En 1923, el escritor español Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) se hallaba en la cúspide de la popularidad. Atrás habían quedado los años en los que, acuciado por la falta de dinero, decidió irse a París a probar fortuna. Al pasar ese año por La Habana, en una entrevista le expresó al redactor de un periódico: “Yo no empecé a ganar dinero hasta después de los cuarenta. Toda mi juventud fui un pobre diablo, que no tenía dónde caerme muerto. ¡Las pasé muy duras! Fui periodista por… cuarenta duros al mes; nominales, que no siempre los pagaban. Por defender la independencia de Cuba, siguiendo a mi maestro Pi y Margall, estuve en presidio, muy rapado, con mi trochana de rayadillo… ¡Ah, amigos, no fue agua de rosas!... Y ahora, cuando vuelva a España, después de mi vuelta al mundo, constituiré un fondo de dos millones de pesetas para premiar todos los años la mejor novela por un escritor joven de habla española”.
Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) fue la obra que lo catapultó a la fama de manera fulminante. La traducción al inglés, cuyos derechos vendió por 300 dólares, salió en 1918 y tuvo un enorme e inesperado éxito. En marzo del año siguiente iba ya por siete ediciones, cada una de 10 mil ejemplares, y en diciembre las ventas superaban el millón. De acuerdo a la revista Publisher Weekly, fue el libro más vendido del año. Asimismo, se vendían corbatas, pisapapeles, ceniceros y otros objetos con motivos alusivos a la novela.
Todos querían conocer a su autor, y por eso las editoriales, las grandes cadenas de periódicos y las productoras cinematográficas lo reclamaban. En 1919 la Hispanic Society lo invitó a dar una conferencia en la Universidad de Columbia, y luego Blasco Ibáñez recibió una oferta de James B. Pond, un conocido manager que antes había contratado a escritores como Rudyard Kipling, Máximo Gorki, Charles Dickens y H.G. Wells, para recorrer Estados Unidos dando conferencias. Se harían en español y un intérprete haría un resumen del contenido.
Con esas conferencias, el escritor ganó mucho dinero, aparte de que incrementaron su celebridad. Su firma era tan rentable, que una cadena de medios de prensa le ofreció un contrato por el cual recibiría mil dólares por artículo, una suma que hasta entonces nunca se había pagado. Asimismo, el 24 de febrero asistió como invitado a la sesión del Congreso de Estados Unidos, donde le tributaron una gran ovación.
Como era de prever, en 1921 Los cuatro jinetes del Apocalipsis fue llevada al cine y acumuló 50 millones de espectadores. La película fue protagonizada por Rodolfo Valentino, quien también hizo lo mismo en la adaptación a la pantalla de Sangre y arena (1922). Todos esos ingresos le permitieron al escritor tener una residencia en Menton, Francia, una casa en París, un chalet en el madrileño Paseo de la Castellana y una villa en Valencia.
El autor de La barraca sorprendió a todos cuando anunció que iba a realizar un viaje alrededor del mundo. Era, comentó, un sueño que arrastraba desde la juventud. No renunció, sin embargo, a su sentido mercantil y aceptó escribir crónicas acerca de los lugares que fuera visitando. Iban a aparecer en las publicaciones pertenecientes a William Randolph Hearst, quien poseía uno de los más grandes imperios mediáticos de la historia, y por cada trabajo le pagarían una gran suma. Blasco Ibáñez recogió sus impresiones en tres libretas, y con esas notas y con su prodigiosa memoria redactó los artículos. Posteriormente, los recopiló en el libro La vuelta la mundo de un novelista, que se publicó en tres volúmenes entre 1924 y 1925.
El viaje estaba concebido para millonarios, pues costaba la astronómica suma de 20 mil dólares de la época. En total, los viajeros eran 300. Partieron de un espigón del río Hudson, Nueva York, el 15 de noviembre de 1923. Lo hicieron en el SS Franconia, un trasatlántico de lujo de la compañía Cunard Line. La primera escala fue en La Habana, donde el escritor había estado ya en dos ocasiones. Pero antes de referirme a las impresiones que plasmó sobre nuestra capital, voy a hacer un alto para referirme a un hecho acaecido durante su breve estancia y sobre el cual nada comenta en su libro.
En 1920, Blasco Ibáñez publicó en la cadena de diarios de Hearst unos artículos injuriosos sobre México. Siguiendo su costumbre, los recopiló en un libro, El militarismo mejicano, que fue precedido por la traducción al inglés. En un trabajo que escribió en el Diario de la Marina, Jorge Mañach, quien cursaba estudios en Estados Unidos cuando aparecieron los textos del novelista, apunta que este “aportó el arriete de su prosa brutalmente descriptiva” a “la campaña insidiosa, llena de trucos y falacias, que contra México agitaban el Senador Fall, de Texas, los «petroleros» y los productores de películas de villanías”. Entonces, recuerda Mañach, “los estudiantes hispanoamericanos de la Universidad de Harvard nos reunimos para formular, contra el indiscreto o contra el mercenario, una indignada protesta”. Siguiendo ese ejemplo, cuando Blasco Ibáñez se detuvo en La Habana durante su viaje alrededor del mundo, los estudiantes cubanos quisieron darle un rapapolvo por su antipatía por los mexicanos y acordaron no asistir a una conferencia que iba a dar, y que, al parecer, fue solicitada por ellos.
Y paso ya a glosar lo que Blasco Ibáñez escribió sobre nuestra capital. Comienza expresando que en su niñez, cuando Cuba era aún colonia de España, no podía hablar de La Habana sin que lo agitara un sentimiento contradictorio de admiración y de terror. Y escribe: “Era para mí el país del azúcar una ciudad encantada, como las de los cuentos infantiles, donde las casas debían ser de caramelo y no había más que agacharse para comer tierra cristalina y dulce. Además, todos volvían de allá trayendo onzas de oro y hablaban de negritos como los que había yo visto danzar, desnudos y graciosos, en las funciones de teatro. Pero la entrada de este paraíso era estrechísima y la guardaban terribles monstruos, siendo el más carnicero de todos el llamado vómito negro. Muchas veces escuché la noticia de haber muerto en la isla lejana, hermosa y mortífera, personas a las que conocí fuertes y animosas en el momento de partir”.
Apunta que lo que le infundía terror desapareció hace años. En cambio, subsiste la Cuba que admiraba en sus fantasías infantiles, cada vez más amplificada por el progreso y la riqueza. Las enfermedades fueron derrotadas por la ciencia, y los médicos extranjeros y también cubanos, igualmente notables, acabaron por eliminar las antiguas enfermedades que hacían insegura la vida de los viajeros antes de su aclimatación. El resultado es que “hoy, la más grande de las Antillas es país de salubridad regular y constante, y La Habana una de las ciudades más higiénicas de la tierra. Su prosperidad económica ha ido desarrollándose en proporciones enormes, como su higiene pública”.
Opina que si fuese preciso dar un sobrenombre a la ciudad, al igual que lo ostentan los pueblos y los héroes de los poemas homéricos, se le podría llamar ‘Habana la Alegre’. Es una ciudad que sonríe al llegar, sin que pueda decirse con certeza dónde está su sonrisa”. Le encuentra cierto aspecto andaluz de antigua urbe colonial. Y apunta que “la influencia poderosa de la vecina República de los Estados Unidos, las comodidades de su civilización material, no han modificado aún su fisonomía añorada y tranquila de país con tradiciones de raza y un pasado histórico”.
Los nuevos monumentos en honor de los héroes patrios le parecen artísticamente desiguales: “unos son dignos de respeto, otros lamentables, como obras de confitería tierna”. En cambio, califica de magníficos los parques recién trazados, los nuevos barrios del ensanche de la ciudad, que “parecen recordar los sucesivos chaparrones de abrumadora riqueza que han caído sobre este país en los últimos treinta años”.
Vuelve sobre lo que antes comentó sobre la alegría de la ciudad y expresa que, “más que en sus paseos, en sus edificaciones y en el movimiento animado de sus calles, hay que buscarla en el carácter de las gentes; en la franqueza de los cubanos, que algunas veces parece excesiva a los extranjeros; en la belleza de sus mujeres, interesantemente pálidas y con enormes ojos”.
Cuenta que ha estado dos veces en La Habana por breve tiempo, y en ambas estancias, más que la hermosura de la ciudad atrajeron su atención dos manifestaciones características de su vida pública que no tienen semejante en ningún otro país: “los periódicos de La Habana y los casinos de La Habana son algo excepcional”. Quiso visitar las redacciones de los diarios más importantes y pese a que dedicó un día entero, no pudo verlas todas. “Unas ocupan enormes casas coloniales que son casi palacios; otras, edificios propios de reciente construcción. Tienen talleres vastísimos y máquinas de múltiple funcionamiento, como los primeros diarios de Nueva York. No existe una diferencia considerable entre los periódicos más célebres de los Estados Unidos y los de la capital de Cuba. Además se publican numerosos magazines y revistas especiales”. Como la población de la Isla entonces no llegaba a tres millones de seres, eso lo lleva a se preguntarse “dónde están los lectores necesarios para esta prensa, digna por su número, su calidad y su fuerza, de un país de veinticinco o treinta millones de habitantes”.
Comprueba que los comercios son casi todos propiedad de españoles, quienes consideran obra patriótica la continuación y el desenvolvimiento de los mismos. Las luchas entre españoles y cubanos están olvidadas. Unos y otros sienten similar interés por la prosperidad del país, y resalta que los hijos de los españoles son cubanos. Eso hace que en las antiguas sociedades se van confundiendo todos, sin diferenciar el origen. Respecto a estas, expresa que a ellas pertenecen “los edificios más grandes y ostentosos de la ciudad. El Círculo de Dependientes de Comercio tiene 40 mil socios, residentes en La Habana. No creo que en Europa ni en los Estados Unidos exista un club tan numeroso”.
Hace notar, asimismo, que el Círculo Gallego es un palacio que guarda en su interior uno de los teatros más grandes de la ciudad. Y que el Casino Español “posee un salón de mármoles diversos traídos de España y de estucos policromos, que parece el salón del trono en un palacio real”. Y concluye que todas estas sociedades, que unen lo útil a lo ostentoso, mantienen en los alrededores de La Habana hospitales y sanatorios, “instalados con tanta largueza y tales innovaciones, que de muchas partes vienen a estudiarlos como modelos”.
Escribe que un detalle que se advierte a las pocas horas de estar en la capital cubana, es que allí abunda el dinero. Eso lo lleva a comentar que “otras ciudades revelan igualmente riqueza y no tienen el aspecto atrayente y simpático de esta. Es que Habana la Alegre además de tener dinero lo gasta con una tranquilidad y un descuido rayanos en el derroche. Sus teatros son numerosos y están siempre llenos. Sus café y sus bailes nunca carecen de público”. Recuerda que aquí fue donde el tenor italiano Enrico Caruso y otros cantantes, pagados de un modo inverosímil, obtuvieron sus más altas remuneraciones. Añade que “en la Ópera de La Habana ha llegado a costar una butaca cien pesos oro por noche. Tan irritante pareció a algunos este despilfarro, que protestaron de él bárbaramente, arrojando una bomba en plena función”. Esa bonanza económica se refleja también en los escaparates de las tiendas, donde se ven las telas más caras y ricas. Y el escritor comenta que “las mujeres visten con un lujo en apariencia sencillo, para no salirse de las reglas del buen gusto, pero en realidad costosísimo”.
Al referirse a la arquitectura, apunta que en los nuevos barrios son cada vez más numerosos los palacetes particulares. En ellos predomina la antigua arquitectura española, con el aditamento de las comodidades de la vida norteamericana. Y se fija en que la jardinería del trópico da una nota de originalidad a estas construcciones, “que recuerdan a la vez los patios de Sevilla y los palacios de madera de Long Island”.
No escapa a su mirada el hecho de que para los ciudadanos de Estados Unidos, descontentos silenciosamente de ciertas leyes de su país, La Habana ofrece un atractivo especial. Es una ciudad a las puertas de su patria, donde no impera el llamado “régimen seco”. Les basta tomar un buque en Cayo Hueso, al extremo de la Florida, “para vivir horas después en la capital de Cuba, donde hay un bar en cada calle. Aquí no sufren retardos en la satisfacción de sus deseos, ni tienen que absorber bebidas contrahechas ofrecidas en secreto. La embriaguez puede ser franca, libre y continua”. Pero como es tierra de dinero abundante, que es derramado con mano pródiga, “los hoteles resultan carísimos, así como los otros gastos de viaje, y solo los ricos pueden pasar el canal de la Florida para venir a emborracharse bajo la bandera cubana”.
Tiene palabras para el recibimiento tan cariñoso que ha tenido “en esta amada ciudad de habla española”. El Municipio lo declaró su huésped, y comisionó al escritor Rafael Conte, antiguo amigo suyo, para que sea su anfitrión y lo guarde durante el tiempo de su estancia. Se refiere a los “simpáticos periodistas de incansable y sonriente preguntar, jóvenes escritores que revelan su talento en las curiosidades literarias y las paradojas de su conversación”, que lo acompañan en sus visitas a las redacciones de los diarios y en los dos banquetes amistosos y sin ceremonia con que fue obsequiado. Y tiene también la oportunidad de contemplar “la belleza del crepúsculo tropical en una lujosa «villa» de las afueras, donde vive con su esposa el joven conde de Rivero, hijo del célebre fundador del Diario de la Marina”.
El Ayuntamiento ha reservado para él las mejores habitaciones del Hotel Sevilla, el más caro de la ciudad, y su amigo Conte se esfuerza por convencerlo de que debo quedarse en ellas y volver al buque en las primeras horas de la mañana siguiente. Sería mal interpretado que prescindiese de usar dichas habitaciones, después de haber sido declarado “huésped de honor”. A la una de la madrugada al estar ambos frente al hotel, siente la necesidad de un pronto descanso, pues siente un dolor incesante en una pierna. Está dispuesto a aceptar el consejo de su amigo, pero al entrar en el hotel para acostarse se tropieza con un compañero de viaje.
Es un joven norteamericano, de buenas maneras, que sale del dancing del hotel. Ha aprovechado que verdaderamente está en un país libre y se ha embriagado de un modo lastimoso. Lo abraza como si viese a un hermano, enternecido por el encuentro, y le dice que ellos dos son los únicos viajeros del Franconia que están en tierra. Todos los demás se fueron a medianoche. El buque zarpará al amanecer, y no a las diez de la mañana como se había anunciado.
Conte y él salieron corriendo para el puerto. Allí el primero consiguió que una lancha del gobierno nos lleve hasta el Franconia, que tenía apagadas la mayor parte de sus luces y parece dormido. “Si ocupo mi cama de honor en el hotel, termina mi viaje alrededor del mundo en la primera escala”, anota Blasco Ibáñez. Y luego escribe: “Cuando al día siguiente despierto, en mi camarote, el buque está navegando hace ya varias horas. Las costas de Cuba se han esfumado en el horizonte. Nos rodea el hermoso mar de las Antillas, en el cual logra descender la luz a grandes profundidades, dando una claridad dorada a las aguas azules”.
Cuenta Blasco Ibáñez que pocas horas después de que el barco zarpara de La Habana, quedó postrado en su lecho por una parálisis de la pierna izquierda. El médico de a bordo declaró que era una ciática, provocada tal vez por la atmósfera húmeda del mar. Luego ambos pensaron bien pudo deberse a una imprudencia en el aireamiento de la habitación. El escritor explica que el Franconia no tenía ventiladores al uso antiguo, con hélices de molesto y tenaz abejorreo. “Cada camarote posee dos pequeñas esferas de bronce, metidas en alveolos del mismo metal. Estos ojos dorados, cuando tienen el agujero de su negra pupila hacia adentro e invisible, permanecen inactivos. Pero basta volverlos, para que de ambos orificios surja una manga silenciosa y fría que cambia el ambiente del camarote con sus pequeños huracanes. Durante el anclaje en los puertos, los mosquitos de agua muerta que se introducen por los ventanos se ven obligados a retroceder, volviéndose con rabiosos zumbidos por donde vinieron. Los dos chorros mudos los voltean con su ímpetu, lo mismo que un aeroplano pillado por una tormenta, y les hacen huir finalmente al otro lado de la pared del buque”.
El novelista había pasado una noche entera con ambos ventiladores enfilados hacia su cama. La proximidad del calor de Cuba le hizo emplear este refrescamiento imprudente. Mientras dormía, las dos mangas de helado viento, que hacen funciones de mosquitero, cayeron horas y horas sobre su cuerpo, en el que ahora sentía el llamado nudo ciático. El médico le advirtió: “Tiene usted para algunos días. Habrá que emplear los rayos violeta… No intente moverse”. Lo cual lleva al novelista a concluir: “¡Bien empieza el viaje alrededor del mundo!”.
Hasta aquí lo que el escritor narra en su libro. A eso podemos añadir que el viaje incluía escalas en Panamá, San Francisco, Hawái, Japón, Corea, China, Hong-Kong, Filipinas, Isla de Java, Malasia, Birmania, India, Ceilán, Sudán, Egipto, Italia, Mónaco, Gibraltar y Nueva York. En varios países, Blasco Ibáñez fue recibido con honores de Jede de Estado. A la vuelta, se quedó en Mónaco, desde donde se trasladó a su residencia de Fontana Rosa, en Menton. En el muelle descargaron veintitrés cajas grandes y bultos de equipaje, que contenían los numerosos objetos y recuerdos que recibió en los lugares visitados. Fue, en fin, uno de los inconvenientes que trae aparejada la celebridad.
Carlos Espinosa Domínguez
Cubaencuentro, 30 de abril de 2021.
Foto: Vista del Malecón de La Habana en la década de 1920. Tomada de Cubaencuentro.
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