, por asuntos del negocio común.

A Sergio también quiero modestamente homenajearlo. Con él caminé por La Habana, junto con Tiâo (Sebastián Roque), que trabajaba en una dependencia de la Rede Globo en Sao Paulo. Los tres comimos en varios restaurantes de renombre en la capital. El que más les gustó fue La Bodeguita del Medio.

A su regreso a Brasil, Sergio me suscribió a la revista Veja. Hasta su muerte, durante un año, la recibí por correo en mi casa. Y Tiâo me puso en contacto con Eduardo della Colleta, de la Globo en Sao Paulo. Gracias a esta conexión recibía informaciones y discos de telenovelas brasileñas así como el boletín de noticias de TV Globo. ¡Todo un privilegio!

Dedico este post y este video a los brasileños Aparicio da Silva y Sergio Grandi y a dos amigas que se fueron en 2010, la chilena Mirella Latorre y la cubana Fabiana Valdés. Hace mucho ya, Elena y Malena Burke, madre e hija, interpretaron a dúo Cuando un amigo se va, del argentino Alberto Cortez.

Mañana: Y en eso llegó Malú.

3 comentarios:

  1. Extraordinaria, fascinante serie.
    Gracias.

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  2. Gracias, Frida. Yo soy como estos escritos, pero eso no quiere decir que cuando en Cuba tenía que soltar la chancleta, la soltaba, ya fuera con alguien en una cola o un tipo de la seguridad. El otro día dejé un comentario al respecto en el post Blancos versus Negros, en el blog de Zoé Valdés, por la forma distinta de redactar y crudamente decir las cosas. Un periodista puede ser aburrido si siempre escribe de la misma manera, igual que un cantante si siempre canta el mismo tipo de canciones y de la misma manera.

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  3. Tania gracias por tus recuerdos que me traen tanta nostalgia,este en especial dedicado a Fabiana

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