La Habana, 4 de agosto de 1994. Entre un calor sofocante, apagones de doce horas, moneda devaluada y escasez de alimentos, la sensación que se percibía en las calles habaneras hace 23 años era que habíamos llegado al límite.
La frustración y malestar social estaban a flor de piel. La gente se sentaba en las esquinas a fraguar planes para emigrar. Incluso los fidelistas más intransigentes, en voz baja sugerían urgentes cambios en las monolíticas estructuras del poder.
La cuestión era simple. Si Fidel Castro no introducía reformas económicas, un gran número de cubanos nos moriríamos de hambre. Algunos parientes y amigos parecían salidos de un campo de concentración nazi, por lo mucho que habían adelgazado. Mi madre perdió parte de su dentadura y la solución para comprar un poco de comida en una shopping, fue vender su colección de discos de música brasileña por solo 39 dólares.
Las bicicletas chinas eran distribuidos por los centros laborales y como eran tan pesadas, muchos trabajadores las vendían o se iban al campo y las cambiaban por un cerdo: si no tenían patio, los criaban dentro de la vivienda. Un médico conocido nuestro, de 60 años, cogió tanta lucha buscando sancocho para engordar al puerco que criaba en un cuarto de baño en desuso en su casa, que murió de un infarto.
En 1994, en pleno Período Especial, un aguacate costaba un dólar o 120 pesos al cambio clandestino y 100 pesos la libra de arroz de la tierra, cuando se conseguía. Una libra de carne de cerdo rozaba los 150 pesos y los ancianos hacían largas colas para tomarse una taza de tilo caliente. Los CDR entregaban un ticket que te daba derecho a comerte una hamburguesa Zas -uno de los tantos 'inventos' de Fidel Castro- y tomarte un vaso de refresco.
De la ciudad desaparecieron los gatos: quienes lo comían, decían que su sabor era igual al del conejo. No pocas personas se desmayaban en la calle. Las enfermedades provocadas por la ausencia de vitaminas y proteínas se intensificaban en la población. Si llegaba la Opción Cero, el ejército sería el encargado de repartir ranchos en las cuadras. Las salidas ilegales en balsa se dispararon. En ese ambiente de miseria y desesperanza transcurría la vida en la capital.
La noche del 4 de agosto, en la barriada de La Víbora estaba programado un apagón de doce horas, de ocho de la noche a ocho de la mañana. Más de uno subía una colchoneta a la azotea de su casa y así lograba dormir.
A las diez de la mañana del 5 de agosto, por el barrio comenzaron a difundirse diferentes versiones de lo que estaba ocurriendo en el Malecón. “Oye esto se jodió. En Colón, San Leopoldo y Jesús María la gente se está tirando pa’ la calle. Han saqueado tiendas y volcaron un patrullero de la policía”, contaba un señor que decía venir de Centro Habana.
Un grupo de jóvenes y adultos, junto con un chofer de la ruta 15 que entonces tenía su paradero en La Víbora, decidimos trasladarnos al epicentro del conflicto. Durante el trayecto, el chofer iba recogiendo personas con grandes bolsos, como si fuesen a un picnic. Se rumoraba que embarcaciones llegarían desde la Florida y se llevarían a los que quisieran irse.
Justo al costado del otrora Palacio Presidencial, fuerzas combinadas de la policía, Seguridad del Estado y Tropas Especiales, detuvieron el ómnibus. El chofer abrió las puertas y los pasajeros, para impedir que los militares nos montaran en un camión lleno de detenidos, rápidamente nos bajamos y aprovechando la marea humana que ya a esa hora se había formado, nos dispersamos entre la multitud y nos escabullimos por las calles colindantes.
Por primera vez escuché gritos de Abajo Fidel. El enorme gentío caminaba rumbo al malecón y la Avenida del Puerto. Los que llevaron prismáticos, oteaban el horizonte en busca de embarcaciones. Los destrozos en shoppings y en el Hotel Deauville eran ostensibles. La amplia vía que corre paralela al Malecón estaba atestada de piedras y trozos de ladrillos.
Sobre las cuatro de la tarde, decenas de camiones del ejército, yipis con ametralladoras en su parte posterior, soldados de unidades especiales y constructores del Contingente Blas Roca, armados con bates de béisbol y gruesas barras de acero, dando golpes a diestra y siniestra, comenzaron a poner orden.
En eso, corrió la noticia de que la televisión estaba trasmitiendo la llegada de Fidel Castro al lugar de la revuelta.
De un vehículo militar se había bajado frente al Capitolio. Y los que hasta ese momento, por esa zona, habían estado gritando contra él, por intuición o miedo, cambiaron de palo pa'rumba. Comenzaron a aplaudir y las vivas a Fidel se unieron con la de cientos de partidarios del gobierno. La turba movilizada por el régimen bajó por la calle Prado, gritando consignas revolucionarias, con pancartas y tubos de aluminio en las manos.
Antes de las ocho de la noche, la espontánea protesta popular había sido controlada por la autocracia verde olivo.
¿Podría volver a repetirse lo ocurrido hace 30 años? Durante la década de 1960, la emigración masiva de una clase media conformada por políticos, médicos, ingenieros, periodistas y otros profesionales, le permitió a Fidel Castro barrer con todas las instituciones republicanas, sepultar la prensa libre y levantar su hermética dictadura.
Respaldado por un amplio apoyo popular, Castro erigió un Estado de corte soviético. Hasta la Constitución era un calco. A un ejército que en su momento fue el mayor de América Latina, una poderosa red de organismos que eran apéndices del régimen, se sumaba la eficacia de los servicios secretos. Todo eso le permitió a Fidel Castro fundar una de las más perfectas maquinarias de control social en la historia moderna.
Sin derecho a huelgas obreras, sindicatos amaestrados y leyes que condenaban a muchos años de cárcel (o pena de muerte) a los que se atrevían a disentir, el barbudo sembró el terror en los cubanos. Oponerse al régimen tenía -y aún tiene- un alto costo personal que va desde la represión y el 'asesinato'de la reputación de un disidente hasta linchamientos verbales que pueden terminar en procesos penales y largoa años de prisión.
Es una de las causas, entre otras, que explican por qué los cubanos no se rebelan. Lo más que hacen es quejarse: la mayoría de la población está convencida de que el castrismo es un desastre. El ciudadano de a pie percibe al Estado como territorio de una casta de privilegiados que, por méritos históricos o genéticos, les corresponde gobernar sin rendir cuentas al pueblo.
A pesar de la perpetua crisis económica que afecta la nación, no es probable que a corto plazo puedan ocurrir protestas multitudinarias donde los cubanos reclamen sus derechos o exijan democracia. Pero, ojo, cualquier arbitrariedad del régimen puede desencadenar pequeñas o medianas protestas, como las de los cocheros en Bayamo en 2010 y la de bicitaxistas en La Habana en 2016. O grandes manifestaciones, como la del 11 de julio de 2021, en más de cincuenta localidades en todo el país.
A partir del 11-J, organizaciones defensoras de derechos humanos mensualmente reportan cientos de cacerolazos y protestas en diversas provincias, casi todas espontáneas, por la falta de agua, luz y abusos gubernamentales. En las últimas tres décadas, la crispación social ha ido en aumento.
Hoy, Cuba es una lija de fósforos que al menor roce puede provocar una chispa. Hasta el miedo tiene fecha de caducidad.
Iván García
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